La voz de Álvaro me pareció hermosa desde la primera vez que la oí. Era el tallerista de un curso que me obligaban a tomar en mi trabajo, a distancia. Ahora suena muy tonto, ya sé. Pero toma en cuenta que yo empezaba a vivir sola; la pandemia me había dejado aislada y triste, y apenas empezaba a reconectar con mis amistades y a caminar de nuevo por la ciudad. No tenía mucho sexo, si te soy sincera.
Y, entonces, Álvaro. En las videoconferencias nunca ponía su cámara, pero algo de esa voz grave, segura y acariciadora me ponía loca. En la semana que duró el taller comencé a ver cómo el ícono de su nombre vibraba con sus palabras y sus pausas, y empecé a imaginarme su cara. Pensé que le correspondía una mandíbula fuerte, una barbilla partida y unos profundos ojos verdes. Pensé que sería de un moreno intenso, como las playas de arena fina, y que tendría dos manos grandes y nerviosas. Grandes y nerviosas…
Empezaba a frotarme los muslos, lento, más para tranquilizarme que para otra cosa. Pero una vez que empezaba, ya no había vuelta atrás. De pronto me metía la mano en los shorts y comenzaba a tocarme mientras lo oía hablar. No sé decir si eso era masturbarme… era tenue, muy de pasada, y nunca tuve un orgasmo… pero supongo que sí me masturbaba.
Imaginaba que el taller era presencial, y que yo estaba en un auditorio chiquito, con él y con otras personas, escuchándolo hablar. Me imaginaba que él se había dado cuenta de que yo me estaba tocando mientras lo escuchaba. Él no se inmutaba y seguía dando el taller, pero me dejaba clavados esos ojos profundos y verdes. Yo notaba que él tenía una erección, y me mordía el labio.
De pronto Álvaro, en la realidad, me pedía participar:
—¿Alguien gusta decir algo? Marta, por favor…
Sus palabras se colaban por un segundo en la fantasía y, en el auditorio, él me hablaba mientras me veía tocarme. La mezcla de morbo y vergüenza se me juntaba en el pecho cuando prendía el micrófono y le respondía. A él le gustaban mis respuestas. Debatíamos y él siempre empezaba recordándome cuánto le gustaban mis ideas. No sé si quería ligarme, pero le estaba funcionando al maldito. Y ni me conocía.
Poco a poco la vida se asentó y la oficina reemplazó a la casa. O el tallerista no formaba parte regular de la empresa o estaba perdido en una de sus muchas oficinas. Como fuera, me olvidé de todo eso. Empecé a salir de nuevo. Tuve un poco de sexo de páginas de citas, bastante bueno a decir verdad, y conocí a un sujeto fantástico con el que empecé a salir más formalmente. ¿Me había encaprichado con la voz de un desconocido? ¡Qué cosa más infantil y triste!
Y entonces me llamaron a la sala de juntas, porque había que tomar un taller. Y allí estaba él… reconocí su voz antes incluso de entrar a la sala. El taller era el mismo, pero no dije nada. Cuando escuchó mi voz, se mostró muy extrañado:
—¿Marta? Dime que no te hicieron tomar este taller de nuevo —me decía, molesto de antemano con los jefes.
Y yo le contesté alguna tontería, como que no me había valido el taller anterior, o que había una sesión a la que falte. Ninguno de los dos le dio importancia.
Al verlo, me sentía a la vez curiosa y profundamente decepcionada. Era razonablemente alto, pero de brazos largos y escuetos, de barbilla redonda, de ojos cafés, y piel paliducha tirando a rosa. Lo único que sí tenía conforme a mi imaginación era un par de manos largas, velludas, fuertes y nudosas.
En el taller también estaba Lisa. Yo la conocía desde poco antes de la pandemia. Era una chica muy guapa y muy graciosa. Tenía unos ojos largos, pero muy abiertos; unas cejas tupidas pero ordenadísimas. El color de piel con el que me había imaginado a Álvaro era justo su color. La boca parecía que se la habían dibujado a lápiz: sus labios parecían sólo un juego de sombras con su misma piel.
Tenía una cintura de avispa, que explotaba con blusitas ceñidas, en las que destacaba un brasier que se vía rígido y voluminoso. Lisa era un encanto para mí, que la consideraba una compañera muy alegre… y un encanto para los hombres en otro sentido. Me recordaba mucho a esos cuadros en los que una esfinge hermosa y gatuna se le pone en el pecho a un hombre, no se sabe si para matarlo o para besarlo.
Resultó que no estaba equivocada respecto al coqueteo digital de Álvaro. Ahora sabía que sí quería ligarme. Sus ojos se encendían cuando yo le hablaba… pero también cuando le hablaba Lisa. Las semanas siguientes el trabajo me fue juntando un poco más con él. Ahora lo veía una vez a la semana. Compartíamos un café y, antes de trabajar, hablábamos de nuestro pasado. Yo era un par de años mayor que él, pero algo de su autoridad de tallerista le había quedado… también algo de mi encaprichamiento, aunque físicamente no me gustara mucho.
De cualquier manera, pronto empezamos a mirarnos los labios, a bromear con juegos de palabras sexuales y a guiñarnos los ojos en las despedidas. Álvaro era esa clase de hombre que corteja lento. Los hombres que saben que no son bellos y no ponen toda su confianza en ser carismáticos normalmente esperan que, por la carretera de la amistad, puedan tomar una desviación que los conduzca a nuestra cama. Y la idea en general no es mala: antes de la pandemia, no tuve problema en acostarme con uno o dos amigos que intentaron un camino parecido. Pero en ese momento yo tenía novio y, si Álvaro no me proponía nada, yo no iba a arriesgarme. O eso pensé.
Un día estaba aburrida y ansiosa, en uno de esos imprácticos días de mi ciclo, y me masturbé. Mi relación era estable y feliz, pero yo estaba en un estado de ánimo que me pedía imaginarme más bien algo emocionante. Me faltaba imaginación y pensé en Álvaro. Pensé en que me hacía sexo oral en la sala de juntas. Yo llevaba la falda más corta que tengo, una falda negra, estrecha apenas del tamaño de los dos diminutos bolsillos que tiene.
Me sentaba en una de las largas mesas que hacían herradura; él se hincaba (en la posición más incómoda del mundo) y me quitaba la ropa interior. Olía mis fluidos, me acariciaba los labios, me abría y cerraba la vulva con dos dedos, esparciendo mi humedad y contentando a mi clítoris. La puerta tiene dos ventanales altos y, aunque la teníamos cerrada, yo veía como varios pares de ojos mirones se ponían en las puntas de los pies para verme gemir.
¿Y si cogía con Álvaro una sola vez? Le aclararía que sólo quería experimentar… sacarme una fantasía de la cabeza y ya. Y, si ya iba a cumplir mi fantasía con él, quería que fuera en la sala de conferencias. Antes de proponérselo, tenía que ver que fuera posible, y tratar de reducir el riesgo. La sala se quedaba cerrada a partir de las 6:30 pm y, en las bitácoras, ya no había posibilidad para solicitar su uso más tarde. Cuando las luces estaban apagadas, no se veía nada desde las ventanitas exteriores.
Estaba insonorizada, así que los gemidos (que probablemente los hubiera) no iban a ser un problema. Yo me había hecho muy amiga de la secretaria del jefe que abría y cerraba la sala, y le había contado no sé qué excusas sobre una actividad que íbamos a tener la semana siguiente, y que necesitaba ver si podía instalar no sé qué equipo en no sé qué claves. Como no me estaba entendiendo nada, me dejó las llaves cuando se las pedí.
Vi pasar a Lisa y nos saludamos. ¿Qué la traía hoy a nuestra sucursal, tan tarde? En todo caso, pobre de ella. Se acababa el día y el resto ya nos íbamos. Las últimas computadoras se apagaban, los últimos maletines firmaban de salida; una última ronda a la limpieza de los baños; los jefes de sección se encerraban en sus oficinas para hablar con sus superiores. Ni rastro de Álvaro, lo que era muy raro, porque nunca se iba sin mí. Justo ese día tenía las llaves… quizá debí platicarlo con él primero. Estaba tan seguro de que iba a decirme al instante que cogiéramos donde a mí se me antojara, que no consideré que el pudiera salir temprano. ¡Ni siquiera tenía idea de lo que yo estaba planeando, el pobre!
Bueno. Todavía quedaba por ver si a nadie, a esas horas, le parecía que era raro que yo (y no la secretaria) abriera la oficina. «Probemos», me dije, y entré a la sala. De verdad no se ve nada desde las ventanas de afuera, pero ya entrando era muy obvio que había una persona, en la oscuridad, sentada a sus anchas en la cabecera de la sala.
Prendí la luz por reflejo. Sí se me cruzó por la cabeza que fuera otra persona, haciendo algo tan indecente como lo que yo estaba planteando, pero ¡imagínense que hubiera sido un jefe! Al día siguiente me hubiera despedido. Así que no, no hubiera prendido la luz si lo hubiera pensado un poco.
Lo primero que vi fue la cara de Álvaro, pálida de miedo sobre su palidez de costumbre. Luego, saltó disparada Lisa, que debía estar de rodillas debajo de Álvaro. Esas mesas tienen una tabla que las cierra por detrás, así que yo prácticamente no la hubiera podido ver si no se hubiera movido. ¡Ay, Lisa! ¡Qué tontos somos cuando nos sorprenden!
—Perdón. Por favor. Perdón —empezó a decir Lisa, mientras caminaba a la puerta.
Se pasó la mano para secarse una comisura de la boca. Luego, al notar que casi no estaba manchada, creo que se sintió tonta por este gesto y me volteó la cara. Debió haber sido una mamada muy ligera, porque Lisa se veía perfecta: su cabello y sus piel parecían completamente normales. Ni un rizo fuera de lugar, ni una gota de sudor. Pasó a lado mío, mientras seguía repitiendo:
—Perdón. Por favor. Perdón.
Supongo que quería decir algo como “perdón porque hayas tenido que ver eso; por favor no lo cuentes a nadie, y menos a los jefes”. Unos días después, Álvaro se disculpó por la escena, pero midió muy bien sus palabras: se disculpaba, no por haberme ofendido como pretendiente, sino por haber faltado a la ética profesional. Me pareció un poco hipócrita, y le dije:
—Bueno, a mí no me importa, la verdad. Nada más que te estás jugando tu trabajo. Sé un poco menos imbécil.
Quizá soné más despechada de lo que quería.
A partir de ese momento, el cuerpo de Lisa empezó a aparecer en mis fantasías. La veía bailando para Álvaro con ese trasero enorme. La veía sentándose encima suyo y restregándosele, poniéndole las nalgas sobre el pantalón. ¡Cómo la odiaba! Y aun así, seguía imaginándola. La imaginaba cabalgándolo, con sus hermosos pechos ocre, botándole adentro de ese brasier rígido que usaba siempre. En algún momento, yo era Lisa y Álvaro me ponía en cuatro. Me tomaba de la cadera y me empujaba hacia su cuerpo. Sus enormes manos me manipulaban, y yo gemía y el gemido se salía de la fantasía y se me volvía real.
¡Cómo odiaba a Lisa! Y aún así, cada vez que la vi después de eso fui muy amable con ella. En el fondo, sabía que ella no tenía ninguna culpa, y mi odio siempre se quedó en el plano de la ficción. Por eso, un día me animé a preguntarle:
—¿Álvaro y tú…?
—¿Qué? ¡No! —me contestó. —Digo, puede que alguna vez me haya ido con él… Y bueno, me daba morbo hacerlo en la oficina, y Álvaro es un buen chico. Con cualquier otra persona no me hubiera animado. Pero bueno, después de que nos encontraste, me da más miedo que morbo. Acordamos que no va a volver a pasar.
¿«Un buen chico»? Sí, estamos en una generación muy rara. Álvaro tiene la edad de un hombre hecho y derecho, pero es “un buen chico”. Sentí mucha vergüenza por todos nosotros, y esa vergüenza me hizo confesarme:
—Desde hace mucho le tengo ganas. No me gusta y tengo novio. Pero me gusta su voz, y yo también quería hacerlo con él en la sala de juntas.
—Él se muere por ti.
—Ya lo sé.
—Pero olvídate de la oficina. No vale la pena.
La primera vez tuve sexo con Álvaro fue en mi casa. Los invité a él y a Lisa y vimos una película tumbados en un sillón ancho y viejo, como tres adolescentes. Había una escena erótica lésbica más bien breve, y me dio risa sentir como la respiración de Álvaro se volvía más pausada, para no acelerarse.
En algún momento de la película, Lisa fue al baño como habíamos acordado. Yo le pasé a Álvaro una pierna por sobre la suya, y empecé a balancearla. Primero puse mi mano sobre esa pierna, y luego la pasé poco a poco a la pierna de él. Lo acaricié un poco, moviendo tres deditos como si fueran las patas de una araña, y poco a poco la araña fue caminando hasta llegar al glande de tu pene erecto.
—Mira, Lisa no va a regresar hasta que le diga —le dije. —Y tú parece que tienes un problema. ¿Qué tal si lo arreglamos? No, no hablo de tu erección. Hablo de la forma en la que nos miramos desde hace mucho.
—Hagamos lo que tú quieras.
Lo masturbé un momento. Por si alguien tiene curiosidad al respecto, no, su pene no me decepcionó, también era largo, fuerte y venoso, como me lo había imaginado. Luego nos acurrucamos en el sillón. Me subí mi faldita negra; me quité la ropa interior y me puse su pene entre las piernas, mientras él me acariciaba los pechos desde atrás. Me gustan mis pechos, y pareció que a él también; de pronto recordé cómo me veía a veces en la oficina, y concluí que debía estar viendo mis pechos.
La verdad es que la razón por la que fantaseo con hombres de manos grandes es porque tengo pechos grandes… más grandes que los de Lisa, creo. Y me gusta estar con un hombre la que le excite estrujar mis pechos enteros entre sus manos. Claro que me gustó que me acariciara los pezones, y todo. Pero sobre todo me gustó sentirme “agarrada”.
De tanto en tanto, su mano bajaba a masturbarme. De tanto en tanto, yo abría las piernas: su pene dejaba de embestirme y yo lo tomaba con fuerza e iba bajando hasta que llegaba a los testículos.
—Quiero sentirlos en la vulva —le dije.
Él se irguió, puso su pene, ya húmedo, sobre mi bello, y dejó que me restregaba sus testículos en la vulva.
—¿Estoy siendo muy brusca? —le pregunté, y él negó con la cabeza.
Mientras me lo restregaba, empecé a gemir mucho. Volví a poner la película desde el principio y subí el volumen, porque me preocupó de pronto que Lisa nos escuchara.
Volvimos a la posición anterior, y él siguió feliz, embistiéndome los muslos . Mi plan era que no hubiera penetración: que se corriera entre mis piernas. No sé en qué momento cambié de opinión y le dije “métemela”; sé que se lo dije; sé que me puso otra vez de misionero y que me penetró de golpe. El sillón era muy viejo y empezó a rechinar horriblemente. Probablemente el ruido fue lo que convenció a Lisa de salir del baño. Álvaro la vio antes que yo, y se detuvo un poco.
—Sigan, sólo vengo por agua —dijo y, efectivamente, se sirvió agua.
Luego, obviamente, se nos quedó viendo. Álvaro, un poco extrañado, siguió. Disfrutarlo, para mí, estaba siendo un poco complicado. Era demasiada sensación. Se estaba cumpliendo una fantasía y eso me hacía feliz. El pene de Álvaro era más grueso de lo que yo acostumbraba, y sobre todo cuando llegaba hasta el fondo yo tenía que decirme que me estaba causando más placer que dolor. Y no era él, que en realidad estaba siendo amablemente lento; era que yo estaba un poco estrecha… quizá mi ciclo o mi misma excitación.
Conforme seguíamos, el dolor disminuyó y me entregué por completo a la experiencia. Alberto empezó a acelerar, a ganar ritmo. Yo gemía con locura, sin pensar ya en Lisa. Sentía cómo mis ojos se desorbitaron y como mi pecho se ponía rojo. Y cuando más estaba yo necesitada de ese ritmo, cuando más estaba entrada en mi propio placer, él, de la nada, me acabó dentro. Medio muerto, se sentó en sillón y yo, sinceramente molesta, me tuve que sentar a su lado.
Lisa adivinó que yo no había terminado. Probablemente fue que mis ojos estaban tensos y abiertos, y que aún respiraba con dificultad. Se puso de rodillas y me comió la vulva. La verdad no lo hacía nada mal, pero me pareció un poco raro cuando comprendí que en realidad estaba saboreando la corrida de Álvaro. La voltee a ver con algo de extrañeza, pero no me pudo parecer más normal: estaba allí, hermosa como siempre, y sin mancharse en lo más mínimo con mis fluidos. Me masturbaba con delicadeza y sonriéndome.
En algún momento, Álvaro tuvo una segunda erección y volvió a cogerme, esta vez al ras del sillón. Lisa se alejó y volvió a mirarnos, como si no quisiera participar mucho. Finalmente, Álvaro me puso en cuatro aprovechando el brazo de sillón; me tomó de la cadera y me llevó otra su pelvis una y otra vez, haciendo sonar mi trasero, justo como en mi fantasía. Esta vez le pedí que aguantara y nos corrimos juntos. Caímos él y yo en el sillón, acurrucados nuevamente, mientras la película que ya habíamos visto seguía corriendo; Lisa se nos unió en silencio, muy sonriente.
—La verdad es que quiero renunciar al trabajo —les confesé en el sopor poscoital. —Creo que no entiendo esta vida.
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Tenía que haberte cogido por el culo así hubiera sido sexi
Interesante relato. Con un fondo de conducta y de resultado entre bambalinas que tiene mucho contenido.
Me gusta.