Era la primera vez, la primera con él. Aún insegura de mi capacidad de entrar cómodamente en el lado oscuro de la infidelidad, me lancé.
Me tardó 3 segundos y su lengua en mi garganta para que no me importara nada más. Y la semana se vino en un espiral de deseo que empezó con ese lunes.
De inmediato advertí que era un alma libre, hace un tiempo había decidido despojarse de todo para serle fiel a su esencia y así contaba ya con algunos buenísimos temas a punta de mucho talento y un muy animal corazón. A sus 40 años había decidido valientemente lanzarse al vacío y eso lo volvía insoportablemente atractivo.
Su pieza era también su estudio. Todo era negro. Había una batería, un bajo, una guitarra y una luz azul de esas que ayudan a perderse.
Fue difícil intentar hacer algo más que recorrernos con las manos y la lengua. De todas maneras lo intentamos y eso hizo mejor cada momento en el que no pudimos.
Su cuerpo encajaba perfecto con el mío y la temperatura de su leche era exactamente la misma de mi boca. Era tan fácil acoplarnos que a veces no sabía bien donde terminaba él y donde empezaba yo.
Tenía el poder de calentarme en un segundo, me tenía tan mojada que me resbalaba constantemente de ese insaciable pico duro dentro de mí. Me hizo correrme mil veces y cada una me iba poniendo más pervertida y queriendo que me diera más.
Mientras más fuerte me penetraba mejor se mezclaban sus jugos con los míos. Dominada en cuatro y rebalsada de esa deliciosa y caliente viscosidad, no podía evitar acercar mi culo hacia él, deseando quedarme así, atascada, pegada como una perra en celo.
Me la metió con tantas ganas que olvidé por que había dudado de esa decisión. Y fue tal la intensidad que en algún momento hasta jugamos a pelear. Pero su capacidad de dominarme en cada embestida de su miembro en mi concha húmeda me hacía olvidar todo lo demás.
Le hubiera dicho a todo que sí.