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Diario de una chica trans: ¿Cómo es mi orgasmo?

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¿Cómo es el sexo para una chica trans?

Es una pregunta difícil de responder, porque cada cuerpo es diferente y cada persona siente de una manera distinta a las demás. Por eso, creo que lo mejor es que te cuente cómo es el sexo para mí, y cómo he ido descubriendo por a poco a disfrutar de un cuerpo que cada vez siento más mío.

MIS TORPES INICIOS

Lo primero que debo confesarte es que mis inicios sexuales fueron bastante torpes, imagino que como los de todo el mundo, aunque el caso de ser una chica trans hace que todo resulte un poco más complejo. Por ponerte un ejemplo, si la adolescencia es una etapa en la que muchas personas se sienten inseguras sin razón alguna, imagínate cómo era añadirle a eso el estar en pleno proceso de transición, temer las burlas, la incomprensión y el rechazo.

Es por ello que al principio encontré cierto refugio en las redes sociales y los chats, donde podía controlar qué contaba sobre mí y qué mostraba a los demás. A través de una cámara de poca calidad, mis noches se llenaron primero de conversaciones subidas de tono, desnudos parciales e intensas sesiones de masturbación. Para que te imagines mi baja autoestima, baste decir que aunque quienes estaban al otro lado de la cámara sabían que yo era una chica trans, jamás les mostré mi sexo, y a la hora de acariciarme siempre me ocultaba por las sábanas de la cama. A lo sumo, si había confianza, sacaba mi mano manchada con mis propios jugos, y me dedicaba a limpiarla con pequeños lengüetazos hasta que quien me miraba estallaba en una intensa eyaculación (método infalible de acelerar el que acabaran, por cierto).

LOS PRIMEROS PLACERES

A medida que mi transición fue avanzando, y a medida que yo misma me iba volviendo más segura de quién era, me fui acostumbrando a relacionarme fuera de la ficción de Internet. Pese a todo, aún sentía cierto miedo de mostrar mi cuerpo tal y como era, por lo que en mis primeros contactos físicos me volcaba en complacer a la otra persona, muchas veces sin ni siquiera molestarme en desvestirme.

Me da incluso algo de vergüenza contártelo, pero tuve un novio que nunca llegó a verme desnuda. Cuando estábamos a solas, yo siempre tomaba la iniciativa y no le dejaba reaccionar, me lanzaba hacia su entrepierna, sacaba su pene y, como si de un juego se tratara, procuraba hacer que aquel juego durase el máximo tiempo posible. Al principio siempre iba muy despacio, dándole pequeños besos o usando mis uñas para arañarle (suavito, ojo), pero cuando intentaba tocar mi sexo, mi boca se movía con un espectacular frenesí que incluso a mí me sorprende, y le hacía retorcerse de puro placer, de tal modo que enseguida olvidaba sus intentos de acariciar mi intimidad. Aquel baile dulzón de suaves besos a los que seguían los fogosos movimientos de mi lengua y mis labios se iba sucediendo a lo largo de la tarde, hasta que el pobre chico ya no podía más y me suplicaba que acabase con él, cosa que yo hacía encantada, tragándome su carga sin mayores problemas y sintiéndome la mujer más feliz del mundo por haberle provocado un rato tan grande de placer.

Tardé en darme cuenta de que no es el dar placer a otros lo que te hace más mujer, y al menos me alegra haber estado ese tiempo con un chico que fue dulce y cariñoso.

DESCUBRIENDO MI CUERPO

Estaba ya en la universidad cuando empecé a disfrutar de mi cuerpo de una manera que me resultó cautivadora. La culpa fue, si es que por disfrutar se le puede echar la culpa a alguien, de un compañero con el que sentí una gran conexión desde el primer momento, y con el que poco a poco fui ganando una complicidad que terminó, como no podía ser de otra manera, en la cama.

Yo ya había tenido algunas experiencias, aunque no demasiado memorables, por lo que le planteé una serie de normas que no se podían negocias:

Primero, yo era una mujer, por lo que mi sexo podía tocarse y mirarse, pero en modo alguno no iba a ser el centro de nuestro encuentro. Segundo, yo no iba a penetrarle (de hecho, con el tratamiento hormonal me resulta muy difícil tener una erección completa), y de hecho no tenía ningún interés en hacerlo. Tercero, si me iba a penetrar (y yo esperaba que sí, qué diablos, que ya me merecía una alegría después de tanto haberme dado a otros), más vale que fuera con cuidado y no se creyera que aquello era una película.

Creo que fui un poco borde al explicar todo aquello, pero él lo entendió y se adaptó perfectamente a lo que le pedía, que a fin de cuentas creo que no era tanto: simplemente que me tratase como la mujer que soy.

¿Te cuento cómo fue? Me da un poco de vergüenza que pienses que soy una tonta romántica, porque para nada soy una de esas chicas que se enamoran por el simple hecho de que les den un beso o un le enciendan unas velas… pero reconozco que aquello fue especial. Y lo fue porque hizo algo que yo no me esperaba, y era que me dedicase el mismo tiempo y esmero que yo tantas veces había tenido con otros chicos.

Obviamente, después de lo que habíamos hablado, los dos sabíamos que yo no había ido a su casa para jugar a la Play, pero la forma en que me recibió y me trató no mostraba diferencia a la de otras veces en las que habíamos quedado. Al entrar en su cuarto, se mostró cariñoso, pero sin ser baboso, y con un poco de música, unas caricias por aquí y un botón desabrochado por allá, acabé desnuda y sobre su cama, donde él dedicó un buen rato a darme un masaje. Un masaje que me volvió loca, para qué engañarnos, porque cuando sentía sus manos recorriendo mis pechos, bajando por mis caderas o apretando mis piernas (que son una de las partes de mi cuerpo que más me gustan, y por eso me encanta que me las toquen y acaricien), lo único en lo que podía pensar era en que quería tenerlo dentro de mí.

Para mi sorpresa, en un momento abrió mis nalgas, dejando al descubierto la abertura de mi cuerpo por el que yo tanto deseaba que él se escurriera, y bajando lentamente su boca hacia ella, comenzó a lamerla con un mimo y un cariño que me enterneció (y que provocó una de esas erecciones a medio lograr que de vez en cuando me asaltan). Al principio, su lengua tan solo tocaba con la punta, realizando una leve caricia que provocaba más cosquillas que placer, pero poco a poco fue empleando toda su lengua, dando lugar a una sensación de húmedo placer que fue recorriendo mis piernas. A veces, su lengua penetraba dentro de mí, avivando una sensación de deseo que no dejaba de crecer, aunque rápidamente retrocedía y volvía a dedicarme aquellas húmedas caricias que me iban lubricando.

Yo me hallaba en una nube, y no volví a la realidad hasta que noté que su índice, recubierto de lubricante, se introducía cuidadosamente dentro de mí, dejando mi interior tan empapado como la parte externa de mi trasero. Imagino que su intención había sido meramente lubricarme, pero yo estaba tan excitada que comencé a moverme sin esperar a que quisiera introducir otra cosa, agitándome hacia delante y hacia atrás, disfrutando de aquella parte de él que ya estaba en mi interior.

Al principio no hubo respuesta por su parte, supongo que porque le cogió por sorpresa mi ímpetu, pero tan pronto se repuso introdujo sin dificultad un segundo dedo, y comenzó a ejecutar una serie de lentos y agradables movimientos que rápidamente se sincronizaron con los míos. Una sensación potente crecía dentro de mí, y todo me importaba muy poco: tan solo deseaba seguir con aquella salvaje agitación hasta que explotara. Sin embargo, él me paró, se detuvo unos momentos a darme un beso y me mostró su sexo, potente y viril, preparado para continuar con nuestros cariños.

Nunca me ha gustado que me penetren desde atrás: me gusta ver el rostro del hombre que me hace suya, y al que yo hago mío, así que incorporé para ponerme en una postura más cómoda en la que pudiéramos observarnos mutuamente. Fue entonces cuando me di cuenta que mi sexo no había sido indiferente a todo lo que pasaba, y pese a su leve tamaño estaba cubierto de mis propios jugos, que había ido segregando lentamente. Al verlo, él me ofreció un pañuelo y no le quiso dar más importancia, seguramente por lo que le había comentado, aunque veía que miraba con sorpresa las gotas destiladas que iban cayendo por mi cuerpo.

Llenándome de un valor que no sabía que tenía, le dije: “¿Sabes?, si quieres, puedes limpiármelo tú…”. Y cuando fue a coger el pañuelo que me acababa de entregar, yo lo alejé de su mano y le dije: “…con tu boca”. Obediente, se agachó y durante unos momentos puso todo su afán a dejarme bien limpia, degustando cada gota de néctar que tocaba su boca.

Una vez hubo acabado de limpiarme, se introdujo dentro de mí con una mezcla de deseo y delicadeza, preocupándose por un lado de no hacerme daño mientras iba venciendo la escasa resistencia que mi cuerpo podía presentarle, pero deseando por otro introducirse en lo más profundo de mí. Notando su deseo, mis piernas le enredaron y le hicieron llegar a su destino, tras lo cual mis brazos se enrocaron alrededor de su cuello y mis dedos se hilaron con su cabello, manteniendo su cabeza a la altura necesaria para poder observarnos en todo momento.

Y aquí es donde llega lo mejor, al menos para mí: él sentía todo el placer alrededor de su sexo, y sin duda esa es una magnífica sensación. Sin embargo, cuando están dentro de ti, el placer se distribuye de otra manera: son olas de calor que te recorren, una sensación de que tu cuerpo ya no te pertenece y en cualquier momento va a levitar, hasta que se produce una explosión que no está relacionada con una eyaculación y que tampoco pasa de forma inmediata, sino que se prolonga durante unos interminables minutos, hasta que se desvanece para… ¡empezar a formarse de nuevo!

Por dos veces me inundó aquella increíble sensación, y cuando estaba decidida a ir a por la tercera, el pobre chico me abrazó con todas sus fuerzas y simplemente se derramó dentro de mí. No le dio tiempo a avisarme, aunque tampoco le habría dejado retirarse, pues pocas sensaciones hay más agradables que sentir los últimos estertores de un orgasmo mientras el esperma aún cálido escapa goteante de tu cuerpo.

Sin aire, totalmente cubiertos de sudor, me miró sin saber muy bien qué decir ni hacer. Yo le di la espalda y, sin más, le dije ofreciéndole mi trasero aún goteante: “¿No habíamos dicho que me ibas a limpiar?”.

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