Diario de Lucy

1
10075
20
T. Lectura: 5 min.

Me miro y sé lo que soy. Mi piel tostada es mi primera arma, ese lienzo cálido que parece guardar el sol incluso de noche. Sé cómo se siente cuando alguien lo recorre, sé cómo tiemblan las manos que lo tocan por primera vez. Mis pechos son firmes, redondos, de esos que no necesitan sujetadores para imponerse, y bajo la tela de un vestido son capaces de distraer hasta al más concentrado. Mi cintura es pequeña, y cada vez que me muevo se marca como si bailara, como si mi cuerpo entero estuviera hecho para provocar.

Mis piernas son un vicio en sí mismas. Parecen no terminar nunca, y cada cruce, cada giro, cada paso con tacones es una invitación. Las medias las hacen aún más peligrosas: la tela acaricia mi piel, pero lo que en verdad excita es imaginar dónde terminan, qué esconden justo arriba del borde.

Mis labios son mi condena y mi privilegio. Carnosos, rojos, húmedos, de esos que se miran y se desean besar sin pedir permiso. Pero lo que más he aprendido es que también son labios que invitan a otra cosa, que hacen imaginar la sensación de tenerlos rodeándote, tragándote, haciéndote perder la cabeza.

Y mi mirada… Oscura, magnética, capaz de sostener la tuya hasta que te olvides de quién eres. A veces me basta con levantarla desde abajo, de rodillas, para ver cómo la voluntad del otro se rompe sin que yo haya hecho nada más que mirar. Esa mirada es la llave que me convierte en dueña de todo.

Esa noche, cuando entré al bar del hotel, sabía que iba a usar cada una de esas armas. No porque lo hubiera planeado, sino porque mi cuerpo ya había decidido antes que mi mente. Entré con mi vestido negro, ligero, de tirantes finos, que se pegaba lo justo a mis curvas para dejar claro qué escondía y qué ofrecía. Mis tacones marcaban un ritmo lento sobre el suelo, y cada paso me recordaba el roce de las medias subiendo por mis muslos, tensando aún más la humedad que ya empezaba a crecer en mi entrepierna.

Lo vi sentado en la barra. Juan. Copa en mano, mirada fija. No se movió, no dijo nada, pero su forma de mirarme me atravesó como un cuchillo caliente. Yo sentí, en ese instante, que estaba completamente desnuda, como si ese vestido no existiera. Y no me incomodó. Al contrario, me encendió.

Me acerqué despacio, dejándole ver cómo mis caderas se balanceaban con cada paso. Podía sentir su atención recorriendo cada centímetro de mí. Cuando llegué, sus ojos ya estaban clavados en mis labios, y me senté frente a él como si no hubiera nadie más en aquel lugar.

La música sonaba, la gente hablaba, los camareros iban y venían, pero todo desapareció. Solo quedábamos él y yo. Tomé mi copa de vino y lo miré directamente. Bebí un sorbo lento, dejando que mis labios se humedecieran, sabiendo perfectamente lo que hacía. Y su respiración cambió. Lo vi. Lo sentí.

—¿Me estabas esperando? —le pregunté con un tono que era mitad inocencia, mitad provocación.

No respondió de inmediato. Solo me sostuvo la mirada. Y ese silencio, esa calma suya, me encendía más que cualquier frase explícita. Sentía mis muslos tensarse, mi sexo palpitar contra la tela de las bragas, y lo único que podía pensar era en cuánto tardaría en romper esa distancia.

Nuestras rodillas se rozaron bajo la mesa. Apenas un contacto, pero me recorrió un escalofrío. Él no apartó la pierna, y yo tampoco. El roce se convirtió en presión, una invitación muda. Su mano descansaba sobre la barra, la mía sobre mi copa, y la tensión era tan densa que casi podía palparla.

No hablamos mucho. No lo necesitábamos. Yo sabía lo que él pensaba, lo que él imaginaba, y él sabía lo mismo de mí. Todo estaba escrito en nuestras miradas, en el modo en que respirábamos, en cómo nuestros cuerpos se inclinaban uno hacia el otro sin darnos cuenta.

En un momento, él se acercó más, tanto que su aliento rozó mi oreja.

—Eres exactamente como te había imaginado —susurró, y sus palabras bajaron directo a mi vientre.

Yo cerré los ojos un instante y respiré hondo, porque sentí cómo mis bragas se humedecían aún más con solo escucharlo. Me giré, lo miré y le devolví el susurro:

—Y tú… eres aún peor de lo que pensaba. Me estás volviendo loca sin siquiera tocarme.

Él sonrió apenas, esa sonrisa contenida que parecía esconder una furia detrás. Y en ese momento entendí que no había vuelta atrás. Que lo que fuera a pasar esa noche iba a marcarme, iba a quedarse grabado en mi piel como una cicatriz deliciosa.

Mi copa quedó olvidada sobre la barra. Sus dedos rozaron mi muslo, apenas, como quien prueba el terreno, y yo dejé que lo hiciera. Ese roce fue más poderoso que cualquier caricia completa. Sentí la electricidad recorrerme, subir, instalarse en mi ya húmedo coño, haciéndome apretar las piernas con fuerza.

Ya no quería hablar. No quería juegos. Solo quería que me llevara donde todo pudiera explotar.

Y entonces se levantó, pagó con calma, como si no tuviera prisa, pero su mirada me ordenó seguirlo. Y yo lo hice, con las piernas ardiendo, con el corazón latiéndome en el sexo, con la certeza de que estaba caminando hacia una noche que no olvidaría jamás.

El pasillo hacia el ascensor me pareció eterno. Caminaba detrás de él y con cada paso sentía la humedad pegada a mis bragas, la tela mojada frotándose contra mis labios hinchados de deseo. Mis tacones resonaban en el suelo como un tambor marcando el ritmo de lo que vendría. Cuando se detuvo frente al ascensor, me coloqué a su lado y nuestras manos no se tocaron, pero el aire entre nosotros ardía.

Las puertas se abrieron, entramos y el silencio se volvió insoportable. Apenas se cerraron detrás de nosotros, sentí su cuerpo acercarse con una violencia contenida, y en un segundo mi espalda chocó contra el espejo. El sonido del impacto me arrancó un gemido, que él devoró con su boca al instante. Su beso no fue un beso, fue un asalto. Sus labios aplastaron los míos con hambre, su lengua invadió mi boca y yo me rendí al choque, jadeando entre sus labios, dejándome dominar.

Su mano se deslizó por mi muslo, lenta al principio, como si quisiera torturarme, pero enseguida subió con fuerza bajo mi vestido. El roce de sus dedos contra mis medias me arrancó un gemido más alto, y sin pensarlo tomé su muñeca y la llevé hasta donde yo más lo necesitaba.

—Mira lo que me haces —susurré, con la voz quebrada, mientras sus dedos se hundían entre mis labios a través de la tela empapada.

Él gruñó contra mi boca al sentirlo, y con un movimiento brusco corrió mis bragas a un lado. Su dedo me rozó directamente y mi cuerpo entero tembló. Me abrió con facilidad, encontrándome tan húmeda que el sonido de su dedo entrando en mí llenó el ascensor. Me mordí el labio, intentando contener el grito, pero él me agarró del pelo con la otra mano y me obligó a mirarlo a los ojos mientras me penetraba con los dedos.

—No quiero que lo calles —me dijo, y esa orden me rompió. Gemí fuerte, incapaz de contenerme. Sus dedos entraban y salían de mí con un ritmo firme, húmedo, brutalmente preciso, mientras su otra mano mantenía mi cabeza en alto, obligándome a no escapar de su mirada. Sentía mi coño palpitar alrededor de sus dedos, tan mojada que el ascensor entero parecía escuchar el sonido obsceno de cómo me abría.

—Eso… mírame —susurró contra mi boca, su aliento caliente, sus labios rozando los míos sin besarme del todo.

Yo me arqueé, empujando mis caderas contra su mano, buscando más, necesitando más, incapaz de frenar la urgencia que me devoraba. Mis medias se estiraban con cada movimiento de sus dedos, y el contraste del nylon contra mi piel mojada me arrancaba gemidos que no reconocía como míos.

—Más —le pedí con un hilo de voz, casi un sollozo.

Él sonrió con ese gesto cruel y excitante a la vez, y me metió un segundo dedo de golpe. Grité, el sonido ahogado contra su boca, y sentí cómo me llenaba, cómo la presión me hacía perder el control de mis piernas. Mis tacones golpeaban el suelo del ascensor, mis muslos se tensaban alrededor de su mano, y el espejo vibraba con cada espasmo de mi cuerpo.

Yo no podía creer lo rápido que me estaba llevando al borde, sin piedad, sin espacio para pensar. El ascensor seguía subiendo, pero en mi cabeza no había tiempo, no había destino. Solo existía ese momento: sus dedos dentro de mí, su mano tirándome del pelo, su mirada devorándome entera.

Cuando estuve a punto de romperme, de caer en un orgasmo imposible de contener, él me soltó de golpe. Mis piernas temblaron, la frustración me arrancó un gemido casi rabioso, y antes de que pudiera reclamarlo me giró con fuerza y me pegó contra el espejo. Sentí el frío del cristal en mis pechos, el calor de su cuerpo presionando mi espalda, y su mano bajando otra vez, esta vez más abajo, hasta hundirse entre mis nalgas.

Un jadeo se me escapó sin control cuando su dedo, húmedo de mi propio jugo, se deslizó peligrosamente más allá, acariciando la zona más prohibida. Mi cuerpo se arqueó de puro instinto, mi respiración se cortó, y su boca en mi oído soltó un gruñido bajo que me hizo estremecer.

—Te voy a romper aquí mismo si no paras de mojarte así —me dijo, y su voz era un látigo, un veneno delicioso que me derrumbaba.

Yo, temblando, apoyada contra el espejo, le susurré casi sin aire:

—Hazlo… hazme tuya ya.

El ascensor se detuvo con un sonido seco, las puertas se abrieron, pero ninguno de los dos se movió. Él me tomó del brazo con fuerza, casi arrastrándome, y yo lo seguí sin resistencia, con las piernas todavía temblorosas, con mi sexo latiendo desesperado, con la certeza de que esa noche no iba a quedar nada de mí intacto.

Loading

1 COMENTARIO

  1. Magnífico !!
    Tu descripción, tus sensaciones, mmm…
    Excitante, super erótico, explícito y elegante a la vez
    Me ha subyugado, espero más letras tuyas Lucy

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí