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Cierra la puerta
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Tiempo de lectura: 19 minutos

Todo empezó en un bar abarrotado donde me tomaba un café en el descanso del trabajo.

Por fortuna, había conseguido una mesa y, sentado en ella, repasaba en mi tablet las noticias de la mañana.

Una voz masculina, profunda y con el típico deje de los barrios de la periferia, me interrumpió.

“¿Puedo sentarme? ¿Le importa?”

Alcé la vista. Un hombre de facciones rudas, cabellos grises y una pincelada agitanada en los ojos, esperaba mi respuesta.

Vestía un mono de faena sobre una camiseta caqui de manga corta.

Mi atención, sin embargo, fue para sus labios carnosos. Pensé que me gustaría ser besado por ellos.

¿Lo había visto ya en alguna otra ocasión? ¿O me estaban confundiendo mis continuas fantasías con hombres similares? Porque seguramente había imaginado ni sé las veces, que me comía la polla de alguno como él, de su pinta, de su físico… con sus labios.

“Sí, por favor, siéntese”

Saludó a alguien. Ese alguien le llamó Santos y con él intercambió un par de chanzas típicas de trabajadores.

“¿Qué es eso?” me preguntó señalando la tablet cuando el otro se fue. Satisfice su curiosidad.

Y mientras, me miraba. Los ojos agitanados atentos. Pero no a mis palabras. Me leía por dentro. Lo sé. Quería enterarse de mi deseo.

Y yo le dejé entrar. Permití que lo conociera. No le oculté que soy capaz de besar a un hombre con unos labios como los suyos, que puedo chupar sus axilas velludas en busca del sabor de su sudor, que si comenzase a degustar su cuerpo terminaría por conocer todos los rincones, todos.

Me callé de mis electrónicas explicaciones. Cogió la tablet.

“Mi sobrino me regaló una. Pero no… no sé manejarme. Yo, de tierras y plantas, lo que quiera. Pero estos chismes electrónicos… no son pa mí”

Me la devolvió. Y esperó. Juntó sus manos de trabajador de pico y pala frente a la taza del café que no tenía prisa por beber.

¿Me acariciarían esas manos? ¿Serían feroces en el trato con otra piel o se conducirían suavemente?

Por mi mente cruzó la imagen de unas manos similares sofocando mis gritos desesperados por una sodomización dura y lasciva.

En mi entrepierna noté el principio de una erección.

“No es complicado… manejarla” -balbuceé.

“Pero te tienen que enseñar, digo yo”

Una palabra saltó al momento repetitiva e imprudente dentro de mi cabeza: ofrécete.

Ofrécete, ofrécete, ofrécete…

“Puedo enseñarle”

Me miró.

“No quiero molestar -dijo- Usted viene aquí a descansar un rato del trabajo, como yo. No, no quiero molestarle”

Miró por un segundo hacia otro lado y después añadió: “Si fuera en otro momento…”

Me lancé al vacío. Sin red. Ningún seguro. Tan solo la niebla de mi deseo.

“¿Cuándo le viene bien?”

Nuestros ojos se encontraron otra vez. Y me leyó aún más a fondo.

“Esta tarde. Hacia las ocho o así. En mi casa. ¿Tendrá paciencia conmigo? No soy muy listo pa estas cosas”

Era viernes. Yo había quedado para salir con unos amigos. Maquiné la excusa que les pondría.

Esa tarde tomé el suburbano hasta la estación de Infantería, una barriada del extrarradio donde en mi vida había puesto los pies.

Tras preguntar a varias personas, llegué a una casa baja y apartada. Atardecía. La temperatura era agradable esa tarde del recién estrenado verano.

Una puerta de un color marrón sucio parecía la entrada principal. Busqué un timbre que no encontré. Golpeé con los nudillos. Repetí la acción mientras me fijaba en el entorno de espacios a caballo entre la ciudad y los descampados en los que el hambre de las constructoras no había clavado el diente todavía.

Se abrió la puerta y Santos se presentó con unos viejos pantalones cortos de algodón, una camiseta roja bastante desgastada y chancletas.

Poseía unos pies amplios de dedos recios y separados; y unos tobillos anchos y firmes. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus gemelos, de una notoria musculatura.

Me miró somnoliento.

“Me he quedao amodorrao. Disculpe. ¿Ha dao bien con la casa?”

“He tenido que preguntar unas cuantas veces”

Me invitó a pasar.

La casa parecía de otros tiempos. Los papeles pintados, los objetos, los muebles… me recordaban los años sesenta cuando yo aún era un niño.

Tuve la curiosidad de preguntar.

“Era de mi tía. Falleció y la heredamos mi hermano y yo. No la hemos vendido porque él quiere que esperemos por si damos un pelotazo inmobiliario. Yo no lo creo pero… ¡a qué discutir! A mí me gustaría quedármela” concluyó con lo que me pareció una cierta añoranza.

Seguí a Santos hasta un saloncito pequeño con una librería del gusto de aquella época, un sofá de skai y una lámpara de un horripilante estilo pseudopop. El televisor era lo único del presente. Conectado a un canal de deportes, se veían las imágenes de un partido de rugby europeo.

“Me he venido a vivir pa que no ocupen la casa”

En la pantalla los jugadores se placaban, sin piedad, sus cuerpos cuadrados y vigorosos. Santos no hubiera desentonado entre ellos.

“¿Le gusta el deporte este? -habló señalando el televisor- Mi sobrino juega y yo veo algún partido pa enterarme de qué va y sacarle conversación”

“No soy aficionado -contesté- ¿Es el mismo sobrino que le regaló la tablet?”

“El mismo”

Me sugirió tomar una cerveza y acepté. También me preguntó mi nombre, Ginés, y desde entonces pasamos a tutearnos.

Sacó la tablet. La encendimos ya sentados en el sofá de skai. Le fui dando indicaciones y él navegaba. Se tuvo que poner gafas de ver de cerca.

“Mi sobrino metió en este chisme unas fotos y ahora no sé dónde están” Le guie hasta los archivos de usuario. Allí estaban las fotos. Eran del joven jugando al rugby. Un buen mozo. Se le parecía.

“Tiene tus labios y tus ojos. No será hijo tuyo” -bromeé.

Esculpió una medio sonrisa en sus sensuales labios.

“Pues ya sabes cómo manejarte con la tablet”

Dejó el aparato sobre una mesa baja de encimera de mármol y se quitó las gafas. Se recostó sobre el respaldo y estiró un brazo en mi dirección.

Al observar su mano tan de cerca, no pude evitar que la imagen de mi boca tapada por ella en medio de una sodomización sin concesiones, se adueñase de mi imaginación otra vez. Me turbé.

“Lo mío es la tierra -dijo- Si me pudiese quedar con la casa, aprovecharía la parte de atrás, que tiene un patio, y cultivaría un huerto. ¿Te lo enseño?”

Accedí.

El patio era pequeño y con un armario de obra que calificó de trastero. Me dio explicaciones. Las escuché aparentando interés.

Pero mi único interés era él. Y a cada momento se acrecentaba ese interés al sentir su buen talante además de sus apreciables encantos masculinos de hombre maduro.

Después tuvo empeño en guiarme por la casa. Y no le contradije. Pero al pasar por una puerta, la ignoró.

“¿Y esta puerta?” -pregunté.

“En esa habitación no hay luz. Se estropeó y no la he arreglao”

Intentó seguir hacia otra estancia de la casa pero insistí: “¿Por qué no la has arreglado?”

Me miró de una forma que no sabría explicar, como si con mi curiosidad me estuviera metiendo en un asunto quizás espinoso.

“Hay un camastro viejo -dijo con voz pausada, incluso pesada- Mi hermano y yo dormíamos en él cuando visitábamos a mi tía”

Se quedó mirando la puerta y su respiración se aceleró. ¿Qué ocurría?

“¿Quieres entrar?”

“No, por favor. No era más que… La verdad, no sé ni por qué he preguntado”

Santos agarró la manilla de la puerta con decisión y abrió.

Una bocanada de aire de olor rancio me golpeó.

“Muchos días me meto en ella y me acuesto en el camastro. Pasa” concluyó invitándome a entrar.

De repente, el temor me atenazó. Nadie sabía que yo estaba allí. Y yo no sabía nada de ese hombre, nada.

Le miré a los ojos. Creo que captó mis dudas. Pero no procuró tranquilizarme. Todo lo dejaba a mi voluntad.

Temerario, di un paso hacia el interior… y otro… y otro…

Él me siguió. Se situó justo a mis espaldas.

“¿No tiene ventana?” pregunté vigilando sus movimientos.

“Tenía una. Pero la condenaron para construir el trastero del patio”

“¿Nunca la ventilas?”

“Me gusta como huele. Me recuerda a cuando sólo era un chavalote salido”

Lo imaginé masturbándose frenéticamente hasta correrse con una abundancia inverosímil.

“¿Eras un chavalote salido?”

“Pues sí, mucho. ¿Quieres que te lo cuente?”

Santos se sentó en el borde de lo que parecía un camastro y rechinaron los muelles del jergón.

“Si quieres que te lo cuente… cierra la puerta”

Se hizo un silencio.

Escuché los latidos de mi corazón agitado por la incierta situación. ¿No me estaba metiendo en la boca del lobo?

Traté de adivinar intenciones en las facciones de Santos pero, difuso en la penumbra, su rostro no me reveló nada.

Apostando a mi deseo en detrimento de mi sentido común, retrocedí unos pasos y empujé despacio la puerta hasta que el resbalón encajó.

La oscuridad se adueñó de la estancia y el olor a rancio se intensificó.

“Acércate”

A tientas, me dirigí donde Santos esperaba. Me cogió de una mano y me sentó a su lado.

Algo de luz se filtraba por debajo de la puerta, aunque débil como la de una lejana estrella.

“¿Qué ocurre?”

“Nunca me he sentido cómodo en la oscuridad. Me asusta”

“¿Estás asustao?”

“Puede que sí”

“¿Me tienes miedo?”

“No te conozco”

A su lado, comencé a experimentar un calor extraño, como una fiebre repentina.

“¿Me tienes miedo?” -repitió la pregunta.

Posó una mano en mis hombros y la deslizó hasta mi cuello. El tacto áspero de sus dedos me erizó la piel.

“Decías que eras un chavalote salido”

Por un momento dejó de acariciarme. Y yo me oí tragar con dificultad. Pero al poco, reanudó las caricias a la vez que decía: “Mi hermano y yo nos desnudábamos a oscuras cuando llegaba la hora de acostarnos. Y a oscuras nos metíamos en este catre. A mi hermano no le gustaba dormir con ropa. Ni pijamas ni calzoncillos. Y si yo me los dejaba, se enfadaba”

Santos me atrajo hacia sí. Su cuerpo ardía.

“Era más pequeño que yo pero tenía el doble de genio. Me dominaba. Y cuando dormíamos juntos aquí, en este cuartucho, con este olor… “

Sus labios me rozaron la nuca en algo parecido a un beso que me provocó una corriente emocional imposible de contener.

“¿Solo dormíais juntos aquí?”

“Solo. A veces me decía: voy a desnudarte yo porque no me fío de que te quedes en bolas. Y me desabrochaba botón a botón”

Sus dedos abrieron un botón de mi camisa y entraron por el hueco hasta posarse en mi pecho.

Mi sexo se hinchó dentro de mis pantalones.

“¿Te gustaba?” dije.

“Me… calentaba. Pero era mi hermano. Y todo estaba oscuro. Sus manos me bajaban los pantalones y me quitaban los calzoncillos. Y después me los ponía en la cara pa que los oliese. Olor a sudor y orines. Mi olor. Y yo me empalmaba. Y él lo sabía. Sabía que me empalmaba. Y se burlaba. Eres un cochino -me decía- Te la pone tiesa la peste a meaos. Y se metía en la cama sin esperar a que yo le desnudase porque decía que yo no sabía, que lo hacía mal. Entonces, cuando me acostaba con él, le agarraba del cuello así…”

Santos me atrapó con un brazo hasta casi asfixiarme.

Mis peores presentimientos dieron un paso al frente. Pero no protesté y, con el miedo en el alma, esperé un desenlace.

“Él se quejaba, me llamaba bruto y animal… Y con una mano me agarraba la polla para retorcérmela. Pero eso a mí me la ponía más y más dura y acababa por cogerle la suya y retorcérsela también. Suéltame, me decía. Te soltaré cuando tú me sueltes la minga, le respondía. Te estás meando, me acusaba porque se me escapaba esa cosa pringosa que sale cuando te pones cachondo. Entonces le apretaba contra mí y juntaba mi polla con la suya. Te voy a mear encima, le amenazaba. Él tenía el doble de genio que yo, pero yo tenía el doble de fuerza que él… y también el doble de polla. Y le paralizaba con mis brazos. Ya sabes, un abrazo de chavales revoltosos y juguetones. Un abrazo que sólo podía terminar de una manera”

Santos guardó silencio y aflojó su presa sobre mi cuello.

“¿Os corríais?” me atreví a preguntar. “Yo sobre él, rozando mi picha en su vientre. Y no paraba hasta “mearle” y que él también lo hiciera. Rato y rato. Pese al ruido de los muelles. Sí, rato y rato”

La historia con el hermano, sugerente y escondida, me había excitado mucho. Y discurrí de qué manera aprovecharla para nuestro placer.

Mientras, me embriagaba con el aroma de la transpiración de Santos cargada de hormonas de hombre.

Tomé la iniciativa.

“¿Quieres desnudarme? Deseo comprobar si tu hermano tenía razón o no”

Me costaba hablar. Las palabras eran complicadas en esa habitación con una única ventana condenada.

Me levanté y esperé.

Al poco, sus manos de tacto calloso tocaron mi cara. Se conducía como un ciego que desea conocer el contorno de un rostro. Exploró mis orejas, mis ojos, mi nariz, mi cráneo rasurado, mi cuello, mi mentón afeitado y mis labios… En estos se detuvo y los abrió despacio con los pulgares. Se entretuvo en ellos y después entró en mi boca y sobre mi lengua. Así me llegó el primer sabor de su cuerpo, por sus pulgares que chupé con agrado.

El rito nos llevó largos minutos.

No es que no tuviese unas ganas locas de abrazarme a él. Las tenía y muchas. Pero no se trataba de consumar nada. Se trataba de la búsqueda de unas sensaciones mucho más básicas.

Cuando lo estimó, desabrochó otro botón de mi camisa. Después deslizó los dedos por el fragmento que quedó al desnudo de mi pecho y buscó mis pezones. Los repasaba lenta y cuidadosamente provocándome gratas y excitantes sensaciones.

Después, siguió desabotonando tranquilo y jugando con las yemas de sus dedos sobre mi carne.

“¿Lo hago bien?” -me preguntó pasados unos minutos.

“Si tu hermano se perdió estas caricias, lo siento por él”

“Lo he desnudao así un millón de veces… en el pensamiento”

No dijo más.

Situado tras de mí, me pinzó los pezones. Una vez y otra. Y otra, y otra más…

Mi placer se expandía por regueros que yo ni sabía que existieran. La única vivencia del tacto, sus palabras y el viciado aroma de aquel habitáculo, convertía la experiencia en un canto a lo inhabitual.

Me bajó la cremallera del pantalón, que cayó hasta mis rodillas, y acarició mis muslos, primero con las yemas de los dedos, después con las uñas en el límite del arañazo.

Mi espalda se pegó a su cuerpo, mis nalgas se juntaron con sus caderas. Solo el calzoncillo me abrigaba de una desnudez completa.

En tal acercamiento, noté con claridad su excitación.

Me di cuenta que se estaba quitando la camiseta y al poco estuve en contacto con su pecho velludo.

Me atreví a llevar mis manos hasta la cintura del pantalón de algodón con el que me había recibido y descenderlos. Sus muslos potentes se juntaron con los míos y me sentí reconfortado.

Permanecimos un tiempo de esa manera, apretados uno contra otro. En aquella habitación sin ventilación, transpirábamos sobremanera.

Le tomé un brazo y lamí la piel degustando el sabor salado y especial del sudor.

“Estás empapado” -le dije.

“Tú también”

Hizo un movimiento que no entendí porque le llevó a separarse de mi cuerpo.

Y de repente tuve algo contra la cara, como si me quisiera asfixiar. La angustia desplazó en un segundo a todo el placer. El miedo se adueñó de mi conciencia e intenté zafarme como pude. Pero Santos me asió con fuerza y aumentó la presión sobre mi rostro con aquello con lo que me sofocaba.

“Tranquilo, tranquilo. Y respira. Solo respira” dijo sin perder la calma.

Atrapado, no me quedó más remedio que seguir sus instrucciones.

Eso con lo que me tapaba boca y nariz, olía a orines, a sudor de sexo…

Y comprendí: eran sus calzoncillos. Me los había puesto en la cara, tal como su hermano hacía con él.

Los ojos se me llenaron de unas lágrimas que no sé si fueron de alivio tras el susto vivido.

Ya más relajado, caí en la cuenta de que su sexo endurecido se hincaba contra una de mis nalgas.

Además, Santos unió su rostro al mío para aspirar él también los aromas de su prenda interior.

Y muy despacio, con los rostros de ambos ocultos bajo esa peculiar máscara, juntó sus labios con los míos, abrió mi boca con su lengua y entró en mí transmitiéndome su sabor de macho en celo.

Después de aquel primer beso, se separó y oí crujir los muelles del jergón del viejo camastro.

“Ven, acuéstate”

Alcancé el lecho y en él me tumbé acompañado de un concierto de ruidos metálicos. El colchón no era de lana sino de algún tipo de material de otra época que desprendía un olor vegetal parecido al corcho.

Las manos de Santos me acogieron y fueron bajando desde mi pecho hasta la cintura. Así descubrió que aún tenía los calzoncillos puestos.

“¿Pa qué te dejas los calzoncillos?” -dijo con vivacidad, casi con violencia.

Me asusté otra vez con su repentino cambio de humor.

“Eres tú quien me los tenía que quitar” -solté en mi defensa.

Los agarró por el elástico y tiró hasta desgarrarlos y me tomó del cuello como ya me había apresado minutos antes.

“Ahora te voy a mear”

Se tumbó encima de mí, pecho contra pecho, vientre contra vientre y sexo contra sexo.

Mi corazón latía a toda prisa, alimentado de sustos y excitación. Y mi cuerpo entero temblaba.

“Te voy a mear, Ginés”

Mi nombre sonó por vez primera en sus labios. Y me pareció extraño, ajeno a mí. Estuve a punto de decirle “¿Quién es ese Ginés?”

Pero en lugar de eso, me aferré a su cintura con fuerza y le dije: “Eres un guarro que se mea en la cama”

Se quedó quieto, sin soltarme.

“Repítelo”

“Eres un guarro que se mea en la cama. Y si me meas, yo también te mearé”

Me tomó la cara con una mano y al momento me plantó un beso intenso y crudo, invasivo y visceral. Y sus caderas se movieron rítmicas contra las mías, y su sexo me pringaba el vientre y mi propio sexo con la humedad que vertía.

El jergón chirriaba y chirriaba. La oscuridad se llenó de sonidos crueles de un metal que clamaba por el fin de sus días.

Pero yo no pensaba en nada ni en nadie. Perdido en el vaivén de Santos y en su polla camino de “mearme”.

Ya a punto, frenó el ritmo y tomamos aire.

“Vamos a esperar” me dijo.

Nos quedamos quietos, sin separarnos y tumbados de costado. Su mano derecha vagaba por mi espalda. Nos contagiábamos el sudor el uno al otro.

Le alcé un brazo para beber de su axila.

“Parece que te conozca de siempre” me dijo.

Busqué con mis labios sus pezones y los chupé sin prisa.

Volvió a mover su mano derecha por mi espalda cada vez más abajo.

Me entró entre las nalgas húmedas de transpiración y alcanzó mi culo. Lo acarició y lo penetró muy despacio con los dedos.

Mi reacción fue besarle y apretarme a él cuanto pude.

“Hazme lo mismo” me pidió.

Obediente, acaricié la contundencia de sus glúteos y llegué hasta su ojete sudado y húmedo. Lo traspasé.

Y así como yo le besé cuando me entró, él me besó a mí al hurgar hacia sus entrañas.

Mientras jugábamos con nuestros dedos dentro de nosotros, el placer nos hacía flotar sobre la oscuridad de aquella habitación preñada de secretos. El ritmo de nuestras manos sobre los culos se animaba por momentos con nuestros sexos frotándose entre sí. Si él me llegaba profundo, yo no quería ser menos. Doblamos las piernas para facilitarnos las maniobras; y en apenas unos minutos nos encontramos entregados a un ritmo frenético con el orgasmo sobrevolándonos como ave de presa que ha localizado a su víctima. Nos besábamos, nos restregábamos, nos hundíamos los dedos sin piedad ni medida a punto de todo, el gusto a las puertas, las ganas desatadas, los vientres entregados, las pollas embadurnadas de seminal… Hasta que Santos se detuvo.

“Aún no. Aún no” zanjó con la respiración agitada y sudando a raudales. “Aún no. Quiero más. Más”

De nuevo acaté su deseo. Porque tenía razón. No podíamos acabar, no debíamos acabar.

Guardamos silencio mientras nos recuperábamos de la agitación y retrocedía la amenaza del orgasmo.

Una vez calmados, Santos habló acariciándome un brazo.

“Mi hermano, una noche, empujó su culo contra mis partes. Él, un crío, se apretaba contra mi polla. Estábamos adormilaos, sí, pero los dos sabíamos ¿Comprendes?”

“Sí”

Tomé su pijo humedecido y se lo acaricié justo en el frenillo.

“Mi cipote terminó apretando la entrada de su culo -continuó con la evocación- Además, me cogió la mano y la llevó a su polla. Quería que le hiciese una paja de esas que a él tanto le gustaban. Una paja lenta que le matase de gusto”

No sé si por mis caricias sobre su frenillo o por la evocación de aquella historia, le manaba una buena cantidad de preseminal.

“¿Y qué pasó?” le animé tomándole el glande con mi mano manchada de sus secreción y moviéndola tan lento como era capaz.

“¿Qué más sucedió esa noche?” le insistí trabajando todo el glande.

“Le pajeé como le gustaba y con mi rabo contra su culo. Y él, cuanto más gusto sentía, más se dejaba caer contra mí. Contra mi cipote mojao como nunca. Y yo, empitonao como nunca le…”

Santos me frenó la mano de repente. Aunque algo de esperma se le escapó.

“¡Joder, ni me he dao cuanta de que me venía!”

“¿Te has corrido?” le pregunté.

“Un poco”

Busqué con la boca el semen vertido y lo lamí.

También los huevos y la verga salvando la punta. No quería que se vertiera del todo. Esperaría.

Me sentí feliz por tener la libertad de lamer la piel y los huevos de ese hombre en aquellas tinieblas. Y satisfecho porque me encontraba en pelotas a su lado y dispuesto a lo que quisiera.

Cuando me sacié, me tumbé de nuevo. El se volvió hacia mí y me besó.

“Sabes a lefa”

“A tu lefa”

Le di la espalda y empujé mi trasero contra su sexo. Le busqué la mano y la llevé hasta mi verga también empapada de seminal.

“¿Quieres que te haga lo que le hice a mi hermano?”

Guardé silencio. Pero me acurruqué cuanto pude contra él y noté la dureza de su pijo. Si no hubo palabras con su hermano, tampoco las quería conmigo.

Santos maniobró hasta que la punta de su cipote se asentó sobre la entrada de mi culo.

Me acariciaba los huevos y el perineo. Me los pringaba con su secreción.

Tenía tentaciones de exigirle que me penetrara de inmediato. Pero me lo prohibí. Era su juego y sus recuerdos.

Quise moverme y la primera presión seria de su polla se hizo efectiva. Comenzaba a invadirme.

Juntó su cara con la mía.

“Tienes el pijo muy duro” me dijo “Y si te la meto más… ¿se pondrá más duro? ¿Probamos?”

Le besé como respuesta.

Mi carne cedió otra vez con el empuje. Sus dedos acariciaban el lugar de la fricción asegurándose de que todo estaba en orden. Después se posaron en mi sexo.

“Joder, sí; se te ha puesto aún más duro. Y se te escapa lefa. Toma, pruébala”

Me metió los dedos untados con mi propia leche en la boca.

“¿Te gusta, eh? ¿Te gusta lo que te doy? ¿Quieres más? ¿Te la meto más?”

Otro impulso de sus caderas encajó su glande dentro de mí y sentí una punzada de dolor. Solté un estertor entre queja y ruego. Pero Santos me puso la mano en la boca sofocándolo. Quería silencio, como si en la casa aún estuviera su tía y pudiera oírnos.

Mi fantasía con sus manos se estaba haciendo realidad.

Me cogió una de las mías y la llevó hasta mi culo dilatado por la lenta penetración.

“Acaríciame los huevos mientras te la meto”

Se los tomé. Estaban sudados, como todo él, como todo yo.

Comenzó a follarme despacio pero solo el tramo penetrado, sin ir más allá.

Con una pierna enlazó las mías. Me tenía atrapado en cuerpo y deseo. “Cuéntame más de lo que ocurrió con tu hermano” dije cuando me quitó la mano de la boca.

“Se la meneaba y él me sobaba los huevos. Entonces me tiró de los cojones como un bestia y mi picha le dio el primer puntazo serio”

Imité la narración y le tiré de los huevos. Su polla me penetró un buen tramo. Me estremecí con el avance.

“Qué culo más rico tienes; está caliente. Se merece más polla”

Empujó de nuevo.

“Quieto, Ginés; te voy a dar tanto gusto como le di a mi hermano.¿Sabes que se corrió cuando se la clavé hasta los huevos? Me llenó la mano de lefa y yo le obligué a que se la tragara”

De repente, me la hincó por completo, feroz, traidor, desalmado. Sus enculadas me doblegaban y humillaban.

No opuse ninguna resistencia. Pero empecé a gemir con aquella confusión de placer y daño.

“A ti también te haré tragarte la lefa. Tu lefa y la mía”

No sé de dónde me llegó el rotundo placer que sentí bajo su fuerza y dominio. Pero no me resistí ni me interpuse. Dejé que me poseyera por completo y me corrí entre gritos, yo que procuro asimilarme al silencio. Algo visceral y animal que vivía agazapado en mi espíritu, se soltaba y bramaba por su libertad.

Al poco, las manos de Santos me llenaban la boca con mi semen que me tragué con ansia de hombre sometido a cruel ayuno.

Me volvió el rostro y me besó en la boca manchada de esperma.

A la vez, sus caderas se movieron a un ritmo vertiginoso.

“¿Te gusta que te dé polla, eh? ¡Contesta! ¿Te gusta?”

“Mucho”

“¿Quieres mi leche?”

“Sí, joder, sí”

“Eres un guarro. Te gusta el olor a meaos, te gusta comerte la lefa…”

“Y que me des por culo”

“Te la voy a estar metiendo toda la puta noche… toda la puta noche…”

Su polla comezó a sacudirse vigorosa en mis entrañas inundándolas con su lechada.

“Toda para ti, pequeño; toda, toda…” decía en tono de placentero delirio.

Pese al orgasmo seguía follándome con la misma intensidad. Parecía que no le bastara o que no quisiera encontrarle fin.

Terminó subido a mis espaldas, hundiéndome en el viejo colchón de ese camastro de años pasados, sudando, partiéndome, gozándome…

“Toda la puta noche…” seguía diciendo sin para de clavármela.

Pero un par de minutos después, saciado y exhausto, se derrumbó sobre mi cuerpo negándose a sacarme la verga y colmándome, cuello y hombros, de besos.

Por fin nos relajamos y dejamos que el silencio cayese sobre ambos como una acogedora sábana de tacto refrescante.

Me quedé adormilado. ¿Media hora? ¿Quizás más?

Cuando desperté, no sabía donde me encontraba.

Pese a la oscuridad, distinguí el cuerpo de Santos a mi lado. Estaba de costado y parecía observarme. Alargué la mano y le acaricié el rostro rasposo por la barba ya unos milímetros crecida a esa hora de la noche.

“Me he quedado dormido” me disculpé.

“Yo también. Parece que nos tenemos confianza pa dormirnos así. ¿No tienes ganas de mear?”

“Bastantes”

Abandonó el catre y abrió la puerta. La luz del pasillo me golpeó y la odié. Incluso odié la bocanada de aire fresco que entró con ella. Fue como volver a la realidad y sus miserias.

“Vamos” dijo desde la puerta.

Fui tras él por el escueto pasillo sin perder de vista su estupendo trasero peludo y sus espaldas anchas.

Entramos en el baño, no muy grande.

“Ven; vamos a mear los dos a la vez”

Me coloqué frente a la taza a su lado.

“No, así no” dijo disconforme.

Se juntó a mi espalda y me pasó el pijo por la entrepierna. Tomó también el mío y los unió.

“Así. Ahora mea”

No sé cómo vencí el bloqueo que me produce orinar en presencia de otra persona, pero la orina salió y la suya la acompañó.

Los dos chorros se unían y estrellaban en la loza de la taza. Fue una sensación extraña y de alguna manera placentera.

“Eso es. Una buena meada ¡Qué a gusto se queda uno!”

Las últimas gotas de orina me mancharon los muslos.

Santos conseguía que mi excitación no disminuyera.

“¿También meabas con tu hermano?” pregunté acariciándole los muslos. “No quería el muy capullo”

“¿Y ducharte? ¿Te duchabas con él?”

“Hay muchas cosas que no hice con mi hermano más que en mi mollera”

Le miré de frente. Sus facciones rudas me atraían sin remedio. Supe que no necesitaba la oscuridad para entregarme a él.

“Dúchate conmigo” propuse.

“Es una ducha muy estrecha” respondió señalando hacia el hueco medio tapado por una cortina impermeable con motivos marinos de colores desvaídos.

“También el camastro lo es” repliqué acariciando su pecho. El tacto del vello de un hombre me fascina. Creo es de lo que más me gusta en el mundo.

Abrió el grifo y el agua surtió de la alcachofa pegada a la pared de azulejos de un color azul endemoniadamente feo. Caía tibia y agradable. Entramos en el hueco y corrimos la cortina. Cabíamos muy ajustados.

Tomé una gastada pastilla de jabón de una oquedad.

“Quiero enjabonarte”

Me cogió la mano que sujetaba la pastilla y la llevó a su pecho.

“Adelante”

Siempre había soñado con tener a mi disposición el cuerpo de un hombre como él. He tenido sexo con alguno parecido, pero siempre en condiciones urgentes; sexo rápido y de mero desahogo.

Sin embargo, esa tarde que ya se había convertido en noche, tenía a uno listo para dejarse enjabonar. Podía deslizar mis manos por su torso velludo hasta cansarme, incluso entretenerme en un juego excitante con sus pezones, podía chuparlos, acariciarlos, morderlos, excitarlos…

Santos se dejaba hacer. No me ponía inconvenientes. Le interesaba el juego de piel. Y yo necesitaba su piel, su satisfacción, su disfrute. Verle gozar con mis ocurrencias con el jabón me complacía casi tanto como tener su polla en mi culo.

Cuando le levanté los brazos y tuve delante sus axilas, no las enjaboné aún. Hundí mis narices en ellas oliendo su aroma denso de horas de transpiración.

“Si quieres volverme a follar otra vez, será con mi cara aplastada contra tus sobacos. ¿Lo harás?”

“Apestan” me dijo.

“Apestan a ti”

Me miró como lo había hecho esa mañana en la cafetería, leyéndome por dentro. Y creo que supo que conmigo podía llegar hasta lugares nada comunes.

Acabé por enjabonar también sus axilas; y continué con los brazos hasta las callosas manos de currante, las mismas que una hora antes me habían sofocado los gritos durante la dura penetración y me habían llenado la boca con mi esperma. Manos de piel curtida, dedos gruesos y uñas oscuras de tantos años de trabajo en la tierra.

“¿Te agrada?” pregunté.

“¿Ves que me queje? Tú sigue. Si no me gusta lo sabrás”

Me agaché para enjabonarle las piernas… los gemelos macizos que tanto me habían impresionado, los pies anchos, los muslos de un grosor tal que de uno salían los dos míos.

Subí al sexo con el que tanto había disfrutado en la oscuridad, y lo limpié con todo cuidado; lo mismo que los cojones, colgones y pesados, a los que colmé de besos pese al jabón.

Después llegué a sus nalgas y entré con la pastilla por la separación.

“Agáchate -le dije situándome a su espalda- Quiero lavarte bien”

Volvió levemente el rostro hacia mí con intención de decirme algo. Pero no pronunció palabra.

Apoyó las manos contra los feos azulejos, inclinó el tronco y echó la cadera hacia atrás.

Al abrirme las nalgas vi un hermoso ojete rodeado de rizos peludos.

La vista de esa oquedad donde yo había metido los dedos, su contorno estriado y oscuro, su perfil interno encarnado, la caída vertiginosa como entrada de volcán hacia las entrañas de la tierra… me llenó de una emoción oscura.

Pasé mi mano en una lenta caricia.

La repetí. El ojete se encogió por un momento, como si tuviese miedo de mi contacto. Insistí en las caricias hasta que lo vi relajado y conforme con mis devotas atenciones. Lubricados los dedos por el jabón, me atreví nuevamente a escudriñar su intimidad. Pausado, sin prisas. Para mí era un momento exquisito, casi mágico.

Mi cauta entrada se convirtió al poco en un decidido afán de exploración hasta que di con el abultamiento de la próstata, reconocible por un tacto en cierto modo rugoso. Froté con suavidad e incluso presioné con intervalos regulares.

Santos lanzó un hondo suspiro. Mis manejos en sus entrañas le complacían.

Y me di cuenta que volvía a tener el pijo empalmado.

Se lo tomé con la mano enjabonada y lo masturbé despacio. “Joder -dijo con voz llena de placer- nunca me han hecho nada así” Mi polla también andaba armada otra vez. Sin cesar de pajearle, saqué los dedos del ojete y apreté mi excitación sobre él.

Me movían unas enormes ganas de experimentar el calor de su cuerpo y hacerle disfrutar. Si fuera posible, tanto como él me había hecho disfrutar a mí.

El agua tibia caía sobre ambos y nos rodeaba una nube de vaho.

Moví las caderas y mi glande rozó con suavidad el hueco que conducía a sus entrañas. Me ayudé con la mano para situarlo perpendicular a él y… me dejé caer.

Mi polla atravesó el esfínter con suavidad, sin impedimento ninguno; en un segundo le había ensartado todo el sexo y Santos soltó una especie de sonoro soplido.

Al momento, un calor plácido y acariciador me llegó desde la punta de la polla. Y no pude evitar entregarme a un metesaca ávido de sensaciones tan gozosas como adictivas.

Santos se dejaba hacer y yo le quería dar todo lo mejor de mí.

Estábamos entregados a ese polvo inesperado. Ninguno lo tenía planeado. Pero allí nos encontrábamos dándonos placer.

El orgasmo amagó varias veces con desatarse. Lo demoré cuanto me fue posible.

No me podía creer que estuviera poseyendo a un hombre tan viril y auténtico como él.

“Dios, qué bueno que estás, cabrón” le dije con la mente anegada de gusto.

“Venga, dame tu leche” me contestó.

“Déjame que te disfrute un poco más”

“Dame tu leche, dámela”

Me tiró de los huevos, me retuvo así y ya no puede contenerme.

Me corrí soltando berridos y babas, agarrándome a sus carnes como a un asidero junto a un abismo.

“Pajéame fuerte, dále, dále”

Le apliqué toda la velocidad de que fui capaz y Santos terminó por escupir un chorro de esperma que se estrelló contra el espantoso azul de los baldosines embelleciéndolos al instante con el blanco de la lefada.

Acabó arrumbado contra ellos y yo contra su espalda. Le tomé del rostro y busqué sus labios sensuales.

Me hubiera gustado hablarle de los sentimientos que me despertaba. Pero no me atreví.

Cuando le saqué la polla, mi esperma se vertió desde su culo muslos abajo.

Le tomé de un hombro para que se diera la vuelta y ver su rostro. Nos miramos.

“¿Te he hecho daño?” dije rompiendo el silencio.

“¿Y qué si me lo has hecho?” contestó.

Su respuesta me dejó desconcertado. E inseguro.

Santos se aclaró el cuerpo y salió de la ducha. No se secó. Se largó del baño dejando un rastro húmedo.

Algo parecido a la desolación crecía en mi pecho.

Me sequé con una toalla que encontré colgada de un clavo y salí del baño.

Estaba convencido de que la cita había tocado a su fin. Me detuve en el pasillo asimilando lo más rápido que podía mi metedura de pata.

Había tenido en mis manos un sueño y de pronto… humo de nuevo.

El rastro húmedo de Santos se adentraba en la habitación oscura donde nos habíamos desnudado de ropa y otras cosas.

Cuando entré, lo encontré tumbado en el catre.

Vi mis ropas esparcidas por el suelo unidas a las suyas. Las cogí.

“¿Te quieres ir?” preguntó con su voz tranquila.

Nos miramos.

Bajé los ojos. Negué con la cabeza.

“Tengo la sensación de que no te ha gustado lo que ha pasado en la ducha”

“¿Por qué me la has metido?” dijo sin abandonar su tono tranquilo.

De repente pasé a sentirme como un niño a quien se invita a confesar sus pecados.

“Lo deseaba. Fue verte el culo y…”

“¿Te gusta mi culo?”

“Me gusta tu culo, tu polla, tus manos, tu boca, tus ojos, tus besos…”

Me quedé callado.

Santos se levantó del catre y se acercó hasta la puerta.

“Voy a cerrar. Aún estás a tiempo de marcharte. Pero si no te marchas, ya no te dejaré salir. Serás mío. Tú decides”

Sus manos empujaban despacio la puerta dándome margen a reflexionar. No me miraba, me dejaba a mí el peso de mi decisión.

La puerta avanzaba, mi corazón se quería escapar de mi pecho con sus violentos latidos.

Fuera, mi vida de siempre, con amigos y encuentros esporádicos cada vez menos frecuentes y con hombres que no me satisfacen.

Dentro… ¡quién sabe!

La puerta ya estaba a pocos centímetros de cerrarse.

Solté mi ropa y cayó al suelo para unirse otra vez a la de Santos.

Y dije: “Cierra la puerta”

Lo demás es un secreto.

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