Guardé la tarjeta en mi cartera de mano, como si esconderla pudiera calmar el torbellino que me dejaba por dentro. Pero no funcionó. En cuanto llegué a casa, la saqué de nuevo. La observé bajo la tenue luz de mi lámpara de noche. El papel era grueso, sobrio. Un nombre: Iván R.. Y un número celular. Nada más. Pero eso era suficiente para incendiar mi imaginación.
Me metí bajo las cobijas, aunque el calor entre mis muslos no era precisamente por el clima. Me giraba de un lado a otro, una y otra vez, reviviendo su mirada, su voz… su forma de oler mis bragas como si supiera algo que yo apenas empezaba a descubrir.
A las dos de la mañana, ya no lo soporté más. Tomé el celular, abrí WhatsApp, ingresé el número. Dudé. Y luego escribí:
—Hola… soy la chica de la tienda.
No pasó mucho.
—Lo sé. Te estaba esperando.
Sonreí, sola en la oscuridad.
—¿Quién eres?
—El hombre que no puede dejar de pensar en lo que le diste hoy.
Sentí un latido justo entre las piernas.
—¿Siempre haces esto?
—¿A qué te refieres?
—A aparecer, mirar así… y hacer que una chica tímida se quite la ropa sin decirle nada.
Tardó en contestar.
—No. Solo contigo.
Me mordí el labio. Había algo en sus respuestas: ni muy largas, ni muy reveladoras. Pero cada palabra dejaba una puerta entreabierta.
—¿Por qué yo?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí. No he podido sacarte de mi mente.
Un par de minutos después, llegó el mensaje que me hizo dejar el celular sobre el pecho, sin respirar:
—Porque te he observado durante meses.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Soy profesor en tu facultad. Te he visto pasar. Te vi antes de que supieras que yo existía.
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
—¿Qué enseñas? ¿Me conoces?
—Lo suficiente. He visto cómo caminas, cómo juegas con tus dedos cuando estás nerviosa, cómo miras el suelo… y cómo sonríes cuando crees que nadie te ve.
—Eso es muy…
—¿Excitante? Porque lo es. No sabes cuánto he deseado tenerte cerca. Hasta hoy.
Me quedé mirando la pantalla, sintiendo que algo dentro de mí se rompía… o se liberaba.
—¿Y ahora qué?
—Ahora quiero verte sin prisas. Elegir el momento. ¿Tú quieres eso también?
—Sí.
—Entonces dime cuándo. Y esta vez, no te quitarás la ropa. Dejarás que lo haga yo.
Me temblaron los dedos. Tardé un momento en responder.
—Mañana. A la misma hora. Donde tú digas.
Él solo respondió con un emoji.
Cerré los ojos, el teléfono en la mano, el corazón desbocado. Sabía que al día siguiente no sería la misma. Que después de eso, ese fuego que tanto había controlado… no volvería a apagarse.
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