Hay risas de madrugada
y el cerro se ha sorprendido.
Está fresco, es primavera.
¿Mayo? Casi: abril tardío.
Despedazando en sus dedos
blancas flores de guajillo,
Cristina y Estefanía
van abriéndose camino
entre matas y entre charcos,
persiguiéndose hasta el río.
Los pies, hartos de torcerse;
los huaraches, ya salidos.
Cuando llegan a la orilla
que se habían establecido
como meta en la carrera
que ningún árbitro ha visto,
se agarran y jalonean,
queriendo tirarse al río,
lanzandose obscenidades
que hace mucho oyó mi oído,
en un español cantado
que tenía un sabor de siglos.
Cristina vence a su amiga
poniendo un pie a su tobillo;
pero Estefanía la agarra.
«¿Caigo yo? ¡Tú caes conmigo!»,
dice y cumple… y es verdad:
su caer es compartido.
Si Estefanía cae de espaldas,
da a su amiga un suave piso,
y Cristina, entre sus brazos,
cuida nuca, espalda e ílion.
La caída que las moja
les pone un color más vivo.
Son dos muchachas morenas;
el cabello, entretejido,
les hace olas en la trenza:
onda en onda y río en río.
Llevan dos blusitas blancas,
no sé decir de qué hilos;
sé —a juzgar por los colores
y las formas que distingo—
que el agua las transparenta
y que las traspasa el frío.
En las piernas llevan una
falda azul, de dobladillo
más apto para correr
que para misa y domingo.
Ahora están, sin más, descalzas:
que el voraz lecho del río
se ha comido esos huaraches
ya bastante descosidos.
Cristina tiene ojos grandes
y nariz de botoncito;
labios gruesos, pies delgados;
muslos duros, definidos;
pechos en forma de gotas,
turgentes, hinchados, vivos,
entre dos brazos robustos
por cargar agua del río.
Estefanía es delicada:
no es muy dada al ejercicio:
brazos sueltos, muslos suaves,
sonrientes labios rojizos
de beber, siempre que pueden,
fría jamaica y tamarindo.
Sus pechos son más pequeños,
porque Dios juzgó atrevido
juntar demasiados dones
con su ser antojadizo.
“Quedadas” para sus padres;
para el cura “gran peligro”;
envidia de sus hermanas,
obsesión de sus amigos,
se han lanzado esta mañana
para correr los caminos
que conocen. ¿Que por qué?
Porque pueden y han querido.
Y ahora que, en el río, mojadas
una en otra se han caído,
¿qué más queda? Están tan cerca
y el sereno está tan frío
que no hay nada más deseable
que un beso que les de abrigo.
Y no es que lo duden mucho:
ya conocen el camino.
Labio sobre labio apenas,
rozando con vaho gemido,
poco a poco se conectan
las bocas y los sentidos.
Y salen a tierra un poco,
donde estorban los vestidos:
se va la falda pequeña,
las blusas y los corpiños.
Besa Estefanía los pechos,
sus rincones escondidos
su pezón difuso y pardo,
su reflejo humedecido.
Ama Cristina los muslos
de su amiga, sus bracitos,
sus labios, rojos de besos,
y sus gestos pervertidos.
¿Son lesbianas?, te preguntas.
¡No conoces este sitio!
En el pueblo aislado y viejo
donde las dos han crecido
no hay palabras ni señales
para hablar de lesbianismo.
Hay historias de mujeres
que nos cuentan los castigos
de acostarse con los hombres
o de no encontrar marido,
pero ¿qué es un solo beso,
beso tierno, beso amigo,
entre dos mujeres grandes
que no tienen compromisos?
¡Malo si fueran dos hombres!
¡O una mujer y el marido
de otra! ¡O con el cura, Dios!
¡O si fuera con tu primo!
Pero ¿qué son dos mujeres
que conocen los caminos
que, bajando por el monte,
las conducen hasta el río?
No hay un nombre para eso;
si lo había, se habrá perdido.
«¡No la cima! Ve despacio,
porque está resbaladizo.
Siente cada recoveco,
busca por dónde es más liso.
Cuando llegues a la orilla
toma un cántaro del río
y riega con él las tierras
que sientas que no han bebido.»
«Εntra un poco, amiga mía.
Se está muy bien en el río.
Dale a tus dedos inquietos
un baño calmado y tibio»
Así se complacen ellas
masturbándose en el río.
Si les da tiempo y si quieren,
quizá hasta incluya su idilio
lo que tú llamas “tijeras”
y en su idioma compartido es:
«echa rosa sobre rosa,
y rocío sobre rocío»
Ya no están. Ya no se escuchan.
Sale el sol. Un satirillo
de pelo rojizo y crespo,
que ayer se quedó dormido
por entre las enroscadas,
blancas ramas del guajillo,
hoy, al despertar tan tarde,
tristemente sólo ha visto
cortadas las tiernas flores
que él regó con mil suspiros.
«¿Qué es esta cosa?», se dice,
estrujando confundido
el brasier de Estefanía
que, en sus aguas, trajo el río.
Llora, sátiro, tus flores;
llora el “¡uff!” que te has perdido.
Los popotes de tu flauta
ya casi no dan sonido.
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