Casi medio día y sin saber de él. Cada que veía abrir la puerta de la oficina, ilusionada elevaba mis ojos para observar, esperando por su llegada. Continuaba angustiada, revisando, acumulando papeles y folders, a uno y otro lado de mi escritorio. Pensaba en él y en su dolor. Por detrás del espaldar de mi silla y encima del archivador, reposaba un retrato de mis hijos junto a mi esposo, recordándome lo feliz que ellos me hacían, justo por delante de una solitaria y delicada maceta con una orquídea artificial. Recuerdo de un día de octubre, un obsequio por la fecha de nuestro aniversario. No, no de casados, sino de cuando yo lo busqué, corriendo una nublada tarde, por detrás de Rodrigo para darle alcance y declárale mi consentimiento, diciéndole que sí, que aceptaba ser su novia. Tenía en mis manos aquella carta llena de amor, y escrita en ella sus para nada ocultos sentimientos hacia mí, en letras mayúsculas. ¡No lo podía dejar escapar!
—¡Silvia! Mujer aterriza, el amor te tiene boba hoy. Mira, toma. Estos son los últimos soportes recibidos de las cuentas en Portugal, para adjuntarlos al informe final. —La voz que me traía de vuelta a la laboral realidad era la de Amanda, una mujer muy amable pero retraída hasta el extremo de sonrojarse por cualquier comentario que la tuviera a ella como protagonista. Bueno o malo, gracioso u ofensivo, daba igual.
Afortunadamente, mis compañeras y yo, diligentemente realizamos las labores pertinentes para organizar los documentos financieros requeridos para complementar los informes que mi jefe debería entregar en Lisboa y luego en Londres. También pudimos ordenar la carpeta con los ajustes faltantes para las oficinas principales en Nueva York. Pero… ¡Sí! siempre el atravesado inconveniente. La faltante firma de don Hugo en la última hoja, su visto bueno. Aquella rúbrica de elegantes y firmes trazos. Faltaba él y su ausencia para mí no pasaba desapercibida, al contrario de la alegría que respiraban el resto de mis compañeras de oficina, al no tenerlo a él por allí. Don Hugo era muy serio, reservado y muchas veces se olvidaba de brindarnos un saludo de buenos días o buenas tardes. De los cumpleaños de las empleadas ni hablar. Nunca los recordaba o simplemente para él, eran fechas sin importancia.
Y sin embargo yo lo echaba en falta, primero para aclarar lo sucedido entre los dos y sí, también para consolarle después de conocer la infidelidad de su esposa y entendiendo en parte su forma de actuar. Ni una llamada suya a la oficina, ningún mensaje tampoco en mi móvil. Y yo no me atrevía a llamarle. Sencillamente porque no sabía cómo hablarle, que decirle, y él sin saber que yo ya conocía el motivo de su tristeza. Esa certeza que fue aliviando mi corazón al transcurrir las horas de aquella mañana.
¿Un café? Sí y también un cigarrillo para acompañar mis pensamientos. Pero debería salir del edificio hasta una cafetería cercana. Les informé a mis compañeras mi ausencia por unos minutos, para después avanzar sin prisa por el amplio lobby. Saliendo ya por las acristaladas puertas, una llamada a mi móvil me sobresaltó, lo busqué con prisas dentro de mi bolso. Mi corazón palpitaba, lo tomé entre mis afanadas manos, lo desbloquee… Pufff ¡Rodrigo!, suspiré y me demoré unos instantes para contestar. Lo había olvidado, a mi esposo y la usual llamada de las diez.
—Mi vida lo lamento, ¡perdóname! Me olvidé. —Respondí angustiada por mi descuido.
—¡Hola mi amor! ¿Cómo estás? no te preocupes por eso mi vida, supongo que has estado muy ocupada en la mañana soportando al «pesado» de tu jefecito. —Escuché decir a mi esposo con su jocoso tonillo en la voz. No me gustó.
—Mi amor, tampoco es para que te expreses tan mal de él y te burles. Don Hugo no lo está pasando bien. —Le contesté algo alterada a Rodrigo. —Y mi esposo no lo dejó pasar por alto, cambiando perceptiblemente la modulación en su voz.
No sé por qué le respondí de aquella manera, saliendo en defensa de mi jefe aquel medio día, en contra de la mofa de Rodrigo. Sin saberlo, aquello solo fue el abrebocas para lo que acontecería momentos después.
—Parece que no te cojo en buen momento. Qué raro escucharte defenderlo, ya pareces otra mujer. Hace unas semanas atrás eras tú quien me contaba cómo te sentías aburrida y cansada con su forma de ser. En fin, solo quería que supieras que te extraño… —Y se hizo un corto silencio, que yo no me atreví a romper, pero mi esposo sí.
—Bueno, a la mujer que eras antes y no la que estuvo tan apartada y lejana de mí este fin de semana. Ni siquiera disfrutaste conmigo de las cervezas en el “Juli”. Aunque ya sé que no te gusta el rock, pero al menos hubieras podido desconectar de tus problemas.
—Discúlpame amor, estoy con mil cosas en mi cabeza que ni te imaginas. Informes por entregar, pagos por realizar, facturas que adjuntar a las carpetas y mi jefe que no aparece por ningún lado. Lo siento yo…
—Mira Silvia, entiendo que estés estresada por tus labores pero siempre quedamos los dos, en dejar en nuestro trabajo y en la oficina, el estrés y sus dificultades, bien apartados. Nuestro hogar es el refugio de nosotros. Nuestro sitio de descanso. —Y noté como el tono de su voz lo elevó al decir «nuestro». —Pero veo que estas infringiendo sin quererlo esa norma. Te amo, que te alcance el tiempo esta tarde y nos vemos por la noche. Un beso.
Y me cortó la llamada sin darme oportunidad a una esclarecedora réplica.
Pero… ¿Refutar qué? ¡Sí! Mi esposo tenía toda la razón. Me comporté ajena con el hombre que compartía mis sueños y mis angustias, aquella persona que siempre me había entregado todo su amor y yo pensativa, fuera de mí, no le presté mi atención ni mis caricias todo el fin de semana.
Me sentía tan sucia y tan mezquina como si fuera una furcia cualquiera. Rodrigo tenía tan buenas intenciones de disfrutar la noche del viernes conmigo en el bar, pero como no llegué temprano, él por el contrario, preocupado me esperó despierto, mirando la televisión en el sofá de nuestra sala y al recibirme notando mi cansancio, me mimó con sus abrazos y tiernos besos, no me confrontó por la tardanza e insistió en pasarse por donde nuestra amiga Lara la noche del sábado, para desconectar de todo, y los dos, reencontrarnos como un par de recién enamorados, tan pronto como dejáramos aquella tarde a nuestros niños al cuidado de mi madre y de mi suegro.
Y yo, sin estar cansada me resistía a asistir, pero como interiormente me encontraba en deuda, –tan confundida y enfadada conmigo misma– no pude ni supe ofrecer resistencia a su invitación. Fui con Rodrigo esa noche al “Juli”, pero a pesar de estar entre sus brazos, no estuve con mi esposo allí; tampoco aprecié sus caricias esa noche por estar mi mente inmersa en recuerdos de otro sitio, ni reparé en sus amorosas palabras, mucho menos en sus apasionados besos, porque no era yo su acostumbrada Silvia, dentro de mí habitaba otra mujer, la otra qué permanecía sumida en otros pensamientos, confundida por recibir besos nuevos, de una boca muy ajena y tan prohibida. Albert, nuestro amigo abogado bailaba como siempre solo, tan apartado de este mundo y una Lara tan enamorada, tan solo de lejos le observaba, sonriente, para luego con un par de envases en las manos, acercarse de vez en cuando y obsequiarnos esas dos cervezas a cuenta de ella e interactuar un poco con nosotros. Nos hablaba y comentaba algo; y yo no escuchaba. Reía ella tras algún comentario gracioso de Rodrigo, al cual no presté atención. Lara si lo notó, –mujer al fin y al cabo– no era yo la parlanchina Silvia de costumbre…
Opté finalmente solo por fumar y no trasladarme hasta la cafetería por el café. Me pasee por la acera, de un extremo hasta el otro meditando y finalmente de regreso, me senté en una de las bancas públicas, al lado de un árbol de mediana altura y que me ofrecía generoso su amplia sombra, hasta que se consumió entre mis dedos aquel cigarrillo mentolado. Estaba tan confundida por los últimos acontecimientos, la tarde del viernes en la oficina, mi fin de semana esquivando a mi esposo como si el culpable fuera él y no yo. Y ese video tan revelador aquella mañana… Y escuché de nuevo el timbre melodioso de mi teléfono móvil. ¡Era él! Sí, esta vez sí era mi jefe. Me puse en pie y resuelta le contesté.
…
—¿Aló?… —Señor Cárdenas, ¿Cómo está usted?
—¿Señora Almudena? buena tarde. Yo muy bien, de hecho he tenido una mañana excelente y agradecido obviamente por su llamada. ¿Para qué soy bueno? —Le respondí yo. Ella era una señora de unos cuarenta y tantos, elegante y de muy buen ver, interesada en averiguar por un nuevo modelo de SUV, la versión nueva de la que ella ya poseía, obviamente con algunos años de uso. La mujer era una más de los clientes que yo había atendido aquella mañana del sábado anterior.
—Pues para muchas cosas, Jajaja. —Me respondió de manera alegre y muy cordial. –—Pero por ahora, me gustaría saber si puede usted venir a mi residencia para darle un vistazo a mi camioneta y decirme el valor de retoma.
—Pero claro que sí. Usted solo dígame la hora, he indíqueme el lugar y allí estaré sin falta. —Respondí emocionado por vislumbrar la posibilidad de cerrar la primera venta del mes.
—¿Le queda bien en una hora? Por el almuerzo no se preocupe, yo invito esta primera vez. —Me quedé pensando un momento, miré mi cartera y en su interior poco efectivo. Suspiré y agradecido, mirando al techo sonreí.
—Claro que sí, solo envíeme la ubicación y por el almuerzo pues, me da algo de pena pero si usted insiste, la acepto y luego la invitaré yo. ¡Jajaja!
Vaya agradable golpe del destino. La señora Almudena era una mujer directa y concisa. Me tomó por sorpresa, no lo voy a negar. Y luego de una corta y simpática despedida, recibí la notificación con la dirección de la residencia.
—¡Aja!, ya estoy aquí. —Me giré y la observé de pie frente a mi escritorio. Su traje ceñido y elegante, con escote formal ajustado al costado por dos grandes botones y una amplia abertura en la falda del lado derecho, toda ella envuelta en un sobrio beige, salvo por su coqueto bolso de mano, en charol de intenso negro, que se me antojó un tanto anticuado para aquella entrevista, si lo fue. Sin embargo no dejaba lugar a dudas, le sentaba fenomenal a la figura delgada y alegre juventud de aquella espigada rubia. —¡Andaa nene! otra vez tú con la boca abierta, ni que hubieras visto un fantasma. —Oops, lo siento, perdón. Es que… –«Postrecito rico», un delicioso manjar lo que yo miraba y no a una aparición fantasmal–. ¡Ehhh! Estaba por salir a visitar a un cliente.
—¡Perfecto!… Déjame entrar al baño para retocarme un poco y salimos. —Y yo… ¿WTF?
—¡No! ¿Cómo así? aguanta un poco ventarrón. Es una visita de rutina, un avalúo de una camioneta. Mejor te quedas aquí y mientras tanto te pones al día con esto del CRM. De paso en un descansito, te puedes leer este libro.
Le alcancé del gabinete superior un ejemplar de “Cállese y venda”. Paola lo tomó en sus manos pero no dejó ni un segundo de observarme y obviamente, siempre tan sonriente. ¡Preciosa! Tan segura de sí misma, con su porte tan sensual, que me cohibió por unos segundos.
—¿Me temes? ¿Te da «cosa» salir conmigo a la calle? ¡Ummm! quizás sea por esto. —Y colocó su mano sobre la mía, acariciando en especial el dedo donde brillaba mí argolla matrimonial. —Pero nene, no te inquietes que yo no soy para nada celosa, Jajaja. ¡Ya regreso, no te vayas sin mí! —Y la rubia melena junto a su perfumado aroma ondeó libre al girarse, tan jovial y autónoma como su dueña. ¡Arrasadora tentación!
…
—¿Silvia?… ¡No! tan solo soy una discreta mujer de compañía, contratada por este pobre hombre por dos horas. —Una dulce voz de mujer me hablaba y yo no entendía nada.
—¿Disculpe y usted quién es? ¿Y Don Hugo? ¿Le sucedió algo? ¿Él está bien? —Preguntas y más preguntas. Mi corazón latió acelerado.
—Puedes llamarme Cassandra, pero eso no importa. Este señor está bien, aunque bastante pasado de copas y me pidió entre sus desvaríos que la llamara. No le entiendo mucho lo que balbucea pero creo que es mejor que venga usted por él. Ya cumplí con el tiempo por el que pagó. Debo irme.
—¡Pero cómo así! ¿Dónde está él? —presurosa le indagué.
—Nos encontramos en el hotel xxxx, habitación xxxx. ¿Lo conoce? Es el que está por el Bernabéu. —Sí, por supuesto, afortunadamente estoy a solo unos pasos. —Perfecto, entonces no se demore por favor, ya que tengo otro cliente a quien debo atender. —Y me cortó la llamada.
Mi jefe… ¿Borracho? Obviamente aquel video había hecho mella en la firme estructura de su alma. Pensé en llamar a su esposa, pero primero, desconocía su número de móvil, y segundo, ¿para qué? No, no debía inmiscuirme en sus problemas. Me encaminé hacia el hotel con prisa, mientras en mi cabeza elucubraba ideas de mi jefe teniendo sexo con aquella mujer, solo por venganza más no con placer. Él no parecía ser ese tipo de hombre, al menos era la imagen que yo tenía de él.
¡No! Don Hugo no era así. Nunca una mirada indiscreta, un roce imprudente, mucho menos un comentario fuera de lugar. Era serio, reservado y distante con todas las personas que trabajábamos bajo su dirección, sí, más nunca en mi mente lo habría visualizado pagando por sexo.
Llegué al lobby del hotel y me anuncié en la recepción. La muchacha que me atendió llamó a la habitación y luego de inspeccionarme discretamente, de arriba para abajo, me indicó de gentil manera, como ubicar la zona de los elevadores y el piso donde ubicar a mi jefe. De manera nerviosa di dos golpecitos a la puerta, que fue abierta casi de inmediato por una bella mujer de ojos azules, labios carnosos pintados de un brillante rojo y su cabello lacio, de negro azabache, un amplio mechón, descendía dócil siguiendo la forma de sus generosos pechos y por el costado observe que le llegaba hasta un palmo por debajo de su cintura. Vestía ya una gabardina de estilo clásico, para nada ostentosa, al contrario, le hacía lucir muy discreta, a excepción del exagerado maquillaje de brillos purpúreos en los párpados y el grueso delineado oscuro, contrastando con el azul claro de su mirada.
—Hola, soy Silvia. —Me presenté de manera tímida y a continuación extendí mi mano para estrechar la de ella. —Mucho gusto, Cassandra. —Y me permitió el acceso a aquella habitación. Tenía un acento extranjero, arrastraba la lengua al pronunciar las «eses» y la «erre» de su nombre. Era casi tan alta como mi jefe, alrededor de un metro con ochenta. Bastante atractiva.
—El señor no habla mucho, ¿sabes? –Me dijo sin preguntarle yo nada, anticipándose a mis propios pensamientos.– Cuando llegué a esta habitación, él ya estaba bebiendo. —Observé sobre la mesita auxiliar, una botella ya a la mitad, de una marca muy fina de Whisky escocés y un vaso de cristal con rastros de hielo y algo de la ambarina bebida. La mujer sin dejar de mirarme y sin atisbos de preocupación, continúo relatándome lo que fue su función.
—Tan solo me abrió la puerta, para luego ordenarme sin tan siquiera saludarme, que me desnudara. Así lo hice, pero te aseguro que, aunque ahora lo encuentres así, el pobre no fue capaz de nada. Se me echó encima pero su verga no se le paró. Mi deber era hacerle pasar un buen rato por lo que me arrodillé y se lo chupé bastante tiempo, sin éxito. Debe ser por el alcohol. Luego me ofreció un trago, que acepté más por educación que por las ganas mías de Whisky, y se arrodilló entre mis piernas, pero no te creas que para meter su boca en mi vagina, lo único que hizo fue tomar la botella y beber, llorar y volver a beber. Pobre hombre, es una pena de amor te lo aseguro. Se pasó mí tiempo y él está muy ebrio, apenas si podía mantenerse en pie, cuando me vestía para marcharme me pidió que le alcanzara su teléfono móvil. Intentó en vano marcar a un número, pero no coordinaba, colgaba, marcaba mal y se le caía de sus manos. Le ofrecí mi ayuda para llamar y solo me dijo un nombre… ¡Llama a Silvia!
—Así que eso es todo. Ahora tu estas a cargo. Pagó por dos horas y la verdad ya voy treinta minutos retrasada, Adiós. —Y yo lo busqué con mi mirada. Cassandra se apartó un poco de mí, permitiéndome observar a mi jefe tirado en la cama, atravesado boca abajo, semidesnudo con solo su camisa de franjas azules, puesta todavía alrededor de su cuello, sin desanudar su corbata roja y las medias en sus pies de un azul muy oscuro. Las nalgas redondas, bastante blancas. La raya algo velluda de su culo, llevó en ese momento mi mirada hasta la bolsa rosácea de sus grandes testículos. El pene no se le veía en aquella posición. Sus piernas las tenía abiertas, la izquierda un poco doblada, de muslos firmes sin mucho vello, dejándome ver que en una de ellas, todavía rebelde, permanecía enredado a su tobillo izquierdo un pantaloncillo gris con ribetes blancos.
Y entonces antes de cerrar la puerta de la habitación, la joven prostituta con su mano derecha tomando la manija, me preguntó intrigada…
—Por cierto, ¿Quién es Martha? —Alcé mis hombros dándole a entender que no sabía de quien me hablaba, aunque obviamente yo la conocía, pero a ella no le importaba. Me sonrió y su adiós con la mano, lo enfatizó con un guiño de sus bellos ojos azules. Y se fue.
¡Mierda! Y ahora qué hago. Me colocaba las manos en la frente, transpiraba un poco y entretanto, miraba el desorden alrededor mío. El pantalón de paño gris, tirado a un lado de la cama, el par de mocasines cafés en distinta posición por el otro, el saco de pana azul rey, extendido por igual sobre el tapete, en similar posición que su propietario. En fin un desorden total. Y luego estaba él, mi jefe en su penosa y desnuda posición.
—¿Marr… thaaa? —Fue la primera palabra que escuché de mi jefe ese día, aquella tarde de un primero de julio y sí, sola con él en aquella habitación de hotel. Su voz pastosa, arrastrando las letras por la pesadez del alcohol ingerido. Y me acerqué hasta él, sentándome a su lado. ¡Babeaba! Que lamentable estado. Y pensé en Rodrigo, mi esposo quién seguramente no se lo podría creer cuando le contara lo sucedido.
Pero… ¿Se lo podría contar después de…? ¡No! desde luego que no me creería.
—No señor, soy Silvia. —Ahhh, eeres tú, mí ánggeeeel. —Me contestó.
¿Su qué? ¿Su ángel? ¿Eso era yo para mi jefe? Me enternecí en aquel momento con su comentario, los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, y mi jefe, quién no era precisamente un niño, sí que estaba muy borracho y tan semidesnudo al lado mío, como si fuera un pequeño al cual debería yo vestir o terminar de… ¡Pufff!
Le tomé de la mano y le acaricié su frente. —¡Sí jefe, soy su ángel! —Le respondí susurrándole al oído, mientras que él, giraba con algo de dificultad su cabeza para mirarme con la embriaguez palpable en sus enrojecidos ojos y extender su brazo, dejándolo caer pesadamente sobre mis piernas.
…
Con calma abrí la puerta de mi automóvil para darle paso a mi bella y rubia acompañante. Paola ingresó con elegancia y suma delicadeza, para no darme una vista obscena de su intimidad. Sin embargo, el largo de su falda se acortó, tras acomodarla con sus manos y de esta manera, me permitió observar las formas de sus blancos muslos, cubiertos por la fina seda de su par de medias, color piel.
—Bueno Paola, –le decía mientras acomodaba mi cinturón de seguridad– por favor me dejas dialogar en calma. Solo observas y escuchas. No es una clase de ventas en sí, pero es un acercamiento a un posible comprador.
—Por supuesto Nene, «Cállese y venda». Ya lo sé. —Y me mostraba el libro que anteriormente le había prestado para leer. Entre tanto colocaba en el GPS de mi móvil la dirección para guiarme por la ciudad.
Avanzamos en medio del poco tráfico que había al medio día, hasta llegar a una calle con árboles en cada costado de la vía, por la zona de Chamberí. Era un edificio de siete plantas, de diseño arquitectónico algo antiguo pero restaurado recientemente; mantenía sus blancas cornisas impecables y el herraje forjado destacaba sobre los amplios balcones. La entrada estaba enmarcada por un amplio portón de madera. Me anuncié con la joven que estaba allí y después de unos pocos minutos me dio vía libre para ingresar por una calle amplia y de añejo aspecto.
—¡Erdaaa! Pero qué lujo de edificio Nene. ¿No te parece Rodri? Semejante a las viejas casonas de Cartagena o a la zona de La Candelaria en tu natal Bogotá. —Me dijo Paola completamente extasiada con la belleza alba de aquel lugar.
—¡Rocky! Paola, solo dime Rocky, no «Rodri». Y sí, es una zona muy exclusiva. Entre cosas, cuéntame, ¿hace poco que estas por Madrid? —Paola soltó una carcajada y me acarició con su mano izquierda mi mejilla, apretando un poco entre sus dedos mi quijada, al descender lentamente por mi rostro, sus delicados dedos.
—¡Anda mi niño! Creo que llevo en España un poco más de cuatro meses, nada más. Y sí, recién acabo de regresar. —Coloqué mi brazo sobre el cabecero del asiento del copiloto y haciendo con mis labios una mueca de sorpresa, exclamé un prolongado suspiro, observando sus verdes ojos fijamente y en mi rostro una expresión para hacer hincapié en mis dudas.
—¡Oyeee! Que sí. —Y Paola alegre, gesticulaba sonriendo y utilizando sus manos abiertas para darle mayor validez a su afirmación.
—Lo que sucede es que estaba «rumbeando» por ahí. Unas amistades me llevaron a un sitio por la llamada Costa Blanca, ehhh, como es el nombre… —¿Benidorm? O tal vez… ¿Alicante? Le respondí yo, tratando de ayudarle a recordar. — Hummm… Ya lo tengo. ¡Altea! Un lugar precioso con unas vistas impresionantes sobre el Mediterráneo. ¿Tú no has ido Nene? —¿Yo? No. ¡Ya quisiera y brincos diera! —Respondí, mientras que observaba las vistas que me interesaban más. Aquel delicado encaje de su sostén blanco, que asomó un breve momento al girarse ella para hablarme–.
—¡Pufff! Deberías. —Y continuó relatándome su aventura, acomodándose de medio lado en la silla, dejándome observar la parte superior de sus medias de liga, que se mostraba entera por la abertura de la falda.
—Es un lugar fascinante. Tan azul su cielo y blancas sus fachadas, con calles angostas, casas con flores de colores en los balcones y un encantador ambiente nocturno en la playa, como para enamorarse. Y estuvimos por allí un tiempo hasta que se nos fueron acabando los ahorros y pues sin un euro en el bolsillo, tuve que acudir a mi mamá, o lo que es más correcto, a mi padrastro. ¡Jajaja! Soy una niña mimada. —Y se sonrió, tan guapa como siempre, mientras que por mi izquierda veía llegar hasta nosotros, la reconocida y sinuosa figura de la señora Almudena.
Abrí la puerta del auto y descendí, para luego ofrecer mi mano y mi sonrisa a modo de saludo. La señora Almudena se acercó un poco más a mí y delicadamente deposito un beso en cada mejilla mía. Nos separamos un poco y la pude repasar desde arriba hasta abajo, muy rápidamente para que no se llevara una mala impresión. Su vestido era perfecto para aquel clima veraniego, escotado y florido. De tela suave que le daba un aire juvenil a su curvilínea silueta y el largo no sobrepasaba sus rodillas. Sandalias doradas de un tacón bajo.
En sus manos varios anillos de oro, un colgante redondo y dorado, destacando en el medio de su redondo escote, dirigiendo mi mirada sobre aquel buen par de pechos. Seguramente ese cuerpo lo esculpía en horas diarias de gimnasio y obviamente una que otra pasadita del bisturí, para terminar de delinear su precioso contorno. Su cabello negro, recortado en capas hasta alcanzar la nuca y peinada de medio lado. Cejas pobladas y ligeramente arqueadas, adornaban unos redondos ojos negros, pintados delicadamente de una sombra granate sobre sus párpados. Me tomó del brazo, colocando una mano sobre la otra y me regaló su sonrisa, más una mirada llena de picardía. Sin embargo se sorprendió mucho al ver a Paola descender del vehículo por el otro costado, torció su boca levemente y me miró para indagarme con su mirada.
—Señora Almudena, esta es Paola. Una nueva compañera a quien pusieron hoy bajo mi cargo. Lo lamento, no alcancé a avisarle que venía acompañado.
—No se preocupe señor Cárdenas. Y de inmediato se acercó a Paola para brindarle por saludo un beso en la mejilla y un abrazo.
—Bienvenidos a mi hogar. ¿Gustan pasar a tomar algo mientras preparo la mesa para poder almorzar? Es que la verdad ustedes llegaron un poco antes. —Paola, ruborizada un poco y yo, salí al paso diciéndole a la señora Almudena…
—Bueno, no se preocupe por eso, mejor vamos a ver cómo está su vehículo y después almorzamos. —Entonces señor Cárdenas, ¿vamos a mirar mi camioneta? Eso sí, espero que sea bueno conmigo y me ofrezca un precio razonable o no haremos negocios. —Me dijo la señora Almudena sonriente y tomándome ahora a mí por el brazo–. Paola, un poco alejada de nosotros, seguía nuestro andar hasta el garaje donde estaba la SUV gris plata, estacionada.
—Y me despojé de la chaqueta, entregándosela a Paola. Me arremangué los puños de mi camisa y le pedí las llaves a la señora Almudena. Empecé la evaluación, observando el perfil, palpando con mis manos la pintura en busca de desperfectos. Un lado bien, el otro ¡perfecto! El cofre y la portezuela trasera bien ajustados. Las llantas a media vida y en el interior, la tapicería en cuero demostraba el esmerado cuidado, toda ella estaba como nueva. Giré la llave de encendido y el motor ronroneó perezoso. Afinada su tonada por aquella orquesta de cilindros y pistones, ascendiendo y descendiendo presurosos, detonando rítmicamente, y en el tablero de instrumentos, el kilometraje demostraba el poco uso. Apagué el motor y descendí. Ahora faltaba observarla por debajo ya que a mitad del estribo derecho, justo en el medio, observé una leve abolladura. Miré a la señora Almudena, que tan solo se encogió de hombros y algo traviesa, se mordió la punta de su lengua.
Me tendí en el piso, escurrí mi cabeza y la mitad de mi cuerpo por debajo de ella. Estaba oscuro, no veía bien la parte inferior.
—Paola, ¿podrías alcanzarme el celular para alumbrar? Aquí debajo está un poco oscuro. —Pero la señora Almudena se le adelantó y una pierna suya, la izquierda para ser más precisos, la pasó por encima de mi cintura. La derecha la dejó del otro lado. Abierta de piernas, se ofreció para prestarme el suyo. Arrastré mi cuerpo un poco hacia fuera y al voltear mi cabeza para recibirle su móvil, mucho fue lo que pude observar.
Sus piernas separadas, cuál columnas de una preciosa entrada, se alzaban imponentes hasta arriba, casi uniéndose al final, solo distanciadas por los carnosos labios de una hinchada vagina, totalmente depilada y un tatuaje con formas arabescas en su pubis. En el medio brillaba un piercing que pendía de su clítoris. ¡Vaya con la señora! Tan elegante en su visita al concesionario y ahora aquí en su casa, sin bragas puestas, tan libre y provocadora. Mi corazón palpitaba y me entraron repentinas las ganas; la sangre fluyendo de mi cabeza fue a parar hasta mi verga. Toda ella en franca excitación por la sexual eventualidad.
Tomé su celular sonriéndole y ella tan solo me guiñó un ojo. Encendí la linterna y su luz me permitió observar que la camioneta había sufrido más de una raspadura, quizás en algún desnivel, entrando o saliendo por alguna empinada rampa. Escuché un taconeo. De soslayo observé los zapatos beige y el comienzo de las hermosas piernas cubiertas por aquellas medias veladas de Paola, acercarse por la izquierda a las de la señora Almudena, y de pronto se agachó llamándome la atención.
—¿Rodri todo bien? ¿O necesitas mi ayuda? —Y entonces se la vi. Sí, allí mismo, estaba Paola en cuclillas, abierta de piernas también, pero más a la altura de mis ojos. Me dejaba ver el triangulito de seda blanco transparentando su piel, una hendidura en aquel pequeño trozo de tela, perdiéndose por la mitad de sus blancas nalgas. Me di un gustazo al observar su vello púbico, bien arreglado en una línea no muy ancha y que llegaba justo por encima del comienzo de su raja. Sus medias de color piel eran de esas de ligas, lo que hacía de aquella imagen algo más erótico por mi fetichista pasión por las prendas íntimas femeninas. Solía regalarle a Silvia, cada mes más o menos, un conjunto de ligueros con sus respectivas medias. Y obviamente unas tanguitas bastante sugerentes. Escuchaba… ¿Risas? ¿De ambas?
—Oigan ustedes dos, dejen de reírse, no son para nada justas conmigo. Les dije mientras salía de debajo de aquella camioneta, sacudiendo un poco mis nalgas y los muslos, demostrando ante ellas, la tirantez de mi pene bajo la tela, sin ningún tipo de pudor. Si querían jugar, tenía yo, uno que otro truco bajo mis pantalones, con el cual, con seguridad podría hacerlas disfrutar.
—¿Porque lo dice señor Cárdenas? —me respondió risueña la señora Almudena, sin apartar la vista de mi entrepierna.
—Es que las dos estaban obstaculizando la luz y distrayendo mi visión. Así no me puedo concentrar. —Les respondí, mirando primero a Paola y luego a la señora Almudena, fingiendo seriedad.
—¡Ayyy! qué pena mi Rodri, solo queríamos ayudar. ¡Jajaja!. —Y la rubia barranquillera se tapó los ojos con sus manos, aduciendo una simulada timidez.
Yo entonces me dirigí donde estaba Paola conversando animada con la señora Almudena. Ellas dos, una joven preciosa llena de juventud y desfachatez, la otra una madurita de esas que quitan el hipo, pero en vez de un susto lo hacen con gusto y autoridad.
—Pero mira cómo te has ensuciado la cara y las manos. Ohhh y la camisa también. —Me dijo Paola, y en su cara la expresión de angustia por mi suciedad.
—Entonces vamos, puede entrar a lavarse en el baño y de paso, deme su camisa para meterla en la lavadora. —No creo que sea necesario señora Almudena, en cuanto llegue a mi piso la puedo lavar–. Y le agradecí por su amable gesto, sin quitar de mi cabeza aquella visión de su pubis tatuado.
—Gracias, respondió la rubia barranquillera y confianzuda le agarró por el brazo a la señora Almudena y dieron la vuelta las dos como un par de viejas conocidas. Yo me fui tras ellas siguiendo sus pasos hasta el interior de una vivienda. En el recibidor me deshice de la camisa para limpiarla un poco. Me indicó un baño anexo a la entrada y me pude asear.
Al salir de él, observé a mi derecha la sala, con cuadros de gran formato, paisajes al óleo y otros coloridos, en trazos geométricos adornando las venecianas paredes. Una mesa auxiliar soportaba el peso de una escultura de dos seres desnudos inmortalizados en un fino mármol. Una felpuda alfombra en tonos cenizos, contrastaba con la armonía antigua y revitalizaba el ambiente. Sofás de tres plazas en cuero negro a un lado, y otro más de dos, formando una esquina, ofrecían su elegante comodidad. Paola acompañaba en la cocina a mi cliente.
La señora Almudena nos brindó una copa de vino, que acepté por cortesía, aunque en realidad me apetecía a esas horas una buena taza de café. Con las copas en las manos, tanto Paola como yo, fuimos de una estancia a la otra, tras el tour personalizado que nos ofreció la dueña de casa a solicitud de mi parlanchina acompañante. ¡Mujeres! Ellas prestas a comentar de los variados arreglos florales y entre tanto, yo me fijaba en las pinturas. Pero en una pared cercana a las escaleras que seguramente daban acceso a las habitaciones, colgaba un desnudo al carboncillo de un pintor reconocido por mí. Un original de Luis Caballero. Vaya sorpresa.
La mesa bien servida, a un lado Paola y en el otro yo. La señora de la casa obviamente en el centro de la mesa. El almuerzo estuvo simplemente genial, una pasta a la carbonara exquisita, acompañada por varias copas de vino tinto con la acidez necesaria para no agobiar el sabor de la comida. Me dispuse a levantar la vajilla para llevarla a la cocina pero la señora Almudena se opuso rotundamente. Me ofreció de beber una copa de brandy pero lo rechacé pues estaba conduciendo y no quería problemas. Paola encantada si lo recibió.
—Mejor si gustan, ustedes lo van tomando mientras doy una mirada por su balcón. ¿Puedo fumar aquí? —Y la señora me tomó del brazo y me acompañó, tomando ella también un cigarrillo de mi paquete, sin que yo se lo hubiese ofrecido. Le di fuego al suyo y luego al mío.
—Y bien Rodrigo, supongo que ya podríamos tratarnos con mayor intimidad, ya que has visto cómo mantengo de bien cuidada…
—Su camioneta, si señora. —le interrumpí.
—Claro que sí lo pude notar. Y por mí, ¡Perfecto si no te molesta! claro está. —Le sonreí y ella se apartó un poco para mirarme y sacudir una mancha de tierra en mi hombro, que aún permanecía sin que yo la hubiera notado tan siquiera.
—Y déjame decirte, –continúe sin dejar de mirarle a los ojos– que tienes la pintura en buen estado y es muy suave al tacto. Y en el interior, la tapicería se encuentra en magníficas condiciones y la carrocería…
—¡Espléndida! Lo sé. La cuido bastante. —Me respondió Almudena al momento.
—El motor suena bien ¿No te parece Rodrigo? Quizás deberías probar a darle una o dos vueltas para sentirla bien. Un poco de… ¿toma de contacto, es como dicen ustedes?
—Por mi encantado de conducirla un poco. Sería cuestión de darle un buen empujón a la palanca y dejarle rodar un rato para sentir toda su potencia y confort. —Dije yo, sonriéndole maliciosamente.
—Y tu amiga nos podría acompañar o… Prefieres dar esas vueltas… ¿Solo conmigo? —Nos fuimos acercando más, –su pecho muy cercano al mío– y yo incliné mi cabeza para susurrarle en su oído…
—Quien quita que de pronto se nos pegue y pueda ella apreciar la manera en yo hago los cambios de marcha y podamos zarandear un poco esa carrocería, apreciando el estado de la suspensión. Porque déjame decirte que la portezuela trasera me pareció muy ajustada y me dio la impresión de tener poco uso. ¿O me equivoco?
Y luego de eso no pudimos más y nos echamos a reír. Paola tal vez alcanzó a escuchar nuestra conversación y al vernos reír se unió a nosotros en el balcón.
—¡Aja! Y ustedes dos, ¿ya llegaron a algún acuerdo por lo que puedo apreciar? —Y ambos, la señora Almudena y yo, negamos con un movimiento de nuestras cabezas.
—Ni siquiera hemos tocado el tema del precio, ¡Tesoro! —Le respondió graciosamente Almudena–. Aquí Rodrigo, me está dando las impresiones que se llevó, al ver el estado en que mantengo mi camioneta. —Y yo tan solo me llevé mi mano a la frente y me sonreí. Paola nos observó seguramente algo confundida. ¿O no tan Inocente?
—¿Les gustaría otra copa? Dijo Almudena y finalmente acepté. La rubia igual. Se retiró hasta el bar y Paola me guiño el ojo, en señal de complicidad.
—Vaya, estas seguro que en el libro que me diste para leer, encontraré el capítulo donde enseñan este tipo de… ¿Cierre de ventas? Jajaja. —No lo creo–. Contesté entre carcajadas.
Continuará…