Eran las 9 pm. Elías se había sentado a la orilla de la misma cama donde Arteaga se lo cogió y estaba bebiendo una cerveza que le había ofrecido Nina. Dinora (en camisa y calzón) y Fer (en el camisón, que se le transparentaba) fumaban adentro del cuarto, sin ceniceros. Latas de cerveza, vacías o sin dueño, llenaban el lugar.
Nina prendió la televisión. Lo primero que había era un documental sobre hormigas. El correr de esa marea roja tranquilizó un poco a Elías, y Nina se descubrió de pronto viéndolo con él.
—Mejor pon porno —le dijo Arteaga. Fer aplaudió esa opción.
—¿Cómo quieres porno después de lo que hicimos aquí? —la regañó Dinora.
—Ninguna de nosotras acabó —le aclaró Fer. —Nos detuvimos porque el pendejito se iba a correr.
—¿Entonces su mejor idea es ver porno? Si quieren seguir, seguimos —dijo Dinora, con un aire solemne y democrático.
Algo se contrajo en la espalda de Nina, como se contrae la espalda de un gato que se pone en guardia. Elías seguía viendo las hormigas, y parecía que no escuchaba la conversación.
—Pues yo digo que hace rato lo hicimos todo sin ton ni son —sentenció Fer, mirando a Dinora. —Tú, por ejemplo; yo pensé que íbamos a tener unas tijeras o mínimo que me ibas a comer la raja.
Las amigas se rieron. Poner en palabras esa clase de actividades, que apenas una hora antes las llamaban de forma tan instintiva, parecía ridículo. Dinora se ruborizó, pero había bebido lo suficiente como para que se confundieran en ella el rubor de la vergüenza y el del coqueteo.
—Y tú, putita —dijo Fer apuntando a Nina. —¿Qué se supone que estabas haciendo? Para masturbarte tú solita tienes el baño de tu casa. Un poco de trabajo en equipo no te vendría mal.
Nina torció la boca y no respondió nada. No sólo le molestaba todo lo que había pasado, también le molestaba la palabra «putita». Si le habían puesto un apodo tan lindo como Nina, ¿por qué sus amigas tenían que llamarla «putita» todo el tiempo?
—¿Por qué pelean? —les dijo Arteaga a todas. —¡Mejor digamos qué vamos a hacer!
De las tres, Arteaga era la que más quería seguir. No había terminado cuando se cogió a Elías, y aunque estaba razonablemente satisfecha por el solo hecho de perder su virginidad, la curiosidad por el orgasmo la hacía sonreír de pudor, hinchando las mejillas. Por eso ella fue la que inició una reconciliación en el grupo:
—Dinora, tienes los pechos más hermosos que he visto. No sé por qué no los luces más —así, de la nada, el diálogo sonó tan extraño que le dio ñañaras a Nina.
Pero a Dinora, que ya estaba halagada porque Fer quisiera tirársela, el comentario de Arteaga le sacó una sonrisa muy sincera. Dinora volteo a ver a Fer, con el mismo cariño con el que Arteaga la había visto a ella, y le dijo:
—Fer… no sé cómo sea tu vida. Pero estoy aquí para lo que necesites… o lo que quieras… —le dijo con un tono muy raro, que estaba entre el apoyo emocional y la invitación erótica.
Fer, a su vez, pensó en la cara de disgusto que le había hecho Nina hacía un momento. Quizá también pensó en que Nina fue la única que se opuso a lo que pasó con Elías y dijo:
—Nina, eres la persona más tierna del mundo —las amigas lanzaron un tierno “ohu” que llenó el cuarto, como antes lo habían llenado con sus exclamaciones excitadas. —¡Debes ser muy tierna en la cama!
Y todas rieron. Nina suponía que Fer quería usar un chiste para ponchar la melosa solemnidad del momento. Pero había algo en su diálogo que también sonaba a una invitación. “¡Ay, Elías!”, pensaba Nina. Si las amigas no dependieran tanto de los rituales… si Dinora no necesitara siempre aplastar la voluntad de los hombres… si no tuvieran siempre que complacer a Arteaga… quizá habrían podido usar ese viaje para “explorar su sexualidad” entre ellas, sin Elías, sin hacer que Nina (¡siempre Nina!) se sintiera culpable. Pero Nina no sabía cómo pedirles eso. Ni siquiera podía pensar en la frase “explorar su sexualidad” sin ponerle comillas en su cerebro.
—¿Qué vamos a hacer, pues? —insistió Arteaga.
—¡Yo ya elegí! —dijo Fer, y tomó a Nina por el hombro.
Años después, Nina ya no se acordaba lo que le había susurrado a Fer. Según lo que pasó, probablemente le dijo que ella, Nina, no tenía problema con que se acostaran. Que Fer le parecía hermosa y que ella estaba muy excitada también. Pero también le habría susurrado que quería que Elías ya no fuera parte de eso, y le habría pedido que convenciera a Dinora.
Recordaba que Fer y Dinora se habían quedado hablando unos minutos, también en secreto, junto a la puerta de entrada del cuarto. Y que Fer le había hecho una seña de pulgar arriba. Dinora se sentó en la cama en la que había cogido con Fer y dijo:
—Entonces Arteaga y yo en este, Fer y la putita en la otra.
—Yo saldré a tomar aire —dijo Elías. Era lo primero que decía desde lo que había pasado con Arteaga
—¡No, no! Es tu cuarto, parecerá que te estamos echando —le contestó Dinora. —Quédate en nuestra cama y nos puedes ver. O puedes ver a Nina, lo que te guste más. Te prometo que estaremos quietecitas.
¿Por qué no lo dejaba irse? ¿Por qué Dinora dijo “puedes ver a Nina”? Nina volteó a ver a Fer, y ella le sonrió como diciendo “no te preocupes; ya lo acordamos como querías”. Nina confió en Fer y se sentó con ella en la otra cama. Elías se sentó en la cama de Dinora y Arteaga, como un gato acurrucado en una esquina.
Fer le preguntó a Nina si quería que se quitara el camisón. Nina negó con la cabeza y comenzaron a besarse. Nina pensó que ningún hombre la había besado así: con tiempo, con amistad, con comprensión. Nina no sentía deseo por el cuerpo de Fer, pero sentía deseo por lo que Fer podía hacerle a su cuerpo. Fer empezó a tocarle los pechos; normalmente los hombres se aburrían de sus pechos pequeños muy pronto, y buscaban penetrarla, probablemente pensando en los pechos de otra. Pero Fer no: Fer la masajeaba por encima, metía la mano, buscaba el pezón sobre su brasier. Cuando Fer intentó desvestirle el terso, Nina le pidió que se metieran en las cobijas primero.
—¡Qué penosita! ¿No te estabas masturbando frente a todos hace un momento? —le preguntó Fer, burlándose, pero igual se metió a las cobijas con Nina.
El camisón se sentía como una cobija entre ellas, y Fer finalmente se lo quitó. Le quitó a Nina sus bermudas, su blusa y su brasier. Una prenda detrás de otra, sin pausas y sin estímulos.
Luego, compensó esa rapidez acariciando toda la piel de Nina, desde el espacio detrás de sus orejas, bajando por su cuello, por el espacio entre sus pechos, por su ombligo, bajando por su cintura y siguiendo de lado por sus muslos, una y otra vez. Casi sin darse cuenta, Nina, con los ojos cerrados, se había abierto de piernas. Fer puso una mano sobre su sexo, usando el dedo índice y cordial para separarle los labios, y probando con el dedo medio cuánta humedad tenía. Repartió esa humedad por su vulva y luego circundando el clítoris. Probó dedearla un poco y, después de unos segundos, le preguntó:
—¿Lo prefieres con o sin dedo?
—Sin —contestó Nina.
Fer sacó su dedo y siguió tocándola por fuera. Nina se entregaba a las sensaciones, y no abrió los ojos hasta que sintió la respiración de Fer en su vello público. La imagen era divertida. Fer allí, dándole placer, debajo de las cobijas, iluminadas desde afuera por el foco del cuarto. Parecían como dos amigas que habían construído un fuerte en una pillamada.
Fer besó sus muslos delgados, besó su vello púbico y, finalmente, besó sus labios; luego sacó la lengua y empezó a darles lamidas lentas y circulares. Allí Nina tuvo su primer orgasmo de la noche.
—Ahora sí te voy a meter un dedo. Es algo que me enseñaron. Sólo quiero ver si te gusta —le dijo.
Nina asintió varias veces y Fer la penetró con el dedo medio, mientras el índice y el cordial atrapaban el clítoris. Luego, besó el clítoris tres veces y, finalmente, comenzó a succionarlo. De pronto Fer detenía la succión, y más bien lengüeteaba, un poco abajo y arriba, un poco en círculos. No pasaron ni dos minutos y Nina volvió a venirse.
—Ahora… —empezó a decir Fer, mientras Nina aún se recuperaba del trance de su último orgasmo. —¿Te parece si hacemos algo más para mí?
—Ajá —contestó Nina, con dificultad.
Fer le alzó una pierna y la puso sobre su hombro. Puso en contacto su vagina con la de Nina y empezó a embestirla mientras se masturbaba.
—¿Pensaste que alguna vez te cogería? —le preguntó Fer a su amiga. Nina negó con la cabeza. —Porque yo sí he fantaseado contigo.
Nina buscó una almohada a tientas y se la puso en la boca para no gemir como una desesperada. Sentía que sus ojos debían estar desorbitados y le daba un poco de vergüenza su propia excitación. Pensaba que Fer se la estaba cogiendo con una pierna sobre el hombro… más o menos como se la cogería un hombre. Pero que en realidad, Fer estaba siendo más cariñosa que cualquiera de sus parejas.
Después de un rato, Fer dejó de masturbarse y aceleró la velocidad. Le pidió a Nina que se sentara y, así, ya en tijeras completas, arremetiéndose con toda su fuerza, las amigas se besaron y Fer tuvo un orgasmo.
Nina cayó en un sopor raro, del que la despertó un sonido inconfundible: los gemidos de Elías. Salió de las cobijas a toda velocidad y saltó de la cama. Lo primero que vio fue a Arteaga montando a Elías otra vez, mientras Dinora se agachaba a besarle su pequeños pezones masculinos. Arteaga estaba completamente desnuda, pero Dinora aún usaba camisa. Cuando la vio, Arteaga le dijo, con toda la inocencia del mundo:
—¡Encontramos condones en una de las maletas!
Nina la ignoró por completo, furiosa, y le espetó a Dinora:
—¡Qué carajos pasa contigo!
—¿Por qué crees que Fer me puede decir lo que tengo que hacer, putita? —le preguntó Dinora, levantándose de la cama y “poniéndosele al tiro” (es decir, acercándosele cara a cara, para mostrar que no temía pelear con ella; la Nina madura, al recordar todo esto, se preguntaba si la gente seguiría usando esa expresión).
—Porque te lo pedí, porque es lo mínimo que te puedo pedir —le dijo Nina, haciendo grandes aspavientos.
—Además, ¿yo qué? La que se lo está cogiendo es Arteaga, pero me pides las cosas a mí y te quejas conmigo. Todas ustedes se la pasan viéndome mal porque yo soy a la que usan para calentar a los pendejitos como este. Pero a todas ustedes las excita. Y luego me culpan a mí, porque yo soy la sirena de la perdición, yo soy la belleza que corrompe a la juventud. ¡Pues váyanse a la chingada!
—Te lo pedí —le repitió Nina, ya más triste que enojada.
—¿Sabes qué? Quítate, Arteaga. Me toca.
Arteaga no dijo nada. Se levantó y se vistió. Salió al balcón y no regresó sino hasta tiempo después. Dinora se subió en Elías y le hizo penetrarla de golpe. Al contrario de Arteaga, Dinora sabía exactamente lo que estaba haciendo. Después de la penetración inicial, fue subiendo muy poquito a poco, sacando casi entero el pene de Elías. Luego, fue bajando muy poco a poco, mientras sentía que el pene de él se doblaba un poquitio. Elías exclamó algo que Nina no sabía cómo interpretar. ¿En algún sentido, en algún nivel lo estaba disfrutando? Dinora era hermosa, ¿prefería coger con ella que con Arteaga? Cuando Elías vio a Dinora en el camión, seguro le había gustado, ¿había fantaseado con cogérsela? ¿Estaría cumpliendo ahora una fantasía?
Nina hacía twerking cuando estaba sola; le ayudaba a sentirse bien con su cuerpo. Por eso reconoció lo que estaba haciendo Dinora cuando empezó a cogerse a Elías. Aún debajo de la camisa, se sentía que los pechos de Dinora rebotaban al ritmo de sus embestidas. Elías empezó a gemir de forma clara y audible, aunque tenía la cara escondida entre las manos.
—¿Me detengo? —le preguntó Dinora.
—No —le contestó Elías.
—Mírame, pendejo. No te hagas. Yo sé que en diez años vas a seguir pensando en mí cuando te la jales.
Elías vio a Dinora y no pudo desviar la mirada del hueco que se hacía en sus pechos al rebotar. Dinora sintió su pene crecer dentro de ella y dijo con orgullo:
—¡No estaba completamente arriba! ¡Lo acabo de hacer crecer!
Entonces Dinora comenzó a montarlo con más furia, mientras se quitaba la camisa. Nina pudo ver la marca de una quemadura de cigarro debajo de uno de sus pechos, y una lágrima amarga por fin le salió del ojo izquierdo.
—¡Carajo! ¿Por qué soy yo la que tiene que trabajar? —dijo, se levantó y se echó en la cama, con las piernas abiertas —¡Cógeme si eres hombre!
Elías no lo dudó, pero tampoco se apresuró. De una forma casi mecánica se levantó y puso el pene sobre la vagina de Dinora. Parecía tener problemas para meterlo; Fer se acercó en silencio y lo ayudó.
Empezó a penetrarla con un ritmo que no dependía de él, sino del movimiento que Dinora le imponía desde abajo. Cuando Dinora logró que Elías fuera al ritmo que le gustaba, lo dejó hacer y empezó a tocarse los pechos.
—¡Un hombre me chuparía los pechos mientras me penetra!
No sin cierta dificultad, Elías bajó la boca hasta sus pechos, sin dejar de penetrarla ni disminuir el ritmo.
—Ahj, quítate —le dijo Dinora finalmente, retirándolo de sus pechos. —Fer, ¿me ayudas?
Fer le sonrió y bajó a succionar sus pechos, mientras la masturbaba. El pene de Elías entraba y salía, y a veces rozaba los deseos de Fer. En algún momento (Nina no se dio cuenta de cuándo), Fer y Dinora empezaron a besarse. Durante el beso, Dinora tuvo un orgasmo.
Pero Elías seguía erguido. Y no era que Elías tuviera una fuerza especial o mucho aguante, es que tenía una maraña confusa de sentimientos. La vergüenza le bajaba un poco la erección y los nuevos estímulos volvían a subírsela, de manera que siempre estaba a punto de terminar y nunca ocurría. Sólo eso le permitió soportar tener sexo con Dinora.
—Alguien tiene que poder bajársela a este compañero. Fer, ¿nos haces los honores? —ofreció Dinora
—No —le dijo Fer, de forma tajante.
Dinora se desconcertó ante la negativa, y luego la sorpresa se le volvió ira. Tapándose los pechos (Nina pensó que sobre todo se estaba tapando la cicatriz), le gritó a Fer:
—¡No me importa que seas lencha! —un odio inmenso por Dinora se apoderó de Nina, cuando dijo esta última palabra. —Por si no te acuerdas, te he visto coger con al menos dos güeyes, así que yo sé que, poder, puedes.
—Yo no soy nada de lo que tú digas que soy —le contestó Fer, roja de ira, mientras se echaba en la cama, con las piernas abiertas.
—Pues vas —le dijo Dinora a Elías, indicándole el sexo de Fer.
Elías comenzó a penetrar a Fer de forma automática. De inmediato, Fer se dio cuenta de que eso no le iba a gustar en lo absoluto y cambiaron de posición. Elías se recostó en la cama. Fer se le puso encima e hizo que la penetrara poco a poco. Luego, se lo empezó a coger de atrás hacia adelante, sin el twerking garigoleado de Dinora, pero de una forma bastante excitante… al menos para Nina. Mientras Elías la miraba, sin enojo y quizá con deseo, Fer se mordía el labio inferior, se mesaba con una mano su corto cabello castaño y con la otra se acariciaba, no un pecho o el otro, sino la línea entre ambos pechos.
En ese momento, Arteaga regresó del balcón y, viendo a Fer montada en Elías, se sintió excitada. Empezó a corear:
—¡Eh, eh, eh!
Dinora la secundó, y de nuevo llenaron el cuarto de exclamaciones
«Parece una modelo; parece una revista», pensaba Nina. También pensó que, así como antes, cuando tenía sexo con ella, Fer había fingido ser masculina, ahora estaba fingiendo ser femenina. Y le funcionó. En algún momento, Elías alzó la mano a uno de sus pechos y, acariciándola, tuvo un orgasmo.
Pero Fer no se detuvo, siguió restregándose en Elías, sin darse cuenta de nada. Elías gimoteaba porque, pasada la erección, el estímulo de estar en una vagina empezaba a convertírsele en malestar. Nina intentó hacer que Fer parara, pero fue en vano: no se detuvo hasta que ella misma tuvo un orgasmo. Para ese momento, el pene de Elías, ya flácido, hasta se había salido de la vagina. El condón, casi desalojado, amenazaba con chorrear, y el chico había vuelto a taparse la cara con las manos.
Fer se levantó, recogió su ropa y fue al baño. Después de unos minutos, salió completamente vestida y se fue del cuarto.
Elías la vio irse. Después, quizá porque quería ver su reacción, se le quedó viendo a Nina por un momento. En ese momento, Nina recordó que no tenía ropa y se tapó los pechos y la entrepierna. Elías, con toda calma, giró la cabeza a otro lado, como si ya no hubiera diferencia entre ver a Nina o no.
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