Seducida por el verdulero (1)

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T. Lectura: 10 min.

El recuerdo de Beto todavía me quemaba las entretelas. No era un galán, ni cerca. Tenía la nariz un poco torcida, las manos ásperas y una sonrisa que no sabía si era tímida o canchera. Pero ahí estaba lo jodido: me miraba como si ya supiera cómo me gemía. Y yo, en vez de espantarme, sentía que se me hacía un nudo en el estómago.

Seis años mayor que yo, nada exagerado. Pero bastaba con cómo se paraba, con ese aire de “no te voy a rogar, pero sé que vas a caer”. Mi marido en ese momento estaba demasiado ocupado viajando —o, seamos honestas, cogiéndose a quien fuera— para notar que yo también tenía mis escapadas. ¿Hipócrita? Quizá. Pero cuando la pasión en tu casa es un fantasma, terminás buscando calor donde sea.

Y Beto… por favoor. No hubo flores ni promesas. Solo un par de frases secas, una mano que se posó en mi cintura como si ya me conociera de antes, y yo, en vez de sacármela, apreté los dientes para no gemir. Porque era eso: me trataba como la puta que sabía que era, sin adornos. Y a mí, después de años de matrimonio gris, me volvía loca.

Ahora, de vuelta en casa, cada vez que mi marido se iba “de trabajo”, yo me quedaba mordiendo el labio, imaginando otra vez esas manos que no pedían permiso. Porque al final, ¿qué tan santa podía hacerme si hasta el roce de la silla me recordaba lo mojada que estaba ese día?

La mañana lucía diáfana cuando llegué al edificio. Llevaba un traje de lino color hueso, holgado pero que, pese a mi esfuerzo por vestir con discreción, no lograba ocultar del todo la línea de mis caderas ni el escote que se insinuaba bajo el blazer. Mis tacones —altos, pero discretos— resonaban en el mármol del vestíbulo, marcando un ritmo que solía hacer que los hombres apartaran la mirada con respeto.

Hasta que tropecé con los cestos de verduras obstruyendo la entrada.

—¿De quién son estos? —pregunté al guardia, con esa voz que sabía equilibrar elegancia y firmeza.

—Un conocido de la señorita Ángela, doña Alma —respondió él, casi susurrando.

No añadí nada. Avancé hacia el interior, pero una presencia me detuvo en seco.

Él estaba allí.

No era alto —de hecho, yo lo superaba en varios centímetros, incluso sin los tacones—, pero su corpulencia era innegable: brazos gruesos por años de cargar peso, una camisa de algodón desgastado que se adhería a su torso ancho, y manos grandes, con nudillos marcados y tierra bajo las uñas. Su rostro tampoco seguía cánones de belleza: nariz fuerte, labios gruesos y una barba de dos días que le daba un aire descuidado. Pero había algo en su mirada… una intensidad quieta, como si ya conociera cada uno de mis secretos.

Pasé junto a él sin decir palabra, pero sentí el calor de sus ojos recorriéndome. No era la mirada tímida de los ejecutivos que bajaban la vista ante mi autoridad, ni la de los jóvenes que se ruborizaban al ser descubiertos. Él me observaba con una franqueza que hizo que mi nuca se erizara. Al llegar al ascensor, me volví ligeramente, solo para confirmar lo que ya sabía: seguía allí, clavándome esos ojos oscuros que parecían decir: “Sé que no eres tan imperturbable como finges”.

Ya en la oficina…

—Ángela —entré a mi despacho dejando caer el bolso sobre el sillón con un golpe seco—, ¿quieres explicarme por qué la entrada de mi edificio parece una feria rural?

Mi secretaria alzó la vista de su computadora, con esa sonrisa pícara que solo ella podía permitirse.

—¡Alma! Es solo por hoy, te lo juro. José —hizo una pausa, como si el nombre explicara todo— es un amigo de toda la vida. Vino a vender sus cosechas y necesitaba un lugar donde dejar las cosas un par de horas.

Cerré los ojos un instante, fingiendo exasperación, aunque su tono casi infantil me desarmaba. Ángela era la única persona a quien permitía ciertas libertades; quizás porque sus galletas de limón eran el único consuelo en esas largas noches en que mi marido “trabajaba” hasta tarde.

—Sabes perfectamente que el consorcio no tolerará esto —dije, pero el borde de mis labios se curvó levemente.

—¡Por fa-vor! —arrastró las sílabas, acercándose—. Es buenísimo su zapallo anco. ¡Te llevaré uno!

—Basta —corté, aunque sin dureza—. Dile que guarde todo en el depósito… temporalmente. Luego veré si el señor Rinaldi le permite un espacio en el mercado municipal.

—¡Eres un sol! —exclamó, saliendo disparada antes de que pudiera arrepentirme.

Pasaron unas horas. Estaba revisando unos contratos cuando escuché un par de golpes en la puerta de mi oficina.

—Adelante —dije, sin apartar la vista de la pantalla.

Se abrió la puerta y allí estaba él: José. Sostenía su gorra entre las manos como si fuera un objeto sagrado, y aunque se lo notaba algo cohibido, sus ojos me recorrieron con un descaro apenas contenido.

—Hola, doñita… —empezó, carraspeando—. Quería ofrecerle una disculpa. Soy José, amigo de Ángela. Perdón por las molestias que le causé esta mañana.

Le sostuve la mirada. Su voz era áspera, masculina, y ese acento arrastrado me recordó de golpe el sabor terroso de ciertas fantasías que creía tener bajo control.

—Hola, un gusto. No hace falta que te disculpes. Entiendo que necesites vender tus cosas; todos necesitamos plata. Pero no son las formas aparecer y ocupar espacios comunes sin permiso.

—Sí… unas disculpas. Y bueno… muchas gracias por esto… —murmuró, inclinando apenas la cabeza.

—No hay de qué. Además, recién hablé con el dueño del mercado. Te conseguí un puesto para que puedas vender allí tus verduras.

José alzó la vista, con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

—¿En serio? ¡Muchas gracias, señora!

Fruncí los labios, conteniendo una carcajada.

—Por favor, no me digas “señora”.

—¿No está casada? —preguntó, ladeando un poco la cabeza.

—Sí, pero “señora” me hace sentir vieja —dije, cruzándome de brazos.

Él soltó una risita grave.

—Mil disculpas. Además… usted es todo lo contrario —dijo, bajando la voz y permitiéndose recorrerme de arriba abajo con una mirada que ardía.

—¿Cómo dices? —pregunté, fingiendo molestia, aunque sentí el calor subirme por el cuello.

—No quiero sonar grosero… pero su marido come muy bien —dijo, con un tono casi insolente, pero sin dejar de sonreír.

—Bueno… creo que ya es momento de que te retires —dije, intentando retomar la compostura.

—No quería causarle más molestias, que tenga un lindo día… y muchas gracias. Si necesita algo… aquí tiene un servidor.

—Bueno, gracias… —respondí, soltando una pequeña carcajada que me traicionó.

—Lo que sea, ¿eh? Puedo hacer entrega a domicilio —añadió, guiñándome un ojo.

—¡Ya basta, por favor! Tengo mucho trabajo.

—Okey, guapa… gracias y hasta luego —dijo, antes de salir cerrando la puerta con suavidad.

Mientras el clic del picaporte se apagaba, me quedé quieta, sintiendo un escalofrío que me subía por la espalda. Era el mismo cosquilleo que me recorría cada vez que recordaba a Beto. Y aunque José no era precisamente un hombre de belleza clásica, había algo en su seguridad… en su descaro… que me hacía hervir la sangre.

Pensé en sus manos ásperas, en su voz ronca. Y no pude evitarlo: un latido sordo me pulsó entre las piernas, mientras me pasaba la lengua por los labios, conteniendo un suspiro.

Los días siguientes pasaron sin demasiados sobresaltos. O, al menos, sin sobresaltos visibles. Porque dentro de mí, todo parecía un campo minado.

En mi casa, el silencio se había convertido en un invitado habitual. Mi marido y yo nos cruzábamos en la cocina, en el dormitorio, en el vestidor… como si fuésemos dos compañeros de trabajo que comparten el mismo espacio, pero no la misma vida.

No hablábamos de nada que importara. Ni siquiera discutíamos. Y, a veces, eso dolía más que los gritos.

Él llegaba tarde, con excusas cada vez menos creíbles: reuniones, cenas de negocios, viajes improvisados. Y yo, aunque hacía rato lo sospechaba, todavía no me animaba a preguntarle en la cara si estaba acostándose con otra. Quizá porque, en el fondo, me daba miedo tener que admitir mis propios pecados.

Aunque, claro, mis aventuras habían terminado hacía tiempo. El año pasado Beto me hizo volver a despertar, y no quería volver a mis puterías… pero el calor en el interior era peor que un incendio.

Una tarde, estaba revisando unas carpetas cuando Ángela irrumpió en mi despacho. Ni siquiera golpeó la puerta.

—¡Almaaa! —canturreó, como si el mundo fuera un lugar maravilloso.

—¿Qué pasa ahora? —dije, simulando fastidio.

Venía cargada con dos bolsas enormes.

—¡José te mandó esto! —exclamó, dejando una bolsa sobre mi escritorio.

—¿Otra vez? —pregunté, aunque una parte de mí se sintió estúpidamente halagada.

—Sí, señora Alma —dijo Ángela, marcando la palabra “señora” con intención burlona—. Dice que son duraznos y ciruelas de su huerta. Que te los merecés.

—Ángela… —suspiré, llevándome la mano a la frente—. Sabés que estoy casada.

—Bueno, ¡y qué! Estás casada, no muerta.

—¡Ángela! —la reté, aunque no pude evitar soltar una risita.

Ella me miró con esa cara suya de “sabés que tengo razón”.

—Además —siguió, inclinándose hacia mí—… no estás tan casada.

La miré en silencio. No supe qué contestarle. Ella bajó la voz, más seria.

—Yo sé que no estás bien con él. Y sé que José te mira… distinto.

Desvié la vista, incómoda. Saqué un durazno de la bolsa. Era grande, perfecto, de un color naranja casi imposible. Lo giré entre mis dedos, sintiendo su piel aterciopelada.

—No voy a meterme en líos otra vez —murmuré, más para convencerme a mí misma que a ella.

—Yo solo digo… que estás viva. Y que es una lástima que nadie te lo recuerde —dijo Ángela, antes de enderezarse con un suspiro—. ¡Ah! Y hablando de recordar… ¡mi cumple es la semana que viene!

—¡No me digas que cumplís treinta! —exclamé, exagerando el tono dramático.

—¡Vieja y acabada, lo sé! —bromeó—. Pero igual quiero fiesta. Va a ser en el club del pueblo. Quiero que vengas… y también tu marido.

—¿Estás segura de quererlo ahí? —pregunté, arqueando una ceja.

—¡Obvio! Sos mi mejor amiga. Y él… bueno, aunque sea para la foto familiar —se encogió de hombros.

Suspiré.

—Voy a intentar convencerlo…

Esa noche, en casa, lo abordé mientras él revisaba su teléfono, recostado en la cama.

—Amor… —empecé, con mi mejor voz suave.

—Hmm —respondió él, sin despegar la mirada de la pantalla.

Me senté a su lado. Acerqué mi mano a su pecho, sobre su camisa. Olía a colonia cara… y a desinterés.

—Ángela cumple años. Me invitó al pueblo. Quiere que vayamos los dos.

—¿Al pueblo? —preguntó, levantando apenas la vista.

—Sí… Sería solo un fin de semana. Ella es mi amiga.

Él soltó un suspiro breve, casi impaciente.

—Sabés que no me gustan esas cosas. Gente que no conozco, música horrible… y encima ese calor.

—Podría ser divertido… —insistí, rozándole apenas el cuello con mis labios.

—No. Además, ese finde tengo cosas —dijo, apartándose ligeramente.

—¿Qué cosas? —pregunté, conteniendo la amargura que me subía a la garganta.

—Cosas del trabajo, Alma.

—¿Otra vez? —dije, intentando mantener la voz neutra.

Él me lanzó una mirada que no supe descifrar. Ni cariño. Ni deseo. Solo… hastío.

—Mirá, andá vos si querés. Yo no voy. No tengo nada que hacer en ese lugar —cortó, antes de volver al teléfono.

Me quedé en silencio, mirándolo. Era increíble cómo, a menos de medio metro de distancia, podíamos estar en mundos completamente distintos.

Probé una última vez. Deslicé mis dedos por su brazo, buscando su piel.

—¿Querés que me quede esta noche contigo? —susurré, esperando siquiera un atisbo de interés.

—Estoy cansado, Alma —dijo él, con tono casi mecánico.

—Claro… —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.

Me giré y me acosté del otro lado, de espaldas. Cerré los ojos, aunque sabía que no iba a poder dormir.

En la penumbra, me invadió la misma pregunta que me asaltaba cada noche: ¿en qué momento se había muerto lo nuestro?

Y, sin quererlo, me encontré pensando en José. En su manera de mirarme como si viera algo bajo mi ropa, en esas manos grandes y rudas…

Me sentí sucia. Me sentí viva. Y me sentí más sola que nunca.

A la mañana siguiente, mi marido me despertó con un beso suave en el hombro. Me sobresalté, no porque no estuviera acostumbrada a que me besara, sino porque hacía semanas —tal vez meses— que no lo hacía.

—Alma… —murmuró, acariciándome el brazo—. Perdón por anoche.

Me giré para mirarlo. Tenía ojeras, pero también una expresión casi vulnerable que hacía tiempo no le veía.

—No quiero ir al cumpleaños de Ángela —dijo enseguida, antes de que yo pudiera abrir la boca—. Sé que te molesta, pero no me siento cómodo en esos lugares. Y estoy muy cansado.

Lo observé un segundo, tratando de encontrar en su mirada algo que me convenciera de que seguía siendo el hombre del que me había enamorado.

—Está bien —dije finalmente, en un susurro.

Sonrió, como si se sacara un peso de encima. Me besó la frente y se levantó para ducharse. Lo escuché tararear mientras se metía en el baño, y me sentí ridículamente sola en la cama enorme.

Iba a ir sola.

La semana se presentó larga y calurosa. La fiesta de Ángela era el sábado y domingo siguiente, y ella no paraba de bombardearme con mensajes.

—¡El sábado es solo de chicas! —me explicó por enésima vez, mientras me mostraba en su celular la lista de invitadas—. Vamos a ser seis nada más: vos, yo, Mariana, Caro, Luchi y Marta. Música, tragos y confesiones. Nada de hombres.

—Miedo me da eso de “confesiones” —dije, rodando los ojos.

—¡Ay, no seas amarga! —rio—. El domingo es la cena familiar y la fiesta grande. Pero el sábado quiero que estemos nosotras solas.

Mientras tanto, José parecía haberse propuesto hacerse visible en mi vida. O, mejor dicho, meterse en ella.

Apareció el martes en la oficina, cargado de bolsas de duraznos , aunque no había ningún pedido formal.

—Estos están blanditos… —me dijo José, empujándome la caja de duraznos hacia mí—. Como la boca de una mujer que hace rato no besan bien.

—José… ¡Basta! —le espeté, aunque un calor me subió por el cuello.

—¿Me va a decir que su marido la tiene contenta? —insistió, bajando la voz, casi ronco.

Abrí la boca para contestar, pero no salió nada. Me limité a fruncir el ceño.

—No se preocupe —dijo él—. A veces hace falta probar otras frutas. Para saber lo que se está perdiendo.

Me giré para irme, pero escuché a Ángela soltar una risita detrás mío.

—Estás colorada como un tomate, Alma —se burló ella.

—¡Andá a trabajar, Ángela! —retruqué, intentando que no se notara que temblaba un poco.

El miércoles apareció de nuevo..

—¡Hola, señora Alma!

—José… —dije, exasperada—. No me digas señora.

—Perdón. Alma… —repitió él, muy despacio, inclinándose hasta que casi pude sentir su respiración contra mi cuello.

No pude evitar estremecerme.

—¿Le puedo preguntar algo? —susurró.

—Depende.

—¿Hace cuánto no se corre gritando mi nombre… aunque sea en sueños?

—¡José! —espeté, empujándolo apenas con la mano en su pecho, que estaba caliente bajo la tela gastada de su remera—. No digas esas cosas.

—Es solo una pregunta, doñita… —sonrió él.

Me alejé, pero no lo suficiente para que no me llegara el perfume terroso de su piel.

El miércoles lo encontré en el pasillo. Venía con cajas sobre los hombros, sudado, con la camiseta pegada al torso. Me clavó esos ojos oscuros.

—¡Mi doñita favorita!

—No me digas doñita.

—Bueno… Alma. Pero es que me gusta cómo suena “doñita” en mi boca —dijo, mirándome fijamente los labios.

Rodé los ojos.

—Sos imposible.

—Y vos sos irresistible —me lanzó, casi sin espacio entre nosotros.

Por un instante, me quedé mirándolo. Sus pestañas eran largas, polvorientas. Su boca estaba reseca, como la de alguien que trabaja al sol, y eso me provocó una punzada absurda entre las piernas.

—José… —empecé, con voz más suave—. No me busques problemas.

—Los problemas ya los tiene, Alma —dijo, clavándome la mirada—. Solo que no quiere admitirlo.

Esa noche, me decidí a intentar algo con mi marido. Me puse un baby doll negro, casi transparente, con puntilla en el borde.

Me metí en la cama y deslicé la mano bajo la sábana hasta encontrarlo. Estaba de espaldas, revisando el celular.

—¿Tenés que trabajar esta noche? —pregunté, suave.

—Mmm… no sé… mañana tengo que madrugar —dijo él, sin mirarme.

Le bajé el celular, obligándolo a mirarme. Le di un beso, con lengua, empujándome contra él. Sentí que se le endurecía un poco bajo el pantalón de pijama.

—Podríamos aprovechar… —dije, bajando mi mano y frotándolo suavemente.

Suspiró.

—Bueno… dale… pero rápido —respondió, ya con tono resignado.

Me subí sobre él, moviendo las caderas. Al principio, me agarró de las tetas y me besó el cuello. Cerré los ojos, queriendo imaginar que era José el que me sujetaba.

Pero apenas empezó a entrar y salir, él gimió dos veces, se puso tenso y terminó.

—Uf… perdón, estoy reventado… —murmuró, saliéndose enseguida.

Me quedé arriba suyo, con el calor palpitando entre mis piernas y una mezcla de rabia y vacío en el pecho.

—¿Podés al menos…? —empecé a decir, bajando la mano hacia mi sexo.

—Mañana, Alma… mañana, te juro… —dijo él, girándose para darle la espalda.

Me tumbé a su lado, sintiendo las lágrimas picarme detrás de los párpados. Tenía la bombacha pegajosa, pero seguía caliente, casi furiosa de deseo. Cerré los ojos e, inevitablemente, pensé en José.

El viernes, José volvió a aparecer en la oficina, con unas bolsas enormes de zapallitos. Llevaba la remera blanca mojada de sudor, marcándole los pezones duros.

—¡Buen día, guapa!

—Buen día, José… —dije, esta vez con menos severidad.

Él me miró, sorprendido.

—Mirá vos… hoy me saludás lindo.

—Hoy estoy de buen humor —dije, acomodándome el pelo.

—¿Y eso? ¿Tu marido se portó bien anoche? —preguntó con descaro.

Lo fulminé con la mirada.

—Eso no es asunto tuyo.

—Para mí sí —replicó él—. Porque si él no hace bien las cosas… yo me ofrezco de suplente.

No pude evitar soltar una carcajada seca.

—¿Y qué sabés vos de lo que me gusta o no?

José se inclinó, bajando la voz:

—Sé lo suficiente para reconocer cuando una mujer anda caminando con la bombacha mojada.

Abrí la boca, escandalizada.

—¡José!

—No me digas que no… —continuó él—. A veces basta cómo te sentás en la silla… o cómo respirás cuando me acerco.

Me mordí el labio. Ángela entró justo en ese momento, con un café.

—Bueno, bueno… ¿qué pasa acá? —intervino ella, divertida.

—Nada, Ángela —dije, volviéndome rápidamente a mi escritorio—. José se va.

—Yo me voy… pero usted sabe dónde encontrarme, Alma —dijo él, saliendo, sin dejar de mirarme.

Cuando se fue, Ángela se me acercó.

—¿Vas a negar que te calienta?

—¡Ángela!

—Bueno… yo nomás pregunto. Además… con el marido que tenés… no me sorprendería nada.

Le di un manotazo amistoso en el brazo.

—¡Callate!

Pero cuando me senté, tuve que cruzar las piernas porque estaba húmeda. Otra vez.

Finalmente, llegó el sábado. Preparé mi bolso y bajé al estacionamiento. Mi marido estaba tomando un café, ya vestido para salir.

—¿Segura que querés ir sola? —me preguntó, dándome un beso rápido en la mejilla.

—No es que quiera —dije, conteniendo un suspiro—. Pero si vos no vas, no pienso faltar al cumpleaños de mi mejor amiga.

Él me miró con una mezcla de culpa y fastidio.

—No quiero ir a meterme con tus amigas… ni con gente de campo… no es lo mío, Alma.

—Ya sé que no es lo tuyo. Nada es lo tuyo últimamente —dije, incapaz de frenar el veneno que me salió en la voz.

—No empecemos, Alma.

Rodé los ojos, agarré las llaves y me fui.

Mientras manejaba por la ruta, sentí el zumbido del aire acondicionado contra mi cuello. Y mientras veía los campos pasar, no pude evitar pensar que quizás, si todo en mi matrimonio seguía igual… no iba a poder resistirme a José por mucho más tiempo.

Y lo peor —o lo mejor— es que ya no estaba segura de querer resistirme…

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2 COMENTARIOS

  1. Muy bien redactado y lo más importante la intriga y imaginación sexual que provoca el texto uuf buenísimo…

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