Seducida por el verdulero (2)

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T. Lectura: 9 min.

Llegué al pueblo pasada la una de la tarde, con el sol brillando implacable. Frené frente a la casa de Ángela… y me sorprendí, aunque sin sentirme intimidada.

Era enorme. Una casa blanca, de dos plantas, con columnas en el frente y un jardín prolijamente podado, salpicado de rosales y jazmines. Parecía salida de una revista de decoración.

Toqué timbre y enseguida apareció Ángela, radiante, vestida con un short de jean, remera blanca y el pelo suelto.

—¡Alma! —gritó, abrazándome—. ¡Qué felicidad verte acá!

—¡Pero vos me dijiste que vivías en un pueblito! ¡Esto es una mansión!

Ella soltó una carcajada.

—Bueno… es un pueblito, pero no soy pobre, boluda.

—¡Me estuviste mintiendo todos estos años!

—No es que te mintiera… solo que no es lo primero que le cuento a todo el mundo. Acá mi familia es bastante conocida, y viste cómo es la gente… prefiero que en la ciudad me conozcan por mí, no por mi apellido.

—Ah, mirá vos… la señora con apellido ilustre —dije, sonriendo, divertida.

—Bueno, tampoco exageres —dijo Ángela, aunque inflando el pecho de orgullo—. Pasá, dale.

Caminamos por un hall con piso de mármol, cuadros antiguos y techos altísimos. Yo observaba todo con curiosidad, aunque acostumbrada a ambientes elegantes.

—¿Y cómo terminaste de secretaria mía, reina? —le pregunté, mientras subíamos una imponente escalera de madera.

—¡Ay, Alma! —soltó ella, divertida—. Justamente porque quería trabajar y ser independiente. Y además… ¡sos mi mejor amiga! El trabajo en tu estudio me encanta. Me dejás ser yo misma… y me pagás bien, maldita.

—Bueno, eso sí… —dije, sonriendo—. Pero igual, ¡esto es impresionante!

Ángela me abrazó otra vez.

—Tranquila. Acá sos de la familia, ¿sabés? Esta es tu casa estos cuatro días.

Me mostró mi cuarto: enorme, luminoso, con un ventanal que daba a un parque verde. Me senté en la cama, repasando mentalmente lo bien que Ángela había logrado combinar la comodidad de su pueblo con ciertos lujos.

—Bueno, doña heredera… ¿qué me espera hoy?

—¡Día de chicas! —gritó Ángela—. Y nada de maridos. Hoy somos seis: vos, yo, Sofía, Caro, Natalia y Lili. Ninguna se salva de contar algo picante… menos vos.

—¡Ni lo sueñes! —protesté enseguida—. Mis secretos se vienen conmigo a la tumba.

Ángela se cruzó de brazos.

—Ya veremos, Alma… ya veremos…

La noche de chicas arrancó en el quincho con risas, música, luces tenues y vasos que no paraban de llenarse. Había una mesa larga rebalsando de picadas, champagne, vino rosado y un licor de frutas casero que hacía estragos.

Estábamos las seis: Ángela, Sofía, Caro, Natalia, Lili y yo. Yo había arrancado un poco tensa, con ese aire de “yo no vine a esto”, pero entre el alcohol y el cariño de ellas, me fui soltando.

—¿Y vos te acordás del tipo ese con el arito en el ombligo? —decía Lili, muerta de risa—. ¡Se lo sacó en plena previa porque decía que lo distraía! ¿Quién se distrae por su propio ombligo?

—¡A mí me distrajo a mí! —saltó Caro—. ¡Tenía el abdomen marcado como tabla de lavar!

—¡Y otra cosa marcada! —agregó Sofía, con una ceja levantada.

Estallamos todas en carcajadas. Yo agarré la copa y brindé:

—Por los abdominales ajenos… y las malas decisiones.

—¡Eso! —dijeron todas, chocando vasos.

—Che, Alma —dijo Natalia, mirándome de reojo—. ¿Vos nunca hiciste una locura? Digo, así… bien caliente, bien impulsiva.

—Depende qué llames “locura” —respondí, con una sonrisa ladeada.

—Algo tipo… no pensarlo mucho. Dejarte llevar. Un rapidito en un ascensor, una escapada de oficina, algo así.

Ángela me miraba desde su copa, sabiendo demasiado.

—Vamos, Alma —dijo Lili—. Vos tenés pinta de señora elegante, pero estoy segura que por dentro sos una bomba.

—Ay, chicas… no sé si quiero contar nada. No me vayan a perder el respeto —dije, en broma, cruzándome de piernas con teatralidad.

—¡Demasiado tarde! —dijo Sofía—. Después de lo que contó Caro, ya no hay marcha atrás.

—¡Bueno! —dije, levantando las manos—. Confieso algo si todas confiesan también. Pero confesión real, no esa pavada del chongo con arito.

—¡Eh! ¡Mi chongo tenía sentimientos! —protestó Lili, entre risas.

—Dale —dijo Ángela—. Empieza vos.

Respiré hondo, jugueteando con mi copa.

—Hubo una vez… hace un tiempo. Estaba con mi esposo, y nos invitaron a una boda en un hotel divino. Terminé llevándolo al baño del salón durante el vals y… bueno, casi nos descubren. Fue un escándalo.

—¡¿En pleno vals?! —gritó Natalia.

—¡Con la novia bailando al fondo y ustedes…! —Caro se tapó la boca de la risa.

—Mi vestido tenía la espalda abierta —dije, sonriendo con picardía—. Y él siempre tuvo una debilidad por mi espalda.

—No, no. ¡Esto se está poniendo interesante! —dijo Lili, sirviendo más licor.

—¿Y ahora? —preguntó Sofía—. ¿Todavía seguís así con tu marido?

Me acomodé en el sillón, pensativa.

—Digamos que… hay días mejores que otros. Pero sí, todavía hay deseo. A veces se esconde, pero está.

—O sea que no está muerto —dijo Caro.

—No. Pero a veces está dormido. Muy dormido.

Ángela me miró con una sonrisa cómplice, sin decir nada.

—¿Y no pensás despertarlo un poquito? —preguntó Natalia.

—Con una buena sacudida, tal vez —acotó Lili.

Reímos todas. Yo también. Me sentía libre, entre mujeres que no me juzgaban.

—Mirá —dije, alzando la copa—. Mientras no me despierten a mí de golpe, todo está bajo control.

—¡Salud por eso! —gritaron todas.

Nos quedamos ahí un rato más, hablando de exs, de deseos, de hombres que sabían y no sabían tocar, de lo que se guarda y lo que no. Fue una noche de complicidad absoluta, sin filtros ni tensiones.

Yo no conté lo que realmente me hervía por dentro —ni sobre los mensajes, ni sobre José, ni sobre las noches en vela. Pero por primera vez en mucho tiempo, me sentí relajada. Liviana. Y con ganas de más.

El domingo amaneció despejado y caluroso. Bajé a desayunar y encontré a Ángela corriendo por toda la casa.

—¡Alma! Mil perdones… hoy estoy hasta las manos con los preparativos para la fiesta. Entre el catering, los músicos y los invitados… ¡me quiero matar!

—Tranquila. ¿Querés que te ayude?

—No, no. ¡Te vas a aburrir! Mejor andá a dar una vuelta… José te puede mostrar el pueblo.

—¿José? —pregunté, tratando de sonar indiferente.

—¡Sí! Él se ofreció. Es un amor. Además… no seas antipática, se nota que le gustás.

—Ángela… ¡no empieces!

—¡Dale, Alma! No seas amargada. Total… solo es un paseo.

José me pasó a buscar en su camioneta. Venía con una remera limpia, camisa arriba, perfumado. Me costó reconocerlo sin la tierra en las uñas.

—Buen día, Alma —dijo él, mirándome de arriba abajo—. Hoy estás preciosa.

—Gracias… —dije, incómoda, bajando la mirada.

Subí a la camioneta, intentando mantener distancia. Pero apenas arrancó, me miró con media sonrisa.

—¿Sabe que la ciudad le endurece a uno el corazón? Acá la gente es distinta. Más sincera.

—¿Sincera como vos? —pregunté, en tono burlón.

—Yo soy sincero, Alma. Vos me gustás, ¿qué querés que haga?

Suspiré.

—José… no me compliques la vida.

—No quiero complicarte nada —dijo, más serio de lo habitual—. Hoy solo te quiero mostrar mi pueblo.

Me callé. Algo en su tono me desarmó un poco.

Me llevó al río, a la plaza central, me mostró la iglesia, los puestos de artesanías. José saludaba a todo el mundo. Cada tanto me miraba de reojo.

—¿Sabés lo que más me gusta de este lugar? —preguntó, mientras me acompañaba por un sendero arbolado.

—¿Qué?

—Que todo está lleno de secretos. Acá la gente se cree que se conoce… pero nadie sabe nada de nadie.

—Eso pasa en todos lados, José.

Él me miró con una seriedad que me descolocó.

—No. En la ciudad, la gente es más hipócrita. Acá… cuando uno se calienta por alguien… se nota.

Me quedé mirándolo, sin saber qué contestar. Él se inclinó, recogió una ramita y empezó a jugar con ella entre los dedos.

—No me mires así —dije, finalmente.

—¿Así cómo?

—Como si estuvieras por comerme viva.

Él se rio bajito.

—¿Y si quisiera?

—No es una buena idea —respondí, aunque la voz me salió más suave de lo que quería.

Al atardecer, José me llevó de regreso a la casa. Se detuvo frente a la verja y bajó para abrirme la puerta de la camioneta.

—¿La pasaste bien? —preguntó, mirándome a los ojos.

—Sí… demasiado bien —admití.

—Entonces… no me digas que no vale la pena arriesgarse un poquito —dijo, en voz baja.

Me quedé callada, con el corazón latiéndome en la garganta.

—Buenas noches, Alma —dijo finalmente, inclinándose hacia mí. Por un segundo pensé que me iba a besar. Pero solo me rozó la mejilla con sus labios, apenas un roce cálido.

—Buenas noches, José… —dije, temblando un poco.

Esa noche me acosté en el cuarto de invitados, con el aroma a jazmines colándose por la ventana. Me metí bajo las sábanas, con el pulso acelerado.

No pasó nada. No hubo besos ni caricias. Pero me di cuenta de algo mientras cerraba los ojos: el lado tierno y amable de José me había excitado casi tanto como su descaro.

Y lo peor es que ya no estaba tan segura de querer seguir resistiéndome.

Llegó la noche de la cena y el ambiente estaba cargado de perfumes, risas y el ruido de cubiertos sobre vajilla elegante. Las mesas estaban dispuestas alrededor del enorme salón iluminado con lámparas de cristal. Había familiares de Ángela, vecinos del pueblo, amigos, y gente que yo apenas conocía.

Me vestí con algo discreto, sabiendo que todavía faltaba la fiesta después. Elegí un vestido midi color marfil, de tela liviana y caída suave, con mangas tres cuartos y un leve escote en “V”. No era pegado al cuerpo, pero aun así mis curvas se insinuaban inevitablemente, sobre todo cuando me movía. Mi culo y mis tetas parecían querer asomarse siempre, aunque yo intentara disimularlo. Es que por más holgado que fuera el vestido, había algo en mi figura que siempre atraía miradas.

—¡Estás hermosa! —me dijo Ángela cuando me vio bajar las escaleras.

—¿No es muy sencillo? —pregunté, ajustándome los aros de perlas.

—Sos Alma —dijo, rodando los ojos—. Aunque vinieras en jogging, brillarías igual.

En la mesa, nos sentamos todas las chicas juntas: Ángela, Lili, Caro, Natalia, Sofía y yo. Entre nosotras, las risas no faltaban, pero nos comportamos bastante bien, considerando que estábamos rodeadas de tías, abuelos y padres. Hablamos de pavadas, brindamos varias veces y fingimos ser santas.

—¿Y esa cara de buena, Alma? —me susurró Lili—. Parecés una monjita… salvo por ese escote que me distrae.

—Callate —dije, riéndome—. Todavía falta la segunda parte de la noche.

Cenamos pastas caseras, carnes, y un postre exquisito que Ángela había encargado especialmente. Todo transcurrió en orden. Ninguna insinuación, ningún comentario subido de tono. Parecíamos un grupo de señoras respetables.

Pero por debajo, todas sabíamos que la verdadera noche empezaba después.

Terminado el café y los brindis, subimos a cambiarnos para la fiesta. Las chicas estaban excitadas como adolescentes, corriendo de un lado a otro, probándose vestidos, zapatos, pintalabios.

Yo elegí algo completamente distinto para la segunda parte de la noche. Quería verme más atrevida, más segura. Y, sobre todo, quería sentirme deseada.

Me puse un vestido negro, corto, de tela satinada, con breteles finos y un escote pronunciado que realzaba el pecho. La falda ajustada abrazaba mis caderas, marcando cada curva. El largo apenas me llegaba a mitad de muslo. Me pinté los labios de rojo intenso y me solté el pelo.

Cuando bajé, Ángela se quedó con la boca abierta.

—¡No podés salir así, Alma! —exclamó, tapándose la boca—. ¡Nos van a matar los hombres del pueblo!

—Yo solo me visto para mí —dije, sonriendo, mientras me acomodaba el vestido sobre las caderas.

—Sí, claro —dijo Lili, pasando detrás mío y dándome un cachetazo suave en la cola—. Para vos… y para que medio pueblo se quede babeando.

Entramos juntas al salón de fiestas. Las luces ya estaban bajas, la música sonaba con ritmo envolvente. Apenas cruzamos la puerta, se notó la tensión masculina en el aire. Varias cabezas se giraron hacia nosotras. Yo me sentí desnuda bajo esas miradas, pero a la vez me recorría un cosquilleo delicioso por la piel.

—Te están comiendo viva —me susurró Ángela, pegada a mi oído.

—Exagerás —contesté, aunque sabía que no.

—¡Alma! —gritó Sofía—. ¡A bailar!

Nos lanzamos a la pista. Nosotras seis formamos un grupo compacto, riéndonos, bailando juntas, rozándonos mientras seguíamos el ritmo de la música. Era un mar de luces y cuerpos que se movían. Yo me sentía poderosa, deseada, viva.

Cada vez que giraba, sentía miradas clavadas en mi trasero o en el escote. El calor subía. La música retumbaba en mis costillas. Y aunque intentaba concentrarme solo en el baile, no podía evitar que ciertos ojos oscuros me buscaran entre la multitud.

Pero de eso… todavía no quería pensar.

Por ahora, solo estaba ahí, con mis amigas, sintiéndome hermosa. Y sabiendo que la noche recién estaba empezando.

La música se había vuelto cada vez más atrevida a medida que la madrugada avanzaba. El salón entero parecía vibrar al ritmo de luces de colores, tragos y risas. Alma seguía bailando con sus amigas, riéndose, los cuerpos pegados, las caderas moviéndose al compás del reggaetón.

Pero una a una, las chicas comenzaron a dispersarse. Algunas se iban con parejas, otras con algún amante improvisado de la noche. Y para cuando Alma quiso darse cuenta, estaba sola en medio de la pista, sudada, con la respiración agitada y una sensación ardiente entre las piernas.

Fue entonces cuando sintió que alguien se acercaba por detrás. Un aroma a colonia masculina y a campo la envolvió.

—¿Bailamos? —dijo José, muy cerca de su oído, con la voz grave.

Alma dio un respingo, giró para encararlo. Él estaba impecable, camisa entallada blanca, los brazos tensos bajo la tela.

—No sé si es buena idea… —dijo ella, mordiéndose el labio, aunque sus caderas seguían marcando el ritmo de la música.

—Claro que es buena idea —contestó él, y puso las manos en su cintura.

Por un segundo, Alma se quedó rígida. Pero el bajo profundo de la canción vibró en el piso, en su vientre, y terminó entregándose. Levantó los brazos, dejó que él se acercara.

Empezaron a bailar. Al principio, separados, jugando. Pero la música subió de tono, y José fue acortando la distancia. Sus cuerpos terminaron pegados, pecho contra pecho. Ella podía sentirle el calor, el pulso acelerado, y un bulto duro presionando contra su vientre.

—Estás hermosa esta noche, Alma —murmuró José, rozándole la oreja con los labios.

—Decíselo a las otras veinte mujeres que te deben estar mirando —contestó ella, fingiendo desinterés, aunque su voz tembló.

—Las otras no me importan —replicó él—. Desde la primera vez que te vi, supe que iba a ser con vos.

Alma tragó saliva. No quería ceder… pero ya lo estaba haciendo. Una canción nueva empezó: reggaetón lento, con un ritmo marcado y letras descaradas. José pegó aún más su pelvis contra la de ella.

Alma ahogó un gemido cuando sintió la presión firme de su erección. Se miraron a los ojos, respirando agitados. Él empezó a mover la cadera, lento, frotándose contra ella sin disimulo.

Ella lo imitó. Subió las manos a su cuello. Sus pechos se aplastaron contra el torso de José. Sentía cómo sus pezones se endurecían bajo el vestido ajustado. Todo alrededor era gente bailando igual, o peor. Nadie parecía mirar.

—Te voy a volver loca —le dijo José, sujetándola de la cintura, pegándola aún más.

—Shh… callate —susurró ella—. Me vas a meter en un quilombo.

—Ya estás metida… —le contestó él.

La música subió de intensidad, y Alma se rindió. Se giró, dándole la espalda, y empezó a mover las caderas contra la pelvis de José, que la sujetó fuerte de la cintura. Él bajó una mano a su vientre y, sin vergüenza, la rozó peligrosamente cerca de su entrepierna.

Ella jadeó, apoyando la cabeza sobre su hombro.

—Vámonos de acá —dijo José, voz ronca.

—¿Adónde? —preguntó Alma, aunque ya sabía la respuesta.

—A donde no nos vea nadie.

Alma lo tomó de la mano y lo sacó del salón, entre la multitud. El corazón le latía con fuerza, la piel ardía. Recorrieron un pasillo oscuro hasta llegar a un rincón medio desierto, entre dos paredes. Allí, Alma lo empujó suavemente contra el muro.

—Te odio… —le dijo, aunque estaba temblando de deseo.

José sonrió apenas.

—Mentís para protegerte.

Ella lo besó. Al principio suave, pero enseguida se hizo urgente. José la sostuvo del rostro, luego bajó las manos, apretándole las caderas, subiéndole el vestido por la parte trasera para palparle las nalgas desnudas bajo la tela. —Dios… tenés el culo más hermoso que vi en mi vida —murmuró él, besándola con hambre. Alma le desabrochó un botón de la camisa. José bajó las manos y le apretó los pechos, hundiendo los dedos en su carne, haciendo que ella soltara un gemido bajo.

—José… —jadeó Alma—. Pará…

—No quiero parar… —dijo él, pegándola más contra su cuerpo.

Alma empezó a deslizarse hacia abajo, lenta, mirándolo a los ojos mientras se agachaba. Sus manos viajaron a su cinturón. Lo desabrochó con dedos temblorosos, mordiéndose el labio, dispuesta a seguir.

Pero de repente, a lo lejos, se oyó una voz que la llamó:

—¡Alma! ¿Estás por ahí?

Se congeló. José también. Ella quedó medio agachada, con el cinturón en la mano. Se miraron, jadeantes.

—Mierda… —dijo Alma, incorporándose de golpe y arreglándose el vestido.

José la sujetó de la muñeca.

—No te vayas…

—Tengo que ir… —dijo ella, tratando de recuperar el aliento—. Después seguimos…

Y se alejó, dejando a José con la respiración agitada y el cinturón desabrochado. Mientras volvía hacia la pista, Alma sentía las piernas flojas y la ropa interior completamente húmeda.

Sabía que no iba a poder resistirse mucho más…

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