Un viaje de trabajo inolvidable

1
18629
35
T. Lectura: 12 min.

Yo sabía que el viaje a Acapulco iba a ser rápido, apenas dos días de trabajo intenso, pero algo dentro de mí me daba nervios. No eran las reuniones, ni las presentaciones frente a clientes… era otra cosa. Era él.

Erick y yo siempre hemos sido cercanos. Más que compañeros, más que colegas de oficina: amigos. Amigos con esa chispa peligrosa que todos perciben pero nadie se atreve a nombrar. Siempre hubo un coqueteo disfrazado de broma, miradas que duraban un poco más de lo necesario. Y aunque él es casado, nunca pude negar que había algo ahí, escondido, esperando.

Cuando llegamos a Acapulco lo sentí de inmediato: el calor espeso, la brisa salada que entraba hasta el taxi, la vibra despreocupada de la gente que caminaba con ropa ligera. Era como si el ambiente conspirara contra nosotros, derritiendo las formalidades que nos sostenían en la oficina.

De camino al hotel, Erick no paraba con sus bromas típicas. Lo hacía siempre: imitaciones, exageraciones, comentarios irónicos que me hacían reír aunque quisiera mantener la compostura. Pero esta vez, entre risa y risa, pasaba algo más. Yo le daba un manazo en el brazo, o lo empujaba con el hombro como respuesta, y sin pensarlo rompía esa barrera invisible del tacto.

Era tan sutil que cualquiera lo vería normal. Pero yo lo sentía distinto. Mi piel lo sentía distinto. Cada roce me dejaba un eco, una chispa. Y lo peor es que no lo hacía a propósito… al menos no del todo.

Mientras avanzábamos por la Costera, con el mar brillando a la izquierda y los hoteles levantándose a la derecha, noté que la tensión se iba metiendo debajo de mi piel como el mismo calor húmedo. Todo parecía igual, natural, inocente. Pero algo en mí sabía que no lo era. Algo había empezado a cambiar.

El check-in fue rápido. Habitación 504 para mí, 505 para él. Pared con pared. Fingí normalidad al escuchar al recepcionista asignarlas, como si no me importara en lo más mínimo. Pero por dentro sentí ese cosquilleo que me recorrió la espalda: saberlo tan cerca, apenas un muro de distancia.

La tarde fue corta. Apenas tiempo de bañarme y alistarme antes de la cena con el equipo de la oficina de Acapulco. Nada especial: una reunión de trabajo con colegas, presentaciones y un par de brindis formales. Y sin embargo, cuando abrí mi maleta y vi la ropa que había traído, me quedé un instante pensativa.

Podía usar el conjunto negro de siempre, discreto y profesional. Nadie diría nada.

O podía elegir el vestido azul, ligero, de tirantes finos. No era provocador, pero en Acapulco se sentía natural: el calor, la humedad, la brisa nocturna lo volvían casi obligatorio.

Me miré al espejo con el vestido puesto. El escote apenas insinuaba, y la tela se ceñía en los lugares justos. Las piernas, bronceadas por mis entrenamientos al aire libre, se veían más largas con las sandalias que había traído. No era escandaloso, pero tampoco pasaba desapercibido.

Sonreí sola, ajustando un mechón de cabello.

—Es trabajo… —me recordé en voz baja. Pero en el reflejo de mis propios ojos supe que no era solo por trabajo.

El celular vibró con un mensaje de Erick:

“¿Listos para bajar en 10? Te paso por tu habitación.”

Respiré hondo. Sí, era solo una cena de equipo. Sí, había más personas esperándonos en el restaurante del hotel. Pero esa vibra, ese calor en el aire, me decían que la noche apenas comenzaba.

La cena fue como debía ser: saludos, charlas de oficina, anécdotas con el equipo local. Todo normal. Pero con las bebidas, todo empezó a sentirse distinto. El vino me calentaba el pecho, me aflojaba la risa. Erick también bebía, no demasiado, pero lo suficiente para sonar más libre que en la oficina.

Varias veces nuestras miradas se cruzaron por encima de los demás. Un par de segundos, nada evidente, pero yo sabía lo que pasaba en ese silencio mínimo. Él hacía un chiste, yo reía y levantaba la copa en su dirección, fingiendo cortesía… aunque solo lo hacía para él.

La cena se alargó más de lo previsto. Nadie tenía prisa. Y cuando por fin regresamos al hotel, yo ya sabía que algo más iba a pasar.

Pensé que la noche terminaría ahí, con un “buenas noches” en el pasillo. Pero no. Apenas llegamos al lobby, Erick me sonrió con esa calma peligrosa.

—¿Unas cervezas más? —preguntó, como si fuera lo más natural del mundo.

Ya algo tomada, no lo dudé.

—Va… pero primero subo a cambiarme. Quiero estar más cómoda.

Entré a mi habitación y abrí la maleta. Podía ponerme cualquier short normal, alguna camiseta. Pero mis ojos se detuvieron en ese short diminuto que había traído “por si acaso”. Casi al borde de lo indecente, ajustado adelante y atrás.

Lo tomé con los dedos, dudando. No sé si fue el alcohol, el calor de Acapulco o la mezcla de ambos. Pero me atreví.

Me lo puse, junto a una blusa de tirantes, sin sostén debajo. Me miré en el espejo: las piernas largas, el short subido, el pecho apenas cubierto. Sonreí sola. No era inocente. No del todo.

El celular vibró:

“Ya estoy en el lobby, te espero.”

Ajusté el short una última vez y bajé. Al final, no lo encontré en el lobby. Terminé entrando a su cuarto.

—Tiene balcón —me dijo—, podemos tomar ahí. El aire está increíble.

El balcón daba directo al mar. El sonido de las olas, el aire húmedo, la luz tenue.

Me senté en la barandilla con las piernas cruzadas, sintiendo el short subirse un poco más de la cuenta.

Erick hablaba, hacía sus bromas, y yo reía como siempre.

Pero ya no era como siempre. Sin darme cuenta, frotaba mis piernas una contra otra, cruzándolas y descruzándolas, con un ritmo lento. No era nerviosismo, era un juego. Sabía que lo incitaba a mirarme.

Y lo hacía. Lo vi de reojo: sus ojos bajando, volviendo a subir, fingiendo que nada pasaba. Yo me movía un poco más, dejando que la silueta de mis muslos se dibujara bajo la luz. Incluso mi celulitis se marcaba, y lejos de incomodarme, me gustaba. Me hacía sentir real. Y vi cómo él lo notaba.

El calor y el alcohol hacían lo suyo. Sentía mi piel encendida, mis pezones duros bajo la tela ligera, marcándose con cada respiración. No llevaba sostén, y lo sabía. Él también lo sabía.

Entonces me lanzó una frase, grave, casi en broma pero cargada de fuego:

—Sabes… no deberías provocarme así.

Lo miré, fingiendo inocencia.

—¿Provocarte? —pregunté, llevando la cerveza a los labios.

Él rio bajo y negó con la cabeza.

—Claro… tú muy inocente. Pero si vieras lo que yo veo desde aquí…

Sus palabras me atravesaron. No me tocó, no rompió la barrera. Pero con esa frase me hizo temblar por dentro. Porque sí, me estaba provocando. Y lo peor, o lo mejor, era que ya me estaba mojando.

No sé si fue la cerveza, el calor o sus palabras, pero de pronto sentí que tenía que moverme. Me puse de pie, como si necesitara estirar las piernas, aunque en realidad era mi cuerpo pidiéndome escapar de la tensión de estar sentada frente a él.

Empecé a caminar despacio por el balcón, de un lado a otro, con la cerveza aún en la mano.

El aire húmedo pegaba en mi piel y el short, con cada paso, se iba subiendo más, hasta quedar prácticamente como un cachetero. Lo sentía rozándome de una forma que me ponía más nerviosa todavía.

Quise acomodarlo, pero no lo hice. Algo dentro de mí me detuvo. Era consciente de cómo se veía desde donde él estaba sentado: mis piernas largas, tensas con cada movimiento; el short apretado, marcando más de lo que debía.

Me mordí el labio y seguí caminando, fingiendo distracción mientras observaba el mar oscuro frente a nosotros.

Pero lo que de verdad me aceleraba el corazón no era el mar. Era sentir sus ojos en mi espalda, recorriéndome, atrapados en cada centímetro de piel que el short ya no lograba cubrir.

Yo también lo sentía: el calor bajando por mi vientre, ese cosquilleo húmedo creciendo entre mis piernas, mis pezones endurecidos contra la blusa ligera.

“Dios… ¿qué estoy haciendo?”, pensé. Pero no me detuve.

Me giré hacia él, lentamente, apoyándome en la barandilla con una naturalidad que no era natural en absoluto. Crucé una pierna sobre la otra y sentí el short tensarse aún más, dejando claro que no tenía nada que esconder.

Y entonces lo vi. Erick no se molestó en disimular. Sus ojos estaban ahí, fijos, siguiéndome, devorando cada movimiento.

Su silencio decía más que cualquier frase. Y mi cuerpo lo entendía.

Me movía por el balcón como si nada, pero por dentro estaba hecha un torbellino. Sentía el short subiéndose con cada paso, marcando mis nalgas casi como si no llevara nada. Yo lo sabía, y sabía también que él lo estaba mirando.

Me giré un instante para tomar mi cerveza de la mesa, y fue ahí cuando lo vi.

Erick, que había tratado de mantener la compostura toda la noche, me estaba mirando directo… muy directo. Su mirada ya no era la de un amigo, ni la de un compañero. Era la de un hombre devorando a una mujer. Sin filtros.

Y entonces pasó: un gesto tan mínimo que cualquiera no lo habría notado, pero yo sí. Se acomodó en la silla, dejó escapar un “ufff” casi mudo y, disimulando, llevó la mano a su entrepierna. No como quien acomoda. No. Como quien se frota, preso de lo que está viendo.

Dios… yo volé.

El corazón me dio un salto brutal, como si me hubieran descubierto en un acto prohibido. Un escalofrío me recorrió entera, y al mismo tiempo sentí un calor húmedo intensificarse entre mis piernas.

Me llevé la botella a los labios, intentando disimular mi propio temblor, pero sabía que estaba ardiendo. Que él acababa de mostrarme, aunque fuera por un segundo, que lo estaba volviendo loco. Y esa certeza me excitó más que cualquier roce.

No había marcha atrás.

Lo que vi me encendió como nunca. Ese gesto suyo, ese “ufff” contenido y la manera descarada en que se frotó sin poder disimular… me volvió loca. Sentí que si me quedaba quieta iba a explotar.

Así que me levanté y me acerqué a la barandilla, de espaldas a él. El mar frente a mí era un pretexto perfecto: podía fingir que admiraba la vista, cuando en realidad lo único que quería era darle a Erick la vista de mí.

Me incliné un poco hacia adelante, apoyando los brazos en el barandal, dejando que el short se subiera aún más con ese movimiento. Sentía el aire caliente pegado a mis muslos y la tela cortándome apenas, como si en cualquier momento fuera a mostrar más de la cuenta.

Me quedé así, inmóvil unos segundos, sabiendo que él estaba justo detrás. Mi respiración se aceleraba, no por el calor del mar ni por las cervezas, sino por la certeza de que lo estaba provocando.

Entonces, como para rematar, llevé una mano hacia el short, “acomodándolo”. Lo jalé apenas hacia abajo, pero con ese gesto lo que hice fue apretarlo más contra mí, marcando aún más mis curvas. Sabía que le estaba enseñando el borde de mi culo. Y sabía también que lo estaba matando.

Yo temblaba por dentro.

“Estoy jugando con fuego”, pensé… pero no podía parar.

Sentía el corazón en la garganta. El mar rugía frente a mí, pero el verdadero ruido estaba dentro: mi respiración acelerada, la sangre golpeándome en los oídos, la humedad ardiendo entre mis piernas. Sabía lo que estaba haciendo al inclinarme, al dejar que el short se volviera casi un cachetero. Sabía que lo estaba provocando.

Y entonces lo sentí.

Un movimiento detrás de mí, lento, seguro. Antes de que pudiera girarme, Erick ya estaba ahí, tan cerca que podía oler su perfume mezclado con el sudor del calor. Su cuerpo se pegó al mío, fuerte, inevitable. Sus brazos me rodearon por el barandal, cerrándome en un abrazo que no pedí, pero que deseaba desde hacía rato.

La cerveza en mi mano tembló. Cerré los ojos un instante, tragando saliva, sintiendo cómo su pecho rozaba mi espalda y cómo su aliento me calentaba el cuello.

No me dijo nada. No hizo falta. Ese abrazo lo decía todo: la tensión que habíamos guardado por años, las miradas disfrazadas en la oficina, las bromas que en el fondo siempre fueron algo más. Todo estaba ahí, en el peso de sus brazos apretándome contra la baranda, en la dureza de su cuerpo pegado al mío.

Yo me arqueé apenas, como si necesitara aire, pero en realidad era para sentirlo más. El short se tensó aún más contra mí, y mi pecho, firme bajo la blusa ligera, se elevaba con cada respiración descontrolada.

Dios… estaba perdida.

Sentí sus brazos rodeándome, pero de pronto uno de ellos bajó, firme, brusco, apretando mi abdomen. No fue un roce suave ni un abrazo tierno: fue una toma directa, posesiva, que me hizo soltar un pequeño gemido ahogado.

El aire se me fue de golpe. Su mano me sujetaba fuerte, pegándome contra él, como si quisiera marcar que ya no había escapatoria. Yo apenas alcancé a apoyar las manos en el barandal, temblando.

Y entonces, sin darme tiempo a pensar, me giró.

Su fuerza me hizo chocar con su pecho, la cerveza casi se me resbaló de los dedos, y en ese instante todo se detuvo. No hubo palabras, no hubo advertencia. Sus labios cayeron sobre los míos, hambrientos, directos, besándome con una intensidad que me atravesó entera.

Lo sentí caliente, urgente, sin espacio para dudas. Su boca devoraba la mía, su lengua buscaba la mía, y yo me entregué sin resistencia. Años de juego disfrazado, de miradas contenidas, de bromas inocentes… todo se rompió ahí, en ese beso brutal y morboso que me encendió como nunca.

Mi cuerpo reaccionó solo: mis manos se aferraron a su camisa, mis piernas temblaron, y mi respiración se volvió un jadeo contra su boca. No importaba nada más: ni el hotel, ni el mar, ni el hecho de que él era casado. Nada.

Solo nosotros. Y ese beso que ya no tenía regreso.

Ese beso no terminó rápido. No fue un impulso fugaz. Fue largo, profundo, un beso que se prolongó hasta borrar el tiempo y el ruido del mar detrás de nosotros.

Sentí su boca devorarme y la mía responder con la misma hambre. Su lengua buscaba la mía como si me conociera de siempre, como si no fuese la primera vez. Y esa fue la parte que más me desarmó: la naturalidad. Era demasiado real, demasiado fuerte… como si todo este tiempo hubiéramos estado esperando ese momento.

Mis manos se aferraban a su camisa, temblando, queriendo arrancarle la tela, queriendo sentirlo más. Y lo tuve. Su cuerpo se pegó al mío sin espacio, sin aire. Y entonces lo sentí.

Un calor distinto, duro, creciendo entre nosotros. Su erección rozando mi vientre, firme, inevitable.

Me quedé sin respiración. El beso seguía, pero mi mente ardía al darme cuenta de lo que pasaba. Era un contacto tan directo que me estremeció entera, una sensación que nunca creí sentir de esa forma.

No fue un roce cualquiera. Fue la confirmación física de lo que estaba ocurriendo: él también quería más. Su cuerpo lo decía antes que sus palabras, antes que cualquier confesión.

Me pegué aún más, instintivamente, dejándome envolver, sintiendo cómo esa dureza se marcaba más fuerte contra mí. Mi respiración se volvió un gemido dentro de su boca, un susurro húmedo que solo él escuchó.

Dios… lo quería. Lo quería como nunca.

Su respiración chocaba contra la mía, caliente, urgente. Sus labios bajaban a mi cuello, luego volvían a mi boca, y yo temblaba, jadeando, perdida. Sentía su erección crecer contra mi vientre, cada vez más firme, más real, y mi cuerpo respondía con un deseo que no podía esconder.

Me encendía sentirlo buscar mi cuello, rozarme con sus labios húmedos, dejar besos apretados que se mezclaban con pequeñas mordidas. Subía a mis mejillas, bajaba otra vez, hasta que me mordió el hombro con fuerza, arrancándome un gemido ahogado.

Me estremecí completa, como si un rayo me hubiera atravesado la piel.

Él lo notó. Lo sintió. Y con más confianza, sus manos dejaron de estar quietas en mi cintura. Primero subieron lentamente por mi espalda, apretándome contra su pecho, luego bajaron hasta mis brazos, acariciándolos con un roce que me erizaba la piel.

Me agarraba con fuerza, como reclamando lo que por tanto tiempo habíamos negado, y en ese juego sus dedos llegaron hasta el borde de mi short. Sentí cómo lo rozaba, cómo jugaba con la tela mínima, levantándola apenas, como tanteando si se atrevía a ir más allá.

Yo me arqueé contra él, pegándome más, dándole permiso sin decir una sola palabra. Y mi respiración, temblorosa, le decía todo lo que necesitaba saber: que yo lo quería tanto como él a mí.

Y entonces, por fin, lo sentí bajar su mano.

Al principio fue tímido, casi con miedo, acariciando mi culo por encima del short, apenas tanteando. Me estremecí completa, apretando los labios contra su cuello para no gemir tan pronto. Pero a cada segundo se volvía más seguro, más decidido.

Sus dedos se hundían con fuerza, me manoseaba con descaro, apretándome, como si todo ese tiempo contenido lo estuviera descargando ahí. El roce no era inocente, no era casual: era puro deseo, puro morbo.

Yo jadeaba, encendida, y de pronto lo hizo: me dio una nalgada seca, rápida, que sonó contra la tela mínima. Me sorprendió tanto que me reí en el mismo instante que un gemido se me escapó. Una mezcla rara, deliciosa, que me hizo sentir más viva que nunca.

—Dios… —susurré, sin poder detenerme, apretándome contra él.

Y él siguió, con la mano firme, con autoridad, acariciándome, manoseándome como si ya fuera suyo. El calor de Acapulco no tenía nada que ver con lo que yo estaba sintiendo en ese balcón.

Estaba perdida… y lo amaba.

De repente reaccioné, como si la conciencia me atravesara de golpe en medio del calor y la excitación. Puse mis manos contra su pecho, jadeando, temblando.

—¡Erick, no… no puede pasar! —mi voz sonó entrecortada, más débil de lo que hubiera querido—. Estás casado… esto está mal.

Él se detuvo. Me soltó despacio, aunque la respiración seguía agitada, los ojos brillando con esa urgencia que no podía esconder. Dio un paso atrás, levantó las manos, como rindiéndose.

—Okay… —murmuró, con la voz ronca—. No te voy a obligar a nada, Diana. Paremos.

Pero su cuerpo decía otra cosa. Podía verlo en la dureza marcada en su pantalón, en la tensión de sus hombros, en la forma en que no apartaba la mirada de mis labios. Podía sentirlo en el aire: no quería parar. Y yo tampoco.

Antes de que pudiera ordenar mis ideas, volvió a acercarse. No con violencia, sino con esa fuerza irresistible que arrastra. Sus labios buscaron los míos otra vez, y cuando me besó, ya no fue como antes: fue más lento, más profundo, como el beso de unos novios que se descubren por primera vez.

Y yo lo correspondí. Lo besé con las manos enredadas en su cabello, con el cuerpo entregándose sin resistencia.

Ya no era solo sexo ni solo morbo. Era infidelidad, sí. Era deseo puro.

Pero también había algo más… una conexión brutal que no podía negar. Podría llamarlo pasión, locura, hasta amor. No sé. Solo sé que nunca había sentido algo así.

Lo estaba besando como si fuera mío. Y lo estaba deseando como si fuera el último hombre en la tierra.

Seguíamos ahí, en el balcón, abrazados del cuello, dándonos besos cortos, húmedos, entre palabras susurradas.

—Esto está mal… no podemos… —le decía yo, apenas separando mis labios de los suyos, solo para volver a besarlo al instante. Mis palabras se ahogaban en su boca, perdían fuerza cada vez que me rozaba con esa urgencia que no sabía esconder.

Él no respondía con argumentos, no intentaba convencerme. Solo me besaba. Cada vez más profundo, más pasional, más morboso. Hasta que, de pronto, elevó el nivel.

Su mano bajó y, sin aviso, me agarró la pierna. Fue la primera vez que me tocó ahí, en la piel desnuda, casi sin tela entre sus dedos y mi cuerpo. Me apretó el muslo con fuerza, arrancándome un gemido corto contra su boca, delicioso, inevitable.

Y en ese mismo movimiento, me subió la pierna hasta colocármela en su cintura. Quedé así, prácticamente colgada de él, abrazándolo con la pierna mientras sus manos me sostenían con firmeza.

Fue brutal. Sentí su verga durísima presionando directo contra mí, contra mi centro mojado que ardía bajo el short mínimo. El contacto, aunque con ropa de por medio, fue tan real que casi me hizo perder la cabeza.

No dijimos nada. No había palabras. Seguimos besándonos como si fuéramos una pareja de años, frotándonos sin soltarnos, manoseándonos con desesperación. Mis manos en su cabello, en su espalda; las suyas apretándome, acariciándome con morbo, sin miedo ya.

Yo estaba empapada. Podía jurar que se sentía, que la tela del short ya no era suficiente para contener lo que me estaba pasando. Y mientras nos rozábamos, una y otra vez, mi cuerpo lo reconocía: era deseo, sí… pero también esa conexión extraña, como si lo nuestro ya hubiera existido desde siempre.

Y eso, lo prohibido, lo oculto, lo hacía aún más intenso.

Ya no había palabras. Solo gemidos ahogados entre besos, respiraciones que chocaban y cuerpos pegados como si fueran uno solo.

De pronto, con una fuerza que me hizo estremecer, Erick me giró contra la baranda del balcón. Sentí el hierro frío en mi espalda y, al mismo tiempo, el calor de su cuerpo pegándose por detrás, duro, incontrolable.

Me siguió besando con una pasión que me arrancaba el aire, mientras sus manos, que antes jugaban tímidas en mi cintura, ahora subían sin pudor. Las sentí rozar mis pechos, atraparlos por encima de la blusa delgada, frotando mis pezones que estaban duros, tan sensibles que un simple roce me hizo soltar un gemido fuerte, irreconocible en mí.

—Mierda… —susurré, perdida, mientras él me mordía el cuello y apretaba mis senos con más morbo, como si hubiera estado soñando con ese momento desde siempre.

Su otra mano bajó sin pausa. Se detuvo en el borde de mi short, jugueteando apenas con la tela, hasta que, con un tirón lento, empezó a desabrocharlo. El sonido del cierre abriéndose en medio del silencio de la madrugada me hizo temblar aún más que sus besos.

Yo no hice nada por detenerlo. Al contrario, me arqueé hacia él, ofreciéndome, respirando agitada contra su boca mientras sus dedos se deslizaban con descaro por mi piel caliente.

Su verga, durísima, me rozaba por detrás, empujándome con cada movimiento, y yo ya estaba tan mojada que sentía la humedad bajar por mis muslos.

Era explícito, era morboso, era brutal. Y aun así, en ese instante, no había culpa, no había duda. Solo él. Solo yo. Y el deseo desbordado que nos estaba consumiendo vivos en ese balcón de Acapulco.

El sonido del cierre bajando aún resonaba en mis oídos cuando lo sentí colar su mano dentro de mi short. Primero fue solo el roce de sus dedos en mi cadera, un contacto que me hizo temblar de anticipación. Pero después bajó más, sin dudar, hasta llegar a mi vagina, por fuera de la tanga, yo solo tragué saliva…

Tenía puesta mi tanga negra Calvin Klein, la más simple pero también la más sexy que había empacado. La tela mínima estaba ya empapada, pegada a mí. Solté un jadeo largo, entrecerrando los ojos.

—Erick… —susurré, más como un gemido que como una palabra…

Continuará.

Loading

1 COMENTARIO

  1. me imaginé la silueta de sus muslos, las estrias, la celulitis, sus gemidos…. dios, fue un relato super real, me hice dos pajas mientras leía… Espero el segundo!

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí