Dama de Noche (cestrum nocturnum)

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T. Lectura: 3 min.

La noche los envolvió en humo de cigarrillos y el dulce aroma de la dama de noche. Entre cohetes que estallaban en el jardín —luces verdes, rojas—, sus miradas se encontraron. ¿Espías? ¿Amantes? Nadie lo sabía. Solo el rumor de que ambos trabajaban para algo muy grande y de mucha importancia para sus países.

En público jugaban al juego de las apariencias por lo que, en la recepción, cuchicheaban mientras saludaban a otros como si nada.

—Esa sonrisa castísima que les das… —le dijo él sarcásticamente.

—Es la misma con la que anoche me ordenaste arrodillarme. ¿Quién más lo sabe, querido?

—A veces pienso que todos ya lo saben… y que solo yo soy tan idiota como para confesarlo. —le dijo con voz quebrada bajo el ruido de las copas.

Él fue acercándose e inesperadamente se agachó para arreglarle la correa del zapato que se le bajaba de la posición. Desde esa perspectiva pudo mirar lo bella que se veía con ese vestido. Ella se sonrojo y le ofreció una sonrisa estúpida que salía nuevamente de su rostro cada vez que lo miraba.

—Ven—, le dijo incorporándose velozmente y empujándola por la cintura. La llevó a un sitio desolado en la parte final del jardín. Daba la sensación de que estaban un lugar terrorífico.

El puente colgante sobre el abismo era viejo, las maderas crujían como huesos. Ares la empujó contra el barandal, el vestido de seda de Afrodita se enganchó en un clavo oxidado rasgándolo. Una mirada lo cambió todo, ella misma comenzó a quitarse la ropa. La tela cayó, revelando parte de su pecho, el pezón izquierdo ligeramente más alto, y su seno como una luna en cuarto creciente y ese vientre marcado por un tenue pliegue.

Él solo quería arrancarle la ropa por completo y besarla. A medida que se acariciaban sus mejillas se sonrojaban y los sentidos se activaron.

Se besaban muy muy lento, sintiendo cómo todo el cuerpo les hablaba. Él quería ir más rápido, mucho más rápido, y ella solo se dejó llevar, sus besos fueron cada vez más duros y cada vez más intensos. Ella mordía buscando su labio inferior y poco a poco, él percibía como ese mordisco se hacía presente, más y más rico.

Ares tenía todo el acceso posible.

—Quieta—, ordenó él, arrodillándose. Le levantó la pierna izquierda sobre el barandal, exponiendo su sexo: labios asimétricos, brillantes como el rocío en la dama de noche. La diferencia de altura hacía que todo se viera distinto, como si mirara a través de un prisma.

Su lengua dibujó círculos. Afrodita se aferró al barandal con una mano; con la otra, se tocó el pelo o quizá su nuca, ya ni lo sabía. Hasta que él comenzó a acariciar el abdomen de Afrodita, quién le respondía con respiración agitada. El monte de venus estaba muy suave al igual que sus labios húmedos de la excitación.

Al alzar la mirada se fijó en el “vientre bajo” de ella, un poquito por encima de la casi la perfecta cicatriz de cesaría. Lo que lo ponía todavía más cachondo. Recordándole qué ella era una mujer muy sensual y vivía una sexualidad a flor de piel.

Él lamía suave saboreando su humedad mientras ella se contoneaba de placer. Sus gemidos comenzaron a sonar cómo música para los oídos de Ares, la verga la tenía durísima y ya sentía que iba a estallar de tanta excitación, por lo que deslizó dos dedos dentro de ella y con el mete y saca suave, fue acelerando hasta notar que por dentro todo se iba hinchando cada vez más. Él podía tocar algo que se sentía rugoso y del tamaño de una almendra.

Había encontrado aquella zona, suave y dura a la vez como el cielo de la boca, y ella cedió. Un torrente transparente brotó de su uretra, mezclándose con el flujo blanco que ya empapaba sus muslos. Ares no necesitó que lo tocaran: explotó como una supernova, viendo estrellas tras sus párpados.

Fue una experiencia super orgásmica para ambos.

—Ahora ven—, susurró Afrodita, vendándole los ojos con su propia corbata. —camina.

El puente tembló. Por un segundo, Ares imaginó titulares: “Dos espías mueren en acto prohibido”.

Avanzó descalzo, sin camisa, el viento le azotó el pecho. Cuando la venda cayó, quedó horrorizado: el puente ya no era puente. Las cuerdas eran serpientes y debajo el abismo había un vacío sin fin que olía a azufre y almizcle. La buscó con la mirada, teniendo no solo miedo por él sino también por ella. Y ella… ella volaba, desnuda, con alas de mariposa de color pastel.

—¿Qué demonios…? —pensó él, pero su dominio seguía envolviéndolo, y eso valía el infierno.

—Volarás, rio ella.

El puente se quebró. Ares cayó.

Afrodita lo atrapó al vuelo. Sus alas cálidas, humanas lo envolvieron mientras descendían hacia un mar de plumas negras.

—Esto no es caer… es renacer, murmuró ella.

“Si esto es volar… entonces el infierno queda muy abajo. ¿Me arrastrarás contigo otra vez?” —jadeó con suspenso.

Ares despertó solo. Las sábanas estaban húmedas. ¿De sudor? ¿De ella? En el cenicero, un cigarrillo a medio fumar aún humeaba. En el espejo del baño, vio un reflejo: ¿Eran sus manos las que aún olían a ella… o las de algún otro Ares en un universo paralelo?

Fuera, la dama de noche seguía floreciendo.

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