Infidelidad con amiga de la infancia

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Mercedes, Merche, se llamaba. Éramos compañeros en primaria. Ojos verdes, pecosa, bajita y con considerables pechos. Me quería más que yo a ella, es cierto; me ha ocurrido alguna otra vez.

La perdí de vista al terminar la escuela y no volví a saber de ella hasta pasados unos años. Por entonces yo salía con una chica del barrio de la que ya os hablé en otra ocasión, aquélla que en una de nuestras primeras citas me explicó que se había acostado con una amiga y su pareja y cómo habían acabado los tres en una relación sadomasoquista con él como sumiso.

Sin embargo hacía un tiempo que las cosas no iban bien entre nosotros y una mañana, pensando en ello, me crucé casualmente con Merche cuando entraba en el portal de casa con su marido, bueno, eso lo supe cuando me lo presentó.

Enrojeció al verme y, entre titubeos, me dijo a ver si un día de estos vienes a comer a casa con nosotros y nos ponemos al día. Fue una situación extraña; ya no éramos aquellos niños de EGB, ni física ni mentalmente.

Me olvidé de su propuesta totalmente hasta que un día mi madre, con la yo aún vivía, me dijo te ha llamado una tal Merche y me ha dejado su teléfono.

Llamé y me preguntó si me iría bien comer con ella al día siguiente, en su casa, estaré sola me dijo, y no le digas a tu madre nada de esto, ni quién soy (me debe recordar) ni lo de la invitación, por favor.

Me presenté en su casa con una botella de vino. Al abrir la puerta miró inquieta al rellano, pasa, es que tengo vecinos muy chismosos. “¿Una cerveza antes de comer? No soy una gran cocinera”. Volvió a sonrojarse. Vestía muy casual, jeans y camiseta , me recordaba a la Merche de la infancia pero habíamos cambiado. Ambos. Tardamos en romper el hielo pero luego, comiendo, la cosa mejoró.

El vino ayudaba. “Nos quisimos mucho, ¿verdad Marc?”. Mentí. Mentí porque me había ido desgranando sus últimos años y noté cierto cansancio con su marido; se había casado con 19 años y fue su primer novio real. Con la tercera copa y sentados en el sofá, me contó que hacía un tiempo un cliente del bar de sus padres, un hombre del barrio con dinero, le había echado los tejos y la había invitado a su casa.

Dudé, me dijo, pero al final… fui, sí Marc, fui y por la noche les puse la cena a mi marido y a mis hijos como si nada. Ya ves, me dijo quizás buscando comprensión.

La abracé y su cuerpo palpitó entre mis brazos, sus ojos verdes me atravesaron como puñales, y la besé.

Ella se dejó hacer. Pero no fuimos a más. Y volvió a pasar el tiempo, mucho tiempo. Años. Yo ya estaba casado, con hijos y tenía un trabajo estable nada emocionante. Mi mujer se veía de vez en cuando con su “amigo especial” y yo hacía de las mías, pero sin compromisos.

Y entonces mi madre enviudó. Así que las visitas al barrio de mi infancia fueron más frecuentes. Iba a verla un rato y a veces luego me daba un paseo y me tomaba un café. En una de esas ocasiones, mientras fumaba en una terraza, me pareció ver a Merche. Sí, era ella, una mujer ya madura, como yo evidentemente.

Aunque paso muy cerca de mí, no se percató de mi presencia, caminaba distraída, así que me incorporé y la seguí a cierta distancia. Cuando se detuvo, vi que era el mismo portal de tanto tiempo atrás. Aceleré el paso y llegué hasta ella antes de que abriera la puerta.

-¿Merche?

Se giró, primero asustada, luego su cara cambió a expresión de sorpresa y finalmente de alegría.

-¡Marc! ¡Tanto tiempo y estás igual!

Nos abrazamos y tras unos segundos en que el tiempo pareció detenerse, me invitó a pasar.

Su piso estaba como lo recordaba pero las fotos expuestas de los hijos ya no mostraban a unos niños. Habían crecido y nosotros envejecido. “¿Comes conmigo? Pedro viene tarde del taller”. Le ofrecí llevarla a un restaurante. “No, no. Mejor aquí. Más tranquilos. Si no te importa, me cambiaré de ropa”.

De nuevo el vino nos desató las lenguas. Compartimos confidencias y cuando le hablé de mis infidelidades me pareció que se mordía el labio.

“¡Tantas noches he soñado que me acostaba contigo…!” me dijo ya algo achispada. “¡Qué calor, ¿no?!” exclamó aunque fuera en tirantes. Giró la cara hacia un lado, con una expresión especial, como si quisiera decir algo y no se atreviera. Se levantó para, me dijo, traer más vino, pero la detuve, la besé y, mirándola a los ojos, le solté: desnúdate, Merche.

-Marc…. -dijo casi con un suspiro- ¡Qué vergüenza…!

No dije nada más. No hizo falta.

Se situó en medio del salón, dándome la espalda, y se desprendió de toda la ropa. Sin que llegara a girarse, me acerqué a ella y le dije vamos a la ducha.

No me miró y desnuda me condujo al baño y allí ya se dio la vuelta. “No te tapes”.

“Vamos a la cama…” me dijo tras la ducha. Inexperta, o con poca práctica, me cubrió de besos todo el cuerpo, pegada a mí, demorándose golosa en mis testículos y mi pene. “¡Oh… Marc! Métemela despacio, quiero degustarla”. Le fui chupando los pezones al tiempo que, levantándole las nalgas, la penetraba poco a poco, su coño muy mojado. Sus gemidos se intercalaban con finos gritos como hilos de voz. Aceleré mis embestidas. “Marc, córrete dentro, deseo notar tu calor”. Eyaculé en ella, Merche gemía. “No salgas y bésame. Dame los besos que te has guardado todos estos años”.

Cuando salía del ascensor, me crucé con Pedro, que volvía del trabajo. No me reconoció. “Buenos días” le dije mientras palpaba en el bolsillo las bragas que Merche me había dado como recuerdo.

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