Sentimientos de verano

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T. Lectura: 3 min.

El sol de julio derretía el horizonte cuando Afrodita llegó a la finca. Ares, sudando aquella soleada mañana, cortaba la hierba con furia, los músculos tensos marcándose bajo la camisa empapada. “Como un animal enjaulado”, pensó ella, mientras el motor rugía igual que su pulso.

—¿Por qué volviste?

—Porque esto no se borra con el tiempo… se grabó a fuego, mi querido caballero.

Se miraron con lujuria y ternura a la vez. Él se secó el sudor, ella le brindó un vaso de agua. Traía consigo un cuaderno viejo dónde anotaba sus sentimientos.

—¿Me ayudarás a responder unas preguntas? —dijo, fingiendo indiferencia, aunque el vestido blanco se le pegaba al cuerpo del mismo modo que sus pensamientos a él.

Él apagó la máquina. El silencio fue más ruidoso que el motor.

—¿Qué fantasías no has confesado?

—Hacerte gritar donde todos escuchen… pero que solo yo entienda por qué.

Ella tragó saliva.

—¿Dominar o someterte?

—Contigo… lo que sea. Aunque sé que prefieres que te chupe hasta el culo.

Ares no se cansaba nunca de lamer chupar y disfrutar de los olores y sabores que le ofrece el coño y culo de su Afrodita, quien emanaba fluidos continuamente, cuanto más excitada estaba más jugos echaba. Afrodita se excitaba al ver como Ares lamia, chupaba mordía y no desperdiciaba nada de sus jugos.

—¿Alguna fantasía con alguien más?

—Sí. Verte correrte mientras otro te mira… pero sin tocarte. Solo yo tengo ese derecho.

Sus piernas temblaron. ¿Era celos o posesión?

El recuerdo los golpeó al mismo tiempo: años atrás, en aquel autobús, donde sus manos “por accidente” sus almas se encontraron. Él le había escrito después: “¿Estás interesada en mí, como lo está una mujer de un hombre?”. Pero ella sin entenderlo supo que eso fue el principio de todo.

Cuando sus dedos rozaron el sudor de su pecho, Ares la empujó contra el cortacésped, levantándola de un tirón y la sentó sobre el motor aún caliente de la máquina. El metal quemaba sus muslos desnudos bajo el vestido, pero el dolor se mezcló con el placer cuando él, con un gruñido, le arrancó las bragas húmedas y la penetró de golpe.

Ella sentada de espaldas a él, sus nalgas rozando el tanque de gasolina, mientras él la agarraba de las caderas y la empujaba contra su pelvis con furia.

—¡Dios, cómo me gusta sentirte así! —jadeaba ella, mientras el calor del motor le hacía vibrar el clítoris.

Todo olía a gasolina, hierba recién cortada y el aroma salado de su sudor.

—¿Ves? Hasta esta máquina sabe que eres mía —le susurró él al oído antes de morderle el cuello.

Cuando se corrieron, el cortacésped estaba manchado de sus fluidos.

—¿Esto es parte de tu encuesta? —gruñó, mientras su mano le regresaba el cuaderno.

—No. Es parte de mi adicción —confesó ella, sintiendo cómo su cuerpo traicionaba su corazón.

“Triste situación… amar a quien no debes”, (cantaba una canción en su mente). Aún desnudos, él la tomó de la mano y la llevó a la ducha al aire libre. La lavó demasiado lento con un jabón de menta que ardía en lugares prohibidos, volvieron a besarse apasionados y cayeron sobre las toallas.

Esta vez ella en cuatro, pero con la espalda arqueada como una gata, mientras él, arrodillado, la penetraba por detrás y con una mano le apretaba los pezones.

—¿Recuerdas lo que te dije en el cortacésped? —gruñó él. —Ahora repítelo… pero gritando.

Ella, en medio del clímax y gemidos, sollozó —¡Soy tuya! —justo cuando le azotó las nalgas y sintió cómo se vaciaba dentro suyo nuevamente.

El momento justo para disfrutar mamándole la polla a su amante, excitándose al sentir como esa polla crecía y se endurecía en su boca. Ella sabía que, si la mamaba bien, su amante disfrutaría y si él disfruta, ella disfrutaba más, porque estaba a punto de volverse a correr con la polla de su amado tapándole toda la boca.

El verano terminó con un “Nunca más”. Pero años después, en un aeropuerto, un roce de manos los paralizó.

—¿Recuerdas las preguntas? —susurró ella.

Él no respondió. Solo la miró como en aquella finca: con hambre y culpa.

Y supo que volvería a pagar por pecar.

—¿Y si esta vez no huimos? —preguntó él, acercando sus labios a ese lugar del cuello que solo él conocía.

Ella no contestó.

Porque algunas historias no se necesitan palabras… solo el gemido de un verano que nunca murió.

Y así, entre recuerdos húmedos y promesas rotas, supieron que nunca sería suficiente.

Y yo me pregunto: ¿Caerán de nuevo? El suspenso es el mejor afrodisíaco.

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