Diario de Lucy (3)

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T. Lectura: 6 min.

Me dejé caer boca arriba sobre la cama, con las medias tensas en mis muslos y los tacones aún puestos, con las piernas ligeramente abiertas, invitándolo sin pudor. Mis pezones estaban duros, erguidos hacia el techo, y el aire frío de la habitación hacía que cada milímetro de mi piel ardiera más.

Juan se acercó sin quitarme los ojos de encima, y en cuanto sus manos tocaron mis rodillas sentí cómo me abría con una lentitud torturante, empujando mis muslos hacia los lados hasta dejarme completamente expuesta. Yo ya estaba mojada, tan mojada que podía sentir cómo el calor me corría por dentro y me empapaba hasta las medias.

Se inclinó entre mis piernas, y lo primero que sentí fue su lengua, húmeda, ardiente, trazando un camino lento por mi muslo interior, tan despacio que mi cuerpo temblaba de anticipación. Su boca se acercaba centímetro a centímetro hasta que, por fin, me rozó el coño con un toque tan suave que me arrancó un gemido inmediato.

Mi espalda se arqueó cuando su lengua empezó a recorrerme en círculos, primero sobre mis labios hinchados, saboreándome despacio, bebiendo de mí como si no tuviera prisa. Cuando llegó a mi clítoris, lo atrapó con la punta de la lengua y succionó suavemente, y yo apreté los puños contra las sábanas, incapaz de controlar la ola de placer que me recorría.

—Dios, no pares… —susurré, con la voz quebrada.

Él no paró. Jugaba conmigo, alternando succiones profundas con movimientos rápidos, mientras sus dedos se deslizaban entre mis pliegues ya empapados. Entraron en mí sin resistencia, dos dedos primero, hundiéndose con firmeza, estirándome, haciéndome gemir más alto. La fricción de su lengua en mi clítoris y de sus dedos dentro de mi coño me hizo perder el ritmo de mi respiración.

De pronto, su mano libre se deslizó más abajo, tanteando el borde de mi otro agujero. Apenas un roce, pero lo suficiente para hacerme soltar un gemido más agudo, casi un grito. Mis ojos se abrieron de golpe y lo miré con sorpresa, con deseo, con esa mezcla de pudor y excitación que me desarma.

Y él lo entendió. Introdujo un dedo allí, despacio, con calma, mientras seguía hundiendo los otros en mi vagina. El contraste me rompió. La sensación de estar abierta, tomada, completamente poseída, me arrancó un orgasmo súbito, violento, que me hizo arquear la espalda y gemir su nombre entre jadeos.

Mi cuerpo temblaba bajo él, mis pechos se alzaban con cada respiración cortada, mis muslos temblaban contra sus hombros, y aún así él no se detuvo. Continuó lamiendo, succionando, empujando sus dedos dentro de mí hasta que sentí que no podía más, hasta que cada fibra de mi cuerpo ardía de placer.

Cuando por fin logré abrir los ojos, lo vi mirándome desde entre mis piernas, con la boca y los dedos brillando de mis jugos. Y en ese instante entendí que todavía no había empezado lo peor, que lo que venía después iba a ser incluso más devastador.

—Ahora sí… —susurré, con la voz hecha trizas—. Quiero que me folles.

Aún estaba jadeando cuando él me tomó de la muñeca y me giró con brusquedad. Mi cuerpo cayó boca abajo sobre la cama, mis pechos aplastados contra las sábanas, y en un segundo sus manos me agarraron de las caderas para alzarme. Quedé a cuatro patas, con las medias marcando mis muslos, los tacones clavados en el colchón y mi culo ofrecido en todo su esplendor. Sentí la exposición, la entrega absoluta, y esa mezcla de vulnerabilidad y lujuria me hizo estremecer de nuevo.

Me agarró del pelo con una mano, tirando de mi cabeza hacia atrás hasta obligarme a arquear la espalda, y con la otra mano me palpó el culo como si quisiera comprobar que era suyo. Su palma descendió de golpe y el sonido de la bofetada retumbó en la habitación. Un gemido escapó de mi garganta, mitad dolor mitad éxtasis, y su risa grave me recorrió la piel como un escalofrío.

Sentí la punta de su polla rozando mis labios mojados, deslizándose con calma por mi sexo empapado, empapándola aún más con mis propios jugos. Esa espera me estaba matando. Mi cuerpo temblaba de anticipación, mis uñas se hundían en las sábanas, mi coño palpitaba pidiendo que me rompiera de una vez.

—Por favor… —murmuré con un hilo de voz—. Hazlo ya.

Y entonces me lo dio. De un empujón firme, largo y profundo, me llenó por completo. Un grito se me escapó de los labios, el placer desgarrador de sentirlo atravesándome me robó el aire. Su polla se hundió hasta el fondo, chocando contra mi interior, y me quedé sin aliento, con la boca abierta, con la mente en blanco.

Él no esperó. Empezó a moverse con un ritmo demoledor, cada embestida hacía que mis rodillas se deslizaran hacia adelante, que mi espalda se arqueara más, que mis pechos rebotaran contra el colchón. El sonido húmedo de nuestros cuerpos llenaba la habitación, mezclado con mis gemidos cada vez más altos y sus gruñidos contenidos.

Me agarraba del pelo, de las caderas, de las tetas, como si necesitara poseer cada parte de mí a la vez. A veces me embestía despacio, hundiéndose hasta el fondo y quedándose quieto para que sintiera cada centímetro palpitando dentro de mí. Otras veces me follaba rápido, sin piedad, haciendo que mi cuerpo temblara bajo él, obligándome a gritar su nombre contra las sábanas.

La mezcla de brutalidad y ternura me volvía loca. Cuando me jalaba del pelo con fuerza, mi coño se apretaba más contra él, como si mi cuerpo lo deseara aún más. Cuando me acariciaba el culo y lo abría con sus manos para follarme más hondo, sentía que mi mente se partía en dos, entre el dolor delicioso y el placer insoportable.

Estaba perdida en el vaivén de sus embestidas, con la cara enterrada en las sábanas, con sus manos enredadas en mi pelo y en mis pechos, cuando sentí cómo se salió de golpe. Mi cuerpo tembló de frustración, porque lo quería adentro sin descanso, quería sentirlo llenándome, desgarrándome por dentro.

Giré el rostro, lo miré por encima del hombro, con la respiración rota, con la cara empapada en sudor y saliva. Y en un arranque de deseo que nunca antes había sentido, lo agarré yo misma. Su polla estaba dura, brillando de mis propios jugos, palpitante en mi mano. No lo pensé, ni lo dudé. La guié hacia atrás, hasta mi otro agujero, ese que nunca había ofrecido con tanta entrega.

—Aquí… —le susurré, con la voz ronca y temblorosa—. Quiero que me lo metas aquí.

Sentí la punta presionando contra mí, y mi cuerpo entero se estremeció. Al principio fue solo el roce, lento, torturante, pero yo insistí, empujándome hacia atrás, abriéndome para él, dejándole claro que lo deseaba, que estaba lista para darle algo que jamás había compartido con otro hombre.

La presión me arrancó un grito ahogado. El dolor y el placer se mezclaban como fuego líquido dentro de mí, pero no quise detenerme. Me abrí más, lo recibí poco a poco, sintiendo cada centímetro conquistando un lugar más profundo. Mi respiración era entrecortada, mis uñas arañaban las sábanas, mis muslos temblaban con la tensión. Y cuando por fin lo sentí hundido por completo, el gemido que salió de mi garganta no se parecía a nada que hubiera emitido antes. Era puro abandono, pura rendición.

Juan gruñó detrás de mí, y sus manos me apretaron con más fuerza, como si no pudiera creer lo que acababa de darle. Empezó a moverse, despacio al principio, y yo sentía cómo cada embestida me desgarraba y me llenaba a la vez, como si estuviera siendo poseída en un lugar que hasta entonces había sido mío y solo mío.

Pero lo más inesperado fue lo que pasó conmigo. Mi clítoris palpitaba con cada movimiento, y mis gemidos eran tan sucios, tan desesperados, que yo misma me sorprendía. Una parte de mí no entendía cómo podía desear tanto algo tan prohibido, y otra parte lo celebraba, entregándose sin resistencia.

Con cada vaivén me sentía más suya. Como si ese acto me atara a él de una forma irrompible, más íntima que cualquier otra. Y mientras me follaba así, yo misma me tocaba el clítoris con los dedos, buscándome el orgasmo, sabiendo que estaba a punto de estallar de una forma que jamás había vivido.

Y cuando llegó, cuando mi cuerpo se arqueó y mis paredes internas se cerraron sobre él incluso allí, mi grito llenó la habitación. No fue un orgasmo cualquiera, fue un terremoto, una explosión que me dejó ciega, sorda, sin control. Me dejó jadeando, con el cuerpo arqueado y las piernas abiertas, temblando aún con él dentro de mí. Pero lejos de calmarme, me encendió todavía más. Era un fuego imposible de apagar. No quería ternura ni calma, quería devorarlo, quería arrastrarlo conmigo a ese abismo donde no existía nada más que sexo y locura.

Me giré de golpe, aún empapada, y lo empujé hasta dejarlo de pie junto a la cama. Me arrodillé frente a él, sin pensarlo, como si todo mi cuerpo supiera lo que necesitaba antes que mi cabeza. Lo agarré con las dos manos, duro, grueso, resbaladizo de mis propios jugos, y lo metí en mi boca con una ferocidad que me sorprendió a mí misma.

Lo devoré como una posesa, hundiéndolo en mi garganta, gimiendo alrededor de él, atragantándome a propósito porque el ahogo me excitaba más. Las lágrimas se me escapaban, la saliva me corría por la barbilla y se derramaba sobre mis tetas, pegándoseme la piel. Me aferré a su culo con las uñas y me empalé la garganta con su polla una y otra vez, tragándolo hasta el fondo, hasta sentir que no había nada en mí más que él.

Lo escuché gruñir, lo sentí endurecerse todavía más, y entonces llegó. Sus gemidos retumbaron en mi cabeza cuando explotó dentro de mi boca. Tragué sin soltarlo, con avidez, con desesperación, como si todo su semen me perteneciera, como si beberlo fuera lo único que podía saciar mi hambre. Y sin embargo no pude retenerlo todo. Mientras tragaba, restos de su semen mezclados con mi saliva se escurrían fuera de mi boca, cayendo calientes por mi barbilla y bajando entre mis pechos, resbalando por mis tetas brillantes y sucias, dejándome marcada por él.

Cuando por fin lo solté, jadeante, con los labios hinchados y la boca aún húmeda, lo miré desde abajo, con la respiración rota y el pecho empapado en esa mezcla que olía a puro sexo. Me pasé la lengua por los labios, recogiendo lo último que quedaba, y sonreí con la certeza de que jamás me cansaría de hacerlo.

—Nunca voy a cansarme de esto —le susurré, con la voz rota, mientras mis dedos se deslizaban otra vez entre mis muslos empapados—. Nunca.

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