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El secreto de Rita Culazzo (Parte 3): La ley de gravidez
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Tiempo de lectura: 12 minutos

Llevaba un largo rato admirándose frente al espejo de la sala. Sus manos sostenían la enorme panza con extrema delicadeza, como si tuviera miedo de romperla. De vez en cuando ensayaba un medio perfil derecho, luego giraba hasta alcanzar el medio perfil izquierdo y finalmente volvía a su posición frontal. Se complacía en repetir ese cíclico ritual una y otra vez; y se sonreía orgullosa. Yo la observaba en silencio; no recordaba haber visto alguna vez a una mujer tan hermosa. Las ocho lunas no le habían robado un ápice de su femenil esplendor; por el contrario, habían contribuido a enaltecer su belleza con indecente magnanimidad.

Papá se le acercó lentamente por detrás y la rodeó con sus brazos con mucha ternura. Sus manos se posaron sobre las manos de ella y las cuatro sostuvieron aquel vientre materno con un cariño que, de ser el cariño algo malo, hubiera sido atroz. Ella giró su cabeza y la echó ligeramente hacia atrás; él le dio un beso en la sien.

–Podemos excusarnos… –dijo mi padre con voz suave mientras observaba embelesado la abultada barriga a través del espejo.

–No podemos faltar, somos los homenajeados; estoy bien –respondió mi madre con dulzura.

Yo, que a menudo despertaba de perturbadoras pesadillas en donde mis primos y mis tíos se me presentaban como monstruosos demonios con enormes miembros viriles e insaciable apetito sexual, experimentaba un lujurioso terror cada vez que me hacía a la idea de un nuevo encuentro familiar, y más al considerar la exaltación de los atributos femeninos de mamá producto de su estado grávido.

Llegamos a la casa de mi tía el sábado al mediodía. Recuerdo un cielo claro con un sol enorme y tibio, y una brisa tan suave que apenas si acariciaba nuestros rostros. Tuve, en un instante, la misma sensación de calma que se siente en el ojo de un ciclón tropical, y presentí que abandonaría ese centro inocuo apenas entrara en la morada donde nos acogerían para celebrar el advenimiento de un nuevo miembro a la familia. Serían sólo veinticuatro horas las que pasaríamos allí: una eternidad infernal en una guarida de íncubos hambrientos de carne. Yo sabía que para estas bestias mi madre no era más que carne; sólo carne.

Nos recibieron con una calidez no acorde a mis figuraciones. Apenas bajamos del auto, mi tía salió de la casa, corrió por el vasto jardín hasta alcanzarnos en el portón de entrada y nos dio un enorme abrazo a cada uno. Mi tío Juan y mis dos primos siguieron sus pasos, aunque con menor ansiedad. Todos contemplaron maravillados la panza de mamá. Puedo recordar, en especial, los rostros de mis primos invadidos por una ternura que mi recelo no esperaba. Los ojos que antes habían reflejado la roja llama de los placeres prohibidos, en ese momento eran de blanca pureza, eran de ángel y no de demonio. Barrunté, entonces, que era el milagro de la vida el que oficiaba de antídoto contra todo impulso indecoroso de las personas más lúbricas que yo había conocido.

–Tenemos una sorpresa –dijo mi tía con amplia sonrisa volviendo su vista hacia la casa.

En ese momento, mi abuelo se asomó a la puerta y salió al jardín para encontrarse con nosotros. Con lágrimas en los ojos, abrazó fuerte a mi madre; ella respondió con un apretón de igual calibre.

–¡Papá!¿Qué hacés acá? –le dijo con desbordada alegría.

–Quiero estar con mi nena antes de que pierda esa barrigota hermosa –respondió mi abuelo con voz quebrada; luego acarició esa prominencia con suavidad.

–¿Y mamá? –preguntó ella.

–Esta vez se quedó en casa, viste como es… pero ya se está aprontando para viajar, quiere estar presente en el parto –respondió él.

Yo estaba conmovido con toda la escena que acababa de presenciar; pero la emoción rápidamente se me fue desvaneciendo y la desconfianza volvió a ganar terreno en mi psique. Durante toda la tarde estuve atento a los movimientos de mis familiares, sobre todo de mis primos; y mi vigilancia se extendió hacia la noche. A la hora de la cena todos nos sentamos a la mesa y yo me mantuve alerta, observando todo, analizando el más mínimo detalle, escrutando las miradas; pero nada. Nunca fui adepto al vino, y esa noche lo bebí en abundancia sólo para deshacerme de la incomodidad que me generaba el inesperado comportamiento de una familia normal.

Después de la tercera copa fui yo el que comenzó a mirar a mi madre con ojos de deseo. Estaba hermosa. Llevaba puesto un vestido ligero y suelto, y por sobre la mesa amanecían sus enormes ubres que, aunque sin escote revelador, se abultaban en su pecho como dos gigantescos planetas. Quedé prendado de esas tetazas que se iban aprontando para amamantar; imaginé que era yo el beneficiario de su maravilloso néctar. Pronto advertí que estaba algo ebrio y demasiado cachondo, con mis ojos clavados en las tetas de mi madre y una gran erección por debajo del mantel. Mientras, los demás mantenían una charla corriente, aburrida y cándida acerca de cuidados de bebe.

Luego de la cena, mis primos abandonaron la mesa unos minutos con la intención de convidarnos con un licor de hierbas de reciente adquisición. Los seguí con la mirada y, a la distancia –estaría yo a unos diez metros del pequeño bar ubicado en la sala–, observé atentamente todo el preparado. Algo llamó mi atención: me pareció que dos de los vasos ya servidos habían sido ligeramente separados del resto, y hasta tuve la inquietante sensación de que les había sido volcado algún tipo de sustancia de manera clandestina. No lo vi con claridad; como dije, fue más bien una sensación.

Mi sospecha se acrecentó cuando nos sirvieron la bebida y pude comprobar que los vasos separados estaban destinados a mi padre y a mí. Imaginé que mis primos querían que estuviéramos bien dormidos, y el motivo se me hacía evidente. Por fin se habían caído las máscaras angelicales y habían quedado expuestos los rostros demoníacos de aquellos pendejos hijos de puta.

En una maniobra casi digna de un mago, logré intercambiar vasos con mi abuelo. Lamentablemente, no pude salvar a mi padre, que se bebió su sospechoso licor de un sólo trago. Apenas unos minutos después del brindis –brindamos por la nueva vida, obviamente– papá se retiró a su habitación acusando una inexplicable lasitud; mi abuelo hizo lo mismo casi al mismo tiempo; no era casualidad. Mis primos me miraron fijamente esperando –calculé yo– una reacción parecida, así que bostecé para ellos unas cuantas veces y luego simulé un pequeño malestar; sin embargo, no abandoné la sala hasta que mi madre decidió marcharse a su dormitorio.

A mí me había tocado compartir habitación con mi abuelo; así que, cuando quedé a solas con él, pude corroborar mi sospecha al intentar despertarlo. Le di unos cuantos sacudones que no tuvieron respuesta; estaba completamente knock out producto de vaya saber qué clase de somnífero. Calculé que mi padre corría con la misma suerte y pensé en mi indefensa madre. No podía quedarme con los brazos cruzados; no podía dejarla a merced de las bestias; tenía que actuar. Y actué.

Atravesé el pasillo corriendo en puntas de pie hasta llegar a la habitación en donde dormían mis padres. La puerta estaba entornada. Entré. Había tomado la decisión de atrincherarme junto a papá y mamá para protegerlos de un seguro asalto nocturno; aunque poco me iba a durar el gesto de valentía. Cerré la puerta y cuando comenzaba a idear una forma de trancarla, escuché pasos que se acercaban prestos por el corredor; entonces abandoné la primera línea de defensa y cobardemente me escondí en el amplio clóset empotrado en una de las paredes laterales del dormitorio. Acababa de descubrir cuál era el verdadero motivo de mi presencia en la zona que estaba por ser atacada.

La puerta de la habitación se abrió lentamente y me fui preparando para observar, a través de las voyeristas rejillas de la puerta del clóset, lo mismo que ya había visto en mis más espeluznantes pesadillas. Mis primos entraron con sigilo y se acercaron a mi padre para comprobar que estaba completamente anestesiado. Instantes después, mientras Lautaro encendía uno de los veladores y lo cubría con una manta para que la habitación quedara tenuemente iluminada, Daniel tomó a mamá de un tobillo y le sacudió la pierna. Ella despertó de un sobresalto y quedó sentada en la cama mirando a los conocidos asaltantes con estupor. Lo siguiente que vieron sus ojos pasmados fue dos descomunales falos dispuestos en sendas erecciones de caballo.

–¿Extrañabas esto, putita? –esputó Daniel tomándose su imponente vergón con ambas manos.

Mi madre, atónita, sólo atinó a mirar hacia su costado, donde yacía mi padre en un profundo sueño de pinchazo de rueca.

–Tranquila, está dormido igual que una piedra –le dijo Lautaro al mismo tiempo que le enseñaba (haciéndolo bailotear entre sus dedos) el pequeño frasco que yo había intuido más temprano cuando los bribones servían el licor.

–Dicen que las embarazadas se ponen cachondas; mientras más panzonas, más cachondas –acotó Daniel con libidinosa voz.

Luego tiró fuerte de la sábana que cubría a mi padre y lo destapó completamente. Acto seguido, lo acomodó boca arriba y le bajó los calzoncillos con un nuevo jalón mientras se dirigía a mamá:

–A ver con qué te entretenés en tu casa, putita –le dijo.

El inerte pene de mi padre quedó expuesto: pequeño y arrugado. Mis primos acercaron sus pijones para que mi madre pudiera compararlos con la pijita flácida de su marido. Ella, que a esa altura había borrado de su rostro el gesto de perplejidad inicial para darle paso al de zorra libidinosa, acercó su mano a la verga exánime de mi padre y jugueteó con ella moviendo su dedo índice como péndulo, mientras una risita burlesca escapaba de su boca al ver aquel pedacito de carne blanda moverse de lado a lado sin oponer ninguna resistencia.

Luego miró el palpitante vergajo de Daniel, del cual parecía que se podía colgar un ancla sin perturbarle la rigidez, y su mueca de burla se transformó en circunspecto gesto de deseo; la línea incisiva de sus dientes superiores asomó en su boca y mordió con ganas su labio inferior. Dos segundos más tarde, se engulló el ciclópeo falo de su sobrino hasta el fondo de su garganta. No pasó mucho tiempo para que fueran dos las vergas a las que mi madre diera cobijo en su boca, las que saboreara con desespero de puta alborotada, con las que se atragantara a placer.

No les fue fácil a mis primos desprender a la putona de sus colosales miembros; cuando lo lograron, fueron ellos los que aferraron sus cabezas a las tetas de mamá –que eran como otras dos cabezas– y las mamaron a placer. Luego colocaron a la encendida hembra en cuatro a la orilla de la cama y le arrancaron las bragas. Ella arqueó su espalda y quedó con el culo en pompa para que sus sobrinos pudieran contemplarlo en toda su dimensión (le encantaba mostrarle el culo a sus sobrinos).

–¡Qué culazo, qué hija de puta! –exclamaron mis primos al unísono. Yo hice la misma exclamación por lo bajo en la oscuridad de mi escondite.

La culona se colocó una almohada bajo la panza y se dispuso en pose de perra para que los imberbes le rompieran el orto sin compasión. Daniel tomó la iniciativa. Luego de un par de escupitajos lubricantes, el mayor de los hermanos la penetró violentamente y comenzó a serrucharla como si esa misma noche se fuera a acabar el mundo; sus envestidas parecieron sacar chispas del culo de mamá durante largos minutos.

Lautaro, sobreexcitado con la escena que estaba presenciando, reclamó su turno; pero Daniel estaba en rítmico trance y sin intenciones de abandonar a su presa; fue entonces que su hermano decidió sacarlo a la fuerza con un empujón que lo tomó por sorpresa e hizo que cayera hacia atrás, quedando sentado en el suelo. Sin perder un segundo, Lautaro enterró la pija en el culo de mi madre y continuó con el mismo ritmo frenético que antes había impuesto Daniel. Pero éste último se sentía injustamente despojado; así que, luego de incorporarse, tomó del cuello a su hermano menor y lo arrancó de las nalgas de mamá como arrancaría un potente imán de neodimio del más precioso metal. En ese momento, los hermanos se trabaron en lucha insultándose furiosamente como si fueran enemigos. Mi madre, sin abandonar su posición perruna, giró su cabeza e intervino en el diferendo:

–No peleen, hay para los dos –les dijo con voz de puta arrebatada mientras se manoseaba una de sus nalgas.

Mis primos detuvieron la pelea y contemplaron fascinados aquel enorme y redondo culo dispuesto como gigantesca manzana partida por la mitad; vieron las violentas contracciones de su apetitoso orificio pidiendo con desespero que alguien volviera a salvarlo del incómodo vacío, y se reconciliaron en una maravillosa doble penetración anal. Lautaro trepó sobre la cama de un salto y, con un pie a cada lado de la humanidad de su preñada tía, la entubó desde arriba, al mismo tiempo que Daniel, con los pies en el suelo, la empernaba desde atrás. Los dos vergones unidos invadieron el culo de mamá como si fueran un atado de leña gruesa. Ella comenzó a gemir estruendosamente: estaba gozando como una yegua.

Quizá fueron esos hondos quejidos los que atrajeron más gente a la fiesta, o quizá todo estaba cuidadosamente calculado: mi tío Juan apareció de repente en la habitación y fue derecho al encuentro de su cuñada. Pasó por delante de sus hijos, que seguían culeando a mamá con acrobático ritmo de vértigo, y trepó en la cama como gato para quedar frente a frente con la puta y meterle la lengua hasta la garganta. Luego se arrodilló sobre el colchón y liberó su increíble miembro, grueso y venoso, más impresionante aún que los de sus hijos, y lo introdujo en boca de la gestante mientras la tomaba fuertemente de los pelos y le sacudía la cabeza como forma de dirigir el impaciente acople buco-genital. Mi madre tuvo que abrir la boca hasta casi rajarse la unión de sus labios para hospedar tamaño pedazo de verga enhiesta de pura sangre.

Yo hacía rato que me pajeaba dentro del clóset; la imagen de mi panzona madre doblemente enculada por sus sobrinos y atragantada por el majestuoso palo mayor de su cuñado, me había puesto a mil. Pero todavía le faltaba una pieza a ese engranaje hedonista: de pronto, mi tía entró en la habitación como un rayo y se entreveró diligente en el épico saturnal. Sus manos volaron por el cuerpo de mamá magreándole la espalda, los pechos y el abultado vientre, mientras profería una serie de epítetos que soezmente pretendían resumir lo buena que estaba su hermana y lo puta que era.

Luego se acostó boca arriba en la cama, se deslizó hasta quedar debajo de mi madre y su boca lactante mamó de los hinchadísimos pechos de la embarazada. Instantes más tarde, mi hiperactiva tía abandonó esa posición de mecánico de automóvil y se entremezcló en la incesante culeada junto a sus hijos; lo hizo en forma tan impetuosa que accidentalmente atropelló a Lautaro haciendo que éste perdiera estabilidad y cayera encima de mi desmayado y semidesnudo padre. Poco le importó esto a la arrecha hembra, quien se asió fuerte de las nalgas de mamá y, como una verdadera directora de orquesta, comenzó a dirigir la culeada de Daniel. A partir de ese momento, fuertes cachetazos a aquella cola espectacular y groseros elogios a la pija que la insuflaba, adornaron el avasallante ritmo de bombeo del joven semental.

El mentón de mi tía descansaba sobre el culo de mamá. Cada tanto un extenso lengüetazo recorría aquellas venturosas nalgas. Cada tanto Daniel sacaba la pija de la cola de mi madre y la metía en la boca de la suya. En tanto, Lautaro logró recuperar su antigua posición y nuevamente mamá se vio enculada por duplicado.

Uno a uno, mis insaciables parientes fueron derramando sus ubérrimos fluidos sobre mi santa madre: en el ápice del placer, mis primos le sacaron sus pijas del culo y la manguerearon entera mientras ella abría la boca bien grande y sacaba su lengua para recibir los caudalosos chorros del tío Juan. La lechearon de arriba abajo. Como rúbrica, mi tía le dio una postrera chupada de concha y de orto que la hizo retorcerse de placer.

En lo que respecta al espía escondido en el closet… puede decirse que logré sincronizar mi final con el resto de la manada. Al mismo tiempo que mi madre era bañada en semen, mi verga expulsó un largo chorro que salió disparado hacia adelante y atravesó las rejillas de la puerta del clóset, salpicando el piso de la habitación.

La tormenta pasó. Mis familiares, saciados de carne diva, abandonaron el cuarto dejando a mi madre desparramada en la cama panza arriba, embadurnada en semen, exhausta y complacida. Sin abandonar el lecho, la encintada mujer trató de incorporarse; lo hizo con cierta dificultad y con gestos de dolor que eran producto del delicioso castigo que había recibido. Lentamente se acercó a mi padre y le volvió a colocar la ropa interior que sus sobrinos le habían quitado de forma humillante; y lo cubrió con la sábana tan tiernamente como lo haría una madre con su pequeño hijo; y se durmió abrazado a él. Recién ahí pude marcharme de la habitación con el modesto acto de rebeldía de no limpiar el semen derramado, ni siquiera el mío. Esa noche dormí plácidamente, ayuno de mis acostumbradas pesadillas, como si los verdaderos demonios hubieran exorcizado a los que habitaban en mi mente.

Desperté cerca de las diez de la mañana. Sentía mucha sed, así que me levanté y me dirigí hacia la cocina en busca de agua. Mi abuelo seguía dormido como lirón y parecía que nadie se había levantado aún –hecho que no me llamó la atención teniendo en cuenta la extenuante batalla nocturna–; sin embargo, al llegar a la puerta de la cocina, escuché la voz de mi tía, que mantenía una charla con alguien a quien yo no podía escuchar. Me quedé parapetado en la puerta y pronto advertí que en realidad se trataba de una conversación telefónica. Se hablaba de mi madre:

–Le dimos su merecido por puta buscona, y con su marido durmiendo al lado. No sabés lo cachonda que se puso la panzona con las tres vergas adentro. Se chorreaba la muy puta. Creí que iba a parir ahí nomás después de la paliza que le dimos.

Por el tono de la charla calculé que nuevamente había descubierto a mi tía hablando con su otra hermana (la que había visto lamiendo las nalgas de mamá en el cumpleaños del abuelo). En su siguiente elocución se la notó molesta con su supuesta interlocutora:

–No la defiendas, es una puta calienta pijas. Es el segundo hijo que le hace a mi marido, la odio –dijo en voz baja pero alterada– ¿Eeeh, qué decís? –Dijo luego de unos segundos bajando aún más su volumen– ¿Cómo que Julio no es hijo de Juan?

¡Estaban hablando de mí otra vez! Afiné mi oído para no perderme de nada.

–Por supuesto que podés confiar en mí, contame, ¡dale!

En ese momento, hubiera dado uno de mis brazos con tal de poder escuchar lo que decía la voz en el teléfono. Después de un prolongado silencio que me resultó eterno, mi tía volvió a hablar:

–¡¿Cómo?! Decime que es broma –e insistió– ¿Es broma, verdad? ¿Por qué me entero recién ahora? Todo este tiempo estuve creída que Julio era hijo de mi marido, y resulta que… no, no, no lo puedo creer, esto es muy fuerte… necesito tomar mi pastilla –y terminó abruptamente la comunicación.

¿De qué se acababa de enterar mi tía? Toda clase de conjeturas se entreveraron en mi cabeza. La primera fue confortable: esto confirmaba que en realidad yo era hijo de mi padre y no de mi tío, hecho que ya sospechaba yo tras mi estudio del tamaño de las vergas familiares, que había resultado tan efectivo como un análisis de ADN. Sin embargo, había algo que no cerraba: yo ya había escuchado a mis tías conversar sobre este tema, y ambas parecían coincidir en que yo era hijo de Juan. ¿Por qué mi otra tía había decidido cambiar la versión? Y, lo más importante, ¿cuál era esa otra versión?

La mañana dio paso al mediodía y poco a poco todos se fueron levantando; mi tío y mis primos con un semblante de satisfacción producto de la orgía, mi abuelo y mi padre con una gran resaca narcótica y mi madre vivaz, como buena perra satisfecha.

Más tarde, durante el bullicioso almuerzo familiar, mi tía se mantuvo en silencio, con gesto de espanto. A veces me miraba de reojo; hacía lo mismo con mis padres, y se mantenía absorta. ¿Qué era lo que sabía sobre nosotros? Pasaron horas para que volviera de su letargo y reaccionara con algunos comentarios banales.

Tan concentrado había estado yo tratando de decodificar su inexpresión, que no advertí la ausencia de mi madre. Me tranquilizó comprobar que mi tío y mis primos estaban allí mismo, en la sala, al alcance de mis ojos vigilantes. “Estará en el baño”, pensé. Pero luego de un buen rato, al ver que demoraba, decidí patrullar la casa en su búsqueda.

Efectivamente, como había pensado en un principio, estaba en el baño; pero no estaba sola. Mis ojos pudieron verla a través del breve intersticio que forjaron mis dedos entre la puerta y el marco. Estaba inclinada hacia adelante contra el lavabo, con sus manos apoyadas en la pared, con su vestidito arrollado en medio de su arqueada espalda y enteramente enculada por mi abuelo. ¡Sí, mi abuelo!

El septuagenario, parado de tras de ella, con sus pantalones bajos hasta sus tobillos, la tenía fuertemente sujetada del pelo y le aplastaba el rostro contra el espejo, mientras la mataba a pijazos con un vigor juvenil envidiable (ni rastro parecía quedar del somnífero que lo había planchado toda la noche). La nariz y la boca de mamá se veían deformadas a raíz del aplastamiento y su lengua lamía la lengua reflejada. Estaba extasiada con la verga de su padre en sus entrañas.

El viejo, cuando sintió que acababa, le sacó la pija de la cola, la hizo voltearse a puro jalón de cabello y le lanzó un gran chorro de semen en la protuberante panza. Luego hizo que su hija se arrodillara y le diera una buena lustrada al tremendo vergón maduro que se cargaba.

Volví a la sala pasmado, tratando de disimular mi erección y reflexionando sobre todo lo vivido en menos de un año; sobre los secretos familiares descubiertos y sobre los que me restaba por descubrir. También vino a mi mente esa ley enunciada por Daniel la noche anterior, la que establecía una proporcionalidad directa entre el tamaño de la panza de una embarazada y su necesidades sexuales.

En ese momento era yo el que estaba absorto como antes lo había estado mi tía. Me despertó de esa especie de coma un fuerte grito de mi madre que parecía pedir auxilio. Todos saltamos de nuestros asientos y corrimos rumbo al baño siguiendo el sonido; pensé que mi padre iba a descubrir todo. Cuando llegamos nos detuvimos frente a la puerta y observamos desconcentrados, porque aún faltaban un par de semanas para la fecha señalada. Mi abuelo estaba ahí, junto a ella, correctamente vestido; parecía que había llegado primero que todos para socorrerla. Ella respiraba agitada; había roto fuente.

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