Estamos en la misma causa (1)

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T. Lectura: 7 min.

La casa había sido adaptada a las prisas para ser oficina. En una habitación se escuchaba el tecleteo de tres teclados. Martina, Johnny y Carlos escribían sin parar. Afuera sonaba una impresora y el chisporroteo de alguien lavándose las manos. Martina intentó dar un sorbo a su tercer café del día. Estaba vacío. Al borde de su escritorio, se veían los cadáveres de sus cafés anteriores. Apiló los vasos y los tiró a la papelera.

—Johnny, ¿cómo va el evento en redes?

—461 dicen que asistirán; otros 364 dicen que no saben; en Instagram tenemos tres kilos de corazones —le contestó Johnny después de revisar los datos en su celular.

La respuesta incomodó a Martina. ¿Ahora debía sentirse entusiasmada por los corazones de Instagram? ¿Esa era su vida? Tomó un respiro y volvió a trabajar. Era una chica de veintipocos, delgada, morena y pecosa, que usaba una falda larga, con estampado a cuadros, una blusa llena de encajes de color arcoíris y un reboso rojo, muy ceñido a su figura. Collar y aretes de cuarzos. Ese año había dejado de usar la perforación de la nariz: la había sentido muy informal. Su cabello, increíblemente rizado, lo llevaba en una larga trenza que le caía por la espalda. Sus brazos delgados bailoteaban cuando escribía.

—Carlos, ¿estás seguro de que enviaste la invitación a todos los peces gordos del Partido? —preguntó Martina.

—Enviada, capitán. Pero ninguno va a venir, se lo aseguro.

Carlos era siempre una molestia… pero a veces tenía razón. No importa, las invitaciones tenían que estar.

Carlos y Johnny estaban como todos los días: Carlos con sus rastas, debajo de un sombrerito; Johnny muy limpio con su camisa blanca, rasurado con precisión geométrica y delicadamente perfumado (“no como esos hombres que enturbian el ambiente de desodorante y gel“, se decía Martina). El único espacio libre que le daba a su arreglo personal era su pelo largo, amarrado en una cola de caballo bastante suelta.

—¿Capitán?… —empezó a preguntar Johnny; Martina, sumida en su laptop, no hizo ninguna señal de haberlo oído. —Martina… oye… ¿cómo es ella?

—¿Cuál ella? —le contestó Martina.

—Samanta Sifuentes.

—¿Que no la has visto? —contestó Martina, sin ninguna expresión. Carlos se rio.

—No, no. Sí la he visto. Quiero decir… Como tú la llevaste al hotel ayer…

—Es rubia ojiverdosa, como se ve en los videos… más bajita de lo que piensas. Pero intimidante. Casi ni te ve, y no cambió conmigo ni una palabra.

Johnny sonrió. No esperaba una respuesta tan completa.

—Es muy hermosa —dijo Johnny, mirando al techo, embelesado con su memoria.

—¿Te vas a poner como los viejos verdes que le escriben en YouTube? —preguntó Martina, riéndose.

—Samanta Sifuentes es una influencer con ínfulas, una “infuléncer” —dijo Carlos, muy satisfecho de su juego de palabras.

—Carlos, Carlos, Carlos… Samanta no es una influencer —dijo Martina, interrumpiendo su trabajo, y empezó a citar de memoria el texto que había preparado para presentarla: —Es “una politóloga con diez años de experiencia periodística en medios de circulación nacional, a la que nos sentimos encantados de recibir”. ¿Y sabes por qué estamos tan encantados? Porque resulta que esa politóloga tiene un podcast. ¿Y sabes quién escucha ese podcast? ¡El puto 76% de nuestros afiliados! Entonces, si tienes algún otro comentario inteligente, por favor mándamelo por escrito.

—Sólo porque es hermosa, como dice el buen Johnny. Es el objeto de fantasía de toda la izquierda. Te aseguro que, si le haces una encuesta a ese 76%, todos te dirán que fantasean con Samanta Sifuentes dominándolos en la cama con hoz y martillo en mano.

—Además de ser un comentario grotescamente sexista, es falso —gruñó Martina, ofendidísima. —La escucha el 78% de nuestros afiliados hombres, el 74% de las mujeres y el 80% de otros géneros.

Carlos se echó a reír. Le parecía divertido ver cuántos números tenía Martina en la cabeza.

—Pues todos ellos le traen ganas, capitán. ¿O tú no te acostarías con ella?

Martina no podía mentir. “No te puedes meter en política si ni siquiera sabes decir una mentira blanca”, le había dicho su padre… que era un político. Martina siempre respondía “es hora de una política de la verdad” y, la verdad, la verdad, eso no le estaba saliendo muy bien. En fin, Martina no mentía y, por eso, solamente se quedó callada. Carlos se carcajeó.

—A mí me gusta más Silvia, la que debate con ella los jueves. Es más… cuantiosa, digamos.

Carlos hizo un gesto con las manos abiertas, que podía interpretarse como buscar la palabra exacta o como medir la “cuantiosidad” del pecho de Silvia. Martina se dio cuenta de que, por estar discutiendo, ya no iba a poder terminar su trabajo. Guardó con ira sus documentos, cerró la computadora y tomó sus llaves. Cuando se levantó, el ambiente de la oficina cambió por completo. Carlos y Johnny la miraban con temor y con respeto:

—Compañeros… —empezó Silvia.

—¡Sí, capitán!

—¿Estamos en la misma causa?

—¡Sí, capitán!

—¿Buscamos una vida digna para el pueblo?

—¡Sí, capitán!

—¿Queremos que este evento salga bien?

—¡Sí, capitán!

—¿Queremos que yo salga de este agujero sin fondo que es Gestión de Redes, y que me den por fin un lugar decente en el Partido?

—¡Sí, capitán! —contestaron ellos, movidos por la presencia magnética de Martina, y ya sin escuchar lo que estaban diciendo.

—¡Entonces dejen de decir estupideces y pónganse a trabajar!

—¡Sí, capitán!

Y Martina se fue. Silvia le había pedido que pasara al hotel a recogerlas cuatro horas antes de la mesa de debate. “Nos gusta llegar con tiempo; tener todo listo”, le había dicho. Cuando Martina llegó, diez minutos antes de lo acordado, ya la estaban esperando afuera. Se subieron al coche y Martina condujo hacia el auditorio.

Samanta traía unos lentes oscuros, pero se los quitó cuando empezó a leer un guión de treinta páginas, desastrosamente arrugado y garabateado de todos los márgenes con pluma azul. El día anterior, ese guión estaba recién salido de la impresora. Traía una gabardina gris muy linda… y demasiado abrigadora para el verano. Debajo, unos pantalones acampanados negros. Martina pensó «quizá yo debería vestirme así».

Silvia era todo lo contrario. Tenía unos pantalones de mezclilla muy entallados, que resaltaban sus piernas anchas. Arriba, una blusa blanca, acabada en una especie de valona vaporosa, abría un escote suelto y airoso. La piel de su turgente pecho era de un rosa intenso, idéntico a la piel sonrosada de sus mejillas.

—¡Putos hombres! —se dijo Martina, cuando se descubrió fijándose en Silvia por el espejo retrovisor.

Parpadeó con fuerza dos veces, para ver si la mirada de Carlos se le quitaba de los ojos. Después de que terminó de parpadear, vio por el espejo que Silvia le estaba sonriendo. Luego, sacó su computadora y se puso a trabajar. Martina pasó buena parte del viaje apenada.

—¿De qué tema van a discutir hoy? —se resolvió a decir Martina.

Silvia siguió leyendo en su computadora y Samanta en sus documentos. Después de un minuto de un silencio, que para Martina fue muy incómodo, Silvia le dijo pausadamente:

—Autonomía energética y… vivienda.

—Oh… ¿y qué tiene que ver una cosa con la otra? —preguntó Martina, apenada.

—No comas ansias. Ya verás —le contestó Silvia con un tono extrañamente coqueto. Un escalofrío recorrió la espalda de Martina. Hace mucho que no le coqueteaban.

Por un momento, Samanta despegó la vista de su guion y le pidió a Silvia que le confirmara unos datos. Silvia los investigó y le dijo que estaban correctos.

—Gracias, Silvia. Para mí, tu trabajo es invaluable y te lo reconozco muchísimo —dijo Samanta con una voz hueca, como de máquina.

—Es un gusto ayudarte, compañera —contestó Silvia, feliz.

Como Silvia vio que a Martina le parecía raro el tono del agradecimiento de Samanta, le dijo:

—Siempre me da las gracias con palabras muy exageradas. Es nuestro acuerdo. Si no me da las gracias así, a veces se olvida de todo lo que hago por ella.

Al ver que Martina no entendía bien, Silvia cambió la conversación.

—¿Martina, verdad? Tú eres de Juventud en Debate.

—Sí. Dirijo su Gestión de Redes.

—Y… ¿Juventud en Debate es una organización del Partido, no?

—Bueno… es una organización hermana.

—¿Su objetivo no es “formar cuadros”?

—Bueno… sí.

—Entonces, ¿sería correcto decir que, si una joven enérgica y carismática quisiera entrar al Partido, antes tendría que hacer… digamos, gestión de redes?

¡Silvia la estaba entrevistando! ¡Qué tonta, tonta, tonta! Martina apenas se daba cuenta y no sabía qué decir.

—Bueno… sí.

—Entonces, ¿Jóvenes en Debate es como un enorme examen de admisión? Súper. Y… ¿no crees que eso evita que haya un relevo generacional en tu partido? —a esta última pregunta de Silvia, Martina se quedó sencillamente con la boca abierta. —No te preocupes. No hablaremos de esto al aire.

Y Silvia se quedó sonriendo.

Llegando al auditorio, Martina instaló a las invitadas en el único cuarto que parecía algo así como un camerino. Se sentaron frente a dos espejos. Silvia y Samanta se maquillaron largamente. Después, Samanta volvió a sus papeles; Silvia, a su computadora. Martina se quedó allí; quería preguntar si necesitaban algo más, pero no encontraba el momento correcto para interrumpirlas.

—Silvia, necesito ayuda —musitó Samanta.

—¿Ayuda con qué? —contestó Silvia sin quitar su vista de la computadora.

—Ayuda, Silvia. “Ayuda” —dijo Samanta, tratando de enfatizar esa última palabra, aunque su expresión facial no cambió en lo absoluto.

—Estoy ocupada. Plantéaselo a la chica de Redes —contestó Silvia, después de veinte incomodísimos segundos.

Samanta hizo una mueca de hartazgo y se giró a ver a Martina. Su expresión cambió por completo. Era la expresión alegre, acariciadora y empática que tenía cuando estaba al aire.

—Martina. Mira, sé que esto es muy… infrecuente. Pero Silvia y yo hicimos un viaje largo ayer y hoy no pude dormir bien. Sé que este no es para nada tu trabajo y, por favor, no me lo tomes a mal, pero…

—¡Por favor, con gusto! —la interrumpió Martina.

—¿Puedes darme un masaje en los hombros? —dijo, y al ver a Martina sorprendida, agregó: —Oh, yo entiendo si no…

—¡Claro! ¿Por qué no? —dijo Martina, poniéndose detrás de Samanta.

Samanta se levantó un momento, para quitarse la gabardina. Debajo, llevaba una blusa aterciopelada color hueso, de mangas muy cortas, que mostraba sus clavículas. Martina volvió a pensar en Carlos: Samanta no parecía estar usando brasier. Martina comenzó a masajearla: verdaderamente sentía que Samanta estaba muy tensa y así se lo dijo.

—Es por el pecho —contestó Samanta. —No encuentro un brasier que me acomode, así que los he estado llevando sueltos.

—Oh, entiendo, entiendo.

A Martina también le pasaba… y supo usar esa empatía para no ruborizarse. Siguió masajeando el cuello y los hombros de Samanta, apretando los músculos, imponiendo sus pulgares y haciendo círculos, pero no notaba que la tensión disminuyera.

—¿Te podría pedir que me levantes un poco un pecho, y me masajees los músculos que tiene arriba? —le pidió Samanta. —Los músculos que van al hombro son siempre un horror

Así lo hizo Martina, sin pensar. Tomó desde abajo uno de los pechos de Samanta y fue apretando los músculos que unían pecho y brazo. Samanta empezó a gemir discretamente.

—Ay, disculpa —se rió Samanta. —No pasa nada; es que lo haces muy bien.

—Quizás deberías cerrar la puerta —le dijo Silvia a Martina, levantando sus ojos de su trabajo.

—Sí, mejor, mejor —dijo Martina, sonriendo; puso seguro a la puerta y regresó a masajear a Samanta.

Siguió con los pechos un rato y notó cómo, incluso debajo de la ropa, los pezones se iban irguiendo.

—¿Te sería más fácil si me quito la blusa? —preguntó Samanta.

—Eh… sí. Sí, eso creo.

—No te sientas presionada, ¿eh? —dijo Silvia. —Tú dile que no.

—Sí, tú dime que no —aclaró Samanta.

Pero Martina se limitó a asentir, sonriendo. Repitió lo mismo, sólo que ahora levantar el pecho desde abajo implicaba tocar la piel de Samanta. Sentía el pezón de ella rozando con su propio pulgar. Primero el lado de un pecho… luego el lado opuesto del otro pecho. Quizá sus pechos no fueran tan cuantiosos como los de Silvia, pero eran muy armónicos… y a decir verdad, no cabían bien en las manos pequeñitas de Martina. La chica empezaba a notar cómo se humedecía. La respiración de Samanta era notoriamente agitada, porque no le importaba disimularla; Martina no quería que su respiración se notara y estaba intentando guardar el aliento.

—Muchas gracias, Martina —dijo Samanta. —También necesitaré un masaje en las piernas, pero ese me lo doy yo misma, no te preocupes.

—¡No, no! No hace falta, por favor.

Samanta sonrió, se descalzó y se quitó sus pantalones acampanados negros, quedando solamente en una breve ropa interior color carmín. Martina buscó en el cuarto alguna tela en la que pudiera arrodillarse y encontró una toalla para manos. La puso en el suelo y se arrodilló con las rodillas muy juntas. Empezó con las pantorrillas, pero Samanta le dijo que más bien se refería a los muslos. Cuando Martina empezó a masajearle los muslos, Samanta empezó a dar gemidos cada vez menos ahogados, cada vez más claramente eróticos. Martina fue acercando el masaje a su entrepierna:

—Sí, muy bien. Precisamente allí me duele —aclaraba Samanta, conforme Martina se acercaba.

Cuando Martina llegó a la ropa interior de Samanta, preguntó:

—¿Puedo quitarla?

Samanta le sonrió y asintió con la cabeza. Samanta se había recortado el vello ya hacía un tiempo. Breves y tenues destellos rubios recorrían todo su pubis. Martina besó el vientre de Samanta, bajó a la parte superior de su pubis y besó su vello; bajó a sus piernas y besó la cara interna de sus muslos.

—¡Qué dedicada eres, Martina! —le dijo Samanta. —Aprecio muchísimo lo que estás haciendo por mí.

Entonces Martina supo a qué se refería Silvia en el coche.

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