Lucy llega de madrugada

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T. Lectura: 10 min.

Quizá eran las 2 o las 3 am. Tina escuchó entre sueños abrirse la puerta del departamento. Las llaves trinaron contra el metal del cenicero que ella y Lucy usaban como portallaves. Durante un momento se prendió la luz bajo la rendija de la puerta. En la sala, los pasos de Lucy eran pausados —demasiado pausados. Tina terminó de despertarse cuando se dio cuenta de que esos pasos no podían venir sólo de dos pies. No quería ver llegar a Lucy, no quería ver nada, así que se giró hacia la pared. La luz volvió a apagarse y Lucy susurró algo antes de entrar al cuarto.

Tina escuchó cómo la cama individual de su compañera chirriaba: dos chirridos, debajo del peso de dos cuerpos. La espalda se le puso tensa. Aunque no había abierto los ojos, ahora apretó aún más los párpados. A juzgar por el sonido, el acompañante de Lucy era bajito o muy delgado, pero eso no la tranquilizaba.

Durante varios minutos, no pasó nada. Tina se esforzaba en contener su propia respiración, para escuchar la de Lucy y la de su acompañante. Pese a todos sus miedos, sentía que si los oía roncar, se sentiría lo suficientemente segura como para quedarse dormida. Pero no pasó. De pronto, las sábanas de la cama de Lucy sonaron como cuando alguien, entre sueños, cambia de postura para estar más cómodo. «Un leve frufrú no significa nada», pensó Tina y, durante unos segundos, el silencio pareció darle la razón.

Pero las sábanas volvieron a sonar. Lucy susurró algo otra vez. Tina sentía como si las sábanas que sonaban fueran las de su propia cama. Luego comenzó todo lo que temía. Sonó más como un raspón de objetos grandes que como una sábana: él (quienquiera que fuera él) estaba abrazando a Lucy, muy de cerca. Debía tener un brazo sobre el brazo de ella, o acariciándole delicadamente la cara. Las piernas se adaptarían poco a poco, y el trasero de ella quedaría sobre el vientre de él. Él, disimuladamente, la hacía sentir, por debajo de la ropa, cómo el contacto le había causado una ligera erección. Ella, con una mezcla de discreción y curiosidad, retiraría su trasero de la erección de él… pero volvería a acercárselo.

De pronto, otro sonido de telas, más delicado. Él (quienquiera que fuera él), debía estar tocando el borde de la blusa de Lucy, aventurándose poquito a poco, jugando a tocarle la piel de la cintura, para averiguar qué tan rápido quería ir ella. El sonido seguía: Lucy no estaba diciendo que sí ni que no. De pronto, un beso dado con una sola boca: quizá los labios de él sobre el cuello de ella.

¡Ay Lucy, Lucy, Lucy! Cuando Tina entró a la universidad y tuvo que alquilar un departamento, desesperada por encontrar alguien con quien pudiera compartir la renta, Lucy fue su primera opción. Tina la conocía desde hacía tres años. Era una chica dedicada y brillante, quizá un poquito obsesiva, que ahora iba a entrar a una demandadísima carrera científica.

Ella y Tina congeniaron casi de inmediato: se atraían por sus intereses, pero nunca fueron muy cercanas. A veces, se veía que a Lucy le costaba no competir con sus compañeras; la solidaridad entre amigas era para ella una regla de etiqueta, más que un impulso. «Es que tiene padres muy estrictos», se repetía Tina cuando empezaba a juzgarla en su cabeza. Lucy siempre tenía una sonrisa larga y carismática, acentuada por dos preciosos lunares, uno en cada mejilla cobriza. Su cuello, largo y augusto, delataba una tensión que sus gestos habían aprendido a esconder.

Tina pensó en ella porque, sí, era algo así como su amiga; le parecía agradable y platicaba con ella de temas interesantes. Le gustaba convivir con una persona que se dedicara a la ciencia. Sí, todo eso. Pero sobre todo la buscó por ser rigurosa. La pulcritud de su ropa, el cuidado encanto de sus rizos, el estilo japonés de sus almuerzos, la presentación casi publicable de todos sus apuntes. A una chica así no se le atrasa un solo día la renta, no se le acaba el gas, no se le pierden las llaves; a una chica así le gustan los platos limpios, la casa escombrada y los horarios claros. Su primer día en el departamento, comenzaron por convenir algunas reglas:

—¿Visitas? —preguntó Tina.

—No tengo problemas; supongo que es una época en la que conoceremos gente nueva.

—¿Fiestas?

—Pues… —comenzó Lucy, riéndose. —Yo preferiría que fuéramos a fiestas, y no que las organizáramos. Pero bueno, supongo que no tendría problema, siempre que no fuera en días de exámenes o algo así.

Tina sonrió. ¡De verdad que Lucy era perfecta para ella! Sólo quedaba una cosa:

—¿Hombres?

Lucy se rio, acercándose su manita de dedos largos a la barbilla. Se veía que estaba en confianza con Tina, y eso la hizo sentir feliz:

—Ay, Tina. La verdad yo no tengo problemas con que tú… si quieres… digo, avísame para ver qué hago yo… si es que necesitas un rato… ya sabes…

—¡No, no! Yo me aseguraré de salir con gente que pueda usar su casa para estas cosas: ni niños de familia, ni patanes casados —confirmó Tina. —Lo estoy preguntando por ti.

—Tina, no tienes que preguntar eso… los hombres y yo congeniamos… de forma muy, muy esporádica.

A Tina le pareció chistosa la frase. ¿“Muy esporádica”? Sí, era verdad. Lucy había salido varias semanas con el chico más guapo que Tina conocía; también salió con un chico del equipo de natación y con el hermano del maestro de Derecho. Los hombres se quedaban confundidos cuando ella empezaba evitarlos, les prohibía besarla en público y, finalmente, casi siempre antes de los exámenes, terminaba mandándolos al diablo.

Tina entonces pensó que la vida con Lucy sería buena. Y en casi todos los aspectos, Tina tuvo razón: su “rommie” (como se decían) era de verdad un ángel. La vida era limpia, organizada y tranquila, sin fricciones. Se ignoraban casi todo el tiempo, cenaban juntas, se platicaban de su día con entusiasmo y el fin de semana salían a un museo, a correr o se encerraban para un maratón de películas melodramáticas.

Pero a los dos meses de vivir con ella, Lucy empezó a ausentarse de la cena de los viernes. A Tina le llegaba un mensaje a las 4:00 pm en punto, ni un minuto antes ni después, en el que Lucy decía, textualmente: «Voy a cenar con unas amigas; llego muy noche, pero no te preocupes». Tina se preocupaba: Lucy era mujer y esta ciudad es muy agresiva con las mujeres. Tenía que saber que había llegado bien. Además eso de “voy a cenar” no se lo creía ni Dios: iba a una fiesta o a un bar… como era perfectamente normal que hiciera. Pero ¿por qué Lucy no podía ser sincera al respecto? Eso ponía a Tina bastante nerviosa.

Por estas razones, la primera vez que le llegó ese mensaje, Tina ni siquiera intentó conciliar el sueño: se quedó leyendo en su celular una novelita sobre la hija de un violinista caído en desgracia. Cuando Lucy abrió la puerta del departamento, Tina fingió de inmediato que se había quedado dormida. Estaba muy feliz de que Lucy por fin hubiera llegado, y no quería hacerla sentir culpable por su desvelo: la pobre chica necesitaba divertirse alguna vez. Además, pudo escuchar cómo Lucy, en la sala, aunque intentaba ser muy silenciosa, tiró sin querer algún objeto y empezó a balbucear algo.

Seguramente estaba un poquito borracha. Hasta ese momento, Tina estuvo feliz. Luego escuchó los pasos de una segunda persona y se puso en guardia. Alguien había llegado con Lucy… Tina recordó que tenía un bat debajo de su cama… ¿lo usaría si este sujeto dejaba la cama de Lucy y se le acercaba? ¿Lo usaría si intentaba propasarse con la misma Lucy?

Tina aguzó el oído, pero esa noche no ocurrió nada. No hubo ronquidos, pero Tina supuso que estaban durmiendo. A las seis en punto, una alarma muy calladita vibró en el teléfono de Lucy. Ella, a toda velocidad, la silenció. Se levantó de la cama, despertó con un leve movimiento a su acompañante y salieron del cuarto. Tina, que llevaba toda la noche escuchando hasta las hormigas, oyó cómo se daban un beso, largo y entrecortado, antes de que se cerrara la puerta del departamento.

Lucy se despertó a las 8 am del sábado. Tina, que no había dormido nada hasta que el intruso se fue, se quedó en cama hasta las 10. El olor del desayuno la reanimó y se paró de golpe, con la idea de confrontar a su amiga. Hasta que oyó el beso, supuso que Lucy podría haberle dado hospedaje a una amiga, y Tina no tenía ningún problema con eso. Pero si era un hombre, había que dejar las cosas en claro.

Lucy se veía radiante cuando la saludó. Tina desvió la vista a la mesa, en la que Lucy había preparado unos hotcakes con tocino, para que comieran las dos.

—¿Segura de que esto te caerá bien al estómago? —preguntó Tina. —Digo, por la resaca…

—¿Resaca? ¡Pero si yo no bebo! —le contestó Lucy entre risas. —Ah, es por el vaso que tiré ayer. ¿Lo escuchaste, verdad? Estaba un poco tonta, pero es porque tuve un día agitado.

En cuanto Tina se sentó, Lucy empezó a comer con mucho apetito. Estaba feliz. De verdad no había bebido. El sujeto no había intentado aprovecharse de ella. Era ella… consciente. ¿Qué era exactamente lo que intentaba hacer entonces Lucy? Había dicho que no tenía intención de llevar hombres a la casa. Quizá había conocido a algún chico que la había hecho cambiar de opinión. Quizá él vivía muy lejos o estaban tan encaprichados el uno del otro que les costaba separarse.

Por un lado, Tina quería ser comprensiva. Lucy quizá había conectado con alguien y quería decirle «oye, no lo tienes que correr a las 6 am. ¡Pobre tipo! Dile que nos acompañe a desayunar o algo». Pero por otro lado, no quería darle demasiados permisos a Lucy. ¿Qué tal si, en algún momento de la noche, el tipo se metía en la cama de Tina y empezaba tocarla? Por estar pensando en todas estas cosas, Tina ya no encontró el momento ni la forma de decir lo que quería.

A la semana siguiente, la cosa se repitió. El mismo mensaje, la misma llegada en la madrugada. Ahora pudo escuchar cómo se besaban. Sólo eso: besos. Aunque Tina tenía mucho miedo, el sueño se puso sobre su cabecera y le adormeció los ojos. Al día siguiente, hotcakes sobre la mesa y ni rastro del extraño.

La tercera semana es la que empezábamos a contar al principio. Esta vez estaba pasando algo más. Había ritmo. Con ritmo un trasero se pegaba a una pelvis; con ritmo una mano levantaba la blusa para tocar la cintura y volvía a acomodarla donde estaba, para conservar el pudor.

¿Eso que sonaba era el cabello de Lucy? Él quizá lo acomodaba para poder besar mejor su cuello. La respiración de la chica se iba apresurando. Su intento por ser silenciosa sólo lograba que su respiración pareciera más desesperada.

Otro reacomodo bajo las sábanas. Las manos de él ya tocaban sin disimulo el ombligo de Lucy; usaban dos dedos para acariciar en redondo, roncando apenas la piel. O eso era lo que Tina se estaba imaginando, según lo que oía. Quizá las manos amenazaban con subir o con bajar, para que Lucy les indicara dónde las prefería.

Lucy debió preferir arriba. Un sonido detenido y tenso: las manos alzaban la blusa. Lucy dio dos gemiditos y dijo:

—No, no, quítalo.

De nuevo reacomodo de sábanas. El tipo seguro había intentado tocarla por debajo del brasier y la estaba incomodando. O quizá intentaba tocarla por encima y ella quería sentir sus manos. Como fuera, parece que después de algunos forcejeos, Lucy consiguió sacarse el brasier por debajo de la blusa. Pero ahora, ya logrado, por fin recomenzaban. Lucy sonaba como cuando una respira haciendo abdominales. Esos pequeños golpes secos de respiración delataban que su acompañante ahora le estaba acariciando los pechos descaradamente. Cada tanto, las manos rozaban por debajo las sábanas y el frufrú se escuchaba casi como si fuera la respiración de Lucy.

De nuevo un reacomodo, pero ahora más grande. El tipo debió habérsele puesto encima, para besarle los pechos. Lucy ahora había encontrado una forma de controlar su respiración y suspiraba una y otra vez. Lo hacía con cierta dificultad, pero se notaba que si estuviera intentando regular su tensión, estaría gimiendo. Se podía saber con bastante precisión cuál era la técnica con la que le estaban comiendo los pechos: los largos espacios de silencio debían ser besos duros sobre las aureolas, redondeando el pezón entre los labios. Luego, los pequeños lengüetazos caerían desde arriba: uno, dos, tres; uno, dos, tres.

Y luego, ya mucho más rápidamente, la lengua pasaría de derecha a izquierda. Entonces Lucy pujaba y tensaba las piernas; la cama chirriaba un poco.

Pero eso sólo necesitaba una mano para hacerse. ¿Y la otra?, se preguntaba Tina, y empezaba a adivinar que, calladamente, la otra mano estaba intentando desabotonar el pantalón de Lucy. Para ese momento, Tina ya estaba más excitada que preocupada. Dio aire al pantalón de su piyama y comenzó a tocarse, muy despacio. Lucy estaba siendo tan ruidosa que seguro no la iba a escuchar, pero Tina no quería arriesgarse.

Lucy pegó un grito, que estuvo a punto de hacer levantarse a Tina. Cuando a ese grito le siguieron gemidos, Tina prefirió seguir acariciándose. Se metió una mano en la blusa para moldear su pecho y trató de imaginarse la escena. Seguramente Lucy gritó cuando el sujeto comenzó a dedearla. Ahora, debía estarla masturbando brutalmente, porque la chica emitía unos chillidos cortos y agudos.

—Ay, así —dijo Lucy, justo cuando Tina estaba pensando que el tipo seguro tenía una mala técnica.

Otro grito. Esta vez Lucy estaba preparada y mordió su almohada, pero el placer era demasiado y el grito alcanzó a escapar por su nariz. Ahora los sonidos se mezclaban: besos húmedos, pero el inconfundible sonido de la vulva. ¡Ay, el tipo le estaba haciendo sexo oral! El aire del cuarto se llenó de una esencia como de playa frutal, como de sal almibarada. Tina nunca había sabido cómo olía el sexo de otra mujer, abierto y enrojecido de gozo. Tina ya no podía más: sentía cómo su humedad no sólo cubría ya todo su sexo, sino que rodaba por su muslo derecho y amenazaba con tocar, no ya su pantalón, sino su cama.

Parecía que el sujeto alternaba entre dedearla y hacerle sexo oral. Los sonidos eran caóticos, y Tina ya no podía identificar nada con claridad. Lucy gemía ya sin ningún disimulo. La cama crujía y como que se levantaba. Lucy debía estar agarrada a los bordes de la cama para contener su gozo.

—¡Ya, ya no! —dijo Lucy; Tina pensó que estaba poniendo un alto, pero luego agregó: —Ya cógeme, soy tuya.

Tina jamás se había imaginado que Lucy dijera algo así. Y no parecía estar perdiendo la virginidad… contra todo pronóstico, Lucy sonaba experimentada. De pronto se oyó golpear el sexo de Lucy contra algo. Fue un golpe lúbrico y dúctil. Luego otro. Y otro. Lucy empezó a gemir de verdad. Tina ya no pudo contenerse y se empezó a masturbar a toda velocidad. El sexo de Lucy sonaba raro. ¿Qué era? Tina no podía distinguirlo. ¿Eso era bueno? ¿Era malo? ¿Lucy lo estaría disfrutando? Esta racionalización, lejos de distraer a Tina, la puso más caliente. Se imaginaba que Lucy estaba con un amante glorioso, que la satisfacía de una forma en la que nunca la había satisfecho a ella… todavía. Se imaginaba que el extraño acababa dentro de Lucy y que la dejaba dormida. Que él quedaba con el pene erecto como una torre. Y que, después de un tiempo prudente, cambiaba de cama y venía a penetrarla. ¡Ay, el extraño encontraría a Tina tan húmeda, tan lista para la primera estocada!

Pensando en todo esto, Tina se salió un poco de la realidad. Sólo volvió cuando escuchó a Lucy tener un orgasmo sonoro, que sonó como un tara-rara-rá, como el canto de los pájaros, cuando se juntan al amanecer. Ese sonido tan raro, que sólo podía venir de una excitación absoluta, la hizo terminar a ella también.

Tina cayó dormida: era tan de noche que no podía soportar el sopor del orgasmo. A las seis de la mañana, el celular de Lucy empezó a sonar, pero su dueña no se despertaba. Tina se molestó. Después de lo que había pasado, necesitaba dormir un poco. Se levantó y apagó la alarma.

Clareaba. Lucy se despertó con una angustia inmensa. Se levantó a toda velocidad y sus pies sonaron al golpear el piso. Luego, arrepentida de esta ruidosa elección, se obligó a tener compostura. Tina seguro ya empezaba también a despertarse. Lucy inspeccionó la cama de su rommie y decidió que aún tenía uno o dos minutos para deshacerse del intruso.

En la cama había un bulto, que Lucy acarició con preocupado cariño.

—Amor… amor… —susurró Lucy, pero Tina alcanzó a escucharla. —Me quedé dormida. Por favor, ya tienes que irte.

A fuerza de mimos, Lucy consiguió que el bulto se irguiera. Lucy lo llevó hasta la sala; allí dijeron alguna cosa y Tina escuchó cerrarse la puerta del baño. Si las cosas alguna vez iban a quedar claras debía ser en ese momento.

Martina se acomodó el pantalón de su piyama (que había quedado un poco caído por los eventos de la noche anterior) y fue directo a la sala. Se encontró a Lucy, que la miró como si se le hubiera aparecido un espectro.

—Tina… yo…

—Yo sé, pero hay que hablarlo alguna vez.

—No… es que yo… yo…

Ahj, ¿cómo es que esta chica, indefensa y tartamuda, había dicho hacía tan solo un par de horas algo como “ya cógeme, soy tuya”? De verdad que Tina quería darle espacio a Lucy para que hablara, pero a ella las palabras se le atoraban en la garganta. Entre compasiva y harta, Tina tomó la palabra:

—Mira, sé que para ti es difícil. No conozco mucho a tu familia, pero sé que son muy estrictos. No has cumplido todos nuestros acuerdos, ¿sí? Y, bueno, los acuerdos pueden cambiar. Pero necesitamos ser sinceras para entendernos bien. La verdad es que me siento un poco incómoda con la situación.

Lucy iba a seguir tartamudeando, cuando se abrió la puerta del baño. Salió una chica de cabello negro, amarrado en una cola de caballo suelta, con la cara recién lavada. Usaba una chamarra cálida y, debajo, se advertía una pequeña blusa azul cielo. Tina pensó, sin querer que, a juzgar por las lindas proporciones de su pecho, la chica probablemente no usaría esa blusa en la calle sin llevar también la chamarra: sería exhibir demasiado.

Su cara era larga, con labios pequeños y una nariz delicada.

—Hola… em… Paola. Mucho gusto —dijo la chica, extendiéndole la mano a Tina.

—Martina —le contestó ella, confundida. —Puedes decirme Tina.

—Tina será —le contestó Paola, viendo hacia los lados para no mirar a Tina de frente.

Lucy empezó a pensar en todo lo que había pasado. ¡Cómo pudo ser tan tonta! Nadie miraba a Tina, pero ella igual se sentía ridícula por su propia sorpresa, por su propio pasmo. Mientras, Paola intentaba encontrar otra cosa que decir. Lucy, que estaba tan enrojecida de vergüenza que casi estaba llorando, finalmente un acopio de fuerzas y dijo, con la voz más neutra que pudo:

—Paola ya casi tiene que irse.

—¿Segura? —preguntó Tina, a la que le habían entrado ganas de llorar sólo de ver a Lucy. —Deberías acompañarnos a desayunar.

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