Era una tarde calurosa en una carretera secundaria, de esas que serpentean entre colinas áridas y olvidadas, donde el asfalto parece derretirse bajo el sol implacable.
Javier conducía su viejo sedán plateado, pisando el acelerador un poco más de lo debido.
Siempre había sido un tipo respetuoso con la autoridad —desde niño, su lema era “si lo dice la autoridad, estará bien”.
Pero ese día, el estrés del trabajo lo empujaba a devorar kilómetros. No quería problemas con la justicia; era sumiso en eso, prefería ceder antes que enfrentarse a un problemas.
De repente, el aullido de una sirena cortó el silencio. Javier miró por el retrovisor y vio las luces parpadeantes de un coche patrulla. Maldijo en voz baja y bajando la velocidad se echó a un lado aprovechando un área de descanso.
El corazón le latía con fuerza.
Del vehículo policial bajaron dos agentes: un hombre alto y fornido, con el uniforme ajustado sobre un cuerpo que delataba años de rutina, y una mujer de curvas firmes, cabello recogido en un moño severo y ojos que brillaban con una autoridad natural.
Él era Marcos, un policía veterano cansado de su vida doméstica; en casa, con su esposa, el sexo era un ritual mecánico los miércoles por la noche. Cabalgar era placentero, pero la rutina, poco a poco, había acabado con el misterio. Se notaba que a su mujer no le apetecía casi nunca, se notaba demasiado.
Ella era Elena, una agente implacable. De joven, había tenido un terror irracional a las inyecciones; recordaba vívidamente cómo, a los doce años, se había escondido bajo la cama para evitar al practicante. La habían sacado a rastras, le habían bajado los pantalones y pinchado en la nalga derecha. Lloró desconsolada, pero en ese momento de vulnerabilidad se prometió ser valiente. Se hizo policía, y una de las mejores: dura, justa, con un instinto que la hacía destacar en el cuerpo.
—Documentación, por favor —dijo Marcos con voz monótona, extendiendo la mano mientras Elena se posicionaba al lado, observándolo todo con esa mirada penetrante.
Javier sacó su licencia y los papeles del coche, temblando ligeramente.
Luego abrió la ventanilla para entregarlos.
Mejor salga del coche por favor. – intervino Elena tras coger los papeles.
—Iba con exceso de velocidad, señor. Multa de 200 euros —anunció Marcos, garabateando en su libreta. Su tono era rutinario, como si estuviera pensando en la cena fría que lo esperaba en casa.
Javier palideció. —Lo siento, agentes. No tengo efectivo ahora… ¿Puedo pagar después? No quiero problemas, si lo dice la autoridad, estará bien.
Elena arqueó una ceja, intercambiando una mirada con Marcos. Él suspiró, cansado de la monotonía, pero ella vio una oportunidad para romper la rutina del día. Su pasado la había hecho fuerte, y disfrutaba de ese poder sutil.
—Bueno, tal vez haya otra forma de saldar esto —dijo con una voz suave, casi ronroneante, que contrastaba con su uniforme.
-Podrías pagar… con tu trasero.
Javier parpadeó, confuso, mirando a ambos agentes de manera alternativa.
Marcos soltó una risa baja, cruzándose de brazos. —Elena, siempre con tus ideas creativas.
El conductor malinterpretó la situación y por un momento pensó en que aquel tipo fortachón lo iba a poner mirando a cuenca.
La mujer, siempre atenta, soltó una carcajada y miró a su compañero.
Eh, ah, entiendo… de mí no se tiene que preocupar – sonrió el agente.
El conductor suspiró con alivio durante un instante.
-¿vamos? – le dijo la mujer.
Javier prestó atención a la mujer y no pudo evitar ruborizarse. No tenía muy claro de qué iba todo aquello.
-vamos… ¿a dónde?
Ella lo ignoró y guio a Javier hacia la parte trasera del coche patrulla, abriendo la puerta y tomando asiento en el centro. —Entra. Vamos a calentarte el culo como se merece un infractor.
Él obedeció en silencio, demasiado nervioso para saber de qué iba todo aquello. El interior del vehículo olía a cuero caliente, a café recién tomado y, sobre todo, al perfume de ella: una mezcla fresca y ligeramente especiada que le llenó la nariz nada más sentarse. Era un aroma que mandaba, como ella.
—Bájate los pantalones y túmbate sobre mi regazo —ordenó Elena con voz baja, casi íntima—. Vamos a hacer esto como es debido.
Javier tragó saliva y cerró la puerta del auto con un clic. A continuación, levantándose con cuidado para no golpearse la cabeza con el techo, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones hasta los tobillos y, con las mejillas ardiendo, se colocó boca abajo sobre las piernas de la agente. El uniforme de ella era áspero contra su piel desnuda, pero el calor que desprendía su cuerpo era mucho más intenso. Elena llevaba el pelo recogido en un moño perfecto; el cuello de la camisa blanca dejaba ver apenas un centímetro de piel bronceada, y la corbata negra le daba un aire de autoridad irresistible.
Con dos dedos enganchó la cintura de sus calzoncillos azul marino y los bajó despacio, sin prisa, hasta dejarlos a medio muslo. El aire acondicionado rozó su trasero al descubierto: redondo, algo pálido, cubierto por una ligera pelusilla oscura que Elena recorrió con la yema del índice, como quien inspecciona una superficie antes de trabajar.
—Qué culete más mono tienes —susurró, divertida—. Y un poco velludo… me gusta.
Javier sintió cómo la sangre le subía a la cara y, al mismo tiempo, cómo su miembro se apretaba contra el muslo firme de ella. El perfume lo envolvía por completo; cada vez que respiraba, la fragancia de Elena le recordaba quién tenía el control.
La primera palmada llegó sin aviso: seca, sonora, perfecta. El impacto levantó una pequeña nube de calor que se extendió por toda la nalga. Javier soltó un gemido ahogado.
—Shhh —lo calmó ella, acariciando la zona recién castigada con la palma abierta—. Respira hondo y relájate. Esta es tu multa, y la vas a pagar enterita.
Una tras otra, las palmadas cayeron con ritmo lento y deliberado: primero la nalga derecha, luego la izquierda, alternando hasta que la piel se volvió de un rosa intenso y el calor se hizo casi insoportable. Entre golpe y golpe, Elena deslizaba los dedos por la pelusilla, como si la estuviera peinando, y de vez en cuando apretaba suavemente la carne ardiente para recordarle que aún no había terminado.
Javier temblaba encima de ella, excitado y avergonzado a partes iguales. Notaba cómo su erección rozaba el uniforme, cómo el perfume se le metía en la cabeza y le nublaba cualquier pensamiento que no fuera “sí, agente, lo que usted diga”.
Cuando consideró que ya era suficiente, Elena dio un último azote más fuerte, casi cariñoso, y dejó la mano quieta sobre la piel palpitante.
—Listo —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un susurro cálido junto a su oído—. Ya estás perdonado… por hoy.
Le subió los calzoncillos azul marino con lentitud, rozando a propósito la zona sensible, y luego lo ayudó a incorporarse. Javier se quedó sentado un segundo, aturdido, sintiendo el ardor extendiéndose hasta la punta de los dedos.
Elena sonrió, abrió la puerta y le guiñó un ojo.
—Y recuerda: cojín en el asiento del coche. Conducir con el pandero así de rojo escuece una barbaridad.
Él asintió, todavía mareado por su perfume, por el ambiente y por todo lo demás. Subió a su sedán, arrancó y se perdió en el horizonte mientras el sol se hundía.
Aquella noche, y muchas noches después, volvería a soñar con ese regazo firme, con ese aroma que mandaba y con el sabor imaginado de unos labios que, en sueños, finalmente le permitían besar a la agente de la autoridad.
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