Carnaval

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T. Lectura: 3 min.

En febrero del 2023, llegaron mis primos de otra ciudad. Íbamos a hacer un viaje para festejar el carnaval.

A las nueve y media del jueves, tocaron el timbre. Fui yo la que abrió.

Primero entraron mis primas, después mis primos… y atrás, él. Lautaro, un amigo de ellos. Alto, moreno, con los brazos marcados y unos ojos marrones que brillaban con picardía.

Cuando me saludó, me dio un beso en la mejilla y me miró dos segundos de más. Sentí un calor intenso en el pecho.

Nos sentamos todos en la mesa a charlar, a organizar cosas del viaje.

A eso de las doce y media se fueron todos a dormir. Me acosté con mis hermanas, pero no podía pegar un ojo. Tenía la imagen de Lautaro tatuada en la cabeza.

No sabía cómo ni cuándo, pero quería que me coja. Y no tardó mucho en pasar.

El viernes llegué muerta del trabajo. El calor y el insomnio te chupan la energía. La casa estaba en silencio, y eso ya era raro. Seguro que todos se fueron al centro como dijeron. Bien. Quería dormir unas horitas antes del viaje.

Mientras pasaba frente a la pieza del fondo, vi la puerta apenas abierta. No sé por qué miré, pero ahí estaba Lautaro. Reposado en la cama, sin remera, y con el calzoncillo asomando por el pantalón.

—Uh… perdón —dije, queriendo desaparecer.

Se corrió el brazo de la cara, me miró, y dijo:

—Entrá si querés. No pasa nada.

Yo no quería entrar, pero mi cuerpo fue solo. Me senté en el borde de la cama.

—¿Qué hacés acá? —pregunté, tratando de hacerme la desinteresada.

—Me dolía un poco la cabeza. Quería descansar un rato.

—¿Querés un ibuprofeno? —le ofrecí, ya como una nena buena. Me miró. Me sonrió.

—Sí, dale. Gracias.

Fui a la cocina, busqué el blister y un vaso de agua. Cuando volví, él seguía en la misma posición, como si me esperara.

Le di la pastilla, se la tomó, y mientras apoyaba el vaso en la mesa de luz, sentí su mano en mi pierna. Me congelé.

—Gracias, linda —me dijo, bajito, casi en secreto.

No pude responder. Le sonreí nerviosa.

Me estaba por levantar, por irme, cuando me agarró del brazo con fuerza y me tiró hacia él. En un segundo, su boca estaba en la mía. Y yo… me entregué.

Sus labios eran salvajes. Me apretaba la cintura, me subía la remera, y yo solo quería más. Me empujó hacia atrás, quedé sentada en la cama. Me mordía el cuello, la clavícula, me apretaba las tetas. Yo gemía y me arqueaba.

Le bajé el pantalón. Su pene estaba durísimo. Me arrodillé frente a él. Me miraba desde arriba. Se lo chupé lento, profundo, dejándolo temblar.

Jugaba con su verga mientras su respiración se entrecortaba. Mis labios la envolvían, mi boca se abría más. La sentí contra mi garganta y se me escapaban algunas arcadas.

—La puta madre, Mey… —gimió, agarrándome del pelo.

Sentí cómo se tensaba, pero se contuvo. Me subió, me tiró en la cama. Me sacó el jean casi de un tirón. Quedé con la bombacha negra mojada. Me la sacó con los dientes.

—Estás hermosa —me dijo.

Se metió entre mis piernas y me lamió como si me necesitara. Yo me retorcía, me tocaba las tetas, le decía que no pare. Me metía los dedos y me hablaba sucio.

Después se puso encima de mí, me miró a los ojos y sin decir nada, me la metió de una. Grité.

Era grande. Me llenaba. Me penetraba con fuerza. Me agarraba del cuello mientras me bombeaba sin parar.

—Que puta sos pendeja —jadeó, mientras me daba con más ritmo.

—Más, Lauti. No pares.

Me tomó de la cintura, me dio vuelta y me cogió desde atrás, me tiraba del pelo el pelo y me cacheteaba fuerte, con bronca. Yo gritaba como una yegua.

De repente, él se sacó el forro y acabó en mis nalgas, todo caliente, todo descontrolado.

Fui al baño y me limpié. El espejo me devolvía una cara con mejillas rojas, el pelo revuelto y los labios hinchados.

Salí… y justo llegaron todos.

Me acomodé el pelo, respiré hondo y saludé como si nada.

Él seguía en cama, y yo pensé: “Ojalá este finde dure toda la vida”.

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