Ese día, Eunice se había vestido “para matar”. Carlos evitó mirarla de arriba a abajo y fingió concentrarse en su cara, pero, tan pronto la vio llegar por la estrecha calle que conectaba la plaza con el teatro, empezó a reconstruir mentalmente su figura, para mirarla con descaro a través de los ojos de la imaginación.
En la plaza en la que acordaron verse, Eunice y Carlos se saludaron con un beso en la mejilla y se encaminaron al bar. “Vestida para matar”, pensó él, cuando ella se le adelantó un poco y pudo verla desde atrás: Eunice llevaba un pantalón muy entallado y unas botas negras de tacón pequeño. Su estrecha blusa color azafrán quizás habría resultado discreta en una chica que tuviera bastante menos pecho que ella… Carlos, al verla de espaldas, empezó a recordar: la línea de sus senos, perfectamente perceptible, la presión de su pecho sobre la tela, el saquito negro que la cubría, deslizándose delicadamente, no sobre sus pechos, sino a los lados de sus pechos.
Carlos estaba seguro de que Eunice había elegido ese saco, no para que le cubriera el busto, sino para que le diera un marco y lo acentuara. Para colmo, la chica se había puesto un encantador collar de tela y se había pintado sus enormes labios de un color entre cereza y negro.
Cuando Carlos era un muchacho idealista, muy dado a los discursos políticos y a la música de letras incomprensibles, Eunice había sido su primer amor. Desde esa época, se reencontraban cada uno o dos años, e iban a beber. Habían empezado a besarse en esas ocasiones; mentían que habían bebido mucho y se lanzaban a correr por los callejones, escondiéndose debajo de los umbrales de alguna casa anochecida, como si aún fueran dos jovencitos. Pero Eunice ciertamente no era la misma chica tímida que había sido en su adolescencia:
—Si va “vestida para matar” —le había dicho Élmer a Carlos, —es que la noche va a terminar en la cama… así es con Eunice ahora.
Parecía que ella ahora intercalaba breves periodos de relaciones monógamas muy tóxicas, con breves periodos de promiscuidad desenfadada. Para eso, Eunice tenía un grupo de amigos a los que podía encamarse; amistades en las que confiaba, pero que, en el fondo, tampoco es que le importaran mucho.
Carlos, claro está, quería ser una de esas amistades. Al ver a Eunice llegar vestida como en sus mismísimas fantasías (alimentadas por las fotos que ella subía a sus redes sociales), el pobre sujeto pensó que iba a tener suerte. Y quizá la hubiera tenido, pero ya en el bar los temas de conversación se les agotaron antes siquiera de que llegaran sus bebidas. Ahora Carlos ni siquiera tenía claro cómo llegar a los besos que ya había conseguido antes. ¿Qué le estaba pasando? Bueno: es que los años lo habían transformado en un hombre aburrido, en un oficinista gris, que trabajaba para un partido político del que aún se emocionaba de hablar. Esa emoción, por desgracia, a Eunice le parecía un poco penosa.
Llegaron a su mesa dos caballitos, cargados de un azul preocupante, y Eunice se los tomó los dos de golpe. Luego, dijo:
—A ver, tengo un recuerdo vago de ti, la primera vez que fuimos a un bar, ¿te acuerdas? Empezaste a hacerle plática a la chica que te pidió tu credencial, y de pronto no sé qué tonterías te habías inventado.
—Tú y yo nos habíamos casado el año anterior, y ahora estábamos regresando al lugar donde te pedí matrimonio. No sé; para ese momento ya habíamos tomado algo en casa del Élmer y estaba yo muy ebrio.
—¿Y eso qué tenía que ver con tu edad o con tu credencial, o qué le importaba a la chica?
—Pues qué sé yo. Creo que nunca llegué a la parte de la historia en la que algo tenía que ver.
—Pues bueno, cuéntame algo así.
Carlos pensó un momento y luego, tomando un aire teatral, comenzó:
—¿Alguna vez has estado en el pueblo de Lagunilla Blanca?
—¿De donde vienen los maestros normalistas? No, nunca.
Pues bueno, en la plaza de Lagunilla Blanca, como escondida en un nicho, hay una estatua de piedra negra y porosa. Los lagunenses la llaman “la Dos Aguas”. La estatua representa una mujer desnuda, muy hermosa, que tiene el pelo largo, amarrado en una trenza y que, como si fuera una ninfa, sostiene un gran cántaro de agua encima de un hombre joven, sin barba, que está arrodillado y saca la lengua como si fuera a beber. Creo que alguna vez había sido una fuente, pero cuando yo la vi ya no tenía agua. ¿Te han contado de esa estatua y de su historia? ¿No?
Pues bueno. Resulta que la Dos Aguas era la hija de Demetrio Arteaga, el dueño de la posada más famosa de mediados del siglo pasado. Cuando un muchacho fuereño llegaba a hacer su examen para la Escuela Normal, los padres le juntaban unas monedas y lo mandaban con un itacate y muchos consejos. Y el tal muchacho gastaba la mitad de sus poquitas monedas pidiéndole a Demetrio Arteaga un cama dura, con un zarape que a ti y a mí nos mataría de alergia.
Pero lo primero que veían los jovenzuelos al entrar a la posada, era la cara de ángel que tenía la Dos Aguas: con el pelo todo recogido fuertemente, su frente se veía resplandeciente y tierna. Tenía el labio inferior más grande que el superior, de un color rosa mexicano. Ese labio, tan grande y tan lindo, hacía parecer que siempre estaba triste. Usaba siempre una camisita blanca, un delantal gris, y una falda plana y negra que casi rozaba el piso.
La Dos Aguas se acercaba al joven aspirante a maestro y le preguntaba con una inocencia casi servil:
—¿Tiene el señorito algo que llevar a su habitación?
Y si el muchacho se mostraba altanero o donjuán, la Dos Aguas no volvía a aparecerse ante él. Pero si al muchacho le brillaban los ojos; y decía «no, no, no; lo que traigo puesto es lo que tengo»; y le cerraba los ojos con cariño, y parecía que quería protegerla como a una hermana, entonces la Dos Aguas empezaba su plan. Elegía a un muchacho que le hubiera gustado y, el día de su examen, cuando el muchacho, en la mañana, estuviera recién salido de bañar y se estuviera perfumando como se perfumaban nuestros abuelos, la Dos Aguas tocaba a su puerta y le decía:
—Soy la hija del posadero, señorito. ¿Sale ya?
—Ya salgo, ya salgo —decía el muchacho desde el otro lado de la puerta, poniéndose la corbata.
—Es deber de la posada ayudarlo con su cama. Haga favor de recibirme.
El joven abría la puerta; la Dos Aguas pasaba y la cerraba detrás de ella. Extrañamente, esta vez no llevaba delantal: solo la falda y la blusa. Sólo en ese momento, el chico se daba cuenta de que la Dos Aguas tenía pechos firmes y circulares, y notaba como el brasier se le transparentaba debajo de la blusa. Ella esperaba junto a la puerta, guardando silencio, hasta que su presencia hubiera incomodado al joven. Entonces, llevándose las manos a los primeros botones de la blusa, empezaba a decir:
—Hoy es un día importante. El señorito no debía llevar así de fea la corbata.
El joven, extrañado, revisaba al espejo el nudo que se había hecho tan esmeradamente. La Dos Aguas se ponía detrás de él y le desataba la corbata, fingiendo que la iba a corregir. Luego, lo abrazaba desde atrás; le pegaba su cuerpo. Desabotonaba la camisa del joven y empezaba a toquetearle el pecho. De pronto, la Dos Aguas bajaba y sentía el miembro erecto. Entonces decía:
—Acuérdese de que está en mi casa. Me tiene que respetar.
Ella tocaba al chico por encima del pantalón y le restregaba esos pechos. Si, en este momento, el chico se daba la vuelta e intentaba tocarla, todo se terminaba. La Dos Aguas exigía que el siguiente paso fuera también suyo. Ella tenía que decidir cuándo se ponía enfrente del chico, cuándo se abría poco a poco los botones superiores de la blusa y cuándo permitía que la primera mano, tímida, se posara sobre su piel.
Luego, ella les pedía que cerraran los ojos. Se quitaba el brasier, pero volvía a ponerse la blusa. El vapor blanco de la blusa fluía alrededor de sus pechos desnudos y del intenso color de sus pezones. Entonces, la Dos Aguas sonreía y besaba al jovencito en la mejilla.
Les pedía a los chicos que se sentaran en la cama y ella se les acercaba, flexionando un poco las rodillas. Les indicaba cómo debían besarle los pechos: no le gustaba que los succionaran. Prefería pequeñas mordidas, mucha presión de labios, o de la lengua contra el labio superior. Luego, alrededor de la aureola. Le excitaba ver cómo el color rosa mexicano de sus pezones tomaba el tono perlado de la saliva.
Si todo salía bien, las rodillas de la Dos Aguas temblaban un poco y tenía que sentarse junto al chico, en la cama. Ahora él debía agacharse y abrazarla del torso son ambos brazos, mientras le comía los pechos con devoción. Así como hay un hombre bebiendo de un cántaro en la fuente de Lagunilla, justo así se veían los chicos besando los pechos de la Dos Aguas.
Cuando ya estaba más excitada, hacía que los chicos se recostaran bocarriba y se sentaba encima de ellos, arremangándose la falda. Los excitaba restregándose contra ellos. En ese momento los chicos se daban cuenta de que la falda, tan plana y fea, que llevaba la Dos Aguas, no les había permitido valorar que tenía un lindo trasero, fuerte y respingado, que entonces agarraban con delicia. Aún hay algunas canciones sobre lo hermosa que era la Dos Aguas, y la fuerte impresión que causaba su cuerpo en el faje tan extraño que le regalaba a los aspirantes. ¿De verdad nunca las has escuchado?:
Ayer llegué a una posada
que se acabó mi dinero.
Me sería suave la cama
con la hija del posadero.
Yo hace mucho habría venido,
compañero, si supiera
que vivían en Lagunilla
semejantes posaderas.
Y ahora, en el examen pienso
no en cosenos ni en romanos:
sino en que sus blancos pechos
me caían entre las manos.
En todo caso, hay otras estrofas que cantan, que supuestamente les decía la Dos Aguas, cuando uno de ellos quería pasarse de listo, e intentaba desenfundar el miembro o de plano quería tumbarla en la cama para poseerla allí mismo:
Tócame nomás los pechos,
las piernitas y el ratón.
¿Te quieres pasar de listo?
¡No bajes tu pantalón!
Media soy para la Virgen,
media soy para el señor;
por eso soy la Dos Aguas:
ni me guardo, ni me doy.
A lo máximo que llegaba ella era a sacarles la verga para masturbarlos un rato, o a ponerla entre sus piernas. Casi siempre, la sesión terminaba con ella masturbándose para ellos, y ellos masturbándose viéndola.
Por supuesto, muchos de esos chicos no pasaron el examen que habían ido presentar.
Un día, sin embargo, llegó a Lagunilla Blanca un muchacho larguirucho, con ojos negros como la noche y la piel del color del café con leche. En el saco llevaba una libreta diminuta y en la frente le empezaban a salir unas arrugas prematuras. Se llamaba Hipólito Baez y venía con la firme intención de ser maestro. Entró a la posada y, casi sin hablar, le pagó a Demetrio por su habitación. Cuando la Dos Aguas salió a verlo, casi se le cae el delantal allí mismo. Baez era todo lo que más le gustaba. Ya ves que hay gustos raros.
—Este señorito seguro que va para maestro. Dígame, ¿trae algo que lleve a su habitación? —le preguntó.
—No, pequeña almita. Traigo sólo lo que llevo puesto.
Al día siguiente, cuando Hipólito Baez se rasuraba su incipiente barba, tocaron a la puerta.
—Soy la hija del posadero, señorito. ¿Sale ya?
—Ya casi salgo, pequeña almita —le contestó Hipólito —¿Qué necesitas?
—Es deber de la posada ayudarlo con su cama —agregó la Dos Aguas, con la voz llena de dulzura —Haga favor de recibirme.
Hipólito le abrió sonriendo. La Dos Aguas entró a la habitación, sonriendo de oreja a oreja. Estaba tan excitada que sentía cómo los pezones duros le rozaban el brasier al caminar.
—¡Ay, señorito Hipólito! ¿No ve usted que hoy es su gran día? ¡No debería llevar tan fea la corbata!
Y se le acercó apresurada, poniéndose a sus espaldas. Cuando intentó ponerle las manos en el cuello, Hipólito se las tomó un momento con delicadeza y dijo:
—No ha nacido aún un alma a la que deje ayudarme con mi corbata —le contestó Hipólito, entre risas pero muy en serio.
Y la apartó delicadamente. La Dos Aguas se quedó estupefacta, pero ya en ese momento no podía detener su plan, así que empezó rápidamente a tocarle el pecho al joven. Durante un momento éste se dejó hacer, pero cuando la chica empezó a bajar por su abdomen, tuvo que decirle:
—¿Qué estás haciendo, almita?
—Es que usted me hace sentir un no se qué en ese lugar que no hay que mencionar. Quiero saber si yo lo hago sentir igual… Porque creo que sí. Y mire… yo no me he entregado a nadie, señorito. Y no, no me quiero entregar a usted… pero… hay formas, ¿usted me entiende?
Y mientras la Dos Aguas decía esto, iba finalmente tocando el pene de Hipólito por encima del pantalón.
—No, que lo sabrá tu padre —dijo Hipólito, quitándose de encima la mano de la Dos Aguas.
—No lo sabrá.
—No, que llegaré tarde a mi examen —dijo Hipólito.
—Acabaremos antes de que termine de salir el sol.
—No, que es pecado, almita —dijo Hipólito.
—Si Dios es todo, ¿cómo más quiere el señorito que esté con Dios? Y si Dios es sin-mancha, ¿qué pecado puede haber en unir dos cuerpos puros?
—¡No, he dicho!
—Es que no has visto mis pechos.
Con toda la calma de quien se sabe hermosa, la Dos Aguas se abrió la blusa, botoncito por botoncito, y la dejó sobre la cama. Luego, se quitó el brasier y se dejó los pechos tapados por un brazo. Después, tomó con rudeza una de las manos de Hipólito, la deslizó entre el brazo y el pecho, y le hizo masajearla. Hipólito quedó boquiabierto. La Dos Aguas se alejó un poco y retiró el brazo que cubría su pecho, para que Hipólito la viera en toda su gloria. Pero a él, poco a poco, el asombro se le fue convirtiendo en ira. La vio de arriba a abajo; vio esos pechos que habían hecho arrodillarse a tantos jovencitos y, entonces, dicen que Hipólito cantó una versión distinta de la canción que te contaba antes:
¡Nunca, nunca habría venido,
—nunca, nunca— si supiera
que vivían en Lagunilla
semejantes posaderas!
Pero bueno, eso ya no es probable, porque la gente no va por allí haciendo coplas. En todo caso, Hipólito salió furioso de la posada, dejando a la Dos Aguas medio desnuda en su cuarto. Nadie sabe muy bien por qué Hipólito Baez reaccionó así. Algunos dicen que era gay, lo que en esa época debió ser para él muy difícil de nombrar y de esconder. Algunos otros creen que, años antes, había sido utilizado de la peor manera por un grupo de chicas mayores que él. Algunos otros, en fin, piensan que, en un arranque de fe, había jurado por la tumba de su madre permanecer virgen hasta el matrimonio, como el payaso de Eduardo Verástegui.
En todo caso, Hipólito regresó en la noche a la posada muy feliz, con la buena noticia de que el examen no había sido nada difícil para él. Su expresión era radiante, y parecía que no estaba molesto con la hija del posadero, ya que le sonreía y le contaba historias.
—¿Y qué hizo la Dos Aguas entonces? —preguntó Eunice, indignada. —¡No se puede quedar así! El pinche Hipólito la humilló.
Carlos rio y, antes de seguir su historia, preguntó feliz:
—¿Te apetece pedir otro trago?
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