Tía Irene está sumergida en la bañera. Mis padres y mi hermano Pedro han salido a comer fuera y yo me he quedado con ella en la torre de Marbella, que heredó al morir de un ataque cardíaco Johannes, su marido austríaco. El calor es asfixiante y la playa está abarrotada de gente. He preferido quedarme a jugar con la consola y no bajar a la piscina.
Un estúpido tono en el móvil avisa de una llamada. Oigo a mi tía diciendo que haga el favor de llevárselo. Echo a un lado el mando y alcanzo el celular. Me quedo en la puerta del baño y tía Irene me mira y me dice, “dame, Claudio”. Me acerco y se lo doy desviando la mirada. A diferencia de las películas, la bañera no está cubierta de espuma blanca de gel, ni el agua le llega hasta el cuello o los hombros.
Es una llamada comercial. Lo que la irrita. Irene es la hermana menor de mi madre, tiene 56 años. Cierra la comunicación y me alarga el teléfono. Lo tomo de nuevo y la veo completamente desnuda. La recorro rápida y nerviosamente. Sus pechos son pequeños, sus pezones de un tono avellana con un círculo areolar muy definido y ligeramente más apagado. Las tetas son firmes; no caídas. Su estómago y vientre están ligeramente rellenitos, pero es muy agradable de ver.
El vello púbico está lacio por el agua, muy espeso y abarca una zona que va desde el elevado y salido monte de Venus hasta la entrepierna generosamente triangular. Irene se da cuenta de que mi vista se ha detenido a mirarla. No creo que le importe demasiado. Tía Irene sólo va a playas nudistas, según ha comentado mi pudorosa madre algunas veces, con tono algo desdeñoso, “a sus años”, añade cada vez. “A saber qué busca…”
Salgo del baño y me vuelvo al sofá. Continúo jugando, pero noto una alteración del pulso, me vienen imágenes como flashes del cuerpo de mi tía. La encuentro hermosa, una mujer madura, pero deseable. Sus tetas me gustan. No sé qué demonios recorre mi cuerpo una cosilla… un ardor de deseo sexual que me avergüenza ligeramente. Noto que mi pene se ha crecido, torcido dentro de mi pantalón corto. Mi paquete se ve claramente. Trato de despejar la mente, pero la imagen de aquel matojo de vello liso bajo el agua, entre los muslos apretados; aquellas firmes y tirantes mamellitas, que podrían ser de una jovencita, me han excitado mucho. Ha prendido en mí el fuego del deseo.
No me siento mal por el hecho de que Irene sea mi tía, no nos hemos visitado a menudo, tal vez, un par de veces al año. Además, las normas y tabúes sexuales son relativas, creo que dependen del criterio personal, de las inclinaciones y de la aceptación de quienes tengan relaciones amorosas y sexuales. Una vez el avance científico ha establecido claramente las fronteras de sexo y procreación, el credo del incesto ha perdido validez; lo que cuenta es el sencillo y espontáneo deseo afectivo.
Tía Irene me llama desde el baño. “Voy”, le digo. Cuando llego ella sigue dentro de la bañera. “¿Me puedes frotar la espalda?”, dice con una naturalidad lejos de cualquier artificio. Asiento con la cabeza y me acerco. Ella me pasa una enorme esponja natural, llena de cráteres. Se yergue y sus tetas se mueven deliciosamente. Los pezones están tiesos y con las puntas agudas visiblemente hinchadas. Se dobla hacia delante, con los brazos cogiendo las rodillas.
Lleno la esponja de gel, que derrama agua jabonosa por su espalda y comienzo a frotarla suavemente. Irene deja escapar un sonido de satisfacción apenas contenida, mientras hago rotar la esponja en el cuello, los hombros, los antebrazos y las filas de sus vértebras. Cuando alcanzo el sacro, ella despega los brazos de las piernas y yo subo lentamente por la espalda y la zona de las costillas. Se levanta. Aprecio la bella forma de sus nalgas. Su culo es muy redondo, prácticamente juvenil; es firme y los arcos inferiores son deliciosos. Los acaricio tratando de que mi tía no se percate.
Entre medio de los muslos aprecio un mechón de vello de su pubis. Subo un poco y como en un descuido deslizo la esponja hasta debajo de un seno; ella no dice nada; paso por debajo elevando el busto para frotar bajo la otra mama. Irene emite un ligero gorjeo. Se gira y nuestros ojos tropiezan. Mi verga se ha puesto tiesa y dura por la emoción sexual.
“Sigue”, pide. Así que comienzo a pasar la esponja por las dos pequeñas tetas. Las noto prietas cuando se mueven bajo mis dedos al enjabonarlas. Me deleito pasando una y otra vez por los pechos que desearía tocar, besar; meterme esas cúspides marroncitas en la boca, y chupar y sorber.
“Ahora las piernas”, dice dándose la vuelta. Chorrea el agua por su estómago y su vientre. Tengo ante mí la pelambrera oscura, goteante de agua que crea un reguero, una cortinilla acuosa bajando por una madejita estirada, como un trozo de lana negra brillante por donde cae hacia el seno de la bañera. Mi polla arde dentro del pantalón; temo que vaya a aparecer por encima de la goma.
Mojo la esponja y añado gel. Frotó el estómago, me detengo dando vueltas en torno al agujero irregular de su ombligo, y bajo hacia el vientre, frotando el amplio delta de vello. Tía Irene deja escapar una risita: “Me haces cosquillas”, y se abre de muslos. Yo me detengo. “Continúa”, dice con un tono ligeramente provocativo y exigente. Froto ligeramente por debajo del felpudo de vello y entre la fisura de la entrada de su vagina.
Después, bajo por los muslos hasta llegar a los pies.
“Muy bien, Claudio. Ahora aclárame —Me alcanza la alcachofa del flexo y me la da—, mientras vuelve a sumergirse en el agua.
Me da la espalda enjabonada y la aclaro. Se da la vuelta mostrándome de nuevo aquellas tetitas que me son tan apetecibles. Dejo que el agua resbale por el cuello y cada teta; que resbale hacia el ombligo y la mata de vello de su pubis. Me mira y dice: “Quita bien el jabón… con las manos, Claudio”. Cuando voy pasando la palma de la mano y después los dedos por sus mamellas veo que el pulso me tiembla de manera notable; como visiblemente mi polla aprieta mi vientre bajo el pantalón. Noto humedad en su punta.
El tacto de los pechos es suave. Los pezones están muy duros, sus conos tienen unos botones oscuritos gruesos, hinchados. Miro a los ojos de Irene y captó el deseo que reflejan; está al menos tan excitada como yo. Acaricio los pezones y magreo sus tetas. La escucho jadear y yo dejo escapar los míos propios. Ella estira la mano y me agarra por el pantalón. Abre el botón. Mi verga medio sale tiesa y larga. Irene baja la cremallera y toda la polla, con el capullo mojado por la excitación queda en ángulo casi recto hacia ella.
Deja escapar un “¡uy!” y lo agarra moviendo los dedos arriba y abajo por toda su envergadura.
“Lo tienes grande”. Sigue frotándolo, y yo gimo levemente.
“Aclárame del todo”, pide. Paso el agua por el vientre, el jabón se esfuma y todo el vello púbico chorrea agua limpia. Mi tía dice: “Muy bien, sécame”. Ha dejado de pajear mi polla y sale. Yo paso la toalla por su cuerpo en pelota. Ella se sienta en la bañera. Sus muslos están abiertos. Señala el manto de vello negro que ya comienza a mostrar sus rizos y me dice: “¿Quieres probarlo?”.
Respondo con un movimiento de la cabeza y ella abre del todo los muslos. Me arrodillo frente a ese velludo coño y me amorro, entreabriendo con los dedos el chocho húmedo de tía Irene. Entre los labios gruesos de su vulva se ve un fondo rosadito. Beso y lamo los labios y meto mi lengua en aquel conducto sabroso, buscando su interior. Oigo a Irene decir: “El garbancito, Claudio; cómetelo”, mientras se ríe estentóreamente.
Como estoy deseando chupar ese clítoris grande, hinchadito, morado de deseo, le abro el chumino. Beso y lamo la carne de ese coño rodeado de su manto peludo. Irene se mueve circularmente; yo chupo, ensalivo; mi lengua lame de arriba abajo, de derecha a izquierda. Aprisiono entre los labios. Saboreo con fruición el fruto delicado de ese Hugo maduro, y me hundo en el chocho húmedo y suave antes de volver a comerme el erecto clítoris de tía Irene. Entonces es cuando grita y se aprieta contra mis labios; su coño empuja mi boca, mientras siento las descargas contra mis labios. Irene se corre salvajemente. Noto sus fuertes espasmos. Gime y gime ente jadeos.
Ahora se separa y mira mi tranca, la vuelve a coger con ambas manos. Con la derecha aprieta el glande, mientras con la otra presiona mi endurecido miembro. Me mira con picardía y pajea el miembro. Sus dedos giran sobre mi capullo y los de la otra mano inician una masturbación lenta. Me siento trasladado a un paraíso de sensaciones. La polla es como un palo y experimento sensaciones de un indescriptible placer.
Tía Irene conoce el justo ritmo del masaje para conseguir que uno roce la locura; por un lado, quiere uno irse, venirse entre sus dedos, mojarlos con la espesa salpicadura de la leche caliente como un surtidor, por otro el placer es tan intenso y prolongado que quisieras que continuase todo el tiempo del mundo… pero, inopinadamente, se agacha y se mete la picha entre los labios. Abre la boca y absorbe toda la longitud de mi falo. Noto como me aspira el capullo, lo acaricia con la lengua llena de saliva; la lengua gira y lo redondea sujeto entre ella y el paladar. La cabeza sube y baja mientras mi polla escala un Everest de placer.
La mamada es tan eficiente que, aunque trato de evitar desparrarme, gimo casi como emitiendo un lamento. Es extraño el placer cuando es tan grande que se llega a situarse en paralelo al dolor. Quiero correrme como nunca en mi vida. Irene chupa, lame, succiona y sorbe el glande, todo mi mango. Es la mejor masturbación que he conocido. De repente siento que el semen sube por mi polla y no puedo resistir más. Aúllo mientras me corro a latigazos en la boca de Irene. La leche mana y yo me estremezco. Estoy agarrado a su cabeza, meciendo los cortos cabellos mientras hago involuntarios movimientos de cópula; como si follase a mi tía por la boca.
Expulso mis fluidos entre gemidos extenuantes. Irene va tragando todo el semen y aprieta todo el falo para extraer hasta la última gota láctea. Cuando ya comienzo a sentir que la polla se afloja, ella se la saca y se paladea los labios. Se levanta y desnuda con paso lento camina hacia su dormitorio. Pasa los brazos por sus caderas y musita: “Fabuloso, Claudio”.
Cuando mis padres regresan con Pedro, yo no estoy. He ido a caminar por el pueblo. Me asaltan imágenes vividas. “Éstas —me digo— van a ser unas vacaciones para no olvidar.