Estamos en la misma causa (2)

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T. Lectura: 8 min.

Samanta gemía en voz baja, mientras trataba de no cerrar las piernas en torno a la cara de Martina. Arrodillada, Martina le hacía sexo oral. Sus dos manos separaban las piernas de Samanta. Los labios de Martina se habían enrojecido de besar el sexo de Samanta; capturaban y tallaban uno de sus labios vaginales, y sólo de tanto en tanto, un breve lengüeteo terminaba el trabajo.

—¡Dios! —exclamaba Samanta, tratando de contenerse.

—Tranquila —le pidió Silvia, que a duras penas podía concentrarse en su trabajo. —Haces esto para destensarte, Samanta, no para tensarte más. Déjalo fluir.

—Es fácil para ti decirlo. Esta chica es buena —protestó Samanta.

Silvia levantó sus ojos del trabajo y dejó la computadora. Martina no pudo evitar sentir su presencia. Nunca le había hecho sexo oral a una persona enfrente de otra y, aunque estaba muy excitada, tuvo que cerrar los ojos para no sentirse vista por Silvia.

Martina sentía como Silvia se acercaba, y trataba de concentrarse en Samanta. Se pronto, sintió la mano de Silvia en el hombro:

—Martina, ¿qué te parece si mejor le besas el pecho y la masturbas? Creo que eso la tensará menos.

Martina vio a los ojos a Samanta y ésta asintió. Martina se paró, y se agachó a besarle los pechos. Para penetrarla, le metió dos dedos, curveándolos por dentro.

—¿Spiderman? —observó Silvia, parada detrás de Martina. —Bueno, cada quien.

—¡Silvia, por favor! —se rio Samanta. —La amiga Martina lo hace muy bien, y tú no me quisiste ayudar.

Silvia se rió y se le acercó por la espalda a Martina, que sintió sus pechos. Con toda delicadeza sintió como Silvia quitaba sus manos de la vulva de Samanta, para tocarla ella misma.

—Mira, si pones tres dedos en la vulva y los giras hacia los lados, cubrirás más espacio. Luego, ya puedes penetrarla un poco; los metes bien y muy rápido un par de veces, y luego sales y repites.

Silvia hizo exactamente lo que estaba describiendo. Primero acariciaba con grandes giros la vulva, luego le metía dos dedos a la vagina a una velocidad que Martina sólo había sentido cuando a los 19 años se acostó con un aficionado del ciclismo.

Samanta empezó a temblar en la silla y sus ojos se desorbitaron. Pero todo esto estaba pasando con Martina puesta entre las dos periodistas. La chica de Redes besaba aún el pecho de Samanta, y Silvia tenía que empujarla un poco para tocar a su compañera. Además, cuando Samanta empezó a sentir el toque de Silvia, pasó un brazo por detrás de Martina y la abrazó con fuerza. Martina pensó que quizá Samanta debería mejor abrazar a Silvia, que era quien la estaba masturbando… pero no iba a objetar nada.

Cuando estaba a punto de tener un orgasmo, Samanta quitó a Martina de su pecho, ya llevó hacia sí y la besó. El beso fue muy húmedo, en parte porque Samanta estaba un poco fuera de sí y le metió la lengua a Martina; en parte porque Martina aún tenía en la cara los rastros del sexo oral.

Martina se sentó un momento en el piso, exhausta —más de su propia excitación que del esfuerzo de complacer a Samanta. Silvia volvió de inmediato a su computadora. Samanta no hizo sino quedar más tensa. Se veía en la manera en la que estaba sentada.

—¿Más? —preguntó Silvia, un poco molesta, cuando vio a su compañera.

—No, no… otra cosa —comentó Samanta.

Silvia se llevó una mano al entrecejo, que frunció con una desesperación un poquito teatral.

—A ver… Martina. Vamos a ver… —Silvia no podía encontrar las palabras necesarias. —¿De casualidad tendrás un compañero de trabajo, sano y limpio, preferiblemente menor de 30?

De la nada Martina, se encontró afuera del cuarto. El resto de su equipo apenas estaba llegando; se encargaban de la logística. Al primero que vio fue a Carlos.

—¿Qué te pasó en la cara, capitán? —le preguntó él.

—¿Qué me pasó de qué? —le contestó Martina, hostilmente. —¿Has visto a Johnny?

—Tus labios: estás toda roja e hinchada. Parece que fueras alérgica a las almendras, o que te hubiera picado una abeja.

—¿Has visto a Johnny o no?

—Está en el sonido.

—¿Y tú en qué estás?

—Soy el reemplazo del que está en el sonido, capitán —contestó Carlos, haciéndose el payaso. —Siempre se necesita un reemplazo.

—¡Bien dicho! Porque justo ahora necesito a Johnny, así que ahora tú eres el de sonido.

Cuando Martina encontró a Johnny, no pudo evitar notar que estaba sudado.

—¿Qué demonios hiciste? Estás todo sudado.

—Cargamos la bocina, capitán. ¿No te acuerdas que la que tienen aquí es una basura?

Como pudo, Martina consiguió unas toallitas y le quitó el sudor de la cara a Johnny. ¿Cómo es que ahora su trabajo era mantener presentable a un hombre para llevarlo como tributo? ¡Bah, luego pensaría sobre todo esto! Lo tomó del brazo y lo llevó sin explicaciones al camerino. Adentro, Silvia aún leía. Samanta usaba nuevamente la gabardina, cerrada. Se veía perfectamente formal, pero Martina notó que, en lugar de sus pantalones acampanados, se veían sus pantorrillas desnudas debajo de la gabardina, y reconoció, doblada sobre la mesa, la blusa aterciopelada de color hueso. Martina sentía que de un momento a otro, Samanta se abriría la gabardina y se desnudaría. Pensando en esta imagen, tragó saliva y empezó a hacer las presentaciones, completamente pálida:

—Compañeras, éste es Johnny. Es un compañero bastante comprometido… es como mi mano derecha —dijo Martina, y se ruborizó al instante, al sentir en su mano derecha (la de verdad) los restos de la humedad de Samanta.

—Hola, qué tal —dijo Johnny, visiblemente incómodo por la presentación.

Silvia no respondió nada. Martina empezó a sudar frío. Samanta vio a Johnny de arriba a abajo y, cuando terminó su inspección, puso la misma cara carismática, empática y acariciadora que le había puesto a Martina antes de seducirla: era la cara que guardaba para cuando salía al aire.

—Johnny, ¿es tu nombre real? —le preguntó Samanta, a lo que Johnny asintió. —Dime, Realmente Johnny, ¿conoces mi trabajo?

—Sí, señora, conozco muy bien su trabajo —dijo Johnny. A Samanta le pareció muy gracioso el término “señora”.

—Tengo 35, compañero. No me hagas sentir anciana.

—Lo siento. Conozco su trabajo. Me gustó mucho su reportaje sobre… —y Johnny empezó a balbucear. Sus ideas inconexas mostraban que era un lector fanático de Samanta, pero un pésimo expositor. A cada cosa que decía, Martina se sentía más avergonzada.

—Y, dime, ¿cómo te identificas políticamente?

—Sindicalismo revolucionario, como mi compañera Martina —y, mientras Johnny decía esto, Martina rogaba que se la tragara la tierra.

—¿Apruebas el uso de la violencia política, Johnny?

—Me parece que es responsabilidad de cada lucha social responder esa pregunta.

A diferencia de Martina, Samanta estaba encantada con Johnny. Mientras lo escuchaba hablar, lo veía atentamente y pasaba una pata de sus lentes oscuros por el borde de sus labios. Cuando terminaron esta plática, Samanta le dirigió una mirada rápida a Silvia, y luego apuntó a la puerta con los ojos. Silvia cerró su computadora, se levantó, tomó a Martina por los hombros y dijo:

—Compañera Martina, este auditorio tiene palcos, ¿verdad? ¿Me los puedes mostrar? Hay algo que quiero confirmar.

Y Martina y Silvia salieron, sin que Martina hubiera visto lo que tanto temía y deseaba: que Samanta se abriera la gabardina. Ya afuera, Carlos vio, con extrañeza, cómo Silvia y Martina subían por la rampa aterciopelada que llevaba a los palcos. Silvia notó que Martina estaba confundida.

—Disculpa a Samanta —le dijo Silvia mientras subían. —Es muy, muy brillante, pero carga una ansiedad de los mil demonios.

—¿Por qué a mí no me hizo esas preguntas?

—Ah, eso. No te lo tomes a mal. Le gustan más los hombres, pero también los desprecia un poco

—Yo le habría contestado mejor…

—No todo en tu vida tiene que ser un examen, Martina.

Desde arriba, nadie podría escucharlas. Silvia se puso al borde el palco, sintiendo la adrenalina de la altura y viendo trabajar al equipo de Martina

—¿Por qué vinimos aquí? —preguntó Martina. —¿Vas a comprar mi silencio?

—¿Silencio?

—Sí… por lo que pasó con Samanta…

—¿De qué me sirve tu silencio? —se burló Silvia. —¿Has visto las cosas horribles que dicen de Samanta? Le han inventado relaciones con inmobiliarias, con narcotraficantes, con un “ala socialista de la CIA”. Han dicho que es madre de los diez mayores capos latinoamericanos… y tiene 35. ¿Crees que me interesaría en lo más mínimo que alguien diga que Martina, la hermosa pero desconocida hija de Eleuterio Ruiz, le hizo sexo oral en el cubiculucho de un auditorio del Partido?

—Este no es un auditorio del…

—Que te lo crea Dios —la interrumpió Silvia.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí arriba?

—Ay, Martina, ¿de verdad vas a dejar pasar que dije que eres hermosa?

Silvia llevó a Martina a un recoveco del placo. Desde allí, los técnicos que acomodaban tres sillas en el escenario, no podrían verlas. Se besaron. Silvia era delicada y daba pequeños besos, moviendo la barbilla de Martina para guiarla. Los besos de Silvia eran como un gato que toma agua poquito a poco, inclinando su cabeza con cada lengüetazo.

—Tienes el sabor de Samanta. Te imaginarás que lo he probado en otras más veces de lo que me gustaría —dijo Silvia, mientras acariciaba el labio inferior de Martina.

Tal como le dijo a Samanta, Martina tampoco llevaba brasier ese día, así que Silvia no tuvo ningún problema levantándole la blusa arcoíris y besándole los pechos.

—Me gusta la forma que tienen —observó Silvia. —Es como una media luna. Turgentes de abajo, chiquitos de arriba. Y tienes un bonito color de piel.

Silvia se refería al color negruzco de sus pezones, que le acarició suavemente con las palmas de las manos abiertas. A Martina se le escapó un gemido. Silvia se rio y volvió a cubrir sus pechos con la blusa.

—Vas a tener que contenerte mejor, porque apenas vamos a empezar.

Martina cerró los ojos. Sintió que Silvia levantaba su falda; sintió que, del centro, la dejaba al nivel de su ropa interior y la sostenía con la muñeca; sintió que esa misma mano se aventuraba en su ropa interior.

Al contrario de la técnica que Silvia le había enseñado antes, el comienzo fue bastante lento. Silvia se limitaba a abrir y cerrar los labios mayores de Martina, constriñendo y soltando un clítoris que se sentía trabajado sólo muy por los lados. Sólo cada tanto, el dedo medio se Silvia caía sobre sus labios menores, sonrosados y abiertos, y le daba un golpecito como de telégrafo. Tan lento era todo, que Silvia se dio el tiempo de acariciarle el cuello, pasándole un dedo ligero como una pluma.

Luego Silvia puso sobre la vulva de Martina aquellos famosos tres dedos, que lo mismo se apoyaban sobre los labios, la entrada de la vagina y el clítoris. Antes de que la mano de Silvia empezara a moverse, ambas se miraron a los ojos y se dieron un beso muy breve. Y entonces Silvia empezó a masturbarla de verdad…

Martina sintió que la mano de Silvia la quemaba. A veces, en los días más complicados de su ciclo, Martina pasaba horas y horas intranquila, entre la calle y el trabajo, y se imaginaba cogiendo con cada cara linda que se le pasaba por enfrente. Sentía que la vulva le quemaba, y que chorros pastosos de humedad amenazaban con mancharla. Cuando por fin llegaba a casa, apagaba todas las luces, se recostaba y se daba cuarenta minutos de tranquilidad y fantasías.

Pero nunca había sentido que se quemaba durante el sexo: nunca había sentido a alguien que, más que satisfacerla, la llenaba de más y más deseo, acrecentando su carencia. Así se sentía Silvia, moviendo sus dedos, en círculos pero hacia los lados, haciendo un cuenco, moviéndose como una cuña, dando golpecitos en su sexo, ¡todo a la vez y en un orden que Martina sentía, pero que no podría repetir!

Y, entonces, finalmente, Silvia le metió dos dedos. Casi de inmediato empezó a embestirla con la mano; la precisión de sus movimientos la hizo temblar como antes había visto temblar a Samanta. Todo el fuego que se había acumulado en su sexo se paralizó; se le coaguló por dentro, como si fuera escarcha, y empezó poco a poco a derretirse.

—Siento que me penetras —dijo Martina —Siento que es un… bueno…

—¿Un… pene? Aquí un hombretón diría: “te estoy haciendo mía” —se burló Silvia, parodiando la voz grave de un hombre.

—No… tuya no… me estás haciendo mía.

Martina sintió como todo su cuerpo se contraía de golpe. El orgasmo se le hizo eterno, y sólo muy poco a poco, sintió que sus músculos se relajaban y que las presiones se evaporaban de su cerebro. De pronto todo se veía claro y sencillo. ¿Esto era lo que buscaba Samanta? De cualquier manera, Silvia seguía masturbándola y Martina pensó, con una mezcla de placer y angustia, que la tensión poco a poco se acumularía en ella otra vez.

—¡Capitán! —llamó gritando la voz de Carlos, que se acercaba al palco.

Martina se revolvió sin saber qué hacer. En lugar de preocuparse, Silvia quitó su mano con toda calma, arregló la falta de Martina y le dio un beso en la mejilla; todo eso antes de que llegara Carlos.

—¿Capitán? —repitió Carlos, entrando al palco. —¿Todo en orden?

Martina tenía el cabello revuelto; su trenza había perdido toda su forma. Su rebozo se había caído de un lado y su blusa estaba ligeramente ladeada hacia el lado contrario.

—No, no creo que usemos los palcos —dijo Silvia. —Cabe muy poca gente y no hay posibilidad de participar desde acá. Es una cosa muy antidemocrática el palco, ¿no crees?

Martina no podía responder nada.

—Pero ¡ya empezamos en unos minutos y yo quitándote tiempo con esto! Ve a resolver lo que te piden —siguió Silvia, mientras salía del palco. —¿Nos vas a llevar al hotel después, verdad?

—Sí —contestó Martina, sin aire.

—Súper. Eres un ángel.

Martina se quedó mirando hacia abajo; las bancas vacías de pronto le parecieron como asientos de juguete en una maqueta.

—¿Capitán? —repitió Carlos, ya visiblemente preocupado.

—¿Qué quieres?

—¿Ya dejamos entrar al público?

—Sí, que pasen —dijo Martina después de considerarlo un momento.

Ya abajo, Johnny llegó junto a Martina. Parecía que le había pasado un tren encima. Sus ojos se entrecerraban; caminaba con dificultad; por aquí y por allá algunos mechones salían de su cola de caballo; como se había lavado la cara, grandes gotas de agua colgaban, olvidadas, en los mechones más rebeldes.

—Creo que te amo, capitán —dijo con una voz espectral. —Ni en diez mil años podría pagarte esto.

—Callate y busca a Carlos. Necesitamos un micrófono para el público —le dijo Martina, sin verlo. Y, cuando Johnny se había ido, agregó para sí misma: —Este evento tiene que ser perfecto.

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