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Entrenada por los muchachos

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Daniela era una joven de 18 años de edad, de casa, bien portada y de instrucción católica. Toda la vida escolar la había hecho en el mismo instituto de una ciudad provincial, hasta que sus padres se mudaron al ruidoso y mundanal puerto, justo antes de acabar el último año escolar. Sin amigos, inocente y fácil de manipular, Daniela pasó su primer día de clases haciendo lo posible por pasar desapercibida, pero su brillante mente la hizo sobresalir en clases, eso y su cuerpo.

El uniforme era de una falda lisa de color celeste con dos cortes en cada pierna, como sus ojos, y la camisa era una polo blanca con cuello también del mismo tono azul, calcetas altas y zapatos negros de charol con un tacón algo alto para ella. Por algún error su madre le compró una blusa dos tallas más pequeñas, haciendo que le apretara las tetas tan grandes como naranjas maduras y como no usaba sostén se le marcaban las aureolas de los pezones, la falda le quedaba tan corta que apenas le cubría el culazo, las calcetas tenían más tela que la falda, le cubrían hasta arriba de las rodillas.

Tímida y silenciosa en su primer día de clases se ubicó en el rincón de la cafetería mientras todos los demás compartían mesa, a ella la evitaban como si fuese una leprosa. Entonces llegaron “ellas”.

Eran conocidas como las “Zorritas del Centeno”, al verlas Daniela no se sintió tan mal por su uniforme que tantas miradas había atraído durante todo el día puesto que las cuatro chicas que se sentaron en su mesa con total confianza y libertad tenían tan poca ropa como ella. En su antiguo instituto las faldas eran tan largas que les cubrían las rodillas y las camisas eran largas hasta el cuello y las muñecas, las reglas estrictas y las costumbres muy distintas, pero lo que más extrañaba de todo era a los sacerdotes asignados a la instrucción de los alumnos y sus valiosas “horas de confesión”.

—Pero mira quién está tan solita: la rabanito —dijo una de ellas, la más voluptuosa de todas y al parecer la líder. Sabrina era alta como ella, casi 1.70 m, con el cabello negro corto hasta sus hombros y labios rojos, llevaba la blusa tan pequeña que se veía su ombligo y el piercing en él, la falda le dejaba ver la braguita roja que traída debajo cada vez que se sentaba y sus calcetas tenían dos bolitas pomposas del mismo color de la falda. Tenía la fama de ser la “motosierra” y se decía por los pasillos que tenía en sus bragas a medio personal docente incluido al Principal—. Supongo que podemos hacerte compañía, Rabanito.

Daniela asintió en silencio, sin comprender aún que le decían “Rabanito” por el cabello pelirrojo y ondulado que le caía hasta la cintura en una cascada con olor a flores silvestres y sus mejillas sonrojadas todo el tiempo sin ninguna razón, además de las pequeñas pecas sobre su nariz pequeña y respingada. Sabrina rodeo sus hombros con una de sus manos, apoyándole los pechos en el brazo derecho, hablándole en voz suave.

—El primer día es lo peor, Rabanito, pero ya te acostumbrarás. Le has encantado a la mitad de los profesores, te lo aseguro. —A su izquierda, la chica guiñó uno de sus ojos delineados y se inclinó sobre su oído izquierdo—. Son unos sucios pervertidos, no te fíes.

Ángel era rubia de melena larga y de una piel más blanca que la suya incluso, con unos labios rosa pálido y ojos verdes tan claros como esmeraldas. De ella se podía decir dos cosas: Podía hacer que un hombre se corriera en su boca en menos de cinco minutos y le encantaba. Cobraba por mamada, se decía que tenía un estándar de precios por tiempo y que si durabas más de diez minutos, era ella la que te pagaba dándote el coño para que se lo comieras, y cualquiera lo haría, nunca usaba bragas y solía sentarse con las piernas abiertas, había una fila de chicos siempre sentados frente a ella solo para ver, muy pocos habían podido probar ese manjar rasurado de labios mayores gordos ocultando los inferiores.

—Si te dicen que vayas después de clases a sus oficinas, es porque te echaron el ojo, Rabanito. Si lo quieres hacer hazlo, pero un consejo: No lo des de gratis —continuó Sabrina, jugando con uno de sus rizos pelirrojos con una de sus manos, con la otra se acariciaba una de sus piernas expuestas enviando una descarga eléctrica hacia sus pezones que al instante se pusieron duros—. Ah, zorrita, te pusiste cachonda.

—¿Se puso cachonda? —Preguntó la segunda a la derecha—. Yo creo que le va a gustar a “los muchachos”, ¿qué dicen?

—No inventes, Katan, tú a todas las quieres llevar con los “muchachos” —reprochó Sabrina.

—Es que me encanta verlos disfrutar con una nueva, me pone cachonda —respondió Katan.

Katan era una chica alta de 1.75 m, magra y su mejor rasgo era un rostro bastante agraciado, no tan bonito como sus compañeras, pero algo tenían sus ojos grises, no tenía casi nada de tetas ni de culo, sus piernas eran flacas también. Físicamente no encajaba con ellas: llevaba el uniforme corto, pero las muñecas llenas de pulseras negras de cuero, en el cuello un collar de también de cuerina con una placa que decía “perrita”, usaba delineador negro en exceso y tenía al menos cinco piercings visible. Decían que Katan era sado y su coño era tan apretado como cuando era virgen a pesar de que le encantaba el sexo interracial, además de sado, lo suyo era lo anal así que en sus cumpleaños sus amigas le regalaban plugs de distintos colores, formas, con lucecitas, con adornos, con cola… de todo. Katan era la más puta de todas, y la más fea también.

—Sí, quizá les gustes, a ver ese coño —dijo Sabrina, deslizando la mano que tenía sobre su pierna hasta debajo de la falda, sobre el coño, masajeándolo en círculos sobre la braga de algodón blanco. Daniela se estremeció con un escalofrío al sentir que le tocaban “allí”, su “ofrenda” como le llamaba el padre Bartolomeo, el primer párroco de la iglesia del instituto. Le habían enseñado a aceptar las caricias desde siempre, a “servir”, pero allí no sabía qué hacer, ni cómo decir que no, así que simplemente miró alrededor a ver si alguien la reprendía por ello, y aunque varios se percataron de lo que la pelinegra le hacía bajo la mesa, nadie decía ni hacía nada, así que supuso que estaba bien.

—¡Oh! Ésta va para los muchachos, definitivamente. Mírenla poniéndose mojada y dejándose manosear bajo la mesa del instituto. ¡Ésta es de las nuestras, chicas!

—Yo quiero probar —dijo la segunda a la izquierda, María, levantándose de su asiento y cambiando con Ángel, al hacerlo los de la mesa detrás de ella se giraron a verla y se quedaron embobados viendo el mejor culo del instituto, como se había declarado en el “libro negro”, un cuaderno con secretos y suciedades sobre los alumnos y profesores que estuvo dando vueltas hasta que el Principal lo obtuvo y lo hizo desaparecido.

María era latina, con un culo de mula que se tragaba cualquier braga que se le atravesara, duro y brillante de piel canela. Era castaña con ondas descontroladas que caían hasta debajo de sus hombros, ojos obscuros y grandes como almendras y labios gruesos y delineados. Para pagar por el instituto tenía que trabajar medio tiempo en una sex-shop, así que era la proveedora de todo tipo de juguetes para sus amigas, sus mejores clientes, además solía hacer dinero extra en los “cuartos privados” de la tienda siendo usada como una “gloryhole”, no pasaba día sin tener una verga en la boca, en el coño y en el culo, pero lo suyo eran los coños, era bisexual.

—Es que tengo calor —se excusó Daniela por su humedad, mientras se cambiaban asientos. Sabrina se rio en su cara, sacando la mano para que María la pusiera en su ligar.

—Mmm… No te avergüences, Rabanito, está bien que te guste esta zorra —refiriéndose a Sabrina—, y es mejor que estés mojadita y lista, así podrás conocer bien a los muchachos. ¿Te parece?

—¿Q-Quienes son los “muchachos”? —preguntó Daniela entre balbuceos, confundida por el toqueteo en su sexo que cada vez era más delicioso y su braga de algodón se empapaba bajo los dedos de la guapa latina adolescente.

—Unos amigos nuestros…

—Quiero comerte el coño, Rabanito —susurró María en su oído, a lo que Sabrina la reprendió sacándole la mano de entre las piernas.

—Déjame hablar, perra —siseó, luego volvió a centrarse en Daniela y ella por fin pudo pensar con más claridad también—. Los muchachos son unos amigos, buenos amigos, nunca te harían daño, no te preocupes.

—P-Pero yo no conozco a nadie aquí y…

—¡Mejor razón para ir! —Ángel dijo—. Si conoces a gente nueva haces amigos nuevos. Nosotras te cuidaremos, solo hay que tomar un bus y caminar un par de metros y llegamos con “los muchachos”, ¿qué dices, Rabanito?

Daniela se mordió su labio inferior, indecisa, pero tras unos segundos de reflexión se dijo a sí misma que las chicas tenían razón y que debía conocer gente nueva, hacer nuevos amigos ahora en su nuevo hogar, así que aceptó.

Más tarde, junto a sus nuevas amigas, Daniela cargó su mochila a la espalda y las siguió fuera del instituto hacia la parada de buses. Aunque no eran más que unos pasos hubo al menos una docena de chicos intentando detenerlas a hablar para pedirle una cita o “un trabajo”, pero ellas con total prepotencia y orgullo los pasaban de largo tras lanzarles un comentario venenoso y cruel. Eran unas bombas sensuales y lo sabían. Daniela era la única con suficiente timidez y decencia como para decir, “no, gracias” con su vocecilla dulce y tierna.

Mientras esperaban el bus recordó las lecciones del padre Bartolomeo diciéndole que debía leer la lección del día con voz suave y dulce, como si le hablara a los ángeles, la sentaba en su escritorio y él se arrodillaba frente a ella que, con el libro de enseñanzas diarias extendido frente al rostro, no lo veía pero sentía cuando le subía la falda e introducía su rostro gordo y barbudo en su entrepierna, olfateándole el coño y apartándole las bragas. Era difícil concentrarse y leer mientras la lengua de Bartolomeo le repasaba la raja mojada y caliente de arriba abajo, pero hacía el esfuerzo y continuaba leyendo hasta que el padre hacia “eso” con su lengua en su coño y la hacía temblar y gemir como una gata. “Buena chica” le decía la acomodarle la braga y la falda, la bajaba de la mesa y la despachaba con un cachete en el culo.

Cuando Bartolomeo fue transferido Daniela creyó que ya no tendría esos buenos momentos, pero se equivocó porque llegó el padre Felipe…

—¡Eh!, despierta, Rabanito, que este es el nuestro. Vamos —apremió Sabrina, sacudiéndole del brazo y empujándola para que suba en el bus escolar.

Las chicas iban ocupando dos asientos y charlando las unas con las otras como las amigas que eran, mientras ella iba viendo por la ventana el extraño paisaje que la ciudad portuaria le obsequiaba con sus calles de tráfico ruidoso, los truckfood y vendedores ambulantes, vagabundos y tiendas de escaparates finos con todo tipo de ropa y zapatos lindos. Daniela estaba fascinada de que el viaje en el bus le permitiera ver tantas cosas bonitas y brillantes, se sentía como viviendo en un sueño. Hasta que el bus cada vez se fue quedando más vacío y las chicas no se mostraban prontas a bajar, el paisaje fue cambiando a los condominios más pobres y las calles más sucias, con el olor de las cloacas nauseabundas brotando de las esquinas y el número de vagos y méndigos se multiplicaba.

—Aquí es —dijo Sabrina, poniéndose en pie.

—¿Estás segura? —preguntó Daniela, tomando su bolso y colgándoselo en la espalda de nueva cuenta, mirando insegura hacia la ventana. Justo en los asientos de la parada de autobús había un borracho dormido abrazado a una botella.

—Sí, Rabanito, vamos —apremió, tomando su mano y guiándola fuera.

El fétido del borracho la golpeó primero en la nariz, haciendo que la arrugue con disgusto, luego el desagüe que había aun lado, y luego la pared con tufo a orines del edifico más cercano… Daniela dejó de enumerar las cosas que olían mal y siguió a las chicas calle abajo.

Ni bien habían dado cuatro pasos cuando comenzaron la sarta de silbidos y sandeces de parte de quien estuviera al otro lado de la calle o de los que pasaban a un lado del quinteto atómico. “Qué ricas tetas, mamacitas”, “qué culos”, “¿cuánto cobran, putas?”, “¿quieren verga?”, decían entre otras cosas, incluso hubo alguien que pasó por su lado y se sacó una verga obscura y poblada de vellos negros y rizados y la sacudió frente a ellas, pero las chicas siguieron caminando y se rieron de él, haciendo que otros hombres a su vez se burlaran del exhibicionista. Ellas eran como diosas en ese barrio, todos las deseaban y querían entrar en sus coños adolescentes pero ninguno tenía el privilegio, sólo podían verlas contonear sus culos y sus tetas con exageración mientras andaban e intentar ver sus bragas debajo de sus faldas, y el coño de Ángel, la que nunca usaba bragas.

Llegaron a un callejón entre un hotel y una librería, había dos cajones para la basura y un vagabundo al lado que al verlas llegar se sacó el sombrero roído y las saludó.

—Buenas tardes, mujercitas, que la pasen bien hoy —dijo el vagabundo.

—Buenas tardes, Raúl, gracias —dijo Sabrina, las demás la siguieron.

—¿Habrá suerte para este viejo hoy?

—Hoy no, Raúl, quizá otro día. —Ésta vez fue Ángel la que respondió—. Jugamos con Raúl a veces, pero sólo cuando queremos salir de la rutina. Nos da morbo porque es viejo y huele mal, pero no te engañes, está bien dotado, quizá un día lo descubras tú misma.

Daniela se estremeció al pensar en estar con un hombre tan sucio y de mal aspecto como Raúl el vagabundo, el padre Felipe era siempre aseado y de buen ver. Tenía cuarenta años, llegó a la parroquia dos meses antes de que ella se fuera pero Felipe había continuado con su instrucción, esta vez usando las horas del confesionario para enseñarle a complacerlo. La ponía de rodillas y mientras él se sentaba en el pequeño espacio le pedía que se abriera la camisa y le mostrara los pechos, él hacía lo mismo abriéndose la sotana y mostrándole un miembro rojo y largo con las venas marcadas.

Era una imagen morbosa ver a Daniela con las tetas al aire y al sacerdote en su hábito pajeándose frente a la joven, dándole órdenes de besarle la verga como parte de su acto de contrición y luego mamarle hasta que se corriese en su cara, felicitándola después por sus buenas acciones, la recompensaba dejándola sentarse en su verga y frotarse con ella mientras él le comía las tetas hasta hacerla gemir de gusto y ponerse colorada como un rábano.

Las chicas la volvieron a traer de su distracción cuando la detuvieron en la entrada en un bar, aunque a simple vista sólo tenía el letrero con luces neón para diferenciarlo en esa pocilga. Le desabrocharon los botones de la polo, le revolvieron el cabello un poco soltándole los broches con que los sujetaba y le subieron aún más la falda.

—Ahora estás presentable —dijo Sabrina.

—¿Eres virgen, Rabanito? —preguntó Katan, obteniendo miradas desaprobatorias de parte de las demás—. ¿Qué? Yo sé que tiene pinta de zorra, pero hay que estar seguras. —Luego volvió a dirigirse hacia ella—. Allí adentro va a pasar de todo, y tienes que estar segura de que quieres entrar y estar dispuesta a jugar con “todos”, ¿entiendes, Rabanito?

Daniela meditó un segundo, mordisqueando su labio inferior. Entre tanto y tanto recordar a Bartolomeo y Felipe que solo esperaron su mayoría de edad para meterle mano y usarla, y entre los magreos de las chicas y las obscenidades que le gritaron en la calle Daniela se dio cuenta que se había puesto muy cachonda. Lejos de casa, lejos de quien pudiera consolarla en ese estado y sabiendo que su virginidad la había dejado atrás hacía tiempo, asintió y entró a conocer a los “muchachos”.

***

Ésta es una nueva serie de relatos en las que espero poder permitirles conocer a estas cinco chicas y sus historias. Vamos a empezar con nuestro "Rabanito".

Espero les guste.

Un beso donde quieran,

Emma.

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