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Cuckold (2): La mujer de un amigo

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Con mis amigos del barrio nos juntamos todos los sábados a la noche, para jugar a las cartas, ver un partido, o simplemente para hablar boludeces y tomar birra toda la noche. A mi mujer no le gusta mucho esa costumbre, pero la mantengo contenta llevándola a pasear casi todos los viernes, y preparando un rico asado familiar para compartir con ella y nuestros nenes, quienes se hacen cada vez más grandes.

Casi siempre nos juntamos en el barcito del club del barrio. Don Alvarado, el encargado del bar/buffet, es un amigo, y no tiene drama en dejarnos hasta altas horas de la madrugada, incluso cuando el bar ya está cerrado para el público en general.

Pero otras veces nos juntamos en casa de Martín. Su mujer es enfermera, y suele trabajar de noche. Es el único que tiene, de vez en cuando, la casa sola los fines de semana. Así que aprovechamos esa movida y nos reunimos ahí, ya que es más confortable.

El sábado pasado tocaba ir a la casa de Martín. A eso de las nueve ya me preparaba para salir.

—Así que te vas a tu reunión de machos —dijo mi mujer— No te cuesta nada quedarte un sábado al menos.

—No seas pesada Beti, es el único día que me tomo para mí —me defendí, y era cierto.

Después de una corta discusión, la convencí de que me dejara de joder. Beti es muy insegura y desconfiada, y a pesar de que le juré mil veces que nunca la engañaría, ella sigue fantaseando con que en esas juntadas con los muchachos, nos vamos de putas o algo por el estilo.

Me fui, convencido de que me esperaba un sábado de risas, charlas y alcohol, nada diferente a otros encuentros. Por supuesto, si eso fuera cierto, no valdría la pena haber comenzado este relato.

La casa de Martín está a tres cuadras de la mía, así que fui tranqui, caminando. Como era temprano -A eso de las diez más o menos-. Todavía había mucha gente dando vueltas por la calle. Principalmente los pendejos que salían de los kioskos con botellas de birra para empezar la previa. Varias pendejitas del barrio andaban con tremendas calzas, polleritas, y tops diminutos, hechas unas gatitas alzadas. Y pensar que a muchas de ellas las conozco desde que habían nacido. Las había visto ir a al jardín y al preescolar de la mano de sus padres, las había conocido cuando las tetas apenas empezaban a notárseles. Y ahora ya eran todas unas mujercitas dignas de ser bien cogidas.

Igual, siempre disimulo la mirada de hambre cuando me cruzo a esas pendejitas. Porque Beti tiene la costumbre de salir a la vereda para asegurarse de que yo vaya a donde le dije que iba a ir, y no me desviaba a cualquier lado. Si me llega pescar en una de esas, se me arma tremendo quilombo. La última vez que me pescó mirando un culo, me dio vuelta la cara de un cachetazo. Ahora con la lección ya aprendida, trato de comportarme como un señor, al menos en el barrio.

Cuando estaba a una cuadra de la casa, le mandé un mensaje a Martín, avisándole que estaba llegando. Hacía unas horas le había escrito para confirmar si se hacía la juntada, pero no me había contestado, y de hecho, no vio el mensaje. Ahora pasaba lo mismo. Ni siquiera había aparecido la segunda tilde, que según me había explicado Nicolás, mi pibe, significaba que el mensaje había llegado a su destino.

Así que toqué el timbre nomás. Si sabía en el quilombo en el que estaba a punto de meterme, hubiese vuelto a mi casa nomás.

El que salió a abrirme el portón fue Quique. Es increíble cómo le crece la barriga mientras su cara es cada vez más delgada. Y esa noche, los ojos parecían más hundidos y grandes que nunca. El pobre tiene cuarenta y cuatro, y está hecho bolsa.

—¿Y Martín? —Pregunté, extrañado de que no fuera él quien me recibiera.

—Todavía no llegó, Vanesa dice que se quedó en un embotellamiento en Capital, y encima tiene el auto en el mecánico. Está viniendo en bondi. Andá a saber a la hora que llega.

—¿Vanesa? —Susurré, mientras abría la puerta— ¿No era que no iba a estar su mujer?

Por toda respuesta Quique se encogió de hombros.

No tenía nada en contra de Vanesa, ni mucho menos. Simplemente me incomodaba que una mujer estuviera dando vueltas por ahí, mientras hablábamos con total soltura, de cosas que solo se hablan entre hombres. No suelo ocultarle nada a mi mujer, pero siempre sale el tema de alguna mina que parte la tierra como un rayo, y nosotros nos explayamos hablando de su culo, de si tiene cara de puta, de si sus tetas son operadas o naturales, y esas boludeces. A veces, hasta miramos porno. Supongo que Beti sabe que entre hombres hablamos de esas cosas, pero no es algo que las mujeres tengan que presenciar.

—¡Basualdo! ¿Te dejó salir tu mujer? —me saludó Pedro. Un cincuentón al que le gusta dársela de rockero. O como dice Beti: un pendeviejo. Un tipo que se niega a abandonar la juventud aunque su pelo largo ya tenga canas, y en su cara haya cada vez más arrugas.

Igual es un buen tipo, y es el más divertido para salir de joda.

—¿Y saben algo de Martín? Mis mensajes no le llegan —pregunté.

—Se habrá quedado sin batería —dijo una voz de mujer. Una voz que desentonaba demasiado con las voces graves que suelen imperar en nuestras “noches de machos”.

—Cómo andás Vane. —La saludé. Ella se acercó, y cada paso que dio sonaba escandalosamente sobre la cerámica. Noté que se había puesto zapatos de tacones. Llevaba un pantalón de jean que se notaba era de marca, y una blusa blanca tipo camisa, que tenía varios botones desabrochados. Me agarró del hombro y me dio un intenso beso en la mejilla.

—Hola Basualdo. —dijo—. Después me tienen que decir por qué le dicen Basualdo. Es raro que entre amigos se llamen por el apellido.

—Es la costumbre nomás —contesté, tratando de no apartar mi vista de sus ojos. No era fácil lograr que no se desvíen.

Nunca hablamos de esto entre nosotros, ni siquiera cuando Martín estaba ausente, porque entre amigos había “códigos”. Pero Martín se había sacado la lotería. Vanesa no es una mujer. Es un camión, un auto deportivo, una nave. En el barrio no hay mina que pueda siquiera empezar a competir con ella. Sólo las pendejitas, recién salidas de la escuela, tienen un culo con el que podrían rivalizar con Vanesa. Pero por lo demás, ella está en otro nivel. Es sofisticada, elegante, con una cara ovalada, de pómulos grandes y nariz respingona. Siempre bien maquillada y con ropa cara que la hacen lucir sexy y elegante en partes iguales.

Yo no me puedo quejar. Beti, a sus cuarenta años, más allá de algunos quilos de más, se mantiene muy bien. Pero si mi mujer es un Ford Falcon perfectamente cuidado, con la chapa y pintura recién hechas, Vanesa es una Ferrari cero kilómetro.

Pero como dije, entre amigos hay códigos, y hasta el momento jamás me había atrevido a pensar en ella más allá de como la mujer de un amigo. Cada vez que me venía su imagen curva a la cabeza, la espantaba como si fuese una peste, y las fantasías quedaban ahí, siempre inconclusas. “Las mujeres de los amigos son de madera”, fue una de las enseñanzas de mi viejo. Y así las veía yo.

—Vanesa, no queremos molestarte —dije, haciéndome eco de lo que suponía era el sentir general—. Podemos ir al club, como siempre, vos querrás descansar o mirar algo en la tele.

—No seas boludo, si no me molesta para nada. Además, la intrusa soy yo. Se suponía que hoy tenía que trabajar, pero al final me dieron franco.

—Qué suerte —dijo Quique, que ya estaba acomodado frente al televisor.

—No, en serio, no queremos molestar —repetí.

—Quedate tranquilo —dijo ella, con una media sonrisa muy seductora, que hacía que en su mejilla derecha aparezca un hoyito— Además, Martín ya compró la picada, voy a buscarla.

Vanesa se fue a la cocina, meneando las caderas. Los tres quedamos hipnotizados con sus nalgas. Pero sólo fue un instante. Después disimulamos, y nos miramos con algo de culpa y vergüenza.

—¿Te ayudo? —dije, sólo por educación.

—Dale —contestó ella.

Fui a la cocina. Vanesa había dejado la estela de un exquisito perfume en el aire. Ahora abría la heladera, y se inclinaba, para agarrar la picada. La costura del pantalón parecía ser tragada por la profunda raya que dividía ambos glúteos. Esta vez, sabiéndome a solas con ella, tardé un poco más en desviar la mirada.

—¿Llevás la birra y los vasos? —dijo. En sus manos cargaba una enorme bandeja de fiambres cortados en pequeños pedazos.

—Dale.

—¿Te hago una pregunta?

—Sí, decime —contesté.

Me dirigí a la heladera, para agarrar las cervezas. Pasé muy cerca de ella, y sentí nuevamente ese delicioso perfume.

—Ninguno me dijo nada de mi pelo ¿No se dieron cuenta o es porque piensan que está mal alagar a la mujer de un amigo?

Claro que había notado su nuevo color der pelo. Cambiar del castaño oscuro al rubio era difícil que pase desapercibido. Su cabello es ondulado y ahora tenía un color dorado muy lindo. Recordé algo que solía decir Beti: cuando una mujer se separaba, lo primero que hacía era un cambio de look.

—Sí, lo había notado. Pero no soy de opinar sobre la apariencia de los demás.

—¿Pero me queda bien? —preguntó Vanesa. Se tocó el pelo con una mano, y al hacer ese movimiento, noté que sus pechos también se movían debajo de la delicada blusa.

—Sí, claro, te queda bien.

—Sos de pocas palabras. —dijo.

—Sí, mi mujer siempre se queja de eso.

Fuimos al comedor. Vanesa sugirió que era mejor comer ahí. A Quique no lo gustó mucho la idea, porque ahí no había televisor, pero no dijo nada. Igual, no había nada interesante para ver.

—Mejor esperamos a que venga Martín ¿No? —sugirió Pedro.

—No, la verdad no sé a qué hora va a llegar, seguro tiene para un par de horas. No tiene sentido que lo esperen chicos.

—Me da pena por él. —comenté.

De repente Vanesa soltó una carcajada.

—Me imagino que debe ser incómodo tenerme acá. Si quieren los dejos solos.

—No —dijimos los tres al unísono.

—Por favor, Vanesa, acompañanos —dije.

—Bueno, si me lo pedís así… —dijo, otra vez con esa sonrisa sugerente que nunca le había visto, pero que esa noche ya había aparecido dos veces.

Los primeros minutos fueron incómodos. Ninguno de los tres la conocía lo suficiente como para saber de qué hablar con ella. Sólo sabíamos que era enfermera y que tenía quince años menos que Martín. Muy piba, de otra generación, con otra cabeza. No teníamos idea de por dónde entrarle. Además, el hecho de tener a semejante mujer entre nosotros, nos resultaba incómodo. Era fácil disimular nuestra admiración cuando nos cruzábamos con ella durante un instante, en el supermercado, o en la plaza, mientras iba de la mano de Martín. Pero, con esfuerzo, nos las arreglábamos para poner cara de póker. Sin embargo, ahora resultaba imposible no mirarla cada tanto.

Pedro y Quique hablaron fugazmente sobre sus hijos, pero Vanesa se mostró aburrida.

—Voy a traer algo, a ver si desinhiben un poco —dijo.

Salió del comedor durante algunos minutos.

—Che, está rara la mina ¿no? —susurró Pedro.

—Sí —corroboró Quique— ¿Me parece a mí o nos está calentando la pija?

—Estás loco ¿Qué decís? —le recriminé.

—¿No ves cómo movía el orto cuando se iba?

—Sí, y a vos no para de mirarte con una carita de petera terrible —dijo Pedro.

—¿Qué carajos les pasa? ¡Es la mujer de un amigo!

—Bueno Basualdo, pero es la verdad —se defendió Quique en nombre de ambos—. Además no estamos diciendo que le vamos a soplar al mina a Martín. ¡Entre nosotros hay códigos! Pero entre amigos no nos podemos mentir.

—Sí, además, ¿dónde está Martín? Es todo muy raro —dijo Pedro— Ayer me había escrito que se pudrió todo con Vanesa.

—¡Cómo! —pregunté asombrado. ¿Se había peleado con Vanesa el día anterior? Era todo muy extraño.

Pero antes de que me pudiesen contestar, Vanesa volvió al comedor. Llevaba un mazo de cartas en la mano.

— Sé que les gusta jugar al truco, pero yo no sé jugar, y las veces que Martín me enseñó, luego me olvidé de todo —dijo. Se sentó y empezó a mezclar las cartas. Ella estaba en la cabecera y nosotros a los laterales de la mesa—. Corré la bandeja de la picada allá, así podemos tirar las cartas en el medio. —Le pidió a Pedro. Este, mirándonos alternativamente a mí y a Quique, con desconcierto, lo hizo—. Vamos a jugar a verdad o consecuencia ¿Saben jugarlo?

—Sí —dije yo, para ponerle un poco de onda a la situación. Me parecía un juego tonto para jugarlo entre adultos. Incluso Vanesa que tiene veintisiete años, está muy grande ya para esas tonterías, pero preferí seguirle la corriente.

—Bueno, la cosa es muy simple. Vamos a repartir las cartas uno por turno. Tiramos las cartas a los otros tres, una a la vez. Y al que le toque un comodín, pierde. Entonces tiene que elegir entre verdad o consecuencia. El que repartió las cartas es el que elige la prenda o la pregunta a hacer. —Nos miró y soltó una carcajada—. No sean aburridos. Si son originales a la hora de preguntar o imponer prendas, les aseguro que va a ser muy divertido. Confíen en mí.

—Dale, yo me prendo. —dijo Quique, más entusiasmado de lo que debería estar. Pedro y yo nos limitamos a asentir con la cabeza.

—Muy bien, empiezo yo tirando las cartas.

Vanesa repartió una carta a cada uno, mostrando la figura que aparecía en ellas. Como no aparecía el comodín, repetía la ronda. Yo me sentía un tonto. Miré el reloj que colgaba en la pared, preguntándome a qué hora llegaría Martín. Pasaron cuatro o cinco rondas hasta que por fin apareció el comodín. Me había tocado a mí.

—¿Verdad o consecuencia? —dijo Vanesa.

—Verdad— dije, temeroso de que me obligue a hacer una tontería si elegía consecuencia.

—Muy bien —dijo Vanesa, juntó sus manos, como si estuviese a punto de rezar, y sonrió juguetonamente— ¿Cuántas veces engañaste a tu mujer?

—¡Uuuuhhh! —dijeron al unísono Pedro y Quique, como si estuvieran arengando a un abusador a que golpeé más fuerte a su víctima. Ahora a ninguno de los dos les parecía aburrido el juego, más bien todo lo contrario. A mí, si bien la pregunta me pareció sorpresiva y algo desubicada, no me molestó, ni tampoco me costó responderla.

—Cero —contesté, con total seguridad.

—Wouw, parece que no estás mintiendo. —dijo Vanesa, clavándome la mirada.

—Claro que no —dije.

—¡Vamos Basualdito todavía! —gritó Pedro. Vanesa y yo nos sostuvimos la mirada varios segundos, sin decir nada.

—Bueno, te toca a vos —dijo después, entregándole el mazo de cartas a Quique—. Recuerden que depende de nosotros que este juego sea divertido.

Quique repartió las cartas. El comodín le tocó a Pedro.

—Consecuencia —dijo este, con una sonrisa infantil en su rostro avejentado.

Quique le llenó el vaso con cerveza.

—Te tenés que tomar todo de un solo trago.

Pedro así lo hizo. Todos reímos cuando un chorro de cerveza se escapó de su boca y mojó su camisa.

Pero la parte más interesante —y más tensa— del juego, era cuando le tocaba tirar las cartas a Vanesa, o más aún, cuando a ella le tocaba el comodín.

Después de varias rondas, y de vaciar la tercera botella de cerveza, Vanesa fue víctima de su propio juego. Le tocó el comodín.

—¿Verdad o consecuencia? —preguntó Pedro, quien había repartido las cartas.

—Verdad —dijo Vanesa, con gesto desafiante.

—¿A qué edad fue tu primera vez? —preguntó.

—No seas desubicado ¡Es la mujer de un amigo! —le recriminé.

—No pasa nada, no me molesta. Además, yo no soy la mujer de nadie, en todo caso seré la pareja, o la esposa de alguien. Esas expresiones atrasan un montón Basualdo —dijo, reprimiéndome, aunque no se la notaba molesta— Bueno, la primera vez que fui al cine fue a los seis años — respondió luego.

—Te re cagó —dijo Quique, riéndose del otro.

—Sos una tramposa, vos sabés a dónde iba la pregunta.

—Bueno, me tendrías que haber preguntado cuándo fue la primera vez que tuve relaciones sexuales…

—Es cierto —acoté.

—Pero como no quiero que después ustedes esquiven preguntas agarrándose de tecnicismos, les voy a contar… Mi primera vez fue a los quince años.

—Bastante precoz. —comentó Pedro.

—Siempre fui muy sexual. Desde chica.

Los tres la miramos con cierta fascinación e incomodidad a la vez.

—Bueno, me toca tirar de nuevo. Pero esperen que tengo ganas de chupar… —nos miró uno a uno con los ojillos divertidos— cerveza, no sean mal pensados —dijo, dando un largo trago de birra.

—Uf, pedro, ahora me voy a vengar de tu pregunta atrevida —dijo con ironía cuando el comodín apareció delante de pedro.— ¿Verdad o consecuencia?

Pedro lo pensó seriamente. Todos estábamos compenetrados en el juego, y sobre todo, estábamos a la expectativa de con qué cosa saldría Vanesa.

—Consecuencia —dijo al fin.

Me pareció muy torpe de su parte. Al elegir verdad, siempre se podía dibujar la respuesta de alguna manera. Pero ahora estaba obligado a hacer lo que Vanesa le ordenase. Bueno, siempre podía reusarse. Pero en ese caso, en teoría, debería recibir un castigo. Según recuerdo, así eran las reglas del juego. O en todo caso, el juego terminaría, ya que no tenía sentido seguir si los participantes no respetaban las reglas.

—Vaya, qué valiente —dijo Vanesa, saboreando el momento—. Bueno, tenés que quitarte la ropa, y desfilar para todos como si fueses un modelo. Podés quedarte con la ropa interior, No hace falta que nos muestres tus vergüenzas, pero nada más.

—¡Uhhhh! —exclamó Quique, excitado.

Yo me alarmé. Si Vanesa subía la vara tan alto, era probable que los muchachos, ya entrados en copas, le siguieran el juego cuando le tocase el turno a ella. La situación se nos estaba yendo de las manos. Y encima Martín no llegaba para poner un poco de normalidad a la situación. Aunque yo, y supongo que todos, sospechaba que no iba a aparecer en toda la noche.

—Bueno, mejor juguemos a otra cosa ¿No? —dije.

—No seas aburrido. —Me recriminó Vanesa.

—Sí, Basualdo, ya fue, nos estamos divirtiendo —dijo Quique. Sus enormes ojos ojerosos brillaban con una perversidad que nunca le había visto.

—Yo puedo ser muchas cosas, pero nunca abandono un juego —dijo Pedro.

—¡Así se habla! —festejó Vanesa.

Pedro se quitó la camisa, las zapatillas y el pantalón. Quedó sólo con un desgastado bóxer gris y las medias.

—Qué sexy —bromeó Quique.

Pedro se alejó unos pasos y caminó, cagándose de risa, de una punta a otra del comedor. Tenía la pansa bastante hinchada y los pechos caídos. El torso lleno de pelo oscuro mezclado con canas.

Vanesa aplaudió.

—¡Muy bien! ¡Qué valiente! —dijo.

Pedro se vistió y volvió a la mesa con una sonrisa que reflejaba una vergüenza que llegó muy tarde.

Pensé en decir que la cosa se estaba pasando del límite, pero sabía que ninguno de los tres estaría de acuerdo. Todavía estaba a tiempo de volver a mi casa antes de que todo se fuera a la mierda. Pero por otro lado, la situación me parecía tan surreal, que necesitaba ver con mis propios ojos hasta dónde llegaría todo.

Jugamos un par de rondas más. Mi corazón se aliviaba cuando el comodín no caía frente a Vanesa, y se aceleraba cuando le tocaba a ella tirar las cartas. La siguiente vez que lo hizo me tocó a mí el comodín. Elegí, sin dudarlo, verdad. Jamás entraría en sus jueguitos.

—Cuántas veces te masturbás a la semana —preguntó, fiel a su postura de llevar todo al plano sexual.

Hubiese sido muy tonto mentir y decir que ya no me masturbo. Me pareció que lo mejor era tomar la cosa con naturalidad.

—Tres veces más o menos —dije con seriedad.

—Mirenlo al Basualdo, ahorcando al ganso a esta edad de su vida. —dijo Pedro.

—Callate boludo, ¿me vas a decir que vos no te pajeás? —le contesté.

—Todo el mundo se masturba —acotó Vanesa.

—¿Vos también? —aprovechó para preguntar Pedro.

—A buen entendedor pocas palabras —dijo ella.

Después de unas rondas, cuando me tocó repartir a mí, el comodín cayó de nuevo frente a ella.

—Verdad —dijo, intuyendo quizá, que si elegía consecuencia no la pondría a hacer ninguna prenda divertida.

—¿Va a venir Martín? —fue mi pregunta.

—No —respondió.

El silencio cortó como un cuchillo el ambiente.

—¿Y dónde está?

—No sé, ni me interesa. Además, sólo podías hacerme una pregunta.

El juego siguió, a pesar de que la última respuesta de Vanesa nos había dejado a todos pensativos. Pedro y Quique se miraban, como si estuviesen transmitiéndose sus pensamientos, dejándome completamente de lado.

Cuando le tocó tirar las cartas a Quique, el comodín cayó de nuevo en Vanesa.

La tensión aumentó aún más. Vanesa tardó, creo que a propósito, en responder.

—Consecuencia —dijo, y luego, como suplicando, agregó—: Por favor no seas malo.

Era obvio que no le importaba la prenda que Quique le iba a imponer. Sino, simplemente hubiese elegido Verdad, y asunto terminado.

Supongo que Quique también lo entendió así, porque dijo:

—Tenés que hacer la misma prenda que le hiciste hacer a Pedro. —Y por si no se había entendido agregó—: quítate la ropa y desfilá para nosotros.

Pensé en decir que no tenía por qué hacer eso, pero era obvio que la cosa estaba yendo hacia donde ella quería que vaya. Lo que no me quedaba claro era si sólo pretendía seguir con ese juego morboso, o si se animaría a ir más allá.

Quique no había agregado el detalle de que podría quedarse con la ropa interior puesta, lo que me hizo sentir mucha expectativa de lo que haría ella.

Vanesa se puso de pie, y se alejó unos pasos, quedando casi pegada a la pared. Se quitó la blusa, sin mirarnos. No lo hacía de manera sensual, sino, como si fuese un simple trámite. Quedamos boquiabiertos viendo el hermoso corpiño de encaje blanco. Sus tetas no eran muy grandes, pero sí muy firmes. Su piel blanca. Los tres quedamos idiotizados, mirándola. Luego se desabrochó el cinto, y acto seguido, hizo lo mismo con el botón de su pantalón. Bajó el cierre. Cerró sus manos en el pasacinto, y se bajó el pantalón, con cierta dificultad, ya que estaba muy ajustado. Luego, ayudándose con los talones, se deshizo de la prenda, dejándola en el piso.

Nos miró, y esta vez no se la veía divertida. Había cierta tristeza en su semblante.

Caminó, despacio, hasta el final del comedor, meneando las caderas. Llevaba una tanga que hacía juego con el corpiño. La diminuta tela de su parte trasera, estaba perdida entre sus voluptuosas nalgas, dando la sensación de que estaba completamente desnuda. Al volver, vi la pequeña tela que cubría la parte delantera. Ningún vello sobresalía de ella, a pesar de que era un triángulo muy pequeño. Se notaba que se había depilado.

—¿Contentos? —preguntó, vistiéndose de nuevo.— La próxima vez me vengaré, no lo duden.

La cosa se había puesto muy bizarra, pero supongo que todos pensábamos que ya que habíamos llegado a ese punto, no tenía sentido dar marcha atrás.

Vanesa tiró las cartas, y me tocó el comodín a mí.

—¿Te gustaría cogerme? —me preguntó, después de que elegí verdad, como siempre. Había temido que se aferre a la regla que decía que después de elegir dos veces verdad, estaba obligado a una prenda, pero supongo que le daba mucho morbo hacerme esa pregunta, y por eso lo omitió.

—Claro —contesté. No tenía sentido mentir.

—Desde ya les aviso que ninguno de los tres va a meter su pija adentro mío. Aunque me lo pongan como prenda, no lo voy a hacer. Y recuerden, ¡no es no!

No pude evitar decepcionarme. ¿Qué sentido tenía ese juego si no íbamos a cogernos a Vanesa? Ya de por sí era una vil traición lo que estábamos haciendo, y para colmo, no íbamos a sacar ningún provecho de eso.

Pero a pesar de esa mala noticia, seguimos jugando. Pedro y Quique no parecieron haber oído el comentario de Vanesa, o quizá no les importaba. Las botellas de cerveza se seguían vaciando. Tuve que ir al baño varias veces para mear. Como siempre, todo lo que ocurría cuando no tiraba las cartas Vanesa, o cuando no le tocaba el comodín, no era más que un mero relleno, que servía para aumentar la tensión en el ambiente.

Cuando ella agarraba el mazo, sentía cómo las gotitas de transpiración se deslizaban por mi espalda.

Vanesa tiró las cartas, y el comodín cayó en Pedro.

—Consecuencia —dijo él.

—Tenés que llamar a tu esposa y hablar con ella durante tres minutos. —dijo Vane.

Pedro la miró decepcionado. Quique y yo nos miramos confundidos. Pero Vanesa parecía más divertida que nunca.

Pedro agarró el celular.

—Que alguien controle el tiempo —dijo Vanesa, poniéndose de píe mientras Pedro llamaba a su mujer.

—Hola amor ¿Todo bien? —dijo Pedro. Se escuchó que su esposa le respondía algo.

Vanesa fue hasta donde estaba sentado. Se sentó en su regazo.

—Sí, no, no, sólo quería saber si los nenes están durmiendo. —dijo Pedro. Vanesa hacía movimientos con sus caderas. Las nalgas se frotaban con el miembro de Pedro, el cual, supongo, ya estaba completamente al palo.— Es que no quiero que se queden hasta la madrugada jugando a la Play, como hacen siempre. —dijo Pedro, medio balbuceando. Yo, que estaba sentado a su lado, pude ver cómo extendía su mano y empezaba a acariciar los pechos de Vanesa. Sus dedos se metieron fácilmente debajo de la blusa, ya que tenía varios botones desabrochados, y ahí comenzó a manosearlas con desenfreno.— Sí, mi amor, estamos con los muchachos en lo de Martín —dijo pedro, casi gimiendo.— Seguro vuelvo a eso de las cuatro, chau mi amor.

Apenas colgó, Vanesa se bajó de su regazo. Pero Pedro la detuvo, agarrándola de la cintura.

—No me vas a dejar así. —le recriminó, señalando con sus ojos la enorme erección que tenía.

Ella se soltó con violencia.

—Si quieren acabar van a tener que usar la imaginación.

—Tranquilo boludo, si te dice que no, no insistas. —le exigí a mi amigo. Si yo no estuviese entre ellos, probablemente se estaría tirando encima de Vanesa, arrancándole la ropa por la fuerza. Era cierto que ella nos estaba provocando, de hecho yo ya tenía la pija como mástil, pero algo me decía que era mejor tener paciencia.

Me tocó el turno a mí. Hice trampa, y coloqué el comodín de manera que estaba seguro que le tocaría a ella. Creo que todos se dieron cuenta de la estratagema, pero nadie dijo nada. Ni siquiera ella.

—Consecuencia —dijo enseguida, y con un brillo en sus ojos agregó—Acordate de lo que les dije. Ninguno va a meter su pija adentro de mí. Por ninguno de mis orificios. Si intentan algo de eso, voy a gritar como una loca. Vamos a salir en el noticiero los cuatro: “Tres hombres intentan violar a la esposa du su amigo”.

—Quedate tranquila, que ya me quedaron claras tus reglas. —Vanesa me miró, con cierta complicidad, como si ambos entendiésemos algo que los otros todavía no alcanzaban a comprender—Tenés que pararte contra la pared de espaldas, con los brazos extendidos, apoyados sobre la pared y las piernas separadas.

—Como si estuviese arrestada, okey

—Y no te tenés que mover ni decir nada durante diez minutos.

Vanesa sonrió. Asintió con la cabeza, y se puso de pie. Apoyó las palmas de las manos en la pared. Separó las piernas. Estaba un poco inclinada. Su poderoso culo quedó ante nuestros ojos nuevamente. Me puse de pie. Los otros me imitaron enseguida. Nos acercamos a ella. Vanesa largó una risita nerviosa. Probablemente quería repetir que ninguno podía cogérsela. Pero debió callar debido a la prenda. De todas formas, yo le había prometido que iba a respetar esa imposición, y realmente no tenía intención de romperla.

Acerqué mi rostro a su cuello, y sentí su delicioso olor. Vanesa rió. Probablemente el aire que había largado de mi nariz le hizo cosquillas. Nuestros labios quedaron muy cerca. Le di un beso, pero ella lo esquivó.

—No dijiste nada de que no podíamos besarte. —Agregué.

Ella hizo un gesto que no alcancé a entender. Miró hacia la pared, sin hacerme el menor caso. Estaba quieta, y muda. Entonces recordé que si me besaba, no estaría cumpliendo con la prenda a rajatabla. Vanesa debía quedarse quieta como una estatua. Debía estar inmóvil durante diez minutos, sin hacer ni decir nada.

Entonces mi mano fue a su destino obvio. Primero rocé apenas sus nalgas. Deslicé el dedo por la costura que dividía los glúteos.

—No podés decir nada —le recordé—. No podés moverte.

Luego palpé, ya con más vehemencia, ese hermoso culo. Vanesa cumplía fielmente con su prenda. No emitía sonido, y no se movía un solo centímetro mientras yo la manoseaba. Los muchachos se sumaron, y entre los tres masajeamos su orto, alternándolos con sus pequeños y ricos pechos. En un momento le pellizqué una nalga, con violencia, esperando que emita algún quejido. Pero ella no hizo nada. Seguí pellizcándola. Era tan maciza, que apenas se arrugaba cuando mis dedos se cerraban en ella.

Quique se bajó el pantalón. Fue la primera vez que le veía la pija. Era igual que él, delgada pero cabezona. Pedro lo imitó, y luego frotó su tronco sobre la tremenda cola de Vanesa.

Yo hice lo propio. “Si quieren acabar, van a tener que usar la imaginación”, había dicho Vanesa. Y eso estaba haciendo yo. Y no había elegido esa prenda sólo para que podamos acabar. También le estaba haciendo un favor a ella. No era bueno calentar tanto a un hombre, y dejarlo con la leche adentro, como había hecho con Pedro. Ella lo había dicho en broma, pero estar a solas con tres hombres bastante tomados, e histeriquear de esa manera, podía ser peligroso. Yo mismo estaba dudando de si podría seguir aguantando sin agarrarla de prepo y cogérmela ahí nomás, sobre la mesa.

De repente, los tres nos estábamos masturbando a apenas unos centímetros de ella. Cada tanto le dábamos fuertes nalgadas. Pero ya no la acariciábamos, porque en cualquier momento alguno iba a acabar, y sería muy desagradable que el semen vaya a parar a las manos de un amigo.

El primero en llegar a su límite fue Pedro. Era obvio, ya que había quedado demasiado caliente después de que Vanesa frotara su culo en él.

Los chorros de semen salieron disparados hacia el pantalón. Los otros dos lo imitamos. Queríamos ver ese culo bañado con nuestra leche.

Cuando sentí que el orgasmo era inminente, empecé a pajearme frenéticamente. Tres chorros abundantes salieron disparados hasta chocar con la tela azul. Quique acabó al ratito. Varios hilos de semen de deslizaban por las voluptuosas nalgas de Vanesa, dejando a su paso, en las partes donde la tela quedaba mojada, un color azul más intenso que el original.

—Bueno, me imagino que ya pasaron los diez minutos —dijo Vanesa, saliendo de su postura estática.— Miren cómo me dejaron el pantalón. Un enchastre.

—Si hubiésemos acabado en el piso o la pared también sería un enchastre —retrucó Quique.

—¿Por qué no te quedás en tanga y listo? —Propuso Pedro.

—Ustedes lo hombres siempre piensan en su comodidad cuando están calientes ¿no? Me voy a cambiar, ya vengo.

A los cinco minutos volvió con una pollera negra, bastante corta.

—Bueno, vamos a jugar una ronda más y ya vamos a terminar con este juego —sentenció Vanesa—. Igual, ya logré mi objetivo.

—¿Y cuál era tu objetivo? —pregunté.

—Vengarme de Martín. —contestó.

La respuesta no me sorprendió. Sin embargo, pensar en eso me generó cierto malestar.

—¿Pensás decirle a Martín lo que pasó hoy? —pregunté.

—No lo sé.

—Esta mina está loca. —dijo Pedro, con rabia en los ojos.

—Ustedes no son quiénes para juzgarme. Ninguno dudó en aprovecharse de mí, sabiendo que estaba en un momento atípico. Ninguno intentó terminar con esto cuando empezó a ponerse picante. —Vanesa hablaba con la voz temblorosa, llena de indignación—. Sólo amagaron a hacerlo —agregó, mirándome a mí—. Pero no me extraña. Los hombres son así, como animalitos. Si se les presenta la oportunidad de sacarse la calentura, se olvidan de sus esposas, de sus amigos, de todo. —Se sentó de nuevo en la mesa, y esbozó una sonrisa, tratando de dominar su excitación—. Con mis amigas a veces conversamos sobre estas cosas, y algunas creen que los hombres, por más cerdos que sean, nunca se cogerían a la mujer de un amigo. Pero yo siempre tuve mis dudas. Y acá tengo la prueba. De los tres, ninguno se negó a mis insinuaciones. Vaya amigos que tiene Martín… Aunque supongo que son los amigos que se merece.

—Vane, quizá sea mejor que nos vayamos ¿Cierto chicos? —Dije yo, con cierta culpa y vergüenza. Los dos agacharon la cabeza, y no dijeron nada. Vanesa rio con ironía.

—No te gastes Basualdo. Ellos no se van a ir. Les prometí una ronda más y no van a desaprovechar la oportunidad.

—Y no… ya que estamos acá, terminemos lo que empezamos —dijo Pedro, levantando la cabeza— Igual la macana ya nos la mandamos. —Agregó.

Vanesa mezcló las cartas.

—No pienses que si cruzás esa puerta vas a ser una buena persona Basualdo —dijo— Sos igual que tus amigos, sólo que más cobarde.

No dije nada. Tampoco me marché. Vanesa tiró las cartas. El comodín le tocó a Quique.

—Consecuencia —dijo, quizás esperando que le toque una prenda hot como a Pedro.

—Tenés que llevar lo que quedó de la picada a la cocina.

Desganado, lo hizo. Luego Vanesa le entregó el mazo. Él hizo lo mismo que había hecho yo. Acomodó el comodín en el tercer lugar. Repartió las cartas, y en seguida la carta apareció frente a ella.

—¿Verdad o consecuencia? —dijo Quique. Sus ojos profundos irradiaban lujuria.

—Verdad. —Contestó Vanesa. Todos nos sentimos decepcionados— Estaba bromeando —agregó enseguida—, elijo consecuencia, obvio. Yo me hago cargo de las consecuencias que generan mis decisiones. Siempre.

Quique lo pensó un buen rato. En su enorme cabeza estaba elucubrando alguna manera de saciar alguna perversa fantasía con la única condición de que nuestros sexos no podrían entrar a ninguna de sus cavidades.

Se levantó, corrió la silla en donde estaba sentado, a un lado. Después me pidió la mía, y lo mismo con la de Pedro. Las tres sillas quedaron formando un triángulo, a unos pasos de la mesa.

—Mirá que tiene que ser algo concreto, como lo que hizo Basualdo —Advirtió ella.

Me pareció lógico. La orden debía ser clara y concisa, al estilo de lo que había hecho yo. “quedate parada de tal manera durante tantos minutos”. Esa era una prenda. No podía aprovechar eso para obligarla a hacer un montón de cosas diferentes.

—Nos tenés que masturbar hasta que acabemos —dijo Quique.

Me pregunté si aceptaría esa prenda. Masturbarnos a los tres podría ser tomado como una prenda, o como diferentes prendas, dependiendo cómo se lo mire.

Vanesa se paró y caminó hasta ponerse en el centro de las tres sillas.

—¿Qué esperan? —dijo.

Nos sentamos alrededor de ella. Quique se bajó el pantalón y la ropa interior al mismo tiempo. Apoyó su culo desnudo sobre la silla. Pedro y yo lo imitamos.

A pesar de que habíamos acabado hacía poco, las tres vergas no estaban del todo fláccidas. Todas empezaban a hincharse. Yo sentía cómo la sangre corría a través de mis venas y veía cómo mi miembro hacía movimientos espasmódicos, mientras, de a poco, se iba agrandando.

Vanesa agarró con su mano de dedos delgados y uñas largas, el tronco de Quique. Pedro había quedado detrás de ella, y no podía ver la escena, por lo que movió la silla, acercándose a mí.

—Esta piba es un infierno. —me susurró.

—Sí —atiné a decir.

Se notaba que la verga de Quique estaba toda pegoteada. Vanesa la masajeaba, pero era evidente que no podía hacerlo bien. Sus dedos se movían torpemente sobre esa piel viscosa. Entonces hizo algo que me sorprendió: escupió sobre la pija. Quique abrió bien grande los ojos y nos miró. La saliva había caído sobre el glande, y ahora se deslizaba lentamente por el tronco. Luego Vanesa escupió de nuevo, y de nuevo.

Ahora el sexo de Quique estaba lubricado. Las manos de Vanesa se resbalaban fácilmente sobre la pija de mi amigo. Usaba una sola porque Quique no la tenía tan grande. La verga delgada parecía ser estrangulada con violencia. Vanesa la miraba, con gesto apático, como si estuviese haciendo algo que no tenía la menor importancia. Cuando Quique acabó, un chorro de semen salpicó en su cara. Entonces dejó de masturbar, y el resto del semen salió con mucho menos intensidad. Se deslizó por el glande y llegó a los dedos de Vanesa, quien todavía sostenía la verga.

Se limpió la mano en la pollera, y la cara con el puño de la blusa. Luego fue en busca de la pija de Pedro.

Este tenía la verga pequeña pero gruesa. Su pubis estaba repleto de un abundante vello negro, los cuales algunos se habían adherido al sexo, debido a que también lo tenía todo pegoteado. Vanesa apartó los pelos que molestaban, con paciencia. Repitió el hermoso acto de escupir sobre la pija. Tal vez por su edad, el instrumento de Pedro tardó unos minutos en ponerse completamente duro. Durante ese rato, fue un espectáculo patético ver cómo Vanesa frotaba esa pija semifláccida. En un momento me pareció que sonreía, divertida, viendo cómo al veterano le costaba despertar a su monstruo. Pero de a poco se fue endureciendo, hasta quedar completamente erecto.

Quique estiró la mano, pensando que era buena idea manosearle el culo por debajo de la pollera, mientras masturbaba a pedro. Pero apenas pudo disfrutar por unos segundos.

—¡Eso no vale! —gritó Vanesa, sin dejar de pajear a Pedro. Por suerte Quique lo entendió, y se apartó enseguida. No me quería ver obligado a apartarlo por la fuerza del culo de Vanesa. La chica había establecido un juego y cumplía al pie de la letra con la prenda, aun sabiendo que le habíamos hecho trampa. No costaba nada seguirle la corriente.

Pedro empezó a gemir como cerdo, si es que los cerdos gimen. De la boca salía un hilo de baba que fue a parar al brazo de Vanesa. La humilde pija escupió sobre la cara de ella. Vanesa dejó de pajearlo, pero él agarró su propio sexo y comenzó a sacudirlo, por lo que los otros dos chorros también salieron con fuerza hacia la cara de Vanesa.

—Qué imbécil —dijo ella, limpiándose nuevamente.

Yo la esperaba con la pija totalmente al palo. En el comedor había un intenso olor a semen que me daba mucho morbo. Vanesa se puso en cuclillas delante de mí. Rodeó mi verga con sus dedos cálidos. Escupió sobre ella varias veces, y empezó a masajearla con vehemencia. Me gustaba mucho su carita linda, y sobre todo me gustaba verla tan cerca de mi verga. La acaricié con ternura. Vanesa hizo contacto visual conmigo, sin dejar de masturbarme, y eso me volvió loco. Acaricié su cabeza, temiendo que le moleste. Pero no dijo nada. En un momento su boquita se abrió, y yo fantaseé con que se metería la pija ahí adentro. Pero no lo hizo. “ninguna pija va a entrar en mis orificios”, había dicho. No entendía el sentido de esa regla que nos había impuesto. ¿Se sentía menos infiel por no dejarse penetrar? Si Martín se enteraba de lo que estábamos haciendo, se volvería loco. No es un tipo violento, pero cualquier persona tendría ganas de salir a matar, si le hacían algo como eso. Pero qué le iba a hacer. Ya estaba metido hasta las narices en eso juego perverso, y si me hubiese rehusado, los muchachos, de todas formas, habrían aprovechado.

Vanesa pajeaba con furia mi pija. Parecía dispuesta a exprimirle hasta la última gota de leche. Sin embargo, en ningún momento me lastimó al apretarlo en demasía. Se comportaba como una experta masturbadora.

—Estoy a punto de venirme —le avisé, sabiendo que no quería que eyacule sobre ella.

Entonces aminoró el ritmo. El semen se expulsó dando un salto corto que fue a parar al piso, y otro tanto a su mano.

Se puso de pie. Quedó en medio de nosotros, parada de manera sensual, aunque supongo que no lo hacía con esas intenciones. Para ella era una postura normal, con la pierna derecha flexionada, sacando cola. Su pelo estaba algo desprolijo, y el puño de su camisa tenía algunas manchas de humedad debido al semen que se había limpiado con ella. Pero apenas se notaba. Si alguien la viera en ese momento, difícilmente pensaría que acababa de pajear a los tres amigos de su marido.

Pedro fue a buscar las cartas. No se molestó en mezclarlas, era obvio que había puesto el comodín en un lugar conveniente. Por supuesto, la carta cayó a los pies de Vanesa.

—Consecuencia —dijo.

Pedro disfrutó del silencio por unos segundos, generando expectativa en los demás.

—Sólo tenés que quedarte paradita así como estas, durante media hora.

Vanesa no dijo nada. Pedro acercó su silla hasta quedar muy cerca de ella.

—Vengan muchachos, vamos a disfrutar del cuerpo de esta trolita.

—No me insultes o te hecho a patadas de acá.

—Bueno, tranquila, no te enojes —dijo Pedro. Extendió su mano y la apoyó en las piernas de ella. Enseguida empezó a moverla arriba abajo. La mano se perdía dentro de la pollera y volvía a aparecer a la vista de todos, una y otra vez.

Quique y yo nos acercamos. Yo quedé detrás de ella, así que tenía las nalgas en mis narices. Las palpé, por encima de la tala, y después metí la mano por debajo de la pollera. La piel tersa y dura se sentía fresca. Era delicioso acariciarla. Hacía años que no tocaba un culo como ese. Quique también metió mano ahí. Vanesa era linda por donde se la mire, pero su culo era cosa de otra galaxia. Probablemente ninguno de nosotros volvería a tocar algo tan perfecto como el orto de la mujer de Martín.

Estando ahí, magreando a Vanesa, mientras mis manos hacían contacto involuntario con las manos de Quique, que estaba tan hambrienta como la mía, me di cuenta de que siempre deseé a Vanesa. Y de hecho, era imposible no hacerlo. Había logrado reprimir mis sentimientos de tal manera, que me había convencido de que para mí, al igual que todas las mujeres de mis amigos, Vanesa era de madera.

Pero ella no era como ninguna mujer, y no existía hombre que no cayese en sus encantos.

Quique tironeó de la tanga, y se la bajó hasta los tobillos. Yo metí la cabeza debajo de la pollera. Su imponente culo quedó a milímetros de mis labios. Lo besé, y luego lo lamí con locura.

—Dejame espacio, forro. —Exigió Quique.

Me corrí un poco. Ahora teníamos un glúteo para cada uno. Empezamos a devorarlo a chupadas y mordiscones. En un momento miré entre medio de las piernas, a ver qué hacía Pedro del otro lado. Y entonces vi cómo sus dedos se enterraban en el sexo de Vanesa.

No la estaba penetrando con su sexo, así que no incumplía con las exigencias de ella. Quique, por su parte, metió su dedo índice entre las nalgas de Vanesa. Jugueteó un rato con el anillo de cuero, y finalmente, lo hundió unos milímetros. Vanesa se retorció y largó un gemido involuntario.

Me puse de pie, para ver la escena, a la vez que me masturbaba. Vanesa tenía los ojos cerrados. Estaba en la posición que debía estar. Parada, quieta, con una pierna flexionada, sacando cola. Sólo se movía un poco cuando mis compañeros hurgaban con tal vehemencia, que la obligaban a hacerlo.

Quique le sacó la pollera, y Pedro desabrochó su blusa e intentó despojarla de ella. Pero Vanesa no cambiaba de postura, fiel a la prenda, por lo que no podía sacársela por completo. El bestia de Pedro optó por hacerla hilachas. Vanesa seguía con su mirada apática. Luego la despojó del corpiño, dejándola en tetas.

Ahora la única prenda que tenía era la tanga, la cual estaba en sus tobillos. Pedro enterró su cara entre las nalgas de Vanesa, intercambiando de lugar con el otro. Yo me moví unos pasos para poder ver mejor esa escena, y pude observar cómo Pedro enterraba su lengua, cual si fuera un objeto fálico, en el orto de Vanesa.

Quique, por envidia quizás, se arrodillo y empezó a comerle la concha. Hacía un ruido que en otro momento podría parecer desagradable, cuando su lengua babosa se frotaba con el clítoris de ella.

Ahí fue cuando Vanesa abrió los ojos, ya sin poder reaccionar a los estímulos que recibía.

Me miró mientras los otros dos se la comían cruda de la cintura para abajo. Era una imagen digna de una película pornográfica. Parecían dos ogros devorando a una preciosa ninfa. Dos hombres avejentados: uno con una barriga cervecera, cara delgada, ojos hundidos y cabeza enorme; el otro, con profundas arrugas en su cara, con su pansa llena de pelo, como si fuese una bestia, y su rostro colorado; ambos comiéndose las partes más íntimas de esa chica de piel tersa y rostro hermoso y melancólico.

Quizás ahora sienta un poco de pena al recordar la imagen, pero en ese momento estaba demasiado caliente como para reparar en el hecho de que mis amigos la estaban usando, como si no fuese más que un producto para consumir hasta satisfacer sus necesidades.

Abandoné mi rol de espectador y me sumé al festín. Pedro me dejó espacio y yo volví a degustar ese orto que tanto nos enloquecía. Aun cuando su ano estaba lleno de la saliva de mi amigo, se sintió delicioso frotar mi lengua en él. No recuerdo haber saboreado algo tan rico como el orto de Vanesa.

Luego empezamos a enterrar nuestros dedos en sus orificios. Yo me paré y le di un beso en el cuello. Pedro enterraba otra vez su dedo en el culo.

—Mirá Basualdito, acá hay espacio —dijo, mostrándome que el ano se había dilatado tanto, que su dedo entraba con demasiada facilidad.

Me arrodille, y metí mi dedo, junto con el de Pedro. Ambos los enterramos al unísono. Vanesa gimió.

—Sientan ese olor a conchita —dijo Quique, interrumpiendo las insistentes lamidas en el clítoris mientras le enterraba dos dedos en el sexo.

Yo arrimé mi nariz y pude sentir el inconfundible olor de los fluidos femeninos.

Vanesa no podía evitar que su cuerpo reaccione a tantos estímulos. Cada vez que nuestros dedos entraban hasta el fondo, largaba un grito y su cuerpo se sacudía. Ya había perdido la postura que debía mantener, pero a nadie le molestó.

—Muchachos, sólo faltan tres minutos. —Advirtió Pedro, al darse cuenta de que el tiempo llegaba a su fin. Si Vanesa se avivaba, nos iba a dejar con la leche adentro.

Formamos nuevamente un triángulo alrededor de ella. Empezamos a masturbarnos con frenesí. La piel de Vanesa, en sus nalgas, sus muslos y sus tetas, estaba roja y llena de saliva. Se cruzó de brazos y agachó la cabeza, esperando que nosotros acabemos.

De todas direcciones saltaron los chorros de semen que fueron a impactarse en sus caderas, nalgas y ombligo. El líquido viscoso se deslizaba por sus carnes.

Agarró su pollera y se limpió con ella. Luego se inclinó para agarrar el comodín que había quedado en el piso, y nos los mostró.

—Terminemos con esto —dijo, mirándome— Elijo consecuencia. Y el juego se termina.

Ya habiendo acabado, observando a Vanesa, no sentía la menor excitación. Pero estaba seguro de que en cuestión de minutos podía estar al palo de nuevo. Además, se me había ocurrido una buena idea.

—Te tenés que bañar con nosotros —dije.

—Qué buena idea Basualdito —comentó Pedro—. Nos sacamos la calentura otra vez y volvemos limpitos a casa.

Vanesa no dijo nada. Caminó hasta el baño. Nosotros nos desnudamos por completo y la seguimos. Abrió el agua de la ducha. Pedro fue el primero en meterse. Se puso detrás de ella. Quique se colocó adelante, y agarró el jabón. Yo me hice lugar a un costadito. Mi sexo blando quedó pegado a las caderas de Vanesa.

Apenas entrábamos todos en la bañera. Un movimiento en falso, y esa escena hot podía convertirse en algo tragicómico.

—Pasame el jaboncito Quique —dijo Pedro—. Le voy a enjabonar la cola.

Quique se lo entregó. Pedro empezó a frotar el jabón entre medio de sus nalgas, como si quisiera cogerla con él. Sin que nadie se lo pida, Vanesa agarró mi sexo y el de Quique, y empezó a pajear.

—Enjabonales la pija bebé —Le dijo Pedro, entregándole el jabón ahora a ella. Y mientras él hurgaba en su culo, ahora con inusitada facilidad, Vanesa frotó el jabón entre sus manos, y una vez que se llenaron de espuma, volvió a masajear las pijas. Ahora su mano se movía con impresionante soltura mientras nos pajeaba. Ambas vergas empezaban a empinarse otra vez.

—¿Querés lavarte el pelo? —le pregunté. Ella sonrió con ironía, así que no hice nada.

Nos lavamos con agua y jabón, uno a la vez, para quitarnos el olor a sexo de nuestros cuerpos. Mientras Vanesa nos masturbaba, y la leche iba a parar a la rejilla del desagüe. Después, dejábamos caer el chorro de agua sobre nuestros sexos, para que, ahora sí, ya no quedaran pruebas de nuestro crimen.

Nos secamos, y nos vestimos. Vanesa fue al cuarto que solía compartir con Martín.

—¿Dirá algo esta puta? —preguntó Quique, preocupado.

—Hubieses pensado en eso antes de hacer que nos pajeara a todos —dije.

—Bueno, che, si ella empezó el jueguito. —Lo defendió Pedro—. Además tiene razón, si dice algo nos arruina la vida a todos.

—Bueno, vayan que yo voy a hablar un rato con ella.

—Dale Basualdito, convencela de que no abra la boca.

Se fueron a sus casas, a dormir con sus esposas. Yo fui hasta el cuarto, golpeé la puerta y entré.

Vanesa solo llevaba una toalla que envolvía su cuerpo. Estaba boca abajo, y tenía el celular en la mano. Giró su cabeza y me miró. Luego, mantuvo presionada la pantalla del celular y comenzó a hablar. Estaba mandando un mensaje de audio.

—Martín, quiero que sepas que aunque hice lo que te prometí, no puedo perdonarte —dijo. Yo me mantuve en silencio. Pero no me retiré. Lo que estaba diciendo Vanesa, en parte, me incumbía— Pensé que al traicionarte igual a como lo hiciste vos, iba a poder perdonarte, y dejar las cosas atrás. Como si estuviésemos a mano —continuó diciendo—. Aunque supongo que en el fondo sólo lo hice para herirte. Pero la única lastimada fui yo. Me siento como una cosa. No soy como vos, no puedo coger con cualquiera.

Vanesa retiró el dedo de la pantalla del celular. El mensaje se envió.

—Entonces Martín te cagó con una amiga tuya, por eso toda esta locura —comenté.

—Con mi hermana… se cogió a mi hermana.

—Qué hijo de puta —dije.

—No te vengas a hacer el buenito, todos los hombres son iguales.

—¿Y por qué la regla de no poder cogerte? —Pregunté.

—Para demostrarles los animales que son. Si vos no estabas, los otros dos me iban a terminar cogiendo por la fuerza, con la excusa de que yo los había calentado. —No pude contradecir sus palabras—. No te confundas, vos sos igual. No… Vos sos peor, porque sos hipócrita.

—Supongo que tenés razón —dije.

Hacía años que no había acabado cuatro veces seguidas en una misma noche. A mis cuarenta años ya no tengo la vitalidad de cuando era más pendejo. Pero parecía que la juventud de Vanesa, me habían dotado de unas energías sexuales asombrosas. Ver su cuerpo húmedo, tirado en la cama, totalmente indefensa, me estaba excitando.

Me senté en el borde de la cama. Apoyé mi mano en su muslo.

—Quiero que me permitas penetrarte —dije.

—No —dijo. Yo besé sus piernas.

—Por favor, permitímelo —supliqué.

—No —repitió ella.

Mis manos se metieron debajo de la toalla. Las nalgas húmedas despertaron mis demonios.

—Te voy a coger. Pero necesito que me lo permitas.

Vanesa separó las piernas.

—Si lo querés hacer, hacete cargo. Yo fui muy clara. —dijo.

Me desabroché el pantalón. Besé su trasero.

—Pedime que te coja.

—No —repitió ella.

Liberé mi verga. Su sexo estaba a unos cuantos centímetros. La agarré del pelo y lo estiré con violencia.

—Vos querés que te coja. Eso querés —dije.

Ella no pronunció palabra.

—¡La puta madre! ¡Sos una demente! —grité, exasperado.

Me bajé de la cama. Me abroché el pantalón.

—Quiero que sepas que si contás lo que hicimos, vas a arruinar muchas vidas. No voy a presionarte, sólo quiero que pienses en eso. Nuestras mujeres y nuestros hijos no tienen nada que ver con esto.

—Deberías haber pensado en eso antes de hacer todo lo que hiciste ¿No? —dijo ella, haciéndose eco de lo que yo mismo había dicho hacía unos minutos.

—Tenés razón —dije.

—Le dije a Martín que lo iba a cagar de una manera tan vil como él lo había hecho —dijo Vanesa— Él me dijo que con tal de que lo perdone iba a aguantar cualquier cosa. Pero estoy segura de que no se imaginaba que iba a estar con sus tres mejores amigos. No le da la cabeza para tanto.

—Esto es una locura —dije— Me voy a mi casa ¿Vas a estar bien?

—Sí, claro —dijo ella.

La dejé sola, con sus locuras. Volví a casa. Me saqué la ropa antes de meterme en la pieza, y la puse en el lavarropas. Al otro día le diría a Beti que me ensucié con cerveza. Ella, probablemente intuiría algo, porque en muy bicha. Pero ni en sueños se imaginaría lo que sucedió.

Durante varios días estuve con el corazón en la boca. Esperando recibir la visita de un Martín enloquecido por la ira, o que la propia Beti se entere de lo que había pasado.

Pero hasta el momento, Vanesa no había hablado.

Con Quique y Pedro hablamos muy seriamente al respecto. Juramos no decir absolutamente nada a nadie. El menor filtro podría culminar con todo el barrio sabiendo lo que había sucedido.

Sin embargo, todo resultaba ser muy endeble. Quique le dijo a Martín que esa vez que él no estaba en su casa, nos fuimos al bar del club, como siempre. Pero era cuestión de que Martín hable, al pasar, con don Alvarado, para que este recuerde que esa noche no estuvimos ahí. Además, algunos vecinos nos vieron entrar a la casa. Creo que nadie nos vio salir a la madrugada. El plan era decir que nos fuimos al rato. Pero como digo, todo muy endeble. Un castillo de naipes que podía derrumbarse con el menor movimiento imprevisto. Además, no teníamos idea de si Vanesa respaldaría nuestra versión.

Martín estaba deprimido. Andaba tan ensimismado, que no se daba cuenta de lo mal que mentían los boludos de Quique y Pedro cuando estaban con él.

A mí no me daba lástima, porque sabía que él también se había mandado terrible macana cogiéndose a la hermana de Vanesa.

Y ella no aparecía. No le contestaba los mensajes. Se había llevado todas sus cosas esa misma mañana, y no había vuelto a aparecer.

De eso ya pasó un mes. Quique y pedro me preguntan, cada tanto, si sé algo de “la loquita”. Yo le contesto con la verdad: que no tengo idea de qué fue de su vida. Me pregunto por qué estarán a la expectativa de ella. No creo que sea sólo por miedo a que cuente lo sucedido. Seguramente fantasean con volver a jugar a verdad consecuencia con Vanesa.

Un juego de niños, llevado a los límites más inverosímiles.

Sin embargo, ayer me escribió. “Basualdo, mañana es mi cumple, me gustaría que vengas a saludarme” puso. Me dejó una dirección. Era el sábado, justo el día que me tenía que juntar con los muchachos. Mejor aún. Les pediría que me hagan la gamba. Que si mi mujer preguntaba, yo estaba ahí con ellos.

No veo la hora de volver a verla. Me pregunto con qué juego saldrá ahora.

Fin

(9,41)