Fue solo un susto…

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T. Lectura: 10 min.

Es raro pensar que todo lo pasó en septiembre de 2022. Un mes que empezó como cualquier otro, con la rutina de siempre, las mismas salidas con amigas y el trabajo que me tenía bastante atada.

Pero algo cambió. Algo se rompió en el aire y, de repente, me encontré en medio de una historia que no planeaba contar, pero creo que está bueno para generar conciencia. Acá va…

Aye siempre fue mi brújula torcida.

No es una hermana mayor cualquiera, sino esa especie de figura materna que me enseñó a moverme entre el caos con la frente alta.

Nació once años antes que yo, soltera empedernida, fanática del rock nacional, los tatuajes y la marihuana. Siempre fue fuego y trinchera. Siempre fue todo lo que yo intenté no ser… hasta que entendí que resistirme a su influencia era como querer frenar una tormenta con un paraguas roto.

Una noche de viernes, me arrastró a un bar que olía muy raro, a cerveza derramada y humo denso.

—Dale, no seas amarga, hoy toca Darío —me dijo.

—¿Y ese quién es? —respondí medio con desgano.

—Un amigo, es mi tatuador.

El bar era un agujero en la tierra. Oscuro, con luces rojas titilando. Gente descuidada, olor a cigarro impregnado en las paredes, cuerpos apretados y ese murmullo constante de vasos chocando. El escenario era una plataforma improvisada, pero cuando él apareció, todo se volvió nítido.

Darío era una tormenta de voz ronca. Tenía el pelo largo pegado al cuello, una remera negra y la guitarra colgado. No sonreía. Apenas levantaba la vista entre los acordes.

Después del show, el ambiente se espesó más. El aire tenía textura. Todo era lento, sucio, denso. Aye lo abrazó con ese desenfado que siempre me incomodó un poco.

—Ella es Mey —le dijo, empujándome con el codo.

—¿Tu hermana? —preguntó él, sin sacarme los ojos de encima.

—La misma —contesté yo.

Se me acercó lo justo. No invadía, pero me rodeaba. Como si su presencia me comiera los bordes.

El bar giraba lento. Las luces rojas parpadeaban sobre su cara, dándole un aire de pecado impune.

—¿Qué mirás? —preguntó.

—Nada.

—Mentira. Estás con la mirada en mí.

No supe qué contestar. No me tocaba. No me apuraba. No me forzaba. Pero estaba metido en mi cabeza.

Me incliné un poco hacia él de forma inconsciente.

—¿Qué te pasa? —le dije, como queriendo sonar desafiante.

—Nada. Pero a tu cuerpo sí.

—¿Y qué te dice?

—Que quiere ser besado lento.

Casi se me cae el vaso. Lo miré fijo. No sé qué expresión tenía yo, pero él sonrió. Quise decirle algo, pero en ese momento, una canción nueva empezó a sonar. La gente empezó a bailar. Y él, antes de irse, me dijo una última frase que me desconcertó.

—Te vas a acordar de esta noche cada vez que te metas los dedos entre las piernas.

Darío se había ido a otro rincón del bar, entre risas, tragos y cigarrillos. Yo todavía sentía su voz rebotando en mí. Necesitaba aire, una distracción o algo que me saque ese calor pegajoso del cuerpo.

Me acerqué a Aye, que estaba encendiendo un faso.

—Che… ¿Ese Darío siempre es así? —le dije, intentando sonar casual, como si no me estuviera comiendo la cabeza desde que me habló al oído.

Ayelén me miró de reojo, largó el humo con una sonrisa torcida y dijo: —¿Así cómo?

—Así… seductor, medio misterioso.

Se rio fuerte.

—Es su especialidad. Según él, tiene un máster en minas. Pero ojo… es un caso perdido. Es de los que te comen una vez y después se evapora.

—¿Y vos? ¿Nunca pasó nada entre ustedes?

—¡Ay no! ¿Qué decís? Es amigo. Me tatuó un par de veces, salimos a ver bandas, fumamos… pero ni ahí. Aparte, es más imbécil que la mierda.

¿Por qué carajo me afectaba tanto lo que decía? ¿Por qué esa advertencia me pinchaba justo donde no quería sentir?

Me alejé un poco. No quería seguir escuchando.

Salí afuera con el celu en la mano. Necesitaba grabar un audio, decirle a alguna amiga que me sentía rara… pero no grabé nada porque lo vi.

Darío salió detrás mío. Se apoyó contra la pared con ese cuerpo largo y desprolijo. Me miró con esa calma que incomoda.

—¿Viniste a refrescarte o a escapar de mí?

Le sostuve la mirada. Quise hacerme la fría, pero sabía que mi cara me delataba.

—Hasta que viniste vos estaba bien.

—Dudo que estés bien. Tenés la cara de una mina que necesita que le muerdan el cuello.

Me crucé de brazos. Él no se acercaba. Solo hablaba bajito, con ese tono grave que tenía.

—¿Sabés qué? —dijo, como si pensara en voz alta— Vamos al baño. Cinco minutos. La pasamos piola y después seguís tomando tranquila.

El cuerpo me tembló. No por miedo. Por el shock.

—¿Y Aye? ¿No te parece desubicado? Es mi hermana, boludo.

Él se encogió de hombros, como si no fuera tan grave.

—Aye sería una buena tía para mis hijos.

Ahí se me congeló el deseo de golpe. ¿Qué carajo acababa de decir?

—Estás enfermo —le dije seca, con la voz baja pero firme—. Desubicado de mierda.

Me di media vuelta y entré al bar caminando rápido, con la panza revuelta y la cabeza hecha un quilombo, y me acerqué a Aye.

—Me quiero ir.

Ella me miró, sorprendida.

—¿Qué te pasó?

—Nada. Me hinché. Estoy cansada. Me quiero ir.

—Yo no me voy todavía —dijo, agarrando otra birra—. Tomá, pedite un Uber. Te doy plata.

Me alcanzó unos billetes doblados y volvió a reírse con sus amigos. Yo los miré como si estuvieran en otro planeta. Quería escapar. Quería sacarme el olor a porro de la piel.

Me fui hacia la salida, esquivando cuerpos, tragos derramados, charlas. Ya tenía el celular en la mano para pedir el auto cuando una mano me tocó el hombro.

Me di vuelta, con el corazón latiendo como un bombo.

—¿Te vas así nomás?

Y ahí se me cerró la garganta, porque era él. Me quedé parada ahí, con el celular en la mano y el cuerpo tenso, respirando con algo que no era ni rabia ni deseo, sino pura contradicción.

Darío me miraba como si hubiera esperado ese momento, como si todo estuviera calculado. Pero yo no tenía ganas de seguir analizando. Solo quería que me dejara en paz o que me tomara de una vez por todas.

—Perdón, ¿eh? —dijo él, suavizando su voz como si hubiera leído la incomodidad en mi cara—. Capaz que soy un boludo… Solo quería caerte bien, pero parece que te caigo mal.

Me quedé callada un segundo, con la mirada fija en el asfalto, como si ahí pudiera encontrar una respuesta.

Lo cierto es que no lo detestaba, no. Algo en él me atraía, me absorbía. Pero lo que me decía Aye seguía dándome vueltas en la cabeza. El tipo tenía pinta de ser de esas personas que solo buscan un rato y ya.

—No me caés mal —le contesté, sin mirarlo. Ya había algo en mi tono que no sonaba tan firme como debería—. Lo que pasa es que estoy cansada.

Él levantó una ceja, se acercó un paso, sin invadirme, pero muy cerca. Como siempre, sin forzarme. Solo sugiriendo.

—¿Qué tiene de malo disfrutar un poco de todo? —dijo, casi en susurro—. La juventud, Mey. No te estreses tanto. Un poco de sexo no le hace mal a nadie. Y vos… —se detuvo un momento, evaluándome— parece que necesitas un poco.

No pude evitar que algo dentro de mí se estremeciera. ¿Un poco? ¿Qué mierda quería decir con eso?.

Estaba a punto de decir algo, de responderle, cuando él dio un paso más, se acercó sin apuro y me agarró suavemente de los brazos.

—Te prometo que la vas a pasar genial —dijo con voz baja.

Intentó acercarse para besarme. Su cara se acercaba lenta, tan lenta que me dio tiempo a pensar. A reaccionar. Y con la cabeza abombada por la cerveza y la adrenalina, levanté la mano y lo aparté.

—No —le dije, con firmeza, aunque mi voz tembló un poco—. No quiero.

Hubo un silencio entre nosotros, uno que ni él ni yo sabíamos cómo llenar. Él me miró como si no entendiera bien, pero no se molestó. En lugar de alejarse, siguió insistiendo, con una sonrisa suave, casi burlona.

—¿No? ¿Por qué? —dijo, con tono divertido, pero con un dejo de paciencia, como si disfrutara de mi resistencia.

Mi respiración se aceleró, pero no dije nada. Quería ceder, pero algo en mí aún frenaba.

—Te voy a dar lo que quieras —me dijo.

—Está bien… pero… no le digas nada a mi hermana. No quiero que lo sepa.

—Te lo prometo —dijo, con un tono más bajo, más serio—. Ahora, vení.

Cuando entramos al baño de hombres, lo primero que me golpeó fue el ruido. El sonido de besos, de quejidos, de cuerpos golpeando la pared, y un olor extraño que no pude identificar.

Al principio, me quedé parada en seco, mirando alrededor, como si intentara encajar lo que estaba viendo. Parecía un lugar en el que las reglas no existían.

Había varias parejas, algunas más disimuladas, otras más explícitas, y no pude evitar sentirme un poco asqueada. El aire estaba pesado, saturado de sexo, y de alguna forma, eso me chocó.

Yo venía de otro ambiente y esto era distinto. Estaba en otro universo. Pero lo entendía. Este lugar era un refugio para lo prohibido, lo que uno no se anima a hacer en público.

Darío no parecía inmutarse. De hecho, su actitud cambió. Se acercó a una de las cabinas y, sin dudarlo, abrió la puerta con fuerza. Vi a una pareja desnuda, sorprendida, saliendo a los tropezones mientras él les gritaba, casi con desprecio:

—¡Este es mío, forros! —les gritó empujándolos fuera de la cabina mientras los insultaba con tono desafiante—. Váyanse al carajo.

Me quedé observando en silencio, con el pulso acelerado. Había algo en esa actitud de Darío que me incomodó, sí, pero al mismo tiempo me hacía ver que no estaba con cualquiera.

Su forma de actuar me intimidó, y a la vez, me hizo sentir viva, como si todo lo que estaba sucediendo fuera parte de un juego peligroso. Y me gustaba. Me gustaba mucho.

Nos metimos en la cabina y, en cuanto la puerta se cerró, me llevó hacia él, casi sin darme tiempo a procesar. Me besó con desesperación, como si me hubiera estado esperando durante horas.

El roce de sus labios sobre los míos me sacudió. El sabor de la cerveza, la fuerza de su lengua, y esa necesidad palpable en cada beso, hicieron que mi respiración se volviera más errática.

Al principio me quedé quieta, pensando en lo que acababa de ver, en la forma en que él había hecho desaparecer a esa pareja con un par de gritos. Me sentí extraña, aunque no podía negar el calor de su cuerpo.

Él comenzó a tocarme con más insistencia, recorriéndome el cuello, los hombros, mientras su cuerpo se acercaba más al mío, presionándome contra la pared de la cabina.

Sus manos se movían con una seguridad brutal, como si ya me conociera. Y yo me entregaba, aunque no podía evitar una parte de mí que seguía dudando. ¿Qué mierda estaba haciendo? ¿Cómo había llegado hasta acá?

Intenté detenerlo, pero mis palabras se quedaban atrapadas en mi garganta. La resistencia se me fue escapando en cada caricia.

—Esperá… —le susurré, con el aliento entrecortado—. Esto está… raro.

—Te va a gustar, Mey—me respondió con su voz rasposa, mientras me besaba de nuevo, apretándome más fuerte contra él.

Antes de que pudiera hacer nada, él dejó de besarme y, mirándome directo a los ojos, me dijo:

—La vas a pasar muy bien.

No sé en qué momento me dejé arrastrar tan fácil, pero ahí estaba, encerrada con él en esa cabina de baño mugrosa, con la espalda apoyada contra la puerta.

—¿Te das cuenta lo que hacés? —me dijo, apoyando una mano en mis tetas.

—Callate —le solté, medio riéndome, medio temblando—. Haceme algo o me voy.

No se apuró. El forro me apretó la cintura con una mano y me giró contra la pared, sin violencia, pero firme. Me lamió el cuello despacio, con esa lengua tibia que me hizo jadear apenas, mordiéndome los labios para no largar el sonido completo.

—Estás divina —me dijo al oído, bajándome el pantalón con una lentitud cruel—. Y eso me encanta.

—¿Ah, sí? —le dije y me reí bajito.

Me empujó despacio para que me arrodillara. El piso era frío, asqueroso, pero no me importó nada. Tenía en la cabeza una sola cosa: bajarle el pantalón y sentirlo en la boca.

Cuando lo hice, me mordí el labio apenas lo vi. Su pene estaba duro y caliente. Me encantó cómo respiró cuando se lo agarré y empecé a chuparlo con ganas. Me llenaba la boca con su verga y las babas me bajaban por el mentón.

—Qué puta sos —me dijo entre dientes, pasándome una mano por el pelo, tirándome hacia él—. Mirá cómo te gusta.

No le respondí. Solo lo miré desde abajo sintiendo cómo se tensaba, cómo se le escapaban los jadeos. Me sentí sucia, pero deseada.

Luego, con la verga chorreando, me agarró de los brazos y me puso de pie otra vez. Me dio vuelta y me abrió las piernas. Ahí supe que venía lo bueno. Lo que estaba esperando desde que me metí con él.

—Ahora sí, puta linda —me dijo en el oído—. Te voy a coger toda.

Me empujó contra la pared con violencia y me abrió con una sola embestida profunda. Solté un gemido ronco y ahogado.

Sentí cómo me llenaba entera. El sonido de nuestros cuerpos chocando era sucio, obsceno, húmedo. Sentía que golpeaba cada vez más rápido, más fuerte.

Me agarró de las caderas y me embistió más profundo todavía, con movimientos cortos, duros, sin tregua.

Después me cambió de posición de un tirón. Me giró, se colocó en el inodoro y me hizo sentar encima suyo. Me bajé sola, desesperada, sintiéndolo entrar otra vez.

Me aferré a sus hombros, le marqué mis uñas. Mi pelo estaba despeinado, el corazón me explotaba en el pecho y las tetas sobre la remera le rozaban el torso sudado constantemente.

Mis músculos se contraían solos, sentía la tensión acumularse en mi cuerpo. Él gruñía, me agarraba más fuerte, y yo saltaba como si no hubiera mañana.

Sentí cómo me apretaba fuerte los pezones. Yo ya no podía sostenerme bien, las piernas me temblaban, el cuerpo me latía entero, pero todavía no… todavía no estaba satisfecha.

De golpe, largó un gruñido ahogado, su respiración rota. Me abrazó tan fuerte que casi me quedo sin aire y lo escuché gemir, como si se le estuviera yendo el alma por la boca. “La puta madre…”, murmuró contra mi cuello, mientras lo sentía acabar adentro, caliente y profundo.

Tardé unos segundos en entender. Se vino. Adentro. Así. Sin decir nada. Sin preguntar. Sin avisar.

Me quedé quieta, helada, con el cuerpo en pausa mientras él jadeaba. La cabeza me explotaba de rabia. Me levanté con fuerza, con los brazos temblorosos pero cargados de bronca.

—¿Qué hacés? ¿Estás enfermo o qué mierda te pasa? —grité mientras me subía la tanga a los tirones.

Él se subió el pantalón como si nada, se acomodó el cinturón, se peinó un poco con la mano y recién ahí me miró.

—Tomate la pastilla del día después —dijo, sin una pizca de emoción, y salió del baño dejándome ahí, con el cuerpo húmedo y el desconcierto latiéndome en el pecho.

Me quedé un rato en silencio, sin saber si gritar, llorar o patear la puerta. Sentía todo adentro, tibio, viscoso… como una invasión.

Busqué papel desesperada, algo para limpiarme, pero no había nada. Nada. El cuerpo me ardía, me daba asco.

Me saqué las medias y usé una para limpiarme entre las piernas y las tiré en el basurero. El corazón me latía como si hubiera corrido diez cuadras. Me miré al espejo, casi descompuesta, con el pelo revuelto y las mejillas rojas.

Respiré hondo y salí del baño, con la mirada baja, rezando que mi hermana no estuviera cerca… que nadie me mirara… que nadie supiera lo que acababa de pasar.

Salí del bar con las piernas temblando y el cuerpo todavía caliente, pero transpirando frío.

Me subí al Uber con el corazón latiendo raro, como si no terminara de acomodarse en el pecho. Me apoyé contra la ventanilla y apretaba los dientes de la bronca.

¡¿En qué mierda estaba pensando?!

Quería olvidarme de todo por un rato y terminé cogiéndome a un tipo que acabó dentro mío como si yo fuera cualquier cosa. Como si tuviera algún derecho.

¿Por qué no lo frené? ¿Por qué no lo empujé antes? ¿Qué carajo me pasó? Me recriminaba todo al mismo tiempo, pero ya era tarde.

Aunque intentara buscarle explicaciones, lo hecho estaba. Tenía el DIU, ese bendito DIU que Aye me insistió en ponerme hace unos meses. Si no, ahora estaría caminando por las paredes.

Cerré los ojos un segundo. Sentía la garganta seca, el estómago revuelto, y una mezcla rara de asco, adrenalina y deseo mal digerido. Me odiaba un poco. Me odiaba mucho.

Cuando llegué a casa me desvestí rápido, sin mirar el espejo. Me metí directo al baño, abrí la canilla de la ducha como si necesitara purgarme. El agua corría por la espalda como si pudiera borrar la sensación. Me lavé con rabia. Como si pudiera sacarme su rastro.

Me puse una remera vieja, de esas gigantes, y me tiré en la cama sin secarme bien. Me abrazaba la humedad y el olor a jabón, pero la cabeza seguía haciendo ruido.

Y justo ahí, la puerta se abrió.

—¿Te dejaste garchar por Daro? —la voz de Aye cortó el silencio como una cuchilla.

Me senté de golpe. No dije nada. La miré apenas, como si eso pudiera disfrazar lo evidente.

—Sos una pelotuda, Mey. Te dije que no. Te dije que no. ¿Qué parte no entendiste? —me miró desde la puerta, seria, pero con esa mezcla de enojo y cariño que solo ella manejaba.

—Perdón… —susurré, como una nena.

—Le contó a todo el mundo. A todo el puto mundo. Se me caía la cara de vergüenza, boluda. ¿Sabés lo que fue? ¿Cómo te vas a meter con ese pelotudo?

Yo quería desaparecer. Que me traguen las sábanas, meterme adentro del colchón. Todo lo que había pasado en ese baño ahora parecía una película barata que ni siquiera quería recordar.

—No sé… me ganó la cabeza… —intenté balbucear algo.

—No, te ganó la concha. Y no te estoy juzgando, eh… pero si yo te digo algo, es por algo. Tenés que aprender a hacerme caso.

Me acerqué y le agarré la mano. Me apretó los dedos con fuerza.

—Ya está. No pasa nada. Pero pensá un poco, boluda. Te lo pido por favor.

Asentí en silencio. Ella me abrazó un ratito, después se metió en su cuarto.

Yo me quedé ahí, otra vez en la cama, con el pelo húmedo, mirando el techo. Y me dormí.

Con el tiempo, me fui calmando. Aunque me costó. Los días siguientes tuve ataques de ansiedad, con un nudo en el pecho y el cuerpo todavía en alerta. Esa mezcla espantosa de culpa, miedo y vergüenza que no te deja pensar con claridad.

A los pocos días, me hice ver. Fui a una ginecóloga, me hice todos los análisis habidos y por haber. La profesional me revisó y me pidió estudios.

Esperé los resultados con el corazón en la garganta, como si cada día fuera una sentencia. Me leía el cuerpo como si pudiera detectar algo raro. Un cambio, una señal, algo que me dijera si me había cagado la vida en esa cabina de baño mugrienta.

Pero no. Todo bien. Todo limpio. Todo en orden. Sin sorpresas. Sin consecuencias mayores.

Me acuerdo que cuando salí del último control, con los papeles en la mano, me senté en el banco de una plaza, prendí un pucho y me reí sola. Una carcajada seca, de puro alivio. Zafé.

Fue la primera —y espero que la última— vez que me comí un susto así. Porque una cosa es el desenfreno, el juego, la piel. Otra muy distinta poner en juego tu vida, o parte de ella, por eso.

A veces me acuerdo de Darío y me da bronca. Qué manera tan pelotuda de perderme. Pero también fue la forma más brutal de entender que, por más caliente que esté, mi deseo no puede andar suelto como un perro sin correa.

Hay límites que no debería haber cruzado.

Y sin embargo… qué cerca del fuego estuve esa noche.

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