Marzo del 2024. Subí la historia sin pensar mucho. Una lata de cerveza sobre la mesa, mis uñas negras brillando contra el metal, la piel morena medio quemada por el sol de la tarde.
Nada del otro mundo, pero a los cinco minutos me llegó una respuesta.
—¿Esa birra viene con vos de regalo? Porque si es así, me compro veinte.
Me reí sola, medio sorprendida. ¿Quién carajo era este Simón? Entré a su perfil, y ya con ver su foto de perfil me dieron ganas de conocerlo.
Tenía esa pinta de hombre seguro pero medio arrogante, una barba perfecta y la mirada de un tipo que te arruina en la cama.
Charlamos por un par de días y quedamos en vernos el viernes después de clase. La conversación había arrancado tranqui, pero se fue calentando sin que nos demos cuenta.
—¿Salís tarde ese día? —me preguntó después de contarme que tenía un asado pero se canceló.
—A las once salgo. Re cansada.
—Cansada, ¿pero con ganas de unas birras? y de alguien que de unos besitos.
—Birra sí. Lo otro, mmm… no sé.
—Mentís horrible, Mey. Decís “no voy a coger” pero se nota que pedis pija a gritos.
—Sos un salame.
—Un salame que te va a buscar a la salida si me das la dirección.
Me reí, obvio, pero no se la hice tan fácil.
—Nos vemos el viernes. Pero no vamos a coger, te aviso desde ya.
—No te preocupes. Tengo los forros listos para cuando cambies de idea.
—Sos un atrevido.
—¿Recién te das cuenta?
Mientras leía sus mensajes, con esa mezcla de caradura y ternura, sentí que el cuerpo se me iba calentando solo.
Entre respuestas me pasaba la mano por la tanguita, rozándome despacito. Me toqué mientras hablábamos, me metí los dedos bien adentro, imaginándome que era él.
Cuando me dijo lo de los forros, aceleré los movimientos y mordí la almohada para no gemir.
Ese viernes me puse unos vaqueros que me quedaban pintados, la remera verde que resaltaba mis tetas y abajo, el secreto: tanga y corpiño de encaje rojo.
Nos encontramos en un bar del centro. Nos sentamos afuera, en una mesa con música alta y gente gritando alrededor.
Apenas me saludó con un beso en la mejilla, me corrió un escalofrío por la espalda. Era alto, olía a madera y a humo de cigarrillo, algo que me hizo mojar un poco.
Hablamos de todo. De su hija, de mi trabajo, de los quilombos de la vida. Pero todo teñido de una tensión subterránea que nos quemaba.
Yo me tocaba el pelo, mordía mis labios, le rozaba la pierna con mi sandalia. Él me miraba fijo, con esa sonrisa de tipo que sabe que te gusta y solo está esperando el momento.
Cuando me preguntó si quería ir a su casa, le dije que sí, pero con mi mejor cara de orto:
—Pero no me voy a quedar, eh. Voy solo para usar el baño.
Caminamos un poco y cuando entramos a su departamento, me empujó contra la pared y me comió la boca con un hambre que me enloqueció.
Le abrí la camisa mientras él me sacaba la remera. Me mordía el cuello, me lamía los hombros, y me apretaba el culo con sus manos grandes.
Me dejó en corpiño y vaqueros, y ahí empezó a frotarme entre la concha por encima de la tela. Yo ya estaba empapada. Me bajó el pantalón y cuando vio la tanga roja, soltó un gruñido:
—¿Vos sos consciente de lo buena que estás, no? Sos una puta hermosa.
Gemí despacito y susurré:
—Haceme mierda.
Se arrodilló y me chupó la concha por encima de la tanga. Después me la sacó y me devoró. Me agarraba de las caderas, me abría con los dedos, me metía la lengua como si buscara algo perdido dentro mío. Grité, jadeé, le tiré del pelo.
Cuando se paró, ya estaba tan caliente que me ardían las piernas, pero igual fuimos besándonos hasta su cama.
Él se sentó, yo me arrodillé y le abrí el pantalón. Su pija estaba re dura. Me la metí en la boca despacio, saboreándola.
Cuando lo noté relajado, bajé más. Le lamí los huevos y después me fui más abajo. Le pasé la lengua por el orto, lento, profundo. Él se tensó, jadeó y me agarró de los pelos:
—La concha de tu madre… seguí, no pares…
Cuando se hartó, me levantó y me puso contra la cama. Me la metió despacio, y a los dos segundos ya me estaba cogiendo con furia. Me nalgueaba y me decía cosas sucias al oído:
—Sos mi putita… mirá cómo te entra toda… estás hecha para mí.
Yo solo podía gemir, agarrarme de las sábanas. Me llenaba toda, cada embestida me hacía vibrar. Me hizo llegar al orgasmo lagrimeando y gritando como si me estuviera matando.
Me la sacó y me llenó las nalgas de semen. Era espeso y tibio. Quedé rendida, jadeando, con la cara hundida en la cama.
Me limpié un poco con las manos y me tiró a la cama. Se tiró sobre mí y me chupó las tetas con desesperación. Las mordía, las lamía, no podía parar. Me agarraba los pezones con los dientes, me tenía del cuello, me babeó toda.
—Mey, la próxima vez te ato y no te dejo ir nunca más.
Yo me reí.
—Callate y seguí.
Y siguió. Me dejó las tetas al rojo vivo, para después dormir juntitos.