Desde que tengo memoria, Jessica Barajas ha sido parte de mi mundo, un destello constante en el lienzo de mi vida, aunque al principio no lo sabía. Era 1996, yo tenía 11 años, un niño flaco con el cabello desordenado y sueños más grandes que mi cuerpo, cuando la vi por primera vez, una bebita envuelta en una manta rosa, con ojitos café que parpadeaban como estrellitas en la penumbra de la sala de los Barajas.
Vivíamos en la misma calle, casas separadas por un par de jardines descuidados, y nuestras familias, unidas por años de vecindad, hacían que nuestras vidas se entrelazaran como las raíces de los árboles que sombreaban nuestra colonia. Yo no entendía entonces que esa niña, con su llanto suave y sus manitas diminutas, plantaría una semilla en mi alma, una que crecería hasta convertirse en una obsesión que me consumiría años después.
Los años pasaron, y Jessica dejó de ser esa bebita para convertirse en una presencia que no podía ignorar. A sus 18 años, en 2014, mientras yo, a mis 29, navegaba la vida adulta con un trabajo de oficina y un corazón inquieto, ella se transformó en una visión que me robaba el aliento. Su cabello lacio, negro como la medianoche, caía en cascada sobre sus hombros, brillando bajo el sol de la Ciudad de México como si estuviera tejido con hilos de obsidiana.
Su carita finita, de rasgos delicados como los de una princesa de cuento, tenía una dulzura que contrastaba con el fuego que ardía en sus ojos color café, profundos, con pestañas largas que parecían susurrar promesas prohibidas. Pero era su cuerpo, Dios, su cuerpo, lo que me volvía loco, lo que me hacía perder la razón cada vez que la veía salir de su casa con shorts ajustados o un vestido que abrazaba sus curvas.
A los 18, Jessica ya era una diosa en ciernes, su figura esbelta, pero con pechos firmes que tensaban las blusas, y unas nalgas perfectas, que se movían con una cadencia hipnótica al caminar, cada paso era un recordatorio de mi deseo creciente. Sus piernas, largas y tonificadas, brillaban con un bronceado natural, y su cintura estrecha parecía diseñada para ser rodeada por mis manos, para ser apretada mientras imaginaba su piel cálida bajo mis dedos. No era solo su belleza; era la manera en que se movía, con una sensualidad inconsciente que encendía mi sangre, una mezcla de inocencia y provocación que me hacía cuestionar mi cordura.
Ahora, a sus 21 años, en 2017, Jessica se había convertido en una obsesión que consumía cada rincón de mi mente. El ejercicio había esculpido su cuerpo hasta la perfección, sus nalgas más firmes, más redondas, resaltando en leggings que se adherían como una segunda piel, delineando cada curva, el contorno de un tanga apenas visible cuando se agachaba a recoger algo en el jardín. Sus pechos, más llenos, rebotaban ligeramente al correr por las mañanas, los tops deportivos luchando por contenerlos, sus pezones endurecidos marcándose bajo la tela sudada.
Su abdomen, plano y definido, brillaba con gotas de sudor que se deslizaban hacia la cinturilla de sus leggins, y su cabello negro, ahora más largo, se balanceaba como un velo de seda, invitándome a perderme en él. Cada vez que la veía, mi pene se endurecía, palpitando bajo mis pantalones, mi corazón latía con una mezcla de nostalgia por los días en que éramos solo vecinos y un deseo que me quemaba por dentro.
Recuerdo perfectamente que cuando Jessica tenía 19, aún parecía no ser consciente del poder devastador de su belleza. Una joven radiante, con una sensualidad inconsciente que me volvía loco. Pero lo que me destrozaba era su inocencia, su forma de correr hacia mí cada vez que me veía, como si fuéramos niños otra vez, y se aventaba a mis brazos, rodeando mi torso con sus piernas, abrazándome con una fuerza que me dejaba sin aliento.
Una tarde en particular, mientras el sol se ocultaba, tiñendo la calle de tonos anaranjados, ella salió de su casa, su cabello estaba suelto, llevaba una camiseta ajustada marcando sus pechos, y unos shorts que abrazaban sus nalgas, revelando la curva perfecta de sus muslos tonificados.
—¡Daniel! —gritó, con una alegría que me desarmaba, corriendo hacia mí con esa energía desbordante, mientras sus pechos rebotaban y sus nalgas se meneaban.
Antes de que pudiera reaccionar, se lanzó a mis brazos, sus piernas nuevamente rodearon mi cintura, sus muslos firmes se apretaban contra mi torso, su cuerpo cálido presionaba contra el mío. Podía sentir cada centímetro de su piel, el calor de sus nalgas rozando mi pelvis, su vulva, apenas cubierta por los shorts y una tela fina que imaginaba como un cachetero, tallándose contra mi erección, que palpitaba dolorosamente bajo mis jeans. Intenté mantener la compostura, mis manos temblaban mientras la sostenía por la cintura, sus senos presionaban contra mi pecho.
—Te quiero tanto —dijo, con una hermosa voz suave, casi un susurro, mientras se aferraba a mí, con su rostro enterrado en mi cuello, sus labios rozando mi piel, su aliento cálido enviando escalofríos por mi espalda—. Siempre serás mi amigo, ¿verdad?
Esas palabras eran un puñal, destrozándome el corazón mientras avivaban el fuego de mi deseo. —Siempre, Jessy —respondí, temblando, mientras mis manos, incapaces de resistir, rozaban la curva de su cintura, sintiendo la piel cálida bajo la camiseta, tentado a deslizarlas más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis fantasías.
Se quedó así varios minutos, abrazada a mí, su cuerpo pegado al mío, sus nalgas rozando mi erección, su vulva presionando contra mí, cada movimiento suyo era un tormento exquisito. No parecía notar el efecto que tenía en mí, o quizás lo hacía y no le importaba, su inocencia era un contraste cruel con la lujuria que rugía en mi pecho. Cuando finalmente se bajó, me dejó con el corazón acelerado, el pene palpitando, y una mezcla de amor y frustración que me consumía.
—Nos vemos mañana —dijo, girándose con una sonrisa que era pura tentación, dejándome solo con mi deseo.
Esos abrazos dejaron de suceder, tal vez se dio cuenta de lo exquisita que está, o mis erecciones la incomodaron, no lo sé realmente. Pero me he sentado en la ventana de mi habitación, fingiendo leer, aunque en realidad me la paso observándola mientras regaba las plantas o charlaba con su madre en el porche. Mi mente, traicionera, la desnudaba, imaginando su vagina reluciendo con jugos, sus nalgas ardiendo bajo mis nalgadas, sus gemidos resonando mientras la penetraba en cada rincón de mi fantasía.
Escribía en secreto, páginas llenas de descripciones de su cuerpo, de cómo la tomaría contra la pared de su casa, su cabello negro enredado en mis dedos, sus pechos rebotando, sus jugos empapándome. Me masturbaba con furia, el recuerdo de su carita de princesa, de sus nalgas perfectas, llevándome al borde, mi semen salpicando mientras susurraba su nombre, un eco de mi obsesión que no podía apagar.
—Oye, ¿Por qué te has vuelto tan serio? —dijo Jessica una tarde, mientras yo pasaba por su casa, fingiendo un recado, mi mirada quedó atrapada en sus leggins negros, sus bellas nalgas resaltaban, y su top deportivo dejaba entrever el borde de sus pechos.
—Creo que es por el trabajo —mentí, realmente soñaba con que me volviera abrazar como antes, mi pene se endurecía al ver su cabello lacio pegado a su cuello sudoroso, sus labios carnosos curvándose en una sonrisa que era pura tentación.
—Algún día me contarás qué tienes en esa cabeza, Daniel —respondió, guiñándome un ojo, sus caderas se meneaban mientras entraba a su casa, dejándome con el corazón acelerado y una erección que dolía.
Cada encuentro era un recordatorio de mi fijación, un fuego que había comenzado cuando ella cumplió 18 y que ahora, a sus 21, me tenía atrapado en un infierno de deseo. Era mi vecina, la niña que había visto crecer, pero también la mujer que poblaba mis sueños más oscuros, su cuerpo un templo que anhelaba profanar, su carita de princesa una máscara que escondía la lujuria que imaginaba en sus ojos. Y aunque sabía que mi obsesión era un camino peligroso, no podía evitarlo: Jessica Barajas era mi maldición, mi musa, mi todo.
El 19 de septiembre de ese mismo año, la Ciudad de México tembló bajo el peso de un terremoto que sacudió nuestras vidas a la 1:15 de la tarde aproximadamente. Yo estaba en mi habitación, revisando un manuscrito, mi mente como siempre estaba atrapada en la imagen de Jessica.
El suelo comenzó a rugir, un estruendo profundo que hizo temblar las paredes, los vidrios vibraron como si fueran a estallar. Grité, —¡Mierda, un terremoto! —y corrí hacia la calle, mi corazón latía con adrenalina, mientras los vecinos salían en estampida, sus voces se mezclaban con el crujido de la ciudad. El aire estaba cargado de polvo y pánico, las casas de la colonia se balanceaban, y entonces la vi: corriendo desde su casa, desnuda, con agua goteando de su piel, su cuerpo brillando bajo la luz del sol. Había salido de la ducha, olvidando su toalla en el frenesí por salvarse, y la visión de su cuerpo me golpeó como un relámpago.
Era una diosa expuesta, con su piel cremosa reluciendo con gotas de agua, sus pechos firmes, llenos, rebotando con cada paso, los pezones rosados endurecidos por el frío y el miedo, cada curva era un testimonio de su perfección, y su vello púbico, depilado en forma de un corazón delicado, enmarcaba su vagina, los pliegues rosados apenas visibles, reluciendo con el agua que se deslizaba por sus muslos tonificados. Mi pene se endureció al instante, palpitando bajo mis jeans, mi deseo por poseerla en ese momento era más grande que la adrenalina del sismo, un fuego que rugía en mi pecho, amenazando con consumirme.
Los vecinos la miraban, algunos con asombro, otros con vergüenza, pero yo solo veía a Jessica, mi Jessica, vulnerable y exquisita. Me quité la camisa con un movimiento rápido, el aire frío rozó mi pecho, y corrí hacia ella, mi corazón latía con una mezcla de urgencia y lujuria.
—¡Jessica, aquí estoy! —grité, envolviéndola con mi camisa, la tela cubrió sus pechos, un poco sus nalgas, pero no antes de que mi mente grabara cada centímetro de su cuerpo desnudo, un cuadro que alimentaría mis fantasías por años.
Ella se abrazó a mí, su cuerpo temblaba, el agua de su piel empapaba mi pecho, sus pechos se presionaban contra mí, podía sentir sus pezones endurecidos.
—Gracias, Daniel, gracias —sollozó, rota por el miedo, sus brazos rodearon mi cuello, su carita de princesa se enterró en mi hombro, su cabello negro, mojado, se pegaba a mi piel.
El sismo duró casi un minuto y medio, la tierra rugió bajo nuestros pies, pero para mí, el mundo se redujo a ella, a su cuerpo cálido contra el mío, su aliento cálido en mi cuello. Mis manos acariciaron su cabello, los mechones sedosos deslizándose entre mis dedos, mientras intentaba calmarla.
—Tranquila, Jessy, estoy aquí, siempre estaré aquí —susurré, con una devoción que era tanto amor como deseo.
Ella no se apartó, sus piernas se pegaron contra las mías, el calor de su piel traspasaba la camisa, su vello púbico en forma de corazón ahora quedaba grabado en mi mente como un tatuaje. Mi pene palpitaba, endureciéndose más, rozando su muslo a través de los jeans, y aunque sabía que el momento era de peligro, no podía evitar recordar que estaba ahí, completamente desnuda. Pero me contuve, mi mano acariciaba su cabello con suavidad, mi otra mano en su espalda, sintiendo la curva de su columna, tratando de anclarme a la realidad, a mi promesa de protegerla.
—Eres el mejor, Daniel —murmuró, levantando la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas, sus labios carnosos a centímetros de los míos, su aliento cálido rozando mi rostro—. No sé qué haría sin ti.
—Siempre estaré para ti —respondí, resistiendo la urgencia de deslizar mi mano más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis sueños más oscuros.
El sismo terminó, el silencio cayó sobre la calle, pero ella no se apartó, sus brazos aun me rodeaban, la camisa apenas cubría sus nalgas. Los vecinos comenzaron a dispersarse, murmullos de alivio llenando el aire, pero yo solo podía pensar en ella, en su cuerpo desnudo, en el corazón de vello púbico que había visto, en el deseo que me quemaba.
Esa noche, después de revisar que la estructura de mi casa estuviera bien, en la tranquilidad de mi cuarto, escribí una historia febril, describiendo cómo la tomaba en el césped bajo la lluvia, sus nalgas abiertas para mí, su vagina jugosa, recibiendo mi pene, mientras ella gritaba mi nombre. Me masturbé con furia, mi semen salpicó el escritorio, pero la imagen de Jessica, desnuda, temblando en mis brazos, no me abandonaba y supe que, aunque el terremoto había pasado, el verdadero temblor estaba en mi alma.
Dos días después del sismo, la ciudad era un caos de sirenas, escombros y luto. Las noticias inundaban cada rincón con imágenes de edificios colapsados, historias de desaparecidos y el eco de un dolor colectivo que pesaba en el aire. Yo me había encerrado en mi departamento, huyendo de las redes sociales, incapaz de soportar más tragedias en mi pantalla. Mi mente, sin embargo, no estaba en los titulares, sino en mi vecina de 21 años, cuya imagen desnuda durante el sismo seguía grabada en mi alma como un tatuaje ardiente.
Esa noche, mientras la ciudad intentaba recuperar el aliento, mi teléfono vibró con un mensaje de WhatsApp. Era ella. Mi corazón dio un vuelco al ver su nombre en la pantalla, y abrí el chat con las manos temblando, mi respiración agitándose.
—Daniel, perdón por quedarme con tu camisa —escribió Jessica, su mensaje estaba acompañado de un emoji de carita apenada—. Estaba tan asustada ese día, no sé ni cómo salí corriendo así. Gracias por ayudarme.
Me senté en el borde de mi cama, mi cuarto estaba iluminado solo por la luz tenue de una lámpara, el aroma de café frío llenaba el aire.
—No te preocupes, Jessy, lo importante es que estás bien —respondí, mis dedos temblaban.
—Fue horrible, ¿verdad? Sentí que todo se iba a caer —escribió, y pude imaginar su carita de princesa, esos ojos café profundos frunciéndose con el recuerdo, sus labios carnosos formando un puchero que me hacía querer besarla hasta perder el aliento.
—Demasiado. Pero tú corriendo así, sin toalla, me dio más miedo que el sismo —bromeé, mi pulso se aceleró, tentando el terreno, mi pene palpitaba bajo mis pantalones al recordar su vello púbico en forma de corazón.
—Ay, qué vergüenza —respondió, con un emoji de risas, seguido de otro mensaje—. No me hagas acordarme, qué oso. Pero gracias por cubrirme, eres un caballero.
—Caballero con esfuerzo, Jessy. No fue fácil mantener la calma viéndote así —escribí, mi tono subía un poco, mi deseo se filtraba en las palabras, mi mano rozaba mi entrepierna, sintiendo la dureza de mi erección.
Hubo una pausa, los puntos suspensivos en la pantalla me torturaban, hasta que respondió.
—No seas malo. Aunque… no voy a mentir, me sentí segura contigo abrazándome —escribió, y mi corazón latió con fuerza, imaginando su cabello lacio, negro como la medianoche, cayendo sobre sus hombros, su carita de princesa sonrojándose, sus pechos moviéndose con cada respiración.
—Siempre te voy a proteger. Pero no me hagas verte así otra vez, porque no sé si pueda seguir siendo solo tu vecino —respondí, mi voz interior temblaba, con mi mente atrapada en la fantasía de desnudarla, de lamer sus pechos, de apretar sus nalgas redondas, firmes, que había visto relucir bajo aquel sismo.
—Daniel, no digas eso —escribió, pero añadió un emoji de guiño, y supe que estaba siguiendo el juego, su inocencia estaba mezclada con una chispa de provocación que me enloquecía—. Mira, hablando de ese día, me rasguñé el hombro al volver a casa.
Un segundo después llegó una foto que hizo que mi respiración se detuviera. Era ella, de pie frente a un espejo, sosteniendo su teléfono con una mano, la otra levantando su cabello para mostrar un rasguño leve en su hombro, una marca rosada que apenas rompía la piel cremosa. Pero la imagen era mucho más: llevaba una camiseta sin mangas, ajustada, que dejaba entrever el borde de sus senos.
Su carita de una princesa, con esos ojos café y labios carnosos, tenía una expresión entre inocente y vulnerable, pero el espejo detrás revelaba el verdadero espectáculo: su espalda, curvada con elegancia, sus nalgas redondas, resaltadas por un cachetero blanco que abrazaba cada centímetro, y sus piernas tonificadas, brillando bajo la luz de su baño. Mi pene se endureció al instante, palpitando dolorosamente, mi mano temblaba mientras agrandaba la foto, cada detalle de su cuerpo avivaba el fuego que me consumía.
—Jessy, ese rasguño no es nada comparado con lo que me haces con esa foto —escribí, mi tono era audaz, mi deseo se mostraba en las palabras—. Eres demasiado, no sabes lo que provocas.
—Ay, solo quería mostrarte la herida —respondió, con otro emoji de risas, pero luego añadió—. Aunque… me gusta saber que te preocupas por mí. ¿Qué harías si estuvieras aquí ahora?
Mi corazón dio un salto, mi pene pulsó, mi mente la imaginó en mi cama, con sus nalgas temblando bajo mis manos, su vagina siendo invadida por mi penetración, mientras sus gemidos eran percatados por los vecinos.
—Si estuviera ahí, no sé si podría solo cuidarte el hombro —escribí, mi respiración se agitó, mi mano rozó mi erección, tentado a masturbarme con la foto aún en la pantalla—. Querría abrazarte como el otro día, pero más cerca, más tiempo.
Respondió con un emoji de carita sonrojada, pero su mensaje tenía un matiz juguetón, y añadió.
—Me gusta que seas así, pero… mejor me voy a dormir antes de que digas algo que me haga sonrojar más.
—Descansa, princesa —escribí, mi corazón latía con fuerza —. Pero no te olvides de que no puedo dejar de pensar en ti.
—Buenas noches —respondió, con un último emoji de guiño, y la conversación terminó, dejándome solo en mi cuarto, con la pantalla del teléfono iluminando la foto de Jessica, su cuerpo era un templo que anhelaba profanar. Me masturbé con furia, imaginando su carita de princesa gimiendo mi nombre, sus nalgas siendo secuestradas por mis manos, y sus pechos rebotando mientras me la cogía. Mi semen cayó el suelo, pero la frustración no se desvanecía. Jessica, con su inocencia y su provocación, me tenía atrapado, y cada mensaje, esa foto, era una chispa que amenazaba con incendiar mi alma.
Al día siguiente mi teléfono vibró de nuevo, y el nombre de Jessica en la pantalla hizo que me volviera a emocionar.
—Dany, ¿cómo estás? —escribió, su mensaje era acompañado de un emoji sonriente, y pude imaginar su carita de princesa.
—Sobreviviendo, Jessy —respondí, mientras su cuerpo relucía en mi memoria—. ¿Y tú? ¿Cómo va ese rasguño y del susto del terremoto?
—Más o menos, Dany —respondió, con un emoji de guiño—. He estado corriendo para despejarme, mira.
Un segundo después llegó una foto que hizo que mi respiración se detuviera. Era ella en ropa de ejercicio, un top deportivo negro que apenas contenía sus pechos, sus pezones endurecidos marcándose bajo la tela sudada, sus nalgas redondas cubiertas por unos leggins que parecían pintados sobre su piel, el contorno de una tanga negra apenas visible. Estaba frente a un espejo, mostrando su abdomen definido brillando con sudor, su cabello lacio pegaba en su cuello, su carita de princesa con una sonrisa traviesa. Mi pene se endureció al instante.
—Jessy, ¿quieres matarme con estas fotos? —escribí, mi tono iba subiendo —. Ese cuerpo tuyo es una maldita tortura.
—Ay, Dany, solo quería mostrarte que estoy bien —respondió, con un emoji de risas, pero luego añadió—. Aunque me gusta que te guste. Mira esta otra.
Otra foto llegó, y mi corazón latió con fuerza. Jessica estaba envuelta en una toalla blanca, recién salida de la ducha, su cabello negro mojado cayendo sobre sus hombros, la toalla apenas cubría sus senos, el borde inferior dejaba entrever la curva de sus nalgas, sus piernas tonificadas relucían con gotas de agua. —Recién bañada, vecino —escribió, con otro emoji de guiño.
—Jessy, no juegues conmigo —respondí, mi pene ya estaba erecto, mi mano rozaba mi entrepierna, incapaz de contenerse—. Si te tuviera enfrente, no sé si podría solo mirar. Imagino mis manos en tus nalgas, apretándolas, mi lengua en tu panocha, saboreándote.
Hubo una pausa, los puntos suspensivos en la pantalla no dejaban de aparecer, hasta que llegaron más fotos, y mi respiración se cortó. La primera mostraba sus nalgas desnudas, la toalla caída, su piel cremosa reluciendo bajo la luz del baño, cada curva perfecta, un espectáculo que hizo que mi pene pulsara con una urgencia dolorosa. La segunda apenas dejaba ver los pliegues rosados de su vagina, reluciendo con una humedad que no era solo agua, el vello púbico en forma de corazón apenas visible. La tercera era una tortura: Jessica, con la toalla bajada, una mano rozando sus senos, sus dedos cubriendo apenas los pezones, su carita de princesa sonrojada, con una mezcla de inocencia y provocación.
—Dany, eres malo —escribió, con un emoji de carita sonrojada—. Pero… quiero ver algo de ti. Mándame una foto de… ya sabes. Y dime qué me harías ahora.
Mi corazón dio un salto, mi mano temblaba mientras sostenía el teléfono. Saqué una foto de mi pene, duro, venoso, la punta mostraba humedad de líquido preseminal, y la envié, mi pulso se aceleró. —Jessica, te haría arrodillarte, chupármelo hasta que no puedas más —escribí —. Quiero sentir tu boca, tu lengua, terminar dentro de tu garganta mientras gimes mi nombre.
—Dios, Daniel —respondió, su mensaje fue rápido, con un emoji de fuego—. Eso suena… intenso. Estoy imaginando cosas que no debería.
Pude imaginarla tocándose, sus dedos deslizándose por sus pliegues húmedos, sus nalgas temblando, sus pechos rebotando mientras se masturbaba.
—Jessica, dime qué estás haciendo ahora —escribí, mi mano se deslizaba sobre mi verga, masturbándome con la imagen de sus fotos, su cuerpo desnudo grabado en mi mente.
—Ay, Dany, no me hagas decirlo —respondió, pero su mensaje tenía un tono juguetón, casi jadeante—. Digamos que… me estás haciendo sentir cosas. Pero no debería, lo siento.
De repente, las fotos desaparecieron, y en su lugar un mensaje de WhatsApp indicando que las había eliminado. Pero ella no sabía que ya las había enviado a otro chat en mi segundo celular, asegurándome de no perderlas.
—Jessica, no quería faltarte al respeto —escribí, mi corazón latía con fuerza, mi pene aun palpitaba, mi mente atrapada en la imagen de sus nalgas, sus pliegues, sus senos.
—No pasa nada, Dany —respondió, con un emoji de beso y un corazón—. Pero mejor me calmo y me voy a dormir. Esto se salió de control.
—Buenas noches, princesa.
Jessica, con su inocencia y su provocación, me tenía al borde de la locura, y supe que este juego, este fuego digital, era solo el comienzo de algo que no podía controlar.
Continuará…
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Muy buen relato, es toda una diosa .