Zona roja lunar

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T. Lectura: 5 min.

Sinopsis: Mientras las dos potencias cósmicas se disputan el control de los recursos lunares, el Teniente Antón, espía de élite de la Federación del Oriente, recibe una única advertencia: nada de escándalos, ni mucho menos corazones rotos. Pero esa regla queda en el olvido cuando se cruza con Madlen, una seductora agente encubierta del Sur Global que aparenta ser solo una científica torpe y encantadora. Lo que comienza como un encuentro fortuito se convierte en un duelo de cuerpos, secretos, placer e inteligencia, donde el sexo se mezcla con traición, y el amor… con la estrategia. En medio del conflicto interestelar, hay algo más poderoso que una guerra: un deseo que puede costarles todo.

Él ya estaba advertido: nada de escándalos internacionales. Y mucho menos corazones rotos.

Fue lo primero que le dijeron. Y aun así, no prestó atención. Acabó enredado con una agente sudaca —como la llamaban en los pasillos—, follándosela con una entrega que ni él sabía que poseía. Ella, que apenas ayer era su oponente, ahora bailaba al ritmo de su juego… uno que no estaba en ninguno de los esquemas y simulaciones que él había ensayado antes del viaje.

El Teniente Antón, alto, impecable, con reconocimientos que hablaban de guerras secretas, había ganado su rango descifrando códigos enemigos. Pero nada, absolutamente nada, lo había preparado para ella.

Madlen.

Ella no parecía peligrosa. Torpe, incluso. Una especie de bailarina con título falso, infiltrada entre científicos espaciales. Su cuerpo —una obra maestra— nublaba el juicio de cualquier hombre (o mujer). Hablaba cinco idiomas, sabía capoeira, mentía como si respirara y tenía un instinto felino para cazar información… mientras reía como una niña rica que juega con fuego.

Y aún así, buscaba su proximidad.

—¿Por qué me atrae este tipo? —pensó, fingiendo tropezar con él—. Si me toca otra vez, le rompo los dedos… o se los chupo hasta el hueso.

Su carisma fue suficiente para que aliados del propio Antón comenzaran a confiarle secretos. Era una experta. Estar presente, escuchar, fingir empatía… así era como Madlen robaba verdades.

Ellos ya sabían quién era quién. Pero el juego de las máscaras era demasiado excitante.

El sexo fue inevitable.

Se entregaron como dos planetas colisionando. Salvajes. Ruidosos. Vulnerables. Como si entre sus cuerpos pudieran inventar una tregua.

Y, sin embargo… después del orgasmo vino el silencio. Madlen dudó. ¿Aceptar su invitación a la habitación? ¿Huir? ¿Envenenarlo?

Cayó al piso, su cuerpo aún temblaba. ¿Cómo podía sentir rabia y deseo al mismo tiempo? Mientras tanto, él dejaba la puerta entreabierta, esperando que fuera ella quien entrara. Temía que no llegara. Sabía que la había comprometido.

Ella lloró frente al espejo. Pensó en matarlo. Pensó en besarlo.

Se puso de pie. Había una misión. Pero también… una corazonada.

Cinco golpes. Luego dos. El ritual que ella usaba de niña para llamar a la puerta de casa.

Él la levantó en brazos. Ella lo abrazó como si él fuera la única salida. El Teniente ya no era una amenaza. Era una adicción.

—¿Qué soy para ti? ¿Una misión? ¿Un error? ¿O tu puta favorita?

—No preguntes —respondió él, tocándole el rostro—. Aún no lo sé… no quiero mentirte.

—Entonces… dame algo que no esté en tus informes —pidió ella, jugando con su anillo—. Pero dímelo mientras me follas contra esa ventana.

Él la miró en silencio. Luego rio.

—¿Quieres el verdadero nombre del infiltrado?, ¿verdad?

Ella sonrió como una loba.

—Muéstrame cómo distorsionar esa cara perfecta con placer. Eso te va a costar una mamada —susurró, mientras se quitaba la ropa.

Lo que siguió fue salvaje. Su lengua, sus dedos, su aliento, sus cuerpos… todo conspiraba para hacerles olvidar a qué bando pertenecían.

—Shuuu, nos pueden escuchar, no tienes idea de cuantas veces estuve a punto de correrme imaginando cómo te volvería a follar.

—Hazme venir igual… –dijo ella, arqueándose.

Se subió a la cama y bailó sin música, como si su cuerpo recordara cada empujón salvaje de horas antes. Sus dedos resbalaron bajo su vestido:

—Mira cómo acaricio mi vulva… y deseo que sea tu mano. Imagina que te pido que me abras las piernas… ¿Lo harías?

Él solo la veía moverse, tocarse y no podía creer lo que pasaba. Nunca había visto a una mujer en ese estado de placer.

Ella comenzó a besar su pecho masculino, bajo buscando su pene, lo acarició, se lo llevó a la boca para darle placer. Tocó sus dedos, palpó el anular, se lo metió también a la boca y le susurró al oído:

—Juega con mi travieso ano, por favor, lo quiero ahí, no doy más, quiero gozar, quiero mi orgasmo.

—Pues entonces, ¡estalla!, —le ordenó nalgueándola.

—Ahh, bébeme así, ¡que rico!, violento, duro, tierno, sensual, todo junto.

Dejó caer sus manos al costado del cuerpo, lo miró y miró como por sus piernas caían ríos de sus jugos. Simplemente se rio.

A Madlen no le había fallado la intuición de que el Teniente podría regalarle el mejor orgasmo de su vida. El momento de satisfacción que su mente esperaba.

Él quizás también necesitaba saber que existen otros niveles de deleite al que conocía.

—¿Porque me miras así? ¿Acaso no gozaste? —dijo tratando de no destruir su ego.

—Te equivocas, gocé viendo tu placer, como gozabas, —la besó tiernamente.

—Quiero que esto se repita, bah, quiero que me lleves a la cama, ahora, mañana, siempre. Te deseo Antón. Deseo tu boca, tu cuerpo, deseo que me guíes al placer total.

—Yo también Madlen, yo también.

Entre jadeos, gemidos y promesas falsas, ella pensó: Este hombre me va a costar la guerra.

Pero ambos sabían: el único encanto que importaba era el de sus cuerpos destrozándose una y otra vez… hasta que la guerra los alcanzara.

Ella tomó la iniciativa de irse antes de parecer vulnerable.

—Espera mi reina —le dijo enjugando las lágrimas.

La volteó, sabía que le quedaba poco tiempo. No podía darse el lujo de volver a perder su vuelo. Se le abalanzó encima y nuevamente la trató con rudeza… la pegó a los ventanales.

Le escupió salvajemente la espalda y el culo.

—¡Que rico papito, que rico… este culito es suyo… quiero que lo haga suyo papito!

Esas caderas estaban entrenadas para ese movimiento sensual que hacía.

Prácticamente ella misma se la metió y miraba como la verga se hundía en su apretado orificio.

—Así papito, fuerte… deme fuerte que me corro, así fuerte… no pare, no pare … deme, deme, así, así así….

Antón se la sacaba para volver a meterla. Esto le causaba tanto placer que miraba cómo le temblaban las nalgas cuando se la taladrara con ganas, estaba a punto de correrse. Le dio un embate endemoniado que hasta le hizo sudar mientras veía el brillo de las gotas que bajaban por la espalda de Madlen. Sus gemidos se elevaron, aquellos jadeos magnificaron la compresión de su culo.

—Me vengo, me vengo… uh me vengo…

—Si, así, así… dele, dele, dele, rómpame el culo que es suyo… este culo es suyo.

Gimieron en coro y esto se repitió una vez más. Explotaron. Mientras la penetraba contra el cristal, ella veía su reflejo.

Se limpiaron y escucharon como el aire salía después de haberla pompeado por más de veinte minutos.

¿Cuál de los dos está usando a quién?

Ella se corrió tanto que olvidó activar la grabación… o quizá lo hizo adrede.

Si el Teniente supiera que ella ya copió sus códigos… mientras le mordía el cuello, ¿la mataría… o se correría más fuerte?

Antes de despedirse, él le colocó algo frio en la mano.

—Ábrelo cuando cruces la puerta. Así el encanto no se rompe.

Y se fue, sin voltear.

Él la miró partir, sabiendo que algo raro había en su collar… ¿una cámara? ¿o solo paranoia?

Pasaron los días. Luego meses.

Y un día, el teléfono sonó.

—Buenas… tengo un recado para usted… desde Panamá. ¿Estoy marcando al número correcto?, ¿cierto?

—Claro, —contestó sorprendido, pero sin titubeos… —¿dónde? ¿cuándo nos encontramos?

El encuentro fue limpio, casi inocente. Como en aquella tienda de frutas en Huangshang, él era todo un experto en esos temas.

Tomó el sobre, lo agitó, no se atrevió a hacer preguntas comprometedoras, solo agradeció y sacó la información que necesitaba para sí.

Abrió la cajita y sonrió, ella no había olvidado ningún detalle. Nunca supo si lo usó a él, o si ella había sido la verdadera víctima de su propio deseo.

Al despedirse pudo relajarse para descubrir que ella lo había conseguido… a miles de kilómetros de distancia lo había vuelto a excitar gracias al peligro latente.

Porque el verdadero peligro no era la guerra.

El verdadero peligro… era no volverse a ver.

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