Polvo lunar

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Nadie dijo que escribir un artículo científico iba a ser fácil. Menos aún si el tema es tan etéreo e intimidante como la exosfera de polvo de plasma lunar y los analizadores de iones y neutros energéticos. Pero lo verdaderamente difícil, lo realmente peligroso… era él.

En la facultad todos sabían que el Departamento de Astrofísica Aplicada estaba lleno de mentes brillantes y egos aún más grandes. Ningún profesor quería guiar un nuevo artículo, todos estaban ocupados con sus propios proyectos, sus viajes a conferencias, sus doctorandos favoritos. Y ella, solo una estudiante más, con la presión de publicar para poder graduarse.

—Tienes que hablar con él, —le dijo la decana, bajando la voz—. Apolo. El profesor Apolo.

El nombre le resultó familiar. Había oído rumores: que era brillante, que había trabajado en misiones lunares reales, que hablaba poco, pero observaba demasiado. Y, por supuesto, que no aceptaba estudiantes fácilmente.

La primera vez que lo vio fue en un pasillo casi vacío del centro de investigación. Iba sin bata, con una camisa remangada y una carpeta en la mano. Llevaba gafas sin marco y su mirada era como una lectura espectral: invisible, pero exacta.

—Así que tú eres la que necesita salvar su tesis con una publicación —dijo sin mirarla directamente—. Ven mañana al gabinete 412. Si llegas tarde, olvídalo.

Ella no durmió esa noche. Y al día siguiente estaba frente a la puerta 15 minutos antes.

El gabinete era pequeño, con maquetas de satélites y una pizarra completamente llena de ecuaciones. Allí dentro, comenzó algo más peligroso que la carrera espacial: la atracción intelectual.

Apolo explicaba conceptos con frases cortas, a veces con dibujos. No la halagaba, pero tampoco la ignoraba. La exigía. Y esa exigencia la encendía. A veces no entendía si estaba en un laboratorio… o en una danza.

—Nos invitaron a presentar en una conferencia en Ginebra. Solo hay un pasaje —dijo él una tarde, sin apartar la vista de la computadora—. Si quieres ir, tendrás que convencerme de por qué tú y no yo debo presentarlo.

Ella lo miró. Sabía que había algo más en el juego. Algo no dicho. Algo que latía entre párrafos de análisis espectral y gráficos de emisión de iones.

Se fue de ese lugar una sensación muy extraña. Pasaron los días.

Ella se dirigió al gabinete 412 con el pretexto de necesitar ayuda para desarrollar el artículo científico. El ambiente olía a peligro y promesas rotas. Caminó por los pasillos fingiendo interés por los títulos técnicos, pero su cuerpo vibraba con una tensión apenas contenida. Hacía tiempo que no sabía de él, y la última vez que hablaron de su proyecto no logró avanzar casi nada.

Se sentó en su sitio habitual, con el corazón latiéndole más rápido de lo que admitía. Él estaba frente a ella, serio, enfocado, pero no del todo. Ella sacó de su bolso una paleta sabor mango y, sin decir una palabra, empezó a chuparla con descarada lentitud. Sabía que eso era un acto desenfrenado, y aún más provocador era el modo en que lo hacía: su lengua se deslizaba por el dulce como si cada lamida llevara un mensaje oculto.

Él se mantenía en su lugar, pero sus pupilas le delataban. El chasquido del polvo picante que traía el carmelo, los labios húmedos de Afrodita, y la tensión creciente entre ambos hacían del silencio algo casi insoportable.

Ella notó cómo él comenzaba a ceder, como si le perdonara, convirtiendo el escenario de una redención cargada de deseo.

—¿Te gusta cómo lo chupo? —susurró ella, con la paleta ya a medio derretir, dejando un brillo naranja en sus labios.

Él no respondió, pero ella notó el leve temblor en sus manos. Se incorporó con gracia y se deslizó hasta su lado. Fingiendo buscar algo en su bolso, dejó caer una hoja, obligándolo a agacharse. En ese instante, rozó su muslo con el dorso de la mano. Un roce mínimo, pero incendiario.

—Si no quieres, me detengo aquí —le susurró al oído.

—Cierra la cortina —fue su respuesta, seca, autoritaria.

El cubículo tenía una vieja cortina de lona, más simbólica que útil. Afrodita la corrió y volvió a sentarse frente a él. Despacio, se desabrochó los primeros botones de la blusa. No llevaba sujetador. Él tragó saliva, sus ojos fijos en el vaivén de sus pechos apenas contenidos.

Ella se levantó. Se inclinó sobre la mesa, haciendo que uno de sus senos rozara los papeles entre ellos. Él acercó el rostro, la besó con hambre. Su lengua exploró sin pudor.

—No nos pueden ver, pero sí nos pueden oír —le dijo ella mientras se subía sobre él, quedando a horcajadas en sus piernas.

Él no dijo nada. Sus manos subieron por debajo de la falda, sintiendo el calor húmedo que ella ya no podía disimular. Ella se mordía el labio, luchando por no gemir.

Ella tomó su miembro por encima del pantalón, acariciándolo, sintiendo cómo se endurecía con rapidez. Con movimientos calculados, lo liberó. Todo quedó en pausa, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.

—No hay condón —dijo él entre jadeos.

—No necesito uno. Solo quiero sentirte. Ahora. Aquí.

Durante varios minutos ella friccionó la tela de su pantalón con su entrepierna. Encendiéndolo, pero sin perder la cordura. Cuando ella acabó tuvo que usar un pañito húmedo para limpiarlo. A partir de allí compartieron el gabinete, el vuelo, incluso el hotel.

El artículo avanzaba. Pero también avanzaba la tensión. Ella comenzó a vestirse diferente. A dejar el cabello suelto. A leer sus propias notas con voz baja mientras él revisaba los datos, como si su lectura fuera una caricia.

Una noche, en la habitación del hotel, corrigieron juntos el último gráfico. La cama estaba deshecha. El silencio era pesado.

—¿Sabes qué es lo más inestable en una exosfera de polvo lunar? —preguntó él de pronto—. El momento justo antes del colapso.

Ella no respondió. Solo se acercó. Lo demás fue física de cuerpos: movimiento, calor, fricción… y un estallido de energía sin ecuaciones.

Al acabar ella se deslizó sobre él con un gemido contenido, una mano cubriendo su boca. El ritmo se volvió frenético, pero sus movimientos eran suaves, precisos, como si cada embestida estuviera coreografiada por el deseo más animal y prohibido.

Sus uñas se clavaban en sus hombros. Apolo apretó los dientes, tratando de no rugir. Cuando ella volvió a alcanzar el clímax, todo su cuerpo tembló, y el suyo la siguió apenas unos segundos después.

Ella se levantó con cuidado, cerró su blusa, y se acomodó la falda.

—Creo que con esto ya tengo material suficiente para mi artículo —dijo, sonriendo mientras recogía su bolso.

Y él, aun jadeando, supo que jamás podría volver a su gabinete sin recordar esos instantes de pura transgresión.

El paper fue aceptado. La universidad la felicitó. Pero nadie supo lo que realmente ocurrió entre ecuaciones. Solo él y ella sabían lo que se había intercambiado más allá de los datos: secretos, miradas, y una sumisión que no era científica.

Pero el gabinete 412 aún guarda sus huellas.

Y su historia… mantiene las cenizas.

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