Vecino

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Nunca voy a entender por qué los domingos a la noche tienen que ser tan frágiles. Ese delicado equilibrio entre “mañana arranco temprano” y “quiero un ratito más de paz” siempre se rompe por alguna estupidez.

Ese domingo, la estupidez tenía forma de música a todo lo que da, rebotando en las paredes de mi casa como si fueran parlantes adicionales.

Al principio pensé que sería algún vecino adolescente, pero la música venía de al lado. Del nuevo. El que se había mudado hacía poco más de un mes y que todavía no saludaba mucho.

Un domingo a la noche, casi doce y media, y el tipo estaba usando su equipo de sonido como si fuera un DJ en un boliche.

Yo estaba en mi cama, con la luz apagada, tratando de dormirme temprano porque al otro día tenía que ir al trabajo.

Pasó un rato y nada, el pum pum pum del bajo, hacía como si me golpeara la sien de adentro hacia afuera. Me levanté sacudida por la bronca.

—¡La puta madre! —bufé mientras me calzaba mis ojotas.

No tenía intenciones de ir a quejarme… hasta que una canción más fuerte que la anterior hizo vibrar mi ventana. Ahí ya no lo dudé.

Agarré la llave, cerré la puerta de casa, y crucé el patiecito que separa nuestras viviendas con pasos cortos y furiosos. El aire estaba fresco, pero yo hervía.

Golpeé su puerta fuerte, más fuerte de lo necesario, lo admito. Al rato se abrió. Y me atendió él.

Hasta ese momento, sólo lo había visto de lejos: subiendo cajas, saludando breve a mis hermanas, cortando el pasto.

De cerca era otra cosa. Más alto de lo que pensaba, hombros anchos, remera simple que le marcaba los brazos. Pelo oscuro con ese desorden que parece casual, barba de tres días bien prolija, y unos ojos marrones que tenían un brillo cansado, como si siempre estuviera procesando algo más.

—¿Sí? —dijo él, apoyándose en el marco de la puerta.

Yo no le contesté de inmediato. Estaba, sinceramente, impactada por lo atractivo que era. Pero recordé la música, mi bronca, mi sueño perdido.

—Disculpame —dije, porque siempre arranco educada antes de soltar la bomba—, pero… ¿podés bajar la música? Es domingo, son casi las una, y mañana trabajo temprano.

Él arqueó una ceja, como sorprendido.

—Uh, ¿estaba muy fuerte?

“¿Muy fuerte?” Mi mandíbula casi se me cae.

—Se me movió la ventana. Si quisiera sentir vibraciones, voy a un recital. Quiero intentar dormir.

Sí, estaba furiosa, cortante. Podía ser peor.

Él suspiró un poco, miró para atrás, y dijo:

—Tenés razón. Perdón. Estaba probando un equipo y no me di cuenta la hora.

La manera en que lo dijo… calma, seguro, con una disculpa que no parecía forzada. Mi bronca bajó apenas, pero seguía ahí, agarrada a mi pecho.

Él me sostuvo la mirada más de lo conveniente, una mirada directa, que no evitaba la tensión, la reconocía.

—Entrá un segundo —me dijo de repente—. Quiero que escuches desde adentro, así me decís si así está bien o si lo bajo más.

Me quedé un momento parada, dudando. Pero la mezcla de bronca, curiosidad y esa seguridad tranquila de él… me llevó a aceptar. Entré.

El interior de la casa era cálido, ameno, lleno de vida de familia. Fotos de la nena, dibujos pegados en la heladera, sillones robustos, decoración mezclada entre rústico y moderno.

La música estaba ahora a un volumen suave, apenas un murmullo amable de fondo.

—¿Así mejor? —me preguntó Juan, con un gesto leve, casi divertido.

—Sí —respondí—. Así está perfecto. Era solo… el horario.

Él sonrió de lado. Me incomodó cómo me observaba, cómo registraba mis aros, mi musculosa y el escote, el pantalón sueltito. No de forma grosera. Sino… evaluando.

—Pensé que estabas con tu mujer —comenté, solo para llenar el aire.

—Están de viaje —dijo él—. Cosas de chicas. Vuelven mañana a la tarde.

Ahí sentí la primera punzada de culpa. Chiquita. Apenas un alfiler en el estómago. Pero estaba.

—¿Querés un vino? —me ofreció mientras señalaba una botella ya abierta.

Me acomodé un mechón de pelo detrás de la oreja.

—No, mañana madrugo.

—Una copa nada más —insistió con esa suavidad que es más presión que una orden—. Te va a ayudar a relajarte después del susto que te pegué con el parlante.

Dudé, pero asentí. Yo también era educada cuando estaba en terreno ajeno. Tomé la copa. Me senté en el living, en un sillón que claramente era parte del botín decorativo de su mujer.

Él se sentó cerca mío. No pegado, pero sí en ese rango donde podés sentir el calor del otro.

Tomé un sorbo. Apenas uno. El vino estaba rico. Me hizo un poquito de cosquillas en el pecho.

—Estabas muy enojada recién —comentó él con una sonrisa.

—Y sí —respondí, mirándolo de costado—. Casi te odié, ¿sabés?

—¿Y ahora? —preguntó, inclinándose apenas.

No supe qué contestar. Me ajusté la musculosa sin querer, como si eso arreglara algo.

Además, me quedé pensando en su perfume. Era suave, masculino, nada invasivo.

—Ahora… el volumen está bien —dije.

Él se rió. No de mí, conmigo. O eso me hizo creer.

Y ahí pasó. Un gesto mínimo.

Juan extendió la mano y, con una delicadeza inesperada para un tipo de su porte, rozó mi muslo. Apenas. Como si retirara una pelusa invisible de mi pantalón.

Fue un gesto tonto, inocente… pero no inocente. Porque después de retirarla, su dedo no se fue del todo. Se quedó ahí, como probando terreno, haciendo un contacto que no debería haber ocurrido.

Un escalofrío me cruzó la espalda. No supe si por el roce o por la culpa que me mordió el estómago de inmediato.

Él se acercó un poco más. Su cuerpo se orientó hacia mí. Yo tragué saliva. Mi copa tembló un segundo en mi mano.

Y entonces pasó lo inevitable: Juan inclinó la cabeza y me besó.

No un beso abrupto. Un beso decidido. Seguro. El tipo sabía lo que hacía.

Yo dejé mi copa en la mesita sin apartar la boca. Sentía la culpa latiendo en el fondo de mi mente como un tambor inquieto, pero el momento era un remolino del que no podía salir.

Llevé las manos a su pecho, agarrando su remera como un ancla. El beso se volvió más firme. Más intenso.

Su lengua rozó apenas la mía, suave, tanteando, como quien busca confirmar algo que ya sabía.

Una de sus manos subió por mi clavícula, lenta, tibia, y se detuvo justo en el borde de mi musculosa. No siguió, no avanzó del todo. Pero su palma quieta ahí, apenas sostenida, era suficiente para encender cada parte de mi cuerpo.

Y ahí me quedé suspendida entre el deseo que me quemaba desde el pecho hacia abajo, y la culpa, que me raspaba por dentro como una advertencia tardía.

Su mano en mi pecho cambió de tono. Ya no era un descubrimiento, era una toma. Con una intención casi violenta pero controlada, apretó mis tetas y me hizo jadear contra su boca.

La tela de mi musculosa, antes un delgado obstáculo, pero su mano se deslizó por debajo, quitándomela de un tirón brusco y encontrando la piel caliente de mi abdomen, subiendo lentamente, despacio, como si quisiera grabar cada centímetro en su memoria.

Al mismo tiempo, la mano que había estado en mi muslo se deslizó bajo el dobladillo de mi pantalón, encontrando el borde de mi tanga.

Arqué mi espalda, un movimiento instintivo, animal, mientras mi mano, liberada de su torso, se hundía en su cabello, sujetándolo y profundizando el beso, reclamándolo.

Él no necesitó más. Con dos tirones decididos, me bajó el pantalón y la tanga hasta mis rodillas. El aire fresco del living me golpeó la piel húmeda y caliente.

Juan se arrodilló frente a mí, sin dejar de mirarme a los ojos, y entonces bajó la cabeza.

El primer contacto de su lengua en mi clítoris fue una descarga eléctrica que me recorrió entera. Hacía círculos lentos, deliberados, saboreándome, antes de meter la lengua adentro, profunda, buscando, jugando conmigo.

Jadeaba, sin aire, con los dedos todavía enredados en su pelo, perdiéndome en el placer que me anulaba por completo.

Él se sentó en una silla, con una sonrisa de triunfo cansado, se bajó el pantalón y el boxer. Entendí su señal.

Me levanté, sintiendo mis piernas temblar un poco, y me arrodillé frente a él. La vi ahí, larga y delgada, pero con la cabeza gruesa y prominente.

La agarré por la base, sintiendo su calor y su peso en mi mano, y me incliné. Pasé la lengua lentamente por todo el tronco, desde la base hasta la punta, jugando un segundo con el glande antes de metermela entera en la boca, hasta sentirla golpearme el fondo de la garganta.

Él suspiró, y sus manos se enredaron en mi pelo, no con fuerza, solo guiándome.

—Pendeja puta —murmuró, y la palabra, tan cruda y sucia, me encendió por dentro—. Sucia de mierda, miráte.

Levanté la vista, sin soltarlo, y sus ojos me quemaron.

Seguí un rato más, hasta que me tiró del pelo con suavidad, indicándome que parara. Me levanté y me subí encima de él, en la silla.

Enroscamos nuestros cuerpos, mis manos en sus hombros, las de él en mi cintura, bajando hasta agarrarme las nalgas. Me alineé con él y, usando mis pies apoyados en el suelo para impulsarme, me dejé caer lentamente, sintiendo cada centímetro que me llenaba.

La penetración era perfecta, coordinada. Empecé a moverme, a brincar en su verga, sin poder contener lo que salía de mi boca.

—Así… qué rico… qué delicia, Juan, así —murmuraba contra su cuello, perdiéndome en el ritmo, en el calor, en la sensación de su cuerpo entrando y saliendo del mío.

El movimiento se volvió más lento, más pesado. Me levantó de encima y, sin soltarme, nos tumbamos de lado en el sillón, él detrás de mí, yo en la orilla, aferrándome al borde del tapizado.

Me penetró desde esa nueva posición, una entrada más profunda, más posesiva, y una de sus manos se deslizó por mi vientre hasta encontrar mi clítoris, que quedó despejado y expuesto a sus dedos.

Me acariciaba en círculos lentos mientras con la otra mano me tocaba los pechos, apretando los pezones. Sus labios se instalaron en mi nuca, y su aliento caliente impactó contra mi piel.

Y entonces la vi. Ahí, del otro lado del living, sobre una mesita, una foto en marco de madera. Los tres. La esposa de Juan, con una sonrisa enorme, la nena en sus brazos y él detrás, abrazándolas a las dos. La familia perfecta.

La culpa me carcomió el estómago como un ácido. Cómo iba a mirar a esa mujer a los ojos cuando la viera por la calle. ¿Qué le diría? ¿Cómo fingiría normalidad? El pensamiento me paralizó y perdí el ritmo, mi cuerpo se tensó.

—Dale, putita, movete —me susurró él al oído, dándome una nalgada suave que me sacó del trance un segundo.

Pero mi mente ya estaba en otra parte. En mis hermanas. Salí de casa casi en la madrugada, sin decir una palabra. ¿Me escucharon? ¿Se preocuparían? Sabía que debía terminar, que tenía que vestirme y salir de ahí, volver a mi vida.

Pero justo cuando iba a moverme para separarme, Juan besó mi lóbulo, lo mordió delicadamente, luego pasó su lengua por mi aro. Y no pude parar.

Mi cuerpo se rindió de nuevo, y la culpa se convirtió en solo un zumbido lejano, ahogado por el placer.

Me moví, sintiendo sus manos en mi cintura, y me puse en cuatro, apoyando los brazos en el respaldo del sillón y las rodillas en los almohadones.

Él se colocó detrás de mí y me embistió firme, sin preámbulos. Entró de golpe y me regocijé en la crudeza del movimiento, en cómo me llenaba por completo.

Escuché su jadeo detrás mío, un sonido gutural que me excitó aún más. Me nalgueó, el golpe seco resonó en el silencio de la sala, y luego me tiró del pelo, obligándome a arquear el cuello.

Me la sacó, su cabeza bajó y sentí la humedad de su lengua en mi ano, un movimiento sucio y prohibido que me hizo temblar.

Buscó estimular la zona con baba, se escupió la pija y desparramó la saliva, deslizándola por mi culo. Entonces, con una embestida lenta y dolorosa, se la metió por el culo.

Un dolor agudo me recorrió, una punzada seca y violenta.

—No, por favor, Juan, me duele —le supliqué, con la voz quebrada.

—La concha de tu madre —me puteó, y por un segundo pensé que no me haría caso. Pero entonces la retiró de golpe.

Volvió a posicionarse y me volvió a coger por la concha, a toda velocidad, sin darme tiempo a respirar.

—Ahí te gusta, puta, ¿no? —sopló.

—Sí, así, así —respondí, perdiéndome en el ritmo salvaje, en el placer que ahora era un alivio ciego y desesperado.

Me dejé caer de lado, rendida, y me acosté boca arriba en el sillón, abriendo las piernas en una rendición silenciosa.

Él se movió para quedar encima de mí, su peso era un ancla caliente y bienvenido.

Con una mano se estimuló un segundo y luego penetró, tomando el control del movimiento, liderando cada embestida con una precisión que me robaba el aliento.

Lo rodeé con las piernas, cruzándolas por su espalda, juntándonos lo más posible, haciendo que el contacto fuera tan íntimo y estrecho que no sabía dónde terminaba yo y empezaba él.

—Puta hermosa —murmuró contra mi boca, y la palabra, dicha así, fue un halago.

Nos miramos con una lujuria pura, sin filtros, y nos besamos, un beso profundo y húmedo. Luego sus labios descendieron a mi cuello, besando, mordiendo suavemente la piel.

Y en medio de esa nube de placer, una idea clara y cortante se clavó en mi mente: debía volver a casa. Mis hermanas, mi cama, el trabajo en pocas horas, su familia.

Y la única forma de escapar de ese sillón, de ese hombre, de mí misma y el placer que sentía, era hacerlo acabar.

Dejó de moverse, se quedó dentro un segundo más y luego se retiró.

Se paró frente a mí, y yo me levanté por detrás, alcanzando su boca. Nos besamos apasionadamente, un beso desesperado y salivado, hasta que me arrodillé de nuevo.

Bajé de una y me metí esa poronga venosa en la boca hasta atragantarme. La succionaba con todo, la estimulaba con la mano como haciéndole una paja, rápido, sin pausa.

Pensaba en su mujer, en su hija, en la foto del living. Yo no debía estar ahí, no debía hacer esto, pero quería terminar.

Él jadeaba, ponía sus manos en mi cabeza, guiándome, empujándome más profundo.

—Ohhh, gemía, un sonido ronco y perdido.

Yo seguía, sin parar. Él no pudo aguantar más. Estalló en un grito que resonó en la habitación.

Me agarró fuerte del pelo y me aprisionó contra él, mi cabeza contra su ombligo, la punta de su verga en mi garganta liberando una gran cantidad de semen caliente.

Mientras estaba ahí, inmóvil, me pregunté, hace cuánto ese hombre no sentía un placer así, pero el pensamiento se cortó cuando lancé una arcada y me dieron ganas de vomitar.

Quería salir. Él no me dejaba. Seguía con las arcadas y él me decía:

—aguanta, puta —, presionando más fuerte.

Me soltó justo. Por poco no le lleno la pija de vómito. Me solté jadeando, casi sin aire, lagrimeando, con la boca llena de leche.

Él se tiró sobre el sillón, agarró la copa de vino que yo había dejado en la mesita y se la bebió de un trago.

Y yo quedé ahí, arrodillada, humillada, pensativa.

Me levanté con las piernas temblando y caminé hacia el baño, casi a tientas. Cerré la puerta y me incliné sobre el inodoro, escupiendo todo, el sabor ácido y salino llenándome la boca.

Me miré al espejo. El pelo revuelto, los ojos rojos y vidriosos, los labios hinchados. Me sentía sucia. Usada. Abrí el grifo, me lavé la boca con agua y jabón, luego la cara, como si quisiera arrancarme la piel. Me sequé con una toalla y salí.

Él seguía ahí, en el sillón, con la copa en la mano, la cabeza apoyada en el respaldo, respirando tranquilo.

—Sos terrible pendeja —me dijo, con la voz ronca y sin mirarme.

Mientras, yo buscaba mi pantalón y mi tanga tirados en el suelo. Me los puse rápido, seguidos de la musculosa, sintiéndome como si estuviera vistiendo un disfraz.

Él se levantó mientras yo caminaba hacia la puerta, con una sola idea en la cabeza: salir.

Llegó antes que yo, bloqueándome el paso.

—Vení cuando quieras —dijo, y asentí con la cabeza.

Me llevó hacia él con las manos en mi culo, una posesión final, y me besó. Era un beso lento, profundo, como si quisiera marcarme.

Yo lo separé con las manos en su pecho, empujándolo suavemente.

—Me voy —dije, sin mirarlo a los ojos.

Me despedí con un movimiento de cabeza. Él me corrió un mechón de la cara, un gesto tierno que me dolió más que cualquier insulto.

—Sos divina —susurró.

Y entonces salí, cerrando la puerta detrás de mí, con el frío de la madrugada pegándome en la piel.

Abrí la puerta de mi casa despacio, casi sin respirar, con la esperanza absurda de que ninguna de mis hermanas estuviera despierta.

La bisagra hizo un ruidito mínimo, como una queja guardada, y me quedé quieta un segundo, escuchando.

Silencio total.

La luz tenue del pasillo seguía encendida, la misma que siempre dejamos “por si acaso”. En el sillón del living, mi gato levantó apenas la cabeza, me miró con esos ojos de juez imparcial, y volvió a apoyarla como si nada.

Di un par de pasos, livianos, ya saboreando la idea de meterme en mi cuarto sin que nadie me interrogara, cuando la puerta del dormitorio de mi hermana mayor se abrió.

—¿Ali? —preguntó con voz pastosa, medio dormida—. ¿Dónde andabas?

Me detuve, apretando la llave en la mano.

—Fui a reclamarle al vecino por la música —contesté rápido—. Y me quedé charlando un rato.

Ella entrecerró los ojos, tratando de calibrar si la frase tenía sentido a las dos y pico de la mañana.

—¿A estas horas? —refunfuñó, no indignada, solo confundida por la hora y la vida.

—Seguía despierta igual —mentí sin demasiada habilidad.

Mi hermana hizo un sonido parecido a un “hmm” que no significaba nada y todo a la vez.

Se dio media vuelta con la misma parsimonia de quien se olvidó del mundo y volvió a meterse en su cuarto, cerrando la puerta sin interés adicional.

Suspiré.

Caminé hasta mi habitación, empujé la puerta con la cadera y dejé caer mi ropa sobre la silla.

El cuarto estaba oscuro, salvo por el reflejo pálido que entraba por la ventana. Mi gato me siguió, se enroscó en un rincón de la cama, indiferente a mi torbellino interno.

Me acosté boca arriba primero, sintiendo el peso del día -del domingo, de él, de todo- cayéndome de golpe.

Me tapé hasta el pecho y, cuando el silencio me aprisionó del todo, apareció lo inevitable. La culpa.

La imagen de su mujer en las fotos del living. La risa de su nena en los dibujos pegados en la heladera. El perfume infantil que todavía flotaba en la casa.

Y yo ahí, escapándome de madrugada, con el corazón latiéndome en las costillas.

Tragué saliva. Cerré los ojos fuerte.

“La puta madre…”, pensé, sintiendo el pinchazo agudo de la conciencia mezclado con el calor todavía instalado en mi cuerpo.

Sabía que había hecho mal. No lo podía disfrazar, ni justificar, ni explicar. Pero también sabía -con esa sinceridad cruda que aparece solo cuando estás sola en tu cama- que la había pasado increíblemente bien. Que una parte mía todavía tenía la piel encendida por él. Que otra parte, más silenciosa y cobarde, se preguntaba si iba a volver a cruzármelo en la vereda como si nada.

Suspiré otra vez, larga, vencida.

El sueño me cayó encima de golpe, sin pedir permiso. Y así, entre el remordimiento, el cansancio y el recuerdo tibio del beso final, me fui quedando dormida, escuchando apenas el ronroneo del gato.

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