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Entre cactus y pavimento

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Día martes, pasado el mediodía. El calor del desierto se refleja en el pavimento, impávido e inclemente se deja caer sobre la esforzada vegetación que habita en este paisaje. No se ven animales, están todos escondidos en sus sombrías madrigueras esperando que sol baje, parece sensato.

El jazz, el aire acondicionado y el despampanante entorno se contraponen con el rugido de mi estómago. Ya son 6 horas seguidas manejando por este hipnótico camino que siempre logra enamorarme y hacerme desear más y más kilómetros como si algo fuese a pasar más adelante. Veo la hora y vuelvo a conectarme con mi ser terrenal, es hora de parar.

Un poco más adelante está la picada donde siempre almuerzo, es una carta infalible y ya saben lo que voy a pedir. Sigo avanzando con la mente en blanco, solo esperando llegar, cuando de pronto un fuerte estruendo es acompañado de un duro golpeteo en el volante. La camioneta se me arranca hacia la izquierda, pero logro controlarla y llevarla a la berma. No sé si me afectó más la impresión del pinchazo o la frustración de no llegar a mi ansiado destino, pero el punto es que ahora son dos los asuntos urgentes que atender.

Puedo ver que a unos doscientos cincuenta metros, alejándome de la autopista, hay un caserío bajo la sombra de un viejo pimiento, sin pensarlo dos veces emprendo mi caminata con la seguridad de que alguien podrá echarme una mano. Poco a poco voy notando en detalle esta antigua casa de adobe, con tejas coloniales y cortinas en vez de puertas. Es como si de un minuto a otro el tiempo empezara a girar a otro ritmo y todos mis recursos se volvieran obsoletos. Acá estoy, cara a cara con el verdadero desierto, donde las almas se vuelven frágiles ante la inmensidad.

Tengo cierta reticencia de llamar, pero realmente no tengo alternativa y emito un tímido silbido. En ese instante una mujer mayor me dice desde la ventana; “la suerte que ha tenido, joven”. Mi cara de sorpresa la hace continuar; “pase no más, que bien acalorado y hambriento debe estar”.

Sin decir nada, crucé el umbral del grueso dintel de madera de donde colgaban las cortinas, la sensación de frescura era sobrecogedora en el interior de la casa y solo atiné a alabar la belleza de este lugar. La señora era de pocas palabras, pero amablemente me invitó a su cocina a tomar asiento y me ofreció un vaso de agua y algo de comer. Le conté lo que me había pasado, del pinchazo y como fui a parar a su casa, en eso veo de reojo una figura moverse en el pasillo.

Un vestido corto, de tono claro, dejaba ver dos piernas fuertes y bien formadas. Las caderas y las nalgas se dibujaban nítidamente en el algodón. Tuve que acelerar mi mirada hacia arriba porque pensé que era evidente la desfiguración de mi rostro al verla, ahí cruzamos miradas nerviosas.

Por suerte la señora no me estaba mirando en ese instante y pude seguir la conversación con total normalidad. Ella me dijo que tenía que ir al pueblo a buscar un encargo y que podría ayudarme a encontrar alguien que llevara la rueda a reparar. Le dije que podía esperarla en la camioneta, pero me insistió que me quedara, que cualquier cosa que necesitara se la pidiera a su sobrina que estaba pasando unos días con ella. Se lo agradecí enormemente, pero no hubo caso que ella accediera a recibir ningún tipo de retribución y así se fue en dirección al pueblo.

Siempre he encontrado sumamente excitantes las horas después de almuerzo. Es como si la sangre abandonara el cerebro y se dejara caer tibia en las zonas erógenas, provocando casi alucinaciones sexuales. Me hace pensar que el invento de la siesta ibérica siempre fue una mera excusa para ir a atender este deseo que emerge, sobretodo en climas templados.

En ese estado me encontraba cuando la volví a ver. Llegó con un evidente sobre-desinterés a ordenar unas cosas que se encontraban cerca de mí, su actitud infantil contrastaba con la mujer resuelta que parecía ser. Pude seguir mirándola con cierto disimulo, la suave tela de cebolla de su vestido era muy generosa, sumado a que no usaba sostén. La libertad de sus pechos evidenciaba que estos ya habían alimentado descendencia, ya habían cumplido su tarea mundana y que jubilosos se habían entregado al goce propio (y mío, por cierto). En eso, mirando por la ventana, llevó sus manos a su suelto pelo y lo amarró en un certero movimiento. Sus hombros perfectamente dibujados y su cuello espigado descansaban sobre su estructura más fornida de mujer trabajadora.

Finalmente tuve el valor para hablarle; “así que andas de paso...”

“igual que tu no?”, me responde desafiante.

Quise subir una ficha y le digo, “al final todos lo estamos.”

Me miró con cara de suspicacia y ahí pude ver un tono grisáceo que se escondía en el café de sus ojos. Nos sonreímos, pero simultáneamente distinguí una cierta nostalgia.

Seguimos en este tira y afloja, provocando, molestando, pero a la vez entregando. Volvió a soltar su pelo y una tira de su vestido se dejó caer por su hombro, dejando al descubierto todo el recorrido desde su mentón hasta su pecho donde conecta con su costado en dirección a la espalda.

La miraba con un deseo que solo iba en aumento, la luz y calor del desierto se sentían en la ventana, pero la sequedad del aire refrescaba en la sombría casa.

Se levantó a tomar agua, al girar pude ver como su calzón se dibujaba en el vestido, así como la línea de su espalda. A esa altura, luego de un café, iba sintiendo como cada pulsación recorría mis testículos y mi pene, subiendo su temperatura y aumentando su peso y tamaño.

Tras tomarse el agua nos miramos unos segundos, como reconociéndonos mutuamente lo que estaba pasando. Luego, el de la jugada infantil fui yo; “¿porque no me haces un tour por la casa?” Me sonrió incrédula y accedió.

La casa era más bien pequeña y rápidamente llegamos a su pieza. Su cama era antigua, de fierro y tenía una ventana sobre el respaldo. Los muros eran revocados con tierra y las grietas le daban un carácter mítico. Le pregunté si el colchón era de esos duros antiguos y me dijo que me sentara, obviamente lo hice. Acto seguido estábamos los dos sentados en sobre su cama.

Mi corazón empezó a latir con fuerza, ante la inminencia de lo que estaba por pasar. Nos miramos nerviosos, como en el primer acercamiento que tuvimos un par de horas atrás. Le toque la mano y luego seguí con su brazo, por la parte trasera. Le volví a bajar el tirante de su vestido para acariciar su hombro, me acerqué y empecé a besar ese cuello que me tenía totalmente cautivado. Su respiración se empezó a agitar rápidamente hasta que rompió su quietud y con fuerza me tomó la cabeza y nos empezamos a besar. Se rompió completamente la tensión entre nosotros, como si este fuera el estado natural y todo lo anterior una mera interpretación.

Le seguí besando el cuello, mientras mis manos empezaban a confirmar lo bien formado que tenía su cuerpo. La acosté en la cama y la di vuelta, para besar su nuca y espalda, luego comencé a frotar mi pene entre sus nalgas para que sintiera la gran erección que estaba teniendo. Con su mano me agarró el pene por sobre el pantalón, estaba tan excitada que su respiración se comenzó a transformar en gemidos y eso que aun teníamos nuestra ropa puesta.

Me levanté rápidamente para sacarme los bototos, ella sentada me soltó el cinturón para seguir con el pantalón. Agarró mi pene y sacando toda su lengua la empezó a recorrer por él, desde la base hasta la cabeza, con total convicción y soltura. Su genuino goce me excitaba enormemente.

Le tomé las manos y la levanté, para luego agarrar sus nalgas con fuerza. Le saqué el vestido y empecé a besar sus pechos mientras se los masajeaba con una intensidad que solo iba en aumento.

Nos acostamos de costado y volvimos a los besos, ahí empezaron a aparecer más miradas, palabras y matices en el desenfreno. Volvió a aparecer la nostalgia mezclada con la risa, el juego infantil y la ilusión del enamoramiento. Ella estaba en calzones y yo solo con una incansable erección con la que podía sentir el calor y la humedad que emanaba entre sus piernas.

Volví a sus pechos, que sin ser grandes tenían gran presencia. Por el costado de estos podía sentir su piel erizada, desde ahí seguí bajando hasta llegar al hueso de su cadera. Le saqué suavemente el calzón que se encontraba empapado a esa altura y sentí el olor de sus fluidos. Ella empezó a tocarse, yo la acompañé recorriendo mi nariz por su cuerpo, pero dejando que ella se conectara con su propio placer. No hay nada que me caliente más que una mujer transpirando de excitación.

Recorrí sus muslos y por la parte interior fui subiendo con besos hasta llegar su clítoris que se le podían sentir las pulsaciones. Con la punta de la lengua lo fui lentamente amasando, mientras la respiración de ella iba intensificándose cada vez más. Los gemidos fueron transformándose en gritos, las sabanas estaban empapadas, mi movimiento suave se transformó en un verdadero canibalismo. Le metí la lengua lo más profundo que pude y dentro la movía intensamente buscando sus paredes vaginales, mientras extendía mis manos para agarrar sus tetas que estaban durísimas en ese punto. La di vuelta y le levanté el trasero, así fui alternando la estimulación entre vagina y ano.

En esa posición, con ella afirmada del respaldo de cama, la empecé a penetrar lentamente, de manera que sintiera cada centímetro de mi pene entrando y saliendo. Estuvimos así unos instantes y luego nos pusimos de frente, yo sobre ella. Era tal el grado de excitación que sabíamos que iba quedando poco, así que nos miramos para luego abrazarnos. Así fui penetrándola, pasando mi brazo por su espalda y tomando su hombro para atraerla hacia mí.

Aumentando la intensidad y velocidad, vocalizando e incluso con algún garabato para sostener la tensión mientras mi pene se llenaba de sangre dentro de ella alcanzando un gran tamaño y textura. Finalmente, entre gritos se fundieron todos nuestros fluidos y nos miramos tan vulnerables, tan distintos a como nos vimos nerviosamente hace un par de horas atrás.

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