La bruja (2): La noche en el cerro

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T. Lectura: 12 min.

Este relato está conectado con “La bruja”, que publiqué antes. No es indispensable leerlo primero.

Los primeros brillos de la tarde se reflejaban sobre las piedras grises. La vegetación seca y los cactus levantaban grandes sombras. Unas doscientas personas caminaban por los caminos terrosos que envolvían en espiral al cerro, desde las faldas hasta casi la cima, haciéndolo parecer una especie de Babel.

Los hombres llevaban camisa fresca y pantalón de mezclilla; algunos también sombrero. Muchas de las mujeres llevaban vestidos largos de colores brillantes. Se juntaban en grupos de tres o cuatro amigas y bromeaban, se jalaban de los brazos o se sacaban fotografías. Por su alegría, parecía como si todas se hubieran extraviado camino a un bar.

Casi al final de todo este grupo, Martín caminaba embelesado. Al frente de él, como a tres metros, iba Selene. La cara grande, circular y blanquísima, volvía cada tanto a mirar a Martín y le sonreía con unos labios claros, casi imperceptibles a esa distancia. El rímel acrecentaba un poco sus ojitos achinados. Su cabello negro se rizaba hacia adentro y, cuando giraba la cabeza, casi se podía sentir cómo las puntas le tocaban delicadamente el cuello.

Aunque los separara tanto espacio, quien viera a Martín y a Selene habría advertido que iban juntos. Quizá hasta habría pensado que se conocían desde hace mucho. Pero no, eso último no era cierto. Se habían conocido solo una semana antes. Así que permítanme volver a empezar.

Se terminaba el octubre de 2018 y Martín tenía 35 años. Algunas arrugas se habían formado en torno a sus hoyuelos, porque durante su vida había reído mucho; las arrugas en su frente delataban que era burlón y que sospechaba de muchas cosas. La barba de tres días cubría de negro buena parte de sus mejillas morenas. Usaba ropa caqui, muy gastada pero limpia; el pelo rizado, al hombro; los ojos, húmedos como aceitunas negras.

Martín había llegado con su guitarra a un restaurante que invadía descaradamente la calle con mesas de cristal y macetas pesadas. Se había puesto junto a una pareja de gringos, a espaldas del marido y de frente a la mujer, y había empezado a tocar una tonada que decía:

Y hoy voy llegando a Veracruz, dichoso,

donde la vida pasa lenta y suave,

cortando a los turistas dulces cocos

y oyendo conchas en que silban mares.

Mientras cantaba, la gringa desconocida hundía en el café una madalena y veía a Martín con ojos retadores. Martín tocaba su guitarra amorosamente, mientras sonreía con cinismo. Al cantar, recordaba una versión que conocían solamente sus compañeros de juerga:

Y hoy voy llegando a Veracruz, rijoso,

donde el aire me pone duro el cobre,

tocando a las turistas —dulces cocos—,

libando conchas que gotean amores.

El marido gringo se volteó a Martín. Tras sus lentes de color sepia, los ojos azules parecían no tener alma. El sombrero de copa ancha le cubría una nariz ganchuda y requemada.

—Nada más toca usted y se mueve el viento, ¿verdad? —le dijo el gringo en un español perfecto. —Tendremos una fiesta, ¿no querría usted venir a tocar?

Era verdad que Martín tocaba con mucho sentimiento. La primera de las muchachitas ricas a las que, en palabra de su padre, él había “deshonrado”, se quedó tan triste con lo que fue su vida después de Martín que solía decir: “cuando él tocaba la guitarra, las palomas de las plazas gorjeaban más bajito”.

Martín estaba a punto de aceptar la invitación, y la gringa ya estaba remojando otra vez su madalena, cuando Selene pasó airosamente por el restaurante. Al sentir la brisa que Selene movió a su paso, Martín recordó de golpe. Recordó a su maestra de 6º de primaria, que era absolutamente idéntica a Selene: su cara redonda, su pelo corto, su sonrisa difuminada, su paso decidido y libre.

Recordó el día que lo habían castigado toda la tarde por pelear a golpes con un compañero en el futbol. Recordó el calor bochornoso del verano, contra las ventanas de un salón rural de teja. Para cuando terminó el castigo, ya no quedaba casi ningún adulto en la escuela. Era hora de que Martín pensara su camino de media hora a pie, de vuelta a su casa. Si su padre se había enterado de la pelea, la verdad prefería no llegar nunca. Algunas partes de su cuerpo aún recordaban la última vez que su padre se había enterado de algo. Pero entonces salió la última profesora, que en los recuerdos de Martín ya no tenía ni nombre. No le mostró piedad: le sonrió y se despidió de él cerrando la palma de su mano tres veces.

El aire quedó lleno de ella y lleno de calma. Martín ya había fantaseado locamente con esa maestra, pero ahora tuvo la certeza de que no iba a olvidarla. Fue a casa de don Claudio (que era su tío, pero el “don” seguía siendo necesario) y le pidió que le enseñara a tocar la guitarra.

Sin responder nada al gringo, el Martín de 35 años empezó a tocar la melodía más triste que se le ocurrió: “te fuiste cantando / y hoy vienes trayendo / la pena en el alma”. Y entonces Selene se dio la media vuelta, vio a Martín, le sonrió y siguió su camino.

Durante esa semana se encontraron muchas veces. Por lo gracioso de la coincidencia, empezaron a saludarse, a hablarse como si se fueran conociendo poquito a poco a fuerza de verse sin querer. Martín supo que se llamaba Selene, que era diez años menor que él, y que se la encontraba tanto porque caminaba de escuela en escuela, juntando las poquitas horas de muchos trabajos. En sus tiempos muertos, Selene empezó a visitar las plazas en las que tocaba Martín, mirándolo con la mejilla sostenida sobre el puño. El día en que finalmente se besaron, Selene le hizo la invitación:

—¿Vienes a la fiesta el martes? Quiero subir al cerro para que bendigan una cruz que me regaló mi abuela.

E inmediatamente, se persignó, lo que significaba que la tal abuela había muerto hace poco. Martín la abrazó y le confirmó que iría.

Ahora, en el cerro, Martín veía cómo Selene caminaba de espaldas, para poder verlo. La cruz de plata titilaba sobre sus pechos, ceñidos con cariño por un suéter ligero de color turquesa. El suéter tenía un tejido a rayas, que se entrecruzaban con diseños florales. Martín quería sentir ese tejido en sus manos. Selene llevaba unos pantalones negros y Martín empezó a pensar en lo que pasaría esa noche.

En ese pueblo, las lluvias de noviembre hacían germinar la fresa. El día 30 de octubre, la gente ese lugar subía al cerro para pedirle a la Virgen “lluvias de noviembre”. También se acostumbraba bendecir objetos sagrados. Algunos ancianos llevaban pequeñas estatuillas y en grupos de cuatro hombres fuertes se podían llevar un altar completo. Pero la religión y la fiesta siempre están cerca: llegados a la Cueva, sancta sanctorum de esa fiesta, el rito se volvía cerrado y secreto. Y, mientras los fieles esperaban que las fuerzas del cielo bajaran a sus reliquias, mataban el tiempo con el baile y la borrachera.

Por eso los hombres se habían puesto sus camisas más frescas y la mujeres sus vestidos más lindos, buenos para los giros en el baile y suficientemente discretos para no ser impíos. En el clima de fiesta, Selene se veía extraña. Como maestra que era, había llegado hacía muy poco del pueblo de Lagunilla Blanca, donde estaba la Escuela Normal. No era raro, entonces, que no tuviera las vestimenta de las locales, ni fuera con un grupo de amigas. Pero igual parecía gustarle la fiesta. Martín, al ver sus pantalones negros, pensaba que, ya entrada la noche, muchas chicas se entregaban en los primeros recovecos de la cueva o al abrigo de la maleza tupida. Pensaba en qué tan fácil sería bajarle esos pantalones cuando llegara el momento.

Llegaron a la Cueva. Los oficiantes se encerraron con los objetos a santificar, entregando boletitos de cartulina para recogerlos. De algún lado apareció una bocina enorme, conectada a quién sabe qué electricidad, y de la que salieron los primeros compases de alguna cumbia. Con cínico desenfado, las mujeres escogieron a los hombres que les gustaban para los primeros bailes, mientras los compañeros no escogidos se pegaban a la piedra del cerro para alcoholizarse, esperando que alguna chica, harta, decidiera hacer un cambio de pareja.

Martín y Selene bailaban con cierta dificultad. Él, que se había negado a quitarse la guitarra de la espalda, se la pasaba golpeando las nalgas de otros bailarines. Selene lo encontraba muy gracioso, y se le abrazaba bailando cuando quería evitar que tropezara. Entre las letras de las canciones, que invitaban a las mujeres a quitarse el vestido, y la cercanía de los pechos de Selene, Martín tuvo una erección. Como no podía hacer mucho al respecto (no tenía cómo alejarse de Selene ni con qué cubrirse), se limitó a hacer un gesto de resignación y a reírse de sí mismo.

—Me gusta que no la disimules —le dijo Selene, compartiendo su risa. —Me da confianza.

Fue una alivio cuando los oficiantes salieron a repartir los objetos benditos. Selene de inmediato se puso su cruz al cuello y empezó a alejarse de la fiesta, caminando cerro abajo. Se habían ido los últimos rayos de la tarde. Martín caminaba detrás y Selene se volteaba a verlo cada tanto. La luz de la luna iluminaba su cara blanca entre el pelo negro y, en toda esa oscuridad, Selene parecía como una segunda luna.

—Se ve que a la Virgen le debe gustar mucho la cumbia —se rió la chica.

La belleza de Selene le despertó a Martín un momento del fervor religioso, popular y pasional, que él había vivido de niño. Sacó su guitarra de la funda y le improvisó unas estrofas:

—Compa, que la cumbia

suene entre las piedras,

entre los vestidos

y las camisetas.

Compa, que las morras

bailen en la Cueva, y

llovera la Virgen

sobre nuestras fresas.

Selene lo besó tomándolo de la cara. Salieron del camino y se escondieron donde pudieron. Martín consideraba eso una victoria: si Selene lo acompañaba, era que también quería acostarse con él. Ahora necesitaban encontrar un lugar adecuado para eso.

—Supongo que es normal —empezó a decir Selene, mientras buscaban. —La cumbia, los colores vivos, las chicas que vienen con la certeza de que voy van a recibir… bueno, lo que los hombres están queriendo darles… Después de todo, es una fiesta de la lluvia, de la fertilidad. Y, aunque nos digamos que es para la Virgen… la verdad es otra cosa. Es para alguien que nos puede dar el agua y los frutos… alguien muy anterior a que llegara la Virgen.

Martín estaba muy esperanzado de que Selene mencionara el sexo, pero el resto del diálogo le parecía raro. Algo le decía que las palabras de Selene eran un poquito más paganas de lo que se podía esperar en una chica que había llevado su cruz a bendecir. Pero, ¿qué más daba todo eso?

Llegaron finalmente a un claro iluminado y desierto. Martín echó al suelo una colcha que había guardado en la funda de su guitarra. Al instante, Selene se recostó y él la siguió. Le desabotonó el pantalón, se lo bajó hasta las rodillas y ella misma terminó de quitárselo. Martín acarició sus muslos pesados con las yemas de los dedos y le pasó los labios por el cuello. Selene empezó a vocalizar sofocadamente, como un perro que sintiera un pequeño dolor. Le abrió el pantalón a Martín y se lo bajó junto con la ropa interior.

Selene apenas tuvo la oportunidad de confirmar que Martín estaba erecto a más no poder cuando éste se le puso de frente y la abrió de piernas para masturbarla. Apenas él sintió que ella estaba suficientemente húmeda, le metió un dedo y empezó a arremeterla. Por la sonrisa maliciosa que tenía, podía saberse que Martín sentía el ritmo de su masturbación e intentaba pensar en que ya estaba penetrando a Selene. Ese ritmo que llevaba con la mano esperaba muy pronto llevarlo con su miembro.

Martín sabía que no estaba siendo amable y eso le causaba alguna culpa. Quizá Selene le reprocharía que había sido brusco… pero, en ese momento, quería decirse a sí mismo que lo guiaba una fuerza incontenible. Era falso, claro, pero generalmente esa falsedad se les concede a los hombres. Si había oportunidad, ya se disculparía; podría ser más considerado la próxima vez. Si ésta era su única oportunidad para coger con Selene, quería disfrutarla a profundidad. Sacó el dedo de Selene y, discretamente, lo olió, antes de usar esa misma mano para tomar su miembro y dirigirlo a ella. Selene gemía y le sonreía.

Martín puso el pene en la entrada de su vagina, y lo paseó un poco por el resto de la vulva. Dio dos golpecitos al clítoris, y lo llevó a la vagina de nuevo. Selene gritó cuando empezó a meterlo, y tuvo que llevarse la mano a la boca. Primero metió el glande y lo sacó. Vio la reacción de Selene, que le pedía con la cara volverlo a meter. Así lo hizo tres veces. Luego le metió el pene entero de golpe. Selene arqueó la espalda con fuerza, cerrando los ojos, mientras gritaba:

—¡Qué bestia eres!

¿Era un insulto o un halago?

Martín se dio un momento para sentir a Selene. Sentía como su propio miembro se movía involuntariamente y, con pequeños saltitos, rozaba el fondo. Antes de seguir, aún con el miembro completamente clavado en Selene, Martín se dio un momento para tocarle el pecho sobre el suéter. Por fin había conseguido tocar ese tejido de líneas entrelazadas. Ahora seguía lo de abajo. Le metió la mano bajo el suéter y tocó el pecho sobre el brasier. Luego, le metió la mano bajo el brasier Qué delicioso pecho.

Aún con el frío, los pezones estaban distendidos y se adivinaban grandes. ¿Serían tan claros como los labios de Selene? Martín se dijo a sí mismo que no podía esperar para saberlo, penetró a Selene de golpe nuevamente y le pidió que se quitara el suéter. Así lo hizo ella. Martín mismo le jaló el brasier hacia arriba y encontró sus pezones.

Finalmente. La penetró con fuerza una tercera y una cuarta vez, y luego se entregó con toda su atención a manosearla. Era el pecho más perfecto que había conocido, y reflejaba hermosamente la luna de esa noche dichosa. Apretó los pechos, delineó la aureola, besó y mordió los pezones. Cuando iba a penetrarla por quinta vez, la cara de Selene cambió y tomó la misma malicia que tenía la de Martín. Tomó de golpe su miembro y no lo dejó volver a penetrarla.

—¿Te gustó “mojar la brocha”? —le dijo.

Algo intentó contestar Martín, pero Selene lo calló untándose el miembro de él en la vulva, mientras con la otra mano se acariciaba delicadamente, ora los labios, ora el clítoris.

—Tienes 35 años, Martín Martínez, y no sabes masturbar a una mujer apropiadamente —le dijo, burlona.

Cuando Martín intentó zafarse para penetrarla de nuevo, Selene lo quitó definitivamente de su vulva y empezó a masturbarlo con rudeza. Ella, con una fuerza inesperada, se negaba a soltarle el miembro; él se negaba a aceptar la idea de que la penetración había terminado.

—¿Ya no me vas a dejar gozarte? —le dijo Martín, intentando sonar seductor.

Selene no contestó en lo absoluto. Siguió masturbándolo con la misma brusquedad que él había usado con ella. Martín ya estaba demasiado excitado: había penetrado a Selene, que era su ideal de mujer hermosa, y el sexo a la intemperie le daba demasiado morbo. Así, hicieron falta tan solo treinta segundos de masturbación y de forcejeo, para que Martín estuviera a punto de eyacular.

—¡En mis pechos! —dijo Selene, justo antes.

A toda velocidad se puso debajo de Martín y le puso los pechos alrededor del miembro. Al sentir el roce, Martín expulsó su blanco vigor en el pecho de Selene. El semen manchó la cruz recién bendecida de su abuela, pero, cosa rara, a Selene pareció no importarle gran cosa. Solamente se quitó el semen del pecho con tres dedos y lo arrojó a la tierra:

—Allí donde esta leche cae, brotan margaritas —dijo Selene, sonriendo maliciosamente.

El miembro de Martín aún no había perdido completamente su firmeza. Estaba frustrado: sentía que Selene le había quitado algo. Selene lo vio provocadoramente, se mojó la lengua con los labios y le dijo:

—Oh, no es para tanto. Mira, te propongo un trato. Si se te vuelve a parar, me puedes coger otra vez.

Entonces Selene se puso en cuatro patas, bajando el pecho y la cara, elevando sus nalgas. Martín sonrió de oreja a oreja. ¡Qué ilusa! Esa habilidad natural era precisamente el as que siempre le quedaba bajo la manga. No dijo nada, pero volvió a masturbar a Selene, esta vez con más cuidado, y se agasajó manoseando sus nalgas. Mientras hacía todo esto, pasó dos dedos por debajo del escroto y se dio un masaje en la base del pene. Este era su secreto para conseguir una segunda erección. No siempre funcionaba, pero esa noche tenía que funcionar.

Martín le impuso su torso en la espalda a Selene, montándola como un perro. Desde atrás, le llevó las manos a los pechos y se los acarició mientras le gruñía le halagos en el oído.

—Estas tetas que tienes… tienen que ser lo mejor que hay en la vida.

Selene sintió como una de las manos de Martín dejó sus pechos y supo lo que iba a pasar. Lo sintió penetrar una y otra vez. Martín se aferraba sus pechos, cogiéndola de forma animal, empujándola al suelo. Selene gimió con todas sus fuerzas. Se llevó la mano al clítoris y se estimuló hasta que tuvo un orgasmo.

Martín sintió como las paredes de Selene se cerraban a su alrededor. La estrechez de la vagina amenazaba con sacarlo a la fuerza, pero Martín puso más vigor a sus embestidas, empecinado en seguirla penetrando.

—Eso, eso —le decía Selene con una voz ronca. —Sígueme cogiendo.

Por un momento, Selene se alzó del suelo y se irguió. Todo su cuerpo reflejaba la luna, mientras sus pechos botaban por las arremetidas de Martín. Pero Martín era muy celoso de sus pechos, y entre los manoseos de él, los pezones de Selene estaban cubiertos casi todo el tiempo.

Selene volteó. Así como lo volteó a verlo cuando se conocieron, así como volteaba cuando iban subiendo el cerro… así como había volteado su maestra para despedirse, justo así Selene se volteó a verlo. Martín la besó mientras seguía manoseándola. Luego puso delicadamente su mano en el cuello de ella y otra mano en su trasero; con estos puntos de apoyo, podía penetrarla aunque estuviera erguida.

Cansados de esta posición, Selene cayó al piso. Martín se acomodó para darle tres estocadas profundas y Selene tuvo otro orgasmo. Pero Martín no se detuvo.

—¡Qué fuerza tienes en las caderas, Martín! ¡Qué joven te siento adentro mío! —le dijo Selene, cuya voz estaba ya apagadísima: después del segundo, el placer del orgasmo era más extendido, y el gozo se empezaban a confundir con el sopor.

Pasaba la noche y de la fiesta de la Cueva ya no llegaba más que algún eco perdido.

Un momento antes de que Martín tuviera un orgasmo, Selene lo empujó, le puso una mano en el abdomen y evitó que la siguiera penetrando. De nuevo, la fuerza de Selene había crecido misteriosamente. En el momento de confusión que Martín tuvo, Selene usó la mano que le quedaba libre para tomar el miembro de Martín. Con la mano allí, Martín no podría meterle más que el glande.

—¡Otra vez! ¿Por qué? —se quejó Martín.

Pero no pudo discutir nada, porque, de pronto, sintió algo moverse en la vegetación. Caminando con toda calma desde arriba del cerro, venía la pareja de gringos para la que Martín estaba tocando en el restaurante el día que conoció a Selene.

—Veo que sí vino a nuestra fiesta, a tocar para nosotros —le dijo el gringo.

A su lado, la misma gringa del restaurante veía encantada el sexo entre Martín y Selene, y se mojaba los labios con la lengua. El gringo había tomado la guitarra de Martín y tocaba una vieja polca.

Martín quería seguir cogiéndose a Selene, pero para eso sentía que necesitaba privacidad. Así que primero debía mandar al diablo al gringo. Un par de amenazas o un golpe en la cara serían más que suficiente. Esto, además, le permitiría arrancarle la guitarra de sus gringas manos. Sin embargo, Martín sentía que no podía moverse y eso empezaba a ponerlo nervioso. Sentía la mirada del gringo recorriendo el hermosos cuerpo de Selene y, peor aún, su propio cuerpo.

—¡Váyase al Diablo! —le dijo Martín al mirón.

—Véngase usted conmigo, pues —le contestó el gringo. —O véngase en mi esposa, a la que se está cogiendo usted tan exquisitamente.

Selene, que aún estaba en cuatro en frente de Martín y aún sostenía su miembro con fuerza, le sonrió maliciosamente, y le dijo «sí» con la cabeza.

—¿Cómo que esposa? ¡Me va a dar explicaciones de eso último, y luego se va usted a la chingada! —vociferó Martín.

—A ver, Martín Martínez, calma. Sé que quieres seguir un rato con Selene. No te culpo: si por mí fuera, no saldría de mi cama nunca. ¿Te gustaría cogértela toda la noche? ¿Te gustaría repetir esta noche, justo así, una y otra y otra vez? Y Selene, claro, te gusta porque te recuerda a esa profesora de primaria. Se llamaba Eréndira, por cierto. Muy buenos pechos, la Eréndira. ¿No te gustaría volver al pasado y hacer realidad tus fantasías con ella? Claro, pero a lo mejor tu padre se enteraría, ¡y la madriza que te caería entonces!… ¿Te gustaría haber crecido sin ese borracho en tu vida?

Entre todo este discurso, Martín casi había perdido su erección.

—Uh-uh-uh-uh-uh —dijo el gringo. —Elige rápido o se te va la fuerza.

Mientras Selene aún le tenía agarrado el miembro, la gringa se puso detrás de él, se acuclilló y empezó a acariciarle los testículos. Pasó un dedo por debajo del escroto y frotó con delicadeza la base del pene. Tanto creció, que por más agarrado que estuviera, en la misma posición, volvió a introducirse un poco en la vagina de Selene, que gimió un poquito.

—Si cuando Selene te suelte, le metes hasta el fondo esa linda verguita que tienes, voy a asumir que tenemos un acuerdo, ¿va? Yo me quedaré aquí, quietecito, mirándolos. Cuando termines, me puedes pedir lo que quieras.

Selene, entonces soltó a Martín.

—¡Chingue a su madre, pinche patas-de-chivo! Yo no hago tratos con el Chamuco —vociferó Martín.

Se subió los pantalones y se alzó inflando el pecho. Le dio un puñetazo al gringo en la cara. Él no se defendió. Le arrancó la guitarra de las manos y salió corriendo, cerro abajo.

Como quizá ya sepan, el final de Martín no fue feliz. Mientras lo veía irse, la gringa se acercó a Selene y la ayudó a vestirse.

—Ay, mi Selene, mi Delia, mi Cintia de mi corazón —le dijo la gringa, abrazándola sobre la manta que Martín había dejado. —No te achicolapes: ya será el próximo año. Ya ves: los hombres son como los peces, y no mueren precisamente por la boca.

El gringo estaba triste por haber perdido la guitarra, pero se forzó a sonreír. Sí, ya sería la próxima. Mientras los tres regresaban a la cueva, él recordaba a Martín e iba canturreando:

—¡Compa, que las morras

bailen en la Cueva, y

llovera la Luna

sobre nuestras fresas!

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