Donde todo comenzó. La fantasía que desató el fuego en mí (final)

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Nos vimos al siguiente día.

Eran las dos de la mañana, el campus dormía.

Caminé entre sombras y faroles tenues, con el celular en la mano, siguiendo la ubicación que él me había enviado. El corazón me latía tan fuerte que creí que cualquiera podría escucharlo. Llegué frente a una puerta metálica, sin letrero, sin vida. Me detuve. Dudé. Toqué una vez. Nada. Iba a intentarlo de nuevo cuando se abrió desde dentro.

Era él.

No dijo nada. Solo me miró, y yo supe que ya no podía retroceder.

El salón estaba en penumbra, iluminado apenas por una lámpara vieja sobre un escritorio. Pizarrones al fondo, sillas apiladas a un lado. Silencio absoluto, como si el mundo nos hubiera cedido un rincón para pecar.

Él cerró la puerta con llave.

Se acercó. No preguntó. Solo me besó. Un beso con sabor a ansiedad, a deseo retenido demasiado tiempo. Me empujó suavemente contra la pared y sus manos comenzaron a recorrerme como si ya conocieran el camino. Mi blusa subió, su boca bajó por mi cuello y yo gemí sin poder contenerlo.

—Rápido —susurró él—, no sabemos quién podría venir.

Eso solo lo volvió más excitante.

Me sentó sobre una de las mesas y me abrió de piernas, sin quitarme la ropa interior. La empujó a un lado y me rozó con sus dedos. Ya estaba mojada, y él lo supo. Me miró a los ojos, sonrió con esa maldita seguridad que me desarmaba y se arrodilló frente a mí.

Su lengua me tocó directo, sin preámbulos. Húmeda. Apretada. Lenta al principio, pero pronto más rápida, más firme. Su lengua dibujaba círculos precisos sobre mi clítoris, mientras sus dedos se hundían en mí, uno… luego dos. Me abría, me exploraba. Jadeé. Intenté callarme, morderme los labios, pero no pude. Me corrí en su boca, y él no se detuvo hasta que terminé de temblar.

Me bajó de la mesa sin decir una palabra. Me dio la vuelta. Me apoyó contra el borde.

Entonces me levantó la falda. Esa falda.

La misma que llevaba el día en que lo conocí. Cuando me miró por primera vez. Cuando olió mis bragas. Como si todo esto hubiera estado escrito desde entonces.

Me empinó sin sacarme la ropa interior. Solo la jaló a un lado y me la metió de un solo empuje. Gemí fuerte. El golpe me cortó el aliento. Me sostenía del borde de la mesa mientras él embestía con fuerza, con ritmo, con hambre.

—Así te quería —me dijo, jadeando—. Mojada, calladita, rendida.

Cada vez que entraba, lo sentía más profundo. Me partía, me llenaba. Sus manos en mi cadera, sus huevos chocando contra mí, su respiración contra mi nuca.

Me cogía como si me hubiera esperado toda la vida.

Y yo me entregaba como si él fuera lo único que existía.

Me jaló del cabello, me levantó el torso, y sin salir de mí, me susurró al oído:

—Dime que eres mía.

—Soy tuya… —dije temblando—. Solo tuya.

Y me vine otra vez, gritando, sintiendo cómo mi cuerpo entero se sacudía mientras él, por fin, se corría dentro de mí. Caliente. Hondo. Brutal.

Nos quedamos así, jadeando. Piel contra piel. Silencio sucio. Placer absoluto.

Después, solo dijo:

—Ahora sí, me conoces.

Y yo supe que nunca más iba a olvidar esa noche.

La fantasía perfecta de una universitaria: cogerse a su profesor en un salón de clases.

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