La historia está inspirada en un hecho real.
Descripción: Melissa, con 20 años, tiene un cuerpo que parece esculpido con malicia divina. Sus caderas son amplias y sugerentes, y su cintura, estrecha, crea un contraste marcando, una silueta que se curva con un magnetismo hipnótico. Los senos, de copa D, se alzan firmes y provocadores, con un perfil delicado pero desafiante, como si desafiaran la gravedad de forma natural. Sus pezones, decorados con pequeños piercings que relucen como secretos íntimos, parecen siempre listos a despertar el deseo más profundo.
Su cabello negro cae justo sobre sus hombros, enmarcando un rostro de belleza indomable, con esa expresión de dureza que tanto me atrajo desde el primer momento. Tiene piernas firmes y bien torneadas, forjadas entre el balón y la disciplina del gimnasio, pero es su trasero el que domina la escena: redondo, descomunal, desafiante. No exagero: esa maravilla de carne me obsesiona. Lo he visto provocar miradas, suspiros y hasta comentarios en la calle, y ella lo sabe… le gusta. Lo lleva con ese aire altivo y juguetón, como quien sabe el poder que carga.
Melissa tiene un cuerpo de muñeca de porcelana con carácter de fiera. Su piel tiene un tono blanco suave, como leche mezclada con miel. Y una costumbre irresistible: siempre usa ropa interior diminuta, mínima, que apenas cubre, que apenas oculta, como si quisiera dejar pistas, provocar pensamientos. Y vaya si lo logra.
Nota del autor(a):
(Todas las historias aquí compartidas están escritas desde la perspectiva que resulte más excitante, intensa y envolvente para el lector. No están limitadas por mi género, ni buscan revelar quién soy, sino hacerte sentir dentro de cada escena. En esta ocasión, el deseo toma voz masculina… porque así arde más).
Aunque en este relato no se detallen ciertas conversaciones previas, es importante mencionar que Melissa fue parte activa, entusiasta y totalmente dispuesta en todo momento. Algunas emociones y motivaciones han sido omitidas deliberadamente para mantener la tensión, el misterio… y ese sabor provocador que enciende la imaginación.
Lo que no se cuenta abiertamente… a veces excita más.
Y sí, quiso repetirlo.
Desde hace unos meses, los viernes han dejado de tener sabor. Antes me entusiasmaban: sabía que Melissa estaría sonriendo al final del día, con su bolso de deportes al hombro, contándome jugadas, risas, resbalones en el barro.
Melissa… mi novia: dulce, tímida, un poco callada, pero con una sonrisa que derretía hasta al más duro.
Estudia cosmetología, pero los viernes los dedica a algo singular: fútbol mixto.
Uno de esos viernes, como a las 8 de la noche, pasé a recogerla. Me dijo que se quedaría conversando con unas amigas, así que esperé.
Cuando la vi salir, noté que caminaba raro. Tenía las rodillas enrojecidas. Se lo pregunté.
—Me caí jugando —dijo, sin mirarme directamente.
—¿Otra vez? —respondí con una media sonrisa.
Escuché que una de sus amigas se rió. No le di importancia… en ese momento.
Con el tiempo, empecé a notar cosas. Algunas noches evitaba hablar del fútbol. Su mochila estaba desordenada. Una vez, encontré una botella de perfume que nunca le había visto. Me dijo que era un regalo. Pero yo sentía algo raro. No celos exactamente. Era inquietud. Una punzada detrás del estómago. Algo no encajaba.
Hasta que un viernes decidí ir más temprano.
Llegué a eso de las 6:10 y no fui al parque como siempre. Me quedé a observar desde lejos. El campo estaba medio vacío. Vi a algunos chicos retirarse. Caminé con cautela, bordeando la zona, pasando entre arbustos que rodeaban el terreno.
Fue entonces cuando escuché voces. No risas… murmullos. Me acerqué con cuidado. Me oculté entre arbustos altos, y desde ahí los vi. Melissa. Mi Melissa. Arrodillada.
Estaba frente a él, a ese tipo que siempre vi demasiado cerca de ella: Armando.
Tenía la cabeza inclinada hacia adelante, sus manos apoyadas suavemente en los muslos de él. Vi cómo Melissa se acercaba, hasta dejar a la vista el miembro de aquel tipo.
No voy a decir que tenía un gran pene, pero era lo bastante considerable como para ahogar a mi dama. Se detenía por momentos, respiraba hondo, luego retomaba. Como si saboreara su entrega. Como si lo disfrutara.
En un instante, él deslizó su mano por su cuello y le bajó ligeramente el tirante de la camiseta. Vi sus pechos asomarse brevemente, suaves, expuestos al aire frío de la tarde.
Melissa no se cubrió. No se sobresaltó. Simplemente siguió.
Me sentí atrapado entre dos impulsos: el de salir corriendo a gritar su nombre y el de quedarme ahí, presenciando la escena hasta el final, como si una parte enferma de mí necesitara ver hasta dónde llegaba su traición.
La entrega de Melissa llegó a tal punto que dejó sobre él una espuma densa, mezcla de su propia saliva y del líquido seminal de Armando, con un entusiasmo que rozaba lo irracional. Su mirada, antes tierna y delicada, se transformó ante mis ojos. Pasó de ser esa chica dulce, casi inocente, a una mujer con la expresión de alguien completamente distinto: una puta. Una trola experta. No podía creer que esa fuera la misma Melissa que yo conocía. Nunca la había visto tan impúdica.
Él la sostuvo de la cabeza mientras descargaba su espesa esperma directamente en la boca de Melissa; ella alzó la vista hacia él y sonrió con una dulzura desconcertante. Luego, con una naturalidad casi doméstica, tomó una servilleta, limpió sus labios, se acomodó el cabello y se levantó como si nada. Sin mirar a nadie. Sin un gesto de culpa.
Yo, en cambio, seguía ahí. Paralizado como una sombra, testigo de mi propio reemplazo.
Pero ahí no termina el espectáculo. Después de un descanso, conversar y compartir algo de comida, vi cómo ellos charlaban en voz baja, casi imperceptible. Desde mi escondite, solo podía ver el movimiento de sus labios, sus gestos, las miradas que se cruzaban. No escuchaba nada, pero algo en el lenguaje corporal de Armando lo decía todo: insistencia disfrazada de ternura. Melissa, en cambio, tenía el ceño levemente fruncido. Aunque negaba con la cabeza, su expresión era incierta.
Entonces ella giró un poco, dándole el trasero. Se movía con una suavidad provocadora. Melissa tenía esa forma natural de atraer las miradas, de despertar algo que no sabías que sentías hasta que lo veías reflejado en otro.
Vi cómo Armando se acercó más, rozándola con su pene erecto. Sus movimientos eran lentos, cuidadosos, como si jugara con un límite.
El vaivén de sus caderas marcaba un compás lento y deliberado, como si cada movimiento estuviera diseñado para tentar, para provocar… y para enloquecer a quien tuviera el privilegio. Y ahí estaba él, tan cerca que rozaba su enorme trasero, como si la estuviera probando. Sin poseerla… condenado a perderse en el deseo.
No escuché palabras, pero vi el desenlace: un temblor leve en sus cuerpos, un gesto contenido… y luego, silencio.
Ella no se dio la vuelta. No lo miró. Solo se acomodó la ropa lentamente, con esa parsimonia de quien no necesita explicar nada, como quien guarda un secreto en la piel.
Después de la función, me temblaban las manos. La cabeza me iba a mil. Pero tenía que calmarme. Porque, por enfermo que suene, esta vez quería entender qué sentía al estar en medio de todo eso.
Quería saber si Melissa tenía su propio límite.
Cuando la vi, la saludé como siempre: con la misma voz, con la misma expresión. Y aun así, me miró raro. Como si algo en mí se hubiera quebrado, aunque yo lo disfrazara bien.
—¿Te pasa algo? —me preguntó.
—Nada —le dije.
Seguimos como si nada. Caminamos, hablamos… pero yo no podía dejar de recordar su cuerpo arrodillado, su mirada en otro, sus labios ocupados.
Al llegar a casa, le pedí que se quedara a dormir conmigo. Me miró un segundo y asintió, como si el día hubiera sido completamente normal.
Ella tenía su costumbre: dormir viendo series en mi celular, siempre con ese cuidado sutil… pero esta vez, yo tenía un plan. Le pedí su teléfono con la excusa de buscar una serie que no estaba en el mío. Se lo dije como si fuera lo más casual del mundo.
A la media hora se quedó dormida. Como siempre.
Y ahí lo hice.
No esperé mucho. Fui directo. Y no encontré un mensaje. Encontré varios.
Chats guardados. Fotos. Horarios. Conversaciones largas. Todo lo que nunca debí ver… estaba ahí. Y aun así, no pude parar.
No tuve que buscar mucho. Los chats con Armando estaban fijados arriba. Había audios. La escuché. Su voz… dulce, suave, pero diferente.
Conmigo hablaba bajito, tierna. Con él sonaba ansiosa, un poco agitada. Viva.
En mensajes anteriores:
Le decía que no podía creer lo que había hecho. Que fue raro… pero que al final, le gustó.
Que al principio tuvo miedo, que le temblaban las piernas.
Que era su primera vez haciendo sexo oral con alguien más que no fuera yo.
Y que se sintió sucia… pero también libre.
Había una foto, era una selfie, tomada desde arriba, como esas que uno se toma sin pensar demasiado…
Melissa estaba sentada en el césped. Llevaba una blusa delgada, de esas que apenas cubren. El tipo de tela que, con la luz correcta, no perdona nada. Y en ese momento, todo estaba claro. El contorno de sus senos se dibujaba con precisión. Sus pezones se marcaban nítidos bajo la tela, tensos, vivos. El escote bajo dejaba ver la curva suave de su pecho, sin caer en lo obvio.
Con esa confianza silenciosa que nunca me había mostrado así.
Y entonces, un video.
Él se lo había enviado.
—¿Te acuerdas de esto? —le escribió.
Ella aparecía frente a la cámara, jugaba con su verga como si fuera un dulce.
En el video se ve cómo ella, desde arriba y frente a la cámara, lo está complaciendo íntimamente. Se veía claramente cómo subía y bajaba, cómo lo metía todo en la boca y lo volvía a sacar.
Ella responde casi de inmediato, con la voz cargada de ansiedad y firmeza:
—¿Qué estás haciendo? ¡Borra eso ahora mismo! Te dije que no guardaras nada, esto es una vergüenza…
Él no se inmuta y responde con tranquilidad desafiante:
—No va a pasar nada. Relájate.
Pero ella no cede. La frustración y el miedo se notan en su tono:
—La próxima vez no te dejo grabar ni un segundo, ¿entendiste?
Él, con un dejo de certeza casi retadora, responde:
—No te preocupes, nadie va a verlo. Confía en mí.
Y luego…
Un mensaje que no pude borrar de mi cabeza:
“¿Te gustó más que con él?”
Ella respondió con un emoji. Uno de esos que no dicen nada… pero que insinúan todo.
Después, un:
“No sé… Me dejé llevar.”
Me dejé llevar.
Así lo resumió.
Después de terminar de ver los mensajes con Armando, me dirigí a revisar los siguientes mensajes.
Vi mensajes en dos chats que me llamaron la atención: uno con Miguel y otro con Martín.
Primero abrí el de Miguel. Al principio todo parecía una conversación normal… hasta que empecé a subir más. Ahí encontré cosas como:
—La pasé rico hoy —le escribió ella.
Y luego, sin pausa:
—Extraño la noche que tuvimos.
—La sabes chupar —respondió él, con una seguridad casi descarada.
Hubo una pausa en la conversación, pero él continuó:
—¿Cómo aprendiste?
Ella contestó con un tono relajado, como quien cuenta algo trivial:
—No sé… práctica.
—¿Con varios, la verdad? Jajaja.
Y luego, como quien quiere suavizar el golpe:
—Nah, mentira… o bueno, no tanto.
Más arriba encontré mensajes con planes. Coordinaban una fiesta:
—Hoy nos vemos, ¿no?
Él respondió rápido:
—Lleva falda corta. Ya sabes que hoy, de postre, vas a recibir algo especial…
Ella no respondió con palabras. Solo un emoji con risas y otro coqueto.
El tono era claro. El juego estaba activo. Y no era nuevo.
Abrí el chat con Martín. Parecía que había más que solo mensajes; parecía un juego de sadomasoquismo, sumisión… un juego fantasioso que compartían ellos.
Martín: “Hoy serás mía. Ya sabes que tengo esos videos tuyos rebotando encima mío.”
Martín: “Más te vale que llegues puntual.”
Ella disfrutaba ese juego, porque no tardó en responder, mostrando una mezcla de disposición y curiosidad:
Ella: “Claro, estaré ahí. ¿Qué quieres que lleve?”
Martín: “La tanga corta y un vestido que se note todo. Ya sabes que me gusta verte putona.”
Martín: “Eres mía, y vas a demostrarlo.”
Ella respondió sin dudar:
—Está bien, papi. Como tú ordenes.
Luego empezó a enviarle fotos de varios vestidos que tenía en mente. En cada imagen, la tela se ceñía a su cuerpo, dejando entrever sus pechos a través del material, con sus piercings visibles, dando un toque atrevido y sensual.
No se quedó atrás y le envió una foto más. En la imagen, llevaba un vestido que apenas le llegaba a los muslos: lo justo para cubrir, pero con una caída tan ligera que, con cada paso, se le subía un poco, dejando ver piel en movimiento.
En otra imagen, enfocaba la parte trasera del vestido, mostrando sutilmente sus nalgas delineadas por la tela, como una provocación delicada pero directa.
—Así te gusta, papi… ¿O más putona?
Lo peor fue lo último que leí antes de cerrar todo.
Martín:
—¿Y tu flaco?
Melissa:
—No se entera. Y si se entera, que mire.
—¿Qué mire?
—No sé si eres muy valiente… o muy puta.
—Pero me encanta esa seguridad.
—Entonces que mire… Y que aprenda quién te tiene así.
Al subir más arriba en la conversación, encontré mensajes que hablaban de planes ocultos, disfrazados de juegos:
—Hoy invitaré a mi amigo a pasar el rato. Le dije que tengo un juego muy entretenido.
—Vente a las 4 pm, solo con tu top sin tirantes y esos leggings deportivos que te ciñen las curvas… y dejan ver esa tanga tan descarada.
Ella respondió con una firmeza que intentaba marcar límites:
—No, hasta ese punto no voy a llegar. No quiero hacer un trío. Eso no me gusta.
Pero él, astuto y controlador, no se mostró molesto. Su respuesta fue suave, envolvente… peligrosa:
—Tranquila, muñeca. Nadie va a obligarte a nada. Pero dime la verdad: ¿no te excita un poquito la idea de dos pares de manos sobre tu cuerpo? ¿De no saber cuál de los dos te toca primero?
Ella dudó. El silencio que siguió pesaba más que cualquier respuesta inmediata.
—No sé… —escribió—. Martín, en serio… no creo que me atreva. Ese tipo de cosas no son para mí. Este juego ya se está saliendo de control.
Él contestó sin perder su tono dominante:
—Ese es el punto, Melissa. Que se salga de control. Que no sepas si lo odias… o si te está encantando. Pero siempre puedes decir “no”, y sabes que te escucharé… a menos que tu cuerpo diga otra cosa antes que tu boca.
El pulso de ella se aceleraba mientras escribía:
—Solo quiero estar contigo. No con otros. Pero… si estás ahí… tal vez…
Él leyó entre líneas. Sabía que el deseo ya se había sembrado, que la fantasía no podía borrarse tan fácilmente.
—Mi niña linda… solo quiero verte rendida. Tu cuerpo diciendo que no, tu mirada diciendo que sí. Lo haremos a tu ritmo. Pero, una vez que des el primer paso, no te dejaré volver atrás.
Y ella, tras unos minutos, escribió algo que parecía una rendición:
—Voy a ir. Pero no prometo nada. Quiero sentir. Quiero que me hagas olvidar que hay mundo afuera. Solo tú… tal vez tú y alguien más. Pero si decido parar, me respetas.
Él no necesitaba más que eso.
—Entonces prepárate, Melissa. Ese coño tuyo está hecho para llenarse de leche ajena, y lo sabes. Esta noche tendrá un nuevo visitante. Esta vez… no será un juego inocente.
La realidad muchas veces queda atrás, porque la ficción supera la verdad en formas que no esperaba.
Guardé todo lo que encontré: conversaciones, videos, mensajes. Los descargué, los ordené, los analicé.
Ahora entiendo por qué aquella vez, cuando le pregunté por qué iba vestida así, me dijo que iría con una amiga a una convención de anime y que se quedaría hasta la noche pasando el rato con ella.
El día siguiente fue raro. Ella me besaba como siempre, me hablaba dulce, me preguntaba si todo estaba bien… y yo solo sonreía. Cada vez que sus labios tocaban los míos, recordaba lo que había leído. Cada vez que decía “te amo”, en mi cabeza resonaba otra frase:
“Ese coño tuyo está hecho para llenarse de leche ajena.”
Así que le ofrecí una sorpresa. Le hablé de una noche diferente, un domingo. Alquilé una casa. Le dije que sería algo romántico, especial, con una atmósfera pensada para hacerla sentir única.
Le compré algo que, desde hacía tiempo, imaginaba verla usar. Algo que ella siempre se negaba a vestir, porque decía que debía ser para una ocasión única.
Era lencería. Pero no cualquiera.
Lo pensé todo para que pareciera un pastel: dulce, provocativo. Un envoltorio que gritara “deseame”.
Morado. Rosado. Sus colores favoritos.
Ella se lo puso. Se sintió especial. Única. Perfecta.
Me contacté anónimamente con todos aquellos con los que ella se hablaba de esa forma. Porque sí: era la perra de cada uno de ellos en secreto.
Les envié un mensaje simple. Les dije que habría una reunión discreta, una fiesta privada:
“En tal casa, a tal hora. Fiesta. Chicas. Alcohol.”
Fue tan fácil como atraer abejas con miel.
Ellos no preguntaron nada. Solo dijeron que sí.
Y yo pensaba siempre en lo mismo: que todos los invitados vinieran con hambre.
Que cada uno pudiera tomar su pedazo de pastel.
Primero, claro, preparé el lugar con cuidado.
Puse música suave, algo tenue.
Serví tragos, bocadillos simples, algo para distraer.
Melissa estaba contenta. Ajena.
Sonreía como si todo fuera real.
Y, en parte, lo era.
La casa tenía calefacción.
El ambiente era cálido, acogedor.
No había frío que pudiera romper la ilusión.
Era perfecto.
Los invitados comenzaron a llegar, cada uno a su hora, sin saber quiénes más asistirían. Pero había un truco: la casa tenía dos puertas.
La principal, por donde entramos nosotros.
Y una secundaria, que daba acceso directo a la sala.
Por allí entrarían ellos.
Y entonces llegaron los hombres.
Martín. Miguel. Armando.
Uno por uno, como piezas cayendo en su lugar.
Ingresaron por la puerta secundaria, tal como se les había indicado. Ninguno se conocía. Al principio, se cruzaron miradas incómodas, murmurando entre sí con preguntas que nadie se atrevía a hacer en voz alta:
—¿Dónde están los demás?
—¿Esto ya empezó?
—¿Es aquí?
La casa estaba vacía, pero no lo parecía.
Había música suave llenando el aire, luces cálidas colocadas con intención, y un aroma tenue a incienso. Todo estaba preparado para parecer una fiesta íntima y exclusiva.
Cerveza fría sobre la mesa. Bocadillos recién servidos.
Había color, había ritmo… había una atmósfera que sugería que algo iba a pasar.
Y como suele ocurrir cuando el ambiente está bien diseñado, dejaron de pensar.
Dejaron de preguntar.
Bebieron. Comieron.
Y en cuestión de minutos, comenzaron a reírse juntos, como si se conocieran de antes.
La tensión se desvaneció como el hielo en sus vasos.
Yo los observaba desde mi rincón oculto, tras las pantallas.
Y cuando vi que estaban reunidos, relajados, listos… supe que era el momento.
Casi a la hora señalada, mientras ella me esperaba sumisa, le dije que había llegado la sorpresa. Le pedí que se pusiera el traje… ese que le había comprado y que tantas veces se había negado a usar. El mismo que ahora, entre risas nerviosas y curiosidad, aceptó sin hacer preguntas.
Mientras le vendaba los ojos con cuidado, acariciándole el rostro para que se sintiera segura, la tomé de la mano y la guie hasta el centro de la sala, donde una alfombra suave marcaba el camino.
—Camina lento —le susurré al oído—. Sigue la textura bajo tus pies. No hay forma de que tropieces.
Ella obedeció, descalza, sintiendo cada paso.
La alfombra que había colocado guiaba sus movimientos con precisión, como un hilo invisible que la llevaba justo donde yo quería.
—No preguntes nada —le dije—. Solo quédate de pie y siente. Voy a tocarte, y tú solo debes disfrutar.
Entonces, se abrió la puerta.
Ella salió.
“El cuarto estaba justo al costado del salón principal, así que no tuvo que caminar mucho. Sus pasos eran suaves, casi juguetones. Iba vendada, como le había pedido, completamente ajena a todo.
“Pero no estaba sola.” “Los tres hombres la vieron salir y el ambiente cambió de golpe. Miguel dejó de reír. Armando se enderezó en el sillón. Martín apretó su vaso como si no supiera si debía soltarlo o aferrarse a él. Ninguno dijo nada. Solo la miraron”.
“Y ella… ella avanzaba hacia ellos sin saberlo. Moviéndose con esa ingenuidad dulce que alguna vez me enamoró y que ahora me resultaba casi insultante. El encaje morado que cubría su cuerpo era tan tenue que apenas podía llamarse “ropa”. La lencería dejaba sus pechos al descubierto; los pezones se marcaban, tensos, visibles bajo la tela. No llevaba nada más. Absolutamente nada. “Una pieza diseñada para provocar, no para ocultar”.
“Ella comenzó a saltar ligeramente sobre sus pies, impaciente, como una niña que espera un regalo. “¿Cuánto más vas a hacerme esperar?”, dijo en tono juguetón, sin saber que su voz rebotaba en una sala que ya no era sólo mía”.
“Cada pequeño salto la convertía en un banquete en movimiento, una sinfonía de carne y encaje, provocando a ciegas, sin saber que sus gestos inocentes alimentaban la fiebre de los que la miraban”. Sus pechos rebotaban bajo el encaje fino, tensos, marcando cada curva, cada vibración. Las tiras moradas se aferraban apenas a su piel, y sus caderas, descubiertas, se balanceaban con una suavidad casi obscena. “Las nalgas temblaban como si fueran ajenas a su voluntad, tan suaves y expuestas que dolía mirarlas”.
“Cada centímetro de su figura quedaba al descubierto con cada movimiento. Y ella no lo sabía. Jugaba, sonreía, coqueteaba… creyendo que sólo yo la estaba mirando. Que todo eso era para mí. “Que todavía era nuestra noche”.
“Los hombres seguían congelados, atrapados entre el deseo y la culpa. Nadie hablaba. Nadie se movía. El silencio lo llenaba todo, como si el aire se hubiera vuelto espeso.
Verla expuesta no era lo más excitante. Era anticipar su rendición total: la fragilidad latiendo bajo su piel, la sumisión en su mirada, el deseo mudo pidiendo que no se acabe jamás.
¿La chica del relato te dejó pensando?
Dime si quieres que esta historia siga… o si prefieres una nueva.
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Noo claramente que siga eso no puede quedar así hay que ver la reacción de la novia y sobre todo ver cómo actuan los amantes y ver cómo le terminan a la chica o si se vuelve un cornudo no puede terminar así
Que la historia siga por favor está muy excitante