Luna de miel erótica

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T. Lectura: 4 min.

Nunca había sentido el calor de la Riviera Maya tan vivo sobre mi piel. Era como si todo, desde el mar turquesa hasta el aire húmedo, conspirara para mantenerme alerta, encendido. Sarah caminaba a mi lado, su vestido ligero rozando la arena blanca, y cada movimiento suyo parecía cargado de intención.

Era nuestra luna de miel. Una excusa perfecta para olvidarnos del mundo, aunque paradójicamente, yo no podía dejar de pensar en él. En los balcones iluminados del resort, en las miradas furtivas de desconocidos en la piscina… había algo en esa posibilidad de ser observados que nos rodeaba como una corriente invisible.

Ella lo sentía también. Lo veía en sus ojos cuando me sostenía la mirada un segundo más de lo necesario, en el tono de voz bajo con el que me decía cosas simples pero que sonaban como secretos. Y yo, sin proponérmelo, empezaba a descubrir un nuevo lado de nosotros: el deseo de jugar con la frontera entre lo íntimo y lo expuesto.

Esa tarde, en la terraza de nuestra suite, Sarah se recostó en la hamaca con un vestido blanco que apenas cubría lo suficiente. El sol bajaba despacio, tiñendo el cielo de tonos rojizos, y yo no podía apartar la vista de su piel dorada, aún húmeda del último baño en el mar.

“¿Qué tanto miras?”, me dijo sin abrir los ojos, con esa sonrisa que conocía demasiado bien. No respondí; era obvio que la miraba a ella, y creo que eso era lo que quería escuchar sin que yo lo dijera.

Me incliné sobre la barandilla de la terraza y noté cómo, en los balcones de al lado, había movimiento. Personas que entraban, que salían, que podían girar la cabeza en cualquier momento y verla ahí, reclinada, tan ligera, tan radiante bajo la luz del atardecer.

La idea me atravesó con un escalofrío. ¿Qué pasaría si alguien la miraba como yo lo hacía en ese instante? No con la familiaridad de un esposo, sino con la fascinación de un extraño. Sentí la mezcla de celos y deseo, un vértigo extraño que me sorprendió más de lo que debería.

Entonces ella abrió los ojos, como si pudiera leer mis pensamientos. Su mirada se encontró con la mía, fija, segura. “Te gusta la idea, ¿verdad?”, susurró. Y en ese momento entendí que no era yo quien había imaginado el juego: había sido ella quien lo había iniciado.

El vestido que llevaba Sarah era ligero, de esos que parecen hechos para dejarse abrazar por la brisa del Caribe. No era transparente, no del todo. Pero el sol de la tarde, bajo y ardiente, se colaba entre las fibras de la tela con la complicidad del viento, y por momentos me regalaba destellos de lo que escondía. No era una visión nítida, sino algo más sutil: la insinuación perfecta.

El contraste me desarmaba. La inocencia aparente de un vestido veraniego, contra la carga eléctrica de la forma en que la luz lo volvía casi translúcido. Sarah parecía consciente de ello, porque se acomodaba en la hamaca con una lentitud calculada, como si cada gesto suyo estuviera destinado a probar mis límites.

Yo estaba de pie, apoyado en la barandilla de la terraza, luchando entre la necesidad de mirarla y el vértigo de pensar que quizá otros ojos podían estar haciendo lo mismo desde algún balcón vecino. La posibilidad me encendía de un modo inesperado: el Caribe no solo calentaba la piel, también encendía secretos.

Ella lo sabía. Cuando levantó la vista hacia mí, con esa calma que solo ella podía tener, dejó que el vestido se estirara un poco sobre su cuerpo, justo cuando el sol atravesaba la tela. Su sonrisa fue suficiente para confirmarlo: el juego había comenzado, y esta vez no éramos solo ella y yo… sino también esa invisible presencia de posibles miradas alrededor.

El calor del Caribe no descansaba ni al caer el sol. Era un calor distinto, más denso, que se mezclaba con el murmullo de las olas y el olor a sal en la piel. En lugar de agotarnos, parecía avivar algo en nosotros, como si la propia atmósfera tropical nos empujara a desear más, a vivir con la piel siempre encendida.

En la habitación, mientras me ajustaba la camisa ligera frente al espejo, la miraba de reojo. Sarah se arreglaba con una calma provocadora, como si cada movimiento suyo estuviera pensado para que yo lo observara. Eligió una falda corta, tan fresca como atrevida, que dejaba al descubierto sus piernas tostadas por el sol. Al verla cruzar una pierna sobre la otra frente al tocador, tuve que contener la respiración: la piel bronceada brillaba con un tono suave, casi dorado.

La blusa que se puso era ligera, abierta en el escote lo suficiente para sugerir, no para mostrarlo todo. Pero ese “no mostrarlo todo” era lo que más me encendía. El Caribe parecía amplificarlo: la humedad que hacía que la tela se pegara apenas a su cuerpo, el aire cálido que la obligaba a elegir ropa ligera, la sensación de que en cualquier momento una brisa podía revelar más de lo que pretendía ocultar.

Se giró hacia mí, como si supiera exactamente en qué estaba pensando. “¿Vamos a cenar?”, preguntó con esa naturalidad que solo servía para aumentar la tensión.

Cuando se paró, noté cómo la blusa marcaba demasiado bien su silueta. Era ligera, casi etérea, y no llevaba sujetador. El calor del Caribe lo hacía lógico, pero para mí era un golpe directo de deseo. La tela delineaba suavemente sus formas con cada movimiento, como si el propio ambiente tropical la hubiera vestido a su manera, dejando todo a la insinuación.

Incluso lo más sutil de ella parecía amplificado: el vaivén de sus pasos, el tono dorado de su piel acariciada por el sol, y ese aroma inconfundible que me llegaba cuando pasaba a mi lado. Una mezcla de ron dulce, vainilla cálida y coco fresco que se quedaba en el aire, envolviéndome. Todo sumaba, y yo sentía cómo la tensión crecía en mí, imposible de disimular.

Pero fue su falda la que terminó de encenderme. Corta, ligera, apenas a medio muslo, parecía hecha para ese clima y, al mismo tiempo, para tentar mis límites. El movimiento de la tela dejaba intuir la forma de sus curvas, la firmeza de sus piernas, el vaivén natural de su andar. No mostraba nada directamente, pero dejaba que mi imaginación lo completara todo. Y esa insinuación era mucho más poderosa que cualquier evidencia.

(Lo más intenso era que, hasta ese momento, no había ocurrido nada sexual entre nosotros desde que empezó el juego. Y lejos de frustrarme, esa espera me encendía más. El placer estaba en mirar, en dejarme arrastrar por la provocación silenciosa que Sarah creaba sin necesidad de tocarme. Era como un secreto compartido, un fuego contenido que ardía cada vez más fuerte).

La idea era simple: cenar primero en el restaurante del resort, dejar que el ambiente nocturno nos envolviera, y después salir rumbo a un antro donde la música, las luces y quizá algunas miradas desconocidas completarían el juego que habíamos empezado en la terraza.

Y mientras me tendía la mano para salir, comprendí que aquella noche el calor del Caribe no estaría solo en el aire… sino en cada paso que diéramos juntos.

¿Sigo?

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