Nuevos relatos publicados: 12

Las amistades peligrosas

  • 22
  • 11.660
  • 9,62 (39 Val.)
  • 2

15 DE AGOSTO DE 2012 (algo después de medianoche)

¿Dónde se van las palabras cuando uno se queda sin ellas?

Llevo casi quince días dándole vueltas a la declaración de Ramón, a cómo terminará afectando esa circunstancia a  mi existencia. “Te quiero más que a nada en el mundo”, fueron sus palabras. ¿Cuántas veces han resonado en mi cabeza?  Tantas que se han convertido para mí en una especie de salmo endiablado.

Los dos sabíamos que el puente que cruzamos el día de la mamada en el escampado era netamente peligroso. Sexo con tu mejor amigo, para más inri casado, no es una de las más sabias decisiones. Quizás por el desastre que se había vuelto mi vida después de mi reencuentro con Enrique, me agarré a él como un náufrago a una tabla a la deriva.  Debiendo soportar días de resaca de soledad, tras mis escasos encuentros con él. Pero me encontraba   muy dichoso, más de lo que lo había sido en mucho tiempo.

Me había acostumbrado a tener esas pequeñas dosis de cariño y a saber que siempre estaría ahí, para lo bueno y para lo malo. En lo más profundo de mí sabía que aquello no iba a ninguna parte, que mi amigo nunca dejaría a su mujer y que nunca tendríamos  aquello que más deseaba: una vida compartida. Pero hacia tanto tiempo que  no sentía algo así por alguien que, egoístamente,  obvié que se trataba de un hombre casado y, que con nuestra relación, estaba traicionando  a una de mis mejores amigas: su mujer.

Por eso, cuando el me confesó su amor por mí, no pude evitar montarme en la cabeza,  películas con finales desastrosos. Aunque ansiaba una vida con él, lo último que quería era que le hiciera daño a Elena. Si alguien tenía que sufrir el error de haber comenzado esta relación, debía ser yo. No me apetecían más daños colaterales en mi vida.

Verlo ante mí, con esa sonrisa perfecta y ese rostro emanando bondad, hacen que me entren unas ganas locas de besarlo. Tengo el corazón palpitando como una bomba de relojería y siento como si un puño me oprimiera el pecho. Una sequedad fuera de lo común se ha adueñado de mi garganta y soy incapaz de decir nada coherente.  

 Eso…¿Dónde se van las palabras cuando uno se queda sin ellas?

—¿Qué te pasa, artista? ¿No me dices nada? Ni que hubieras visto un fantasma.

 Sí, el fantasma de Glen Close en “Atracción fatal”, pienso enfurruñado. Si hay una persona en el mundo a quien no desee ver en este momento, es a mi querido  Ramón. Con lo que su presencia más que alegrarme, me incomoda. Circunstancia que él ha notado y que yo soy incapaz de disimular. Aunque tampoco me esfuerzo demasiado en ello.

Seguramente porque tengo el carnet de gilipollas desde hace mucho tiempo, me había hecho a la idea de afrontar el terrible giro que había dado nuestra relación a la vuelta de las vacaciones. Por lo que, tener que encararlo ahora, se me hace inmensurable.

Ante mí, como si no hubiera ocurrido nada, está él. Con un moreno que le sienta de puta madre y  con un brillo en su mirada que me grita que se alegra de estar aquí conmigo. Por si fuera poco, se ha puesto esa camisa azul que tanto me gusta, que le queda como anillo al dedo y que hace que todavía lo vea más guapo.  En sus labios, un poco agrietados por el sol, se pinta una sonrisa que me grita que me vaya para él y lo bese. ¿Por qué cojones se volverá tan atractivo cuando se ríe?

—¿Qué? ¿Me vas a dejar toda la noche en la puerta? ¿O me vas a dejar pasar?

—Sí, sí pasa… —Balbuceo completamente desconcertado.

Ramón me mira con cara de no entender nada. Entra en la casa y nada más me tiene frente a él, se aproxima como para darme un beso, pero yo lo esquivo de un modo tan diplomático, como impropio de la historia que nos une.

—No parece que te alegres de verme —Dice cabeceando perplejo.

Permanezco en silencio unos segundos, callándome lo que pienso. Aunque intento ser todo lo cordial y amable que puedo con los demás, también conozco mi mal genio cuando las cosas se me van de las manos. En este preciso momento, lo que está ocurriendo escapa completamente a mi control. Respiro profundo y cuento hasta diez… He ensayado infinidad de veces lo que diría llegado este momento, sin embargo, ahora todo lo planeado me parece inapropiado. Así que hago lo que peor se me da en esta vida: Improvisar…

—¿Qué haces en Sevilla? ¿Por qué has venido? ¿Y cómo sabías que estaba en casa?

—¡Para! ¡Para!—Dice levantando las manos,  indicándome, en plan de guasa, que me calme y no lo atosigue —¡De una en una!  ¡Que preguntas más que un abogao!

Su teatral gesto despierta en mí una tímida sonrisa y mi enfado no se precipita. Está claro que su buen sentido del humor es una de mis debilidades. Me encanta que siempre esté de broma, viendo el lado positivo de las cosas, y muy  pocas veces,  deja que los problemas lo superen (Si lo hacen, ni lo manifiesta, ni se queja por ello).

En nuestra adolescencia, cuando yo empezaba a descubrir mi homosexualidad, era tanta la admiración que sentía por él que, más de una vez, me dije a mi mismo que el día que tuviera novio, me gustaría que fuera tan simpático y buena gente como él. Ya en aquel entonces, estaba enamoradito hasta los huesos de Ramón, lo que pasaba es que no era capaz de verlo.

—Perdona hombre, es que me has cogido de sorpresa…

—Pasa que mi cuñado Isidoro no coge las vacaciones hasta el diecisiete, con lo que no se pueden ir a Fuengirola  hasta el sábado. Como yo tengo que trabajar el jueves y el viernes, pero el finde lo tengo libre, he decidido que Elena y las niñas aprovechen unos días más en la playa. ¿Cuál era la segunda pregunta? —Su tono de voz es distraído, como si no quisiera darle importancia a mi más que aparente enfado.

Lo miro,  sonrío por debajo del labio y con cierta desgana le respondo:

—Que por qué habías venido y  cómo sabias que estaba en casa.

—La respuesta a la segunda pregunta es la mar de fácil: tenía unas ganas locas de verte, y en cuanto a la tercera, tú mismo me dijiste que ibas a venir a ver a la Virgen de los Reyes, el día que estuvimos hablando por teléfono. ¿Contento el señor marqués?

—¡Qué predecible soy!

—¡¿Eh?! ¿A ti qué coño te pasa?

—¡Que tenemos que hablar! —Digo rotundamente y dando a mis palabras la mayor solemnidad  posible.

—Pues aquí me tienes, ¡soy todo oídos!

—¡Pasa y hablamos! —Le digo señalándole el sofá para que siente.

—¡Uy, uy! Si me dices que me siente, a mí esto me suena a bronca —Sus bromas no ocultan que realmente empieza a estar preocupado por toda esta irritabilidad mía.

Una vez lo tengo sentado frente a mí, intento analizar las circunstancias que han motivado que nuestra relación se nos haya ido tanto de las manos. Algo que comenzó siendo un dócil potrillo, se ha convertido en un caballo desbocado al que no se le puede poner freno. Busco en mi cabeza una respuesta sobre que ha podido suceder para que  nuestra situación  se haya convertido en algo tan  imprudente y veo que no es nada concreto, sino todo. Absolutamente todo.

No es que, por mi parte,  haya sido un error liarme con mi colega de toda la vida, un hombre casado, no es solo que se haya convertido en un problema el hecho de que nos hayamos terminado enganchando a nuestras, cada vez más comunes, sesiones de sexo. Lo peor es que además hemos empezado a implicar los sentimientos y aunque, por mi parte, yo he tenido siempre claro lo que había, escuchar a mi amigo decir que me quiere más que a nadie en este mundo, me ha dejado tan preocupado como aterrorizado.

Respiro hondo e intento que mis palabras no trastabillen. Me cuesta un mundo decir lo que tengo que decir, pero es la solución menos mala.

—¡Vamos a dejar de acostarnos juntos! Y siempre que quedemos, para lo que sea, lo haremos con más gente. Nunca solos. ¡Quien quita la piedra, quita el tropezón!

Un manto de perplejidad envuelve el rostro de Ramón, mis palabras caen sobre él como un jarro de agua fría. Guarda silencio durante unos segundos y con un semblante bastante serio me pregunta:

—¿Por qué? ¿Acaso te has echado novio en la playa?

—¿Por qué vas a preguntar? ¡Manda cojones! Porque estás casado y tú eres mi mejor amigo. ¡Y los tíos casados no van por ahí enamorándose de sus mejores amigos!

Lo que sucede a continuación me deja atónito. Ramón empieza a reírse, al principio de un modo casi inaudible,  para  caer preso de una risa nerviosa que le hace subir el volumen de sus carcajadas a cada porción de tiempo que transcurre. Mi reacción al verlo reírse a mandíbula batiente  es  de completa ofuscación.

—¿De qué coño te ríes? ¡No me hace ni  puta gracia!

——Tu, ¡ja, ja, ja!… estás agobiado… ¡ja, ja, ja!… porque crees que yo me he enamorado de ti… ¡ja, ja, ja!…

Verlo cachondearse de mí, al tiempo que frivoliza algo que me parece tan importante, consigue que me enerve y mi respuesta, impregnada de rabia, es de todo menos amable:

—¡Déjate de cuentos, que no   me estoy inventando nada! Tú me dijiste...

—…que te quería como a nadie en este mundo — De golpe y porrazo se le ha pasado el espontaneo ataque de risa. Conociéndolo como lo conozco, supongo que este ha sido como una especie de válvula de escape, propiciado por la inesperada presión a la que lo estoy sometiendo.

—Sí, eso fue exactamente lo que dijiste —Mis palabras siguen cargadas de ira. Sus carcajadas, aunque intento comprenderlas, no me han sentado nada, pero nada de bien.

—Y es cierto. Pero de ahí a enamorarse va un mundo —Encoge el mentón  y mueve  la cabeza en señal de preocupación —.Me temo amigo mío que has confundido los términos y tú solito te has montado la película.

—Pues como no te expliques mejor, no veo diferencia alguna, ¡y no me vayas a dar clase de semántica! —Digo blandiendo mi dedo índice con cierta agresividad.

—Como bien sabes. Yo no había estado con ningún tío antes. Era algo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza —Ramón se queda pensativo unos segundos, dejando ver cierta preocupación en su semblante —. Si la primera vez, después de la reunión de alumnos,  deje que me chuparas la polla, fue porque iba muy caliente. Lo peor fue que me gustó y mucho. Era distinto a estar con una tía, sin embargo no te sé decir si era peor o mejor. Era una variedad sexual que para mí era novedosa por completo, un extenso campo donde experimentar sensaciones nuevas.

—Sí, ya me he dado cuenta que el “tema” te pone bastante.

—Pero no es solo el sexo lo que me llama la atención de hacerlo contigo. He de reconocer que la cosa  tiene su puntito, pues tú me dejas mostrarme tal como soy. Eres una de las personas con la que más confianza tengo…

—Sí, pero tienes  que reconocer que al principio te costó — Mis palabras ya no muestran enfado alguno pues, sin poderlo remediar, me he rendido a sus encantos.

—La verdad es que sí. ¿Recuerdas la primera vez que te follé?

—¡Claro que me acuerdo, pedazo de cabrito!

¿Que si lo recuerdo? ¡Cómo  coño lo voy a olvidar!

 

18 DE FEBRERO DE 2012

Las manos me sudaban cosa fina.  En los últimos diez minutos había mirado no sé cuántas veces el teléfono, como si esperara que,  en cualquier momento,  Ramón  llamara para anular su cita conmigo. Durante ese tiempo, había releído, al menos diez veces, los mensajes subiditos de tono que nos habíamos envidado recientemente. No obstante, por mucho que mirara el reloj, el tiempo no pasaba mucho más deprisa y, como siempre, un minuto era una sucesión de sesenta segundos, uno tras otro, otro tras uno…

Con el nerviosismo y la incertidumbre campando a sus anchas por mi estado de ánimo, comencé a recordar uno por uno los acontecimientos que habían propiciado este encuentro. La eventualidad que tuvo más trascendencia  fue   lo sucedido  tras la cena de Navidad. Después de dejar a Pepe, Ervivo y Jaime en sus respectivas casas, con sus correspondientes borracheras, me dispuse a llevar a Ramón a la suya. Estaba bastante ebrio, pues no es que no hubiera bebido, es que no había parado de hacerlo en todo la noche.

Fue quedarnos solos y una sensación de “dèjá vu” me asaltó. Las circunstancias eran las mismas que se dieron en la noche de la cena de antiguos alumnos, la cual concluyó con la polla de Ramón llenando de leche mi boca. Si la circunstancia no era ya bastante tensa, a mi amigo le dio por soltar algo completamente improcedente y que me molestó bastante.

—Ahora es cuando yo me pongo pesado y te digo de irnos de putas.

Guardé un silencio prudencial, pero sus palabras me habían llegado hondo. Aparqué a un lado de la avenida  por la que transitábamos y me dirigí a él bastante enfurruñado.

—Creí que era tu amigo, no un desahogo para las borracheras.

—Pues no me coges fresco porque no quieres.

— Ramón, ¡Qué estás casado!

— Sí, pero eso ya lo sabías cuando me chupaste la polla ¿no?

Quería pensar que quien hablaba por él, era el puto alcohol. Aunque si me atenía al dicho popular aquel que dice: “Los únicos que dicen la verdad son los niños, los viejos y los borrachos”, la sinceridad de sus palabras no podían ser más apabullante. Me quedé tan ofuscado, como acongojado. Sentí como una aplastante tristeza golpeaba mi pecho y tuve la tentación de permitir que mis ojos rebozaran de lágrimas.  Mi amigo se dio cuenta de ello, me cogió la barbilla cariñosamente  y giró mi rostro hacia el suyo.

— Perdona tío, a veces soy tan bruto que ni me conozco.

— Has dicho la verdad.

—¡Sí, pero eso no quita que me gustara! Y que me haya hecho más de una paja, con el recuerdo de aquella noche...

Pese a que sus palabras no eran el discurso romántico que uno le gustaría escuchar de los labios de la persona de la que está enamorado, había tanta sinceridad en ellas y sonaban como dichas desde el corazón que mi aplastante tristeza dio paso a una tímida sonrisa.

— Yo también... La primera aquella noche.

Ramón se echó a la poca vergüenza, olvidando que estábamos aparcados en una avenida más o menos transitada, cogió mi mano y se la llevo a su entrepierna. Fue posar sus dedos sobre la tela de su pantalón y percibí  bajo ella un vigor más que evidente.

—¡Esto no está así, porque esté pensando en echar un polvo con cualquiera! ¡Esto está así, porque deseo volver a tener sexo contigo!

Mi mano se quedó pegada a su paquete como una mosca a la miel. Sentí como el deseo se apoderaba de mí de un modo brutal y me sentí incapaz de pensar con la suficiente claridad. Del mismo modo que  apreté su miembro viril y me interné en el sendero de la lujuria, aparté la mano de un respingo, tal como si me hubieran echado por encima una pequeña tormenta de verano.

Lo miré, negar lo que sentía por él, me era tan  imposible entonces como ahora. No obstante, hice acopio de toda la sensatez que fui capaz y le lancé una punzante pregunta, haciendo de tripas corazón:

—¿Sabes el riesgo que supone, que nos volvamos a ver?

Ramón me miró, sus ojos estaban empapados con el brillo del alcohol, pero también emanaban una profunda franqueza. Rompió su breve silencio, respondiendo a mi pregunta con otra.

—¿Y qué es la vida sin riesgo?

Me quedé atónito. No me podía creer lo que me estaba contando, pero por más que busqué algún signo de falsedad o burla en su semblante no lo hallé.  Volví a tocar su paquete, noté como su miembro seguía pujando por salir de su encierro. Pese a que me excitaba una barbaridad volver a compartir mi cuerpo con él, sabía que si volvía a hacerlo en aquellas circunstancias, la mala consciencia se convertiría en mi compañera durante una larga temporada.

—¿Estás seguro de lo que quieres hacer?

Verlo como asentía  la cabeza, hizo que me costara más trabajo responder con la templanza que lo hice.

—Pues, como tú vas a seguir viviendo donde mismo y yo igual. Espero que no te importe que lo aplacemos  para un día en el que estemos “frescos”. No quiero pasarme otros dos meses sintiéndome culpable por haberme aprovechado de un borracho.

Tal como me temía ese día tardó en llegar. Ninguno de los dos queríamos admitirlo, pero algo muy profundo estaba naciendo entre ambos. Inconscientemente creamos un muro entre nosotros, el cual  se desmoronaba a la primera de cambio, unas veces con una mirada furtiva que transmitía mucho más que mil palabras, otras con un solo rozar nuestras manos al saludarnos… Cualquier motivo era suficiente para que volviera a surgir el fuego de la pasión entre nosotros.

Una amistad de toda la vida había dado paso a una situación de tensión sexual no resuelta, que nos empujaba a practicar el lenguaje silencioso que hablaban nuestros cuerpos y cualquier gesto del uno era interpretado hábilmente por el otro.

La chispa que hizo explotar  el deseo entre los dos,  fueron unos tórridos SMS que empezamos a intercambiar y que confluyeron en que quedáramos en mi casa para tener nuestro segundo encuentro sexual…

El timbre de la puerta me sacó de mi ensimismamiento. Saber que el momento tan esperado había llegado por fin, había colocado  mis nervios tan a flor de piel que  mi corazón comenzó a palpitar y las manos me empezaron a sudar.

Al llegar al recibidor, me encontré a Ramón. No estaba más tranquilo  que yo.  Su rostro me recordó al de un estudiante que se presentaba a un examen sin haber estudiado lo suficiente.

Nos saludamos con un escueto y tímido hola, lo cual no ayudó para nada a romper el hielo. Ambos calibrábamos con sumo mimo cualquier gesto hacia el otro, temerosos e inquietos de que cualquier acto mal interpretado pudiera romper la magia del momento.

Como era obvio que si yo no daba el primer paso, él no lo iba a hacer. Opté por meterle mano al paquete de inmediato, ¡el tío traía  ya la polla dura como una piedra! Fue apretar aquel hermoso aparato entre mis dedos y de sus labios rebosó un quejido de placer.

Observé su expresión detenidamente: una mueca lujuriosa se dibujó en su labio inferior  y en sus ojos se mostró una desmesurada sensualidad.  Nuestras miradas se cruzaron y comprendí inmediatamente que él ansiaba tanto aquel momento como yo. Sin pensármelo ni una milésima de segundo, tiré de su mano y lo llevé hacia mi cuarto.

Me adentré en mi dormitorio como quien se adentra en un templo inexplorado: Haciendo alarde de valor, pero con paso vacilante. Era mucho lo que me jugaba; por nada en el mundo quería defraudar las expectativas que Ramón tenía puestas en aquel encuentro.

Ceremonialmente me puse de rodillas ante él y, como si se tratara de una liturgia,  fui quitando, uno a uno, todos lo obstáculos que impedían la comunión de mi boca con su nabo. Primero, descorrí la hebilla del cinturón, después la botonadura de los vaqueros. Fue deslizar los pantalones por sus muslos y, cubierto por el blanco algodón de los “slips”,  pude ver como el prominente trozo de carne vibraba, incitado ante mi cercana y agitada respiración.

Bajé de golpe la cárcel de tela que oprimía aquella vibrante bestia y ante mis ojos se mostró un monolito repleto de caliente sangre, que parecía pavonearse  ante mí de manera provocadora.

Aquel falo reinaba sobre su pelvis del mismo modo que  lo hace  un mástil en la cubierta de un barco. Lo observé detenidamente por unos segundos, su cabeza era perfecta, unas hinchadas venas se marcaban a lo largo de su tronco, culminando en dos peludas y enormes bolas que se descolgaban presas de la ley de la gravedad.

Lo agarré delicadamente con los dedos y extendí mi lengua  provocativamente  sobre su glande. Mis ojos, en un acto de lasciva complicidad, buscaron los de Ramón, estos me dieron su conformidad y, sin dudarlo ni un segundo, dejé que aquel cimborio se acoplara entre las paredes de mi cavidad bucal.

Nada más la enorme cabeza de flecha rozó mi campanilla, una sensación de ahogo me invadió e, irremediablemente, unas lágrimas resbalaron por mis mejillas. No obstante, llevaba tanto tiempo aguardando aquel momento, que no desistí y proseguí, con mayor dedicación si cabe, envolviendo con mimos la verga que tenía entre mis labios.

Seguidamente pasé la lengua por entre los pliegues de aquel violáceo capullo, dejando que su aroma empapara mis sentidos. Unos prolongados bufidos me dejaron claro que caminaba por el sendero correcto. Vertiginosamente,  volví a  introducir aquel cincel de hinchada carne  entre mis labios y comencé a mover mi cabeza con fervor. La mamada fue tan frenética que, a los pocos segundos, su uretra respondió con abundante líquido preseminal, el cual mis labios degustaron como si fuera maná caído del cielo.    

Mi boca siguió rindiendo pleitesía a aquella  hermosa columna, la cual a cada roce de mi lengua se erguía cada vez más. Encomendado como estaba a proporcionarle toda la satisfacción que pudiera, saboreé cada centímetro, hurgué con mi paladar en cada arruga, cada vena de aquella enhiesta verga.

Sentir como la punta de aquel cirio de carne chocaba con la parte exterior de mi garganta, me tenía al borde de éxtasis. De vez en cuando agarraba sus pelotas y las utilizaba de punto de apoyo para que mi ofrenda de placer se completara. Cada vez que hacía aquello, mis ojos lloriqueaban y de la comisura de mis labios rebosaba una mezcla de saliva y precum, que saboreaba golosamente.

Ramón, que hasta el momento simplemente se había limitado a suspirar compulsivamente, agarró mi cabeza y la empujó contra su pelvis. Sentir como sus toscas y fuertes manos se clavaron contra mi cráneo, tal como si quisiera soldar mi boca con su carajo,  circunstancia que me puso a más de mil.

Unos intensos instantes más tarde, en un rudo arrebato, quitó aquel delicioso manjar de mi boca.

—¡No, no quiero que  hoy sea así! —Su voz no sonaba como una orden, era más bien una plegaria.

Un intenso silencio se fraguó entre los dos, dejando en el aire una petición implícita. Arrodillado ante él, como si estuviera sumido en una oración a su vigorosa masculinidad, lo miré con cara de cordero que va a ser sacrificado a un dios pagano, sabía lo que quería, pero también sabía que no era algo fácil de complacer. Observé aquel erguido cipote, como si intentara calibrar su tamaño. Era perfecta, tan rígida y vigorosa que parecía tallada en mármol, pero ¡también era tremendamente enorme!

—Ramoncito, es que lo tuyo no es una polla… ¡Es mala leche!

—Veintitrés centímetros solo.

—¡Te parecerá poco!... Pero aun así, a mí no me preocupa lo largo, a mí lo que aterroriza es lo ancho.

—¡No ves!, en medir eso no me he entretenido nunca. ¿Tienes un metro? —Dijo con una total frescura y una completa despreocupación por lo inadecuado de sus palabras.

Lo que ocurrió a continuación fue de lo más surrealista. Fui por un metro y, como un sastre que mide los perniles  de un pantalón, me agaché ante él para hacer lo propio con su erecta verga.

—¡Pues sí, de largo es eso! Un poquito más de veintitrés… ¡Veamos ahora el ancho! ¡Casi siete centímetros! —Fue dimensionar numéricamente el tamaño de la bestia que tenía ante mí, mi pene se revolvió como una bestia hambrienta dentro de mi calzoncillo y mi ano se expandió como si fuera capaz de respirar.

Si ves que te voy a hacer daño, ¡lo dejamos! Lo hacemos igual que la otra vez  y no pasa nada.

—¡Ok! Lo intentamos y si no se puede, ¡te pego una mamada que no se la salta un guardia!

Lubriqué mi culo a consciencia y le di un profiláctico. Una vez estuvimos debidamente preparados, nos dispusimos a comprobar si mi orificio anal era capaz o no  de contener en su interior aquella enorme muestra de virilidad.

El primer intento consistió en tenderme boca arriba sobre la cama, elevando las piernas sobre su pecho, dejando con ello a su pene el camino libre hacia mi agujero, pero no resultó: No sé si por la inexperiencia de él con esta variedad sexual o porque tenía miedo de hacerme daño, el resultado fue infructuoso. El caso es que su falo se resbalaba y  torpemente terminaba chocando contra las sabanas o contra  mi perineo.

La postura del perrito tampoco funcionó,  pues mis esfínteres  no se terminaba de expandir ante el empuje de su reciedumbre. A punto estábamos de darnos por vencido, cuando una maliciosa y perversa  idea vino a visitarme.

—¡Siéntate en la cama, por favor! Vamos a ver si así es posible.

Mientras Ramón (a quien la desilusión había dado un par de brochazos en su rostro) hacía lo que yo le había pedido. Busqué algo que tenía en el escondite secreto de mi mesita de noche.

—¿Qué es eso?

—Popper. Sirve para que el cuerpo se relaje plenamente. Lo compré el otro día, por si no había más remedio —Respondí mientras le quitaba al frasquito el plástico que lo envolvía. Mis palabras estaban cargadas de una seguridad impropia de mí al tocar temas de esa índole. Estaba claro que era mi estado de nervios y mi impulsividad las que hablaban por mí —Si no lo conseguimos con esto, ¡lo tendremos que dar por imposible!

A pesar de que temía que aquel enorme poste me abriera como una naranja, en un inmensurable acto de fe, me puse en cuclillas sobre él, busqué con mi mano su más que esplendido miembro y lo coloqué a las puertas de mi lubricado hoyo. Acto seguido, pegué  una tremenda esnifada del contenido del botecito y una oleada de éxtasis acampó por todo mi ser, propiciando que mi cuerpo se relajara plenamente y mi ojete dejara pasar al ancho cipote a través de él.  Una vez entró el capullo, el resto se deslizó con  una facilidad asombrosa.

Mi mente no sabía discernir qué  cantidad de placer era granjeado por la relajante droga y cual, por la prominente masculinidad que se abría paso  a través de mi ano. Mi raciocinio dejo de gobernar mi cuerpo y, sin poderlo remediar, me dejaba llevar hacia un precipicio de completa satisfacción. Pude corroborar que la dicha también se asomaba al rostro de mi amigo, quien suspiraba de manera descompensada. Si el cabrón disfrutó de todo aquello la mitad que yo, ¡se lo pasó de puta madre!

A pesar de los efectos relajantes del líquido que había aspirado y de las tremendas ganas que tenía de entregarme por completo a Ramón,  no dejaba de ser menos dolorosa la punzante estocada de aquel enorme vergajo invadiendo  mis entrañas. Sin embargo, como no quería que mi amigo reconsiderara lo que estábamos haciendo, oculté cualquier expresión de desagrado y mi rostro se volvió en un compendio de muestras de regocijo.

Sensaciones contradictorias me embargaron, el pene de Ramón se adentraba en mis esfinteres como si me quemara y  ese mismo fuego me proporcionaba la mayor satisfacción que había sentido nunca. Cuanto más se negaba mi cuerpo a ser invadido por aquel cuerpo extraño, más me obcecaba yo en que aquel mástil se adentrara en mi interior. ¿Cuánto tiempo llevaba soñando con aquello? Y ahora que se había hecho realidad, no lo iba a dejar pasar.

Una vez aquella recia estaca se acomodó en mi recto, comencé a deslizar mi ano a lo largo de ella, como si cabalgará sobre un potrillo. Observé concienzudamente el rostro  de mi amigo y su expresión se revolvía en muecas de doloroso gozo, como si fuera incapaz de contener todo la dicha que le embargaba. Sumidos en un acto tan tórrido como afectuoso, sucumbí a acercar mis labios a los suyos, suplicándole un beso que no terminaba de llegar y el cual me fue negado con la mayor de las delicadezas.

Consciente de que las muestras de cariño eran algo que no entrarían en aquella cama, vestí mi yo más insensible con su traje de vicio más mundano y lo saqué a pasear.

—Si te cansas…¡ough!... de esta…¡uff! postura… ¡mmm!... me lo dices… —Dije si dejar de moverme como si estuviera en un virtual tío vivo.

—Sí, ¡oh!... me gustaría metértela... ¡aah!... a cuatro patas…¡ ufff!

Sin darle tiempo a reaccionar, me levanté de su regazo y me arrodillé sobre la cama, empujé  insinuantemente mi trasero hacia atrás. Como si aquel gesto no fuera ya de por sí lo suficientemente clarificador, aparté los cachetes de mis glúteos dejando ver de un modo tan soez, como provocativo mi caliente y dilatado agujero. 

—¡Joder tío! ¡Que pedazo de culo! —Las palabras de Ramón denotaba que estaba ya completamente fuera de sí —¡Te la voy a meter hasta los huevos!

Me agarró por la cintura bruscamente y, dejando la delicadeza no sé dónde, me la clavó contundentemente de un solo golpe. En el preciso momento que aquella especie de proyectil se abrió paso entre las paredes de mi ano, sentí como, al mismo tiempo,  el dolor y el placer visitaban mis sentidos.  De nuevo, una parte de mí me empujaba a expulsar aquel cuerpo extraño, que se introducía sin piedad en mis entrañas y otra, en cambio, deseaba que se quedara a vivir en mi interior por toda la eternidad. ¿Cuánta lujuria es capaz de contener el cuerpo humano?

Paulatinamente la dañina punzada fue cesando y, poco a poco, las oleadas de satisfacción fueron  mis únicas sensaciones. Su cuerpo entraba  y salía del mío a un ritmo frenético, percibía como sus huevos chocaban con la parte baja de mi ano, como aquella enorme barra de musculo y sangre agrandaban mis esfínteres cada vez que se rozaba su contorno. De vez en cuando, sus manos se agarraban tenazmente a mi cintura, como si con ello, fuera capaz de prolongar la tremenda follada que me estaba dando.

—Mariano, ¡ufff!, ¡que rico culo tienes caaabrón! Me llevaba folláandote toda la vidaaa… ¡aggg!..., ¡No puedo máaaas!...¡auuh!... ¡Lo sientoooo!

Sentí, en cada uno de los espasmos y contracciones que dio,  como su cuerpo sucumbía a la culminación del placer. Percibir como su masculinidad se agitaba en mi interior, me hizo sentir único, como si fuera capaz de tocar el cielo con la punta de los dedos, como si el éxtasis y la gloria se confundieran en una misma cosa. Durante una indefinida porción de tiempo, el mundo pareció detenerse y todo lo que quedaba fuera de mi habitación dejó de existir. No obstante, la realidad terminó por imponerse y mi follamigo saco su miembro viril de mi interior y, con un desdén impropio del momento, se desprendió del ajado preservativo.

—¡Oye! ¡¿Tú no te has corrido?! Ya te pasó la otra vez.

—Sí, pero no te preocupes. Ahora me corro. Aunque me hubiera gustado hacerlo con tu polla dentro.

-Pues lo siento... ¡No te muevas! —Dijo con un deje de solemnidad — No va a ser lo mismo, pero creo que te va a gustar.

Volteé  la cabeza un poco y pude ver como impregnaba sus dedos del líquido aguoso que anteriormente yo había usado para dilatarme.  Instantes  después, los acercó a mi trasero y noté como acariciaba la entrada de mi ano. Repentinamente, sin ninguna ceremonia, me metió dos dedos, los cuales entraron con una pasmosa facilidad. Un tercer dedo se unió a la fiesta y empezó  a sacarlos y meterlos de forma frenética, como si de un ritual se tratara.

—¿Te gusta así?

—¡Sí!,…¡off!..., ¡así!...¡así!...¡así!... ¡Aaah!...¡Síííí!

Cuando mi cuerpo derramo todo el placer que acumulaba, me desplomé sobre las sabanas como un muñeco roto. Ramón, mientras aguardaba a que me restableciera,  se puso a acariciar  mi espalda, con una ternura de la que no había hecho acopió en ningún momento de nuestro duelo sexual.

—¿Te ha gustado? —Preguntó con una timidez impropia de él.

—Sí, ¡muchísimo!... ¿Y a ti?

—¡Una barbaridad! ¿Te he hecho daño? —En su voz se dejó ver un atisbo de culpabilidad.

—Un poco, pero ¡ha merecido la pena!

—¿Sabes? Desde la noche en que me pegaste la mamada en el coche, he pensado ciento de veces como sería penetrarte…

—¿Y qué te ha parecido a toro pasao?

—¡Que habrá que repetir siempre que se pueda!, ¿no? Si no te importa… ¡Claro está! ¡Que el culo es tuyo!... —Dijo poniendo cara de idiota y concluyendo su parrafada con unas cuantas carcajadas.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel momento a ahora? Ni seis meses. ¿Qué ha ocurrido desde entonces  para que Ramón haya pasado de frivolizar el acto sexual conmigo, a decirme que me quiere? No lo sé, pero es algo que debo averiguar y que él deberá explicarme.

 

 Querido lector acabas de leer:

“Las amistades peligrosas"

Décimo primer episodio:

Historias de un follador enamoradizo.

 Continuará próximamente en

"TE comería EL corazón"

Estimado lector: Este episodio es el tercero  (de seis), del arco argumental titulado “Follando con mi amigo casado y el del ADSL?”. 

Si te gusto ahí te dejo los links de los dos anteriores episodios: "El sexto sentido" y “La procesión va por dentro

 

(9,62)