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Ese día, me hiciste creer

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Una historia por empezar, una historia de libertad, de sentimientos desbordados, pasión y amor. Una historia que empezó entre cables y ordenadores y terminó en la habitación de una casa frente al mar.

Yo quería creer cuando oía tu voz en mi cabeza… claro que quería. Quería creer que había entre los dos una conexión especial, una conexión que iba más allá de cables y ordenadores… quería creer que éramos dos almas entablando contacto de una forma que escapaba a toda lógica.

Yo quería creer, pero también sabía que la locura estaba a un solo paso y que quizá, si acababa creyendo lo que tú me decías, la locura podría apoderarse completamente de mi mente y entonces ya nunca sería libre para dudar, para decidir, para discernir… ya solo creería.

Y entonces un día, juntando todo el valor que pude, ese que en tantos años no había tenido, me animé a un último ataque de valentía porque, bueno, yo quería creer. Y así, fui a tu encuentro sabiendo que estabas aquí, en mi ciudad.

Aquel día lleno de otras personas, personas que no sabían lo que tú me decías, lo que yo quería creer, ese día, al fin te vi por primera vez.

Yo solo te veía a ti, solo te escuchaba a ti… mientras las mejillas me ardían y el corazón aceleraba cada vez más sus pasos y tú… tú me trataste con amabilidad, con la misma que tratabas al resto, con una ínfima diferencia si, la ternura que te inspiraba verme sonrojar como una chiquilla cuando te miraba.

Y entonces no oí más tu voz dentro de mi cabeza y en ese momento me pregunté si aquellas palabras, si esas casualidades que yo atesoraba tanto habían sido solo eso, casualidades y trampas… Y busqué tus ojos para saber si tú… si quizás… y me acercaba cada vez que podía buscando tu encuentro… pero tú continuabas completamente ajeno a todo.

Y comprendí. Te dediqué una última mirada, un saludo de despedida y marché.

Al llegar a casa, cuando cerré la puerta, tomé una decisión.

Elegí perder mi libertad y raciocinio… porque sabía que al cruzar ese umbral, ya no iba a tener más dudas y porque todo lo que yo quería era creerle.

Por eso te abrí la puerta sorprendida de que estuvieras allí… delante de ella, aporreándola con la culpa en tu rostro, por eso te dejé entrar… quizás fue la última mirada la que te hizo reaccionar, despertar, quizás entendiste que realmente si me despedía de ti, solo quizás en tu mente, porque en la mía había decidido a pesar de todo creerte, por eso nada más abrirte me tomaste entre tus brazos y me besaste, dejando que lo ajeno te importara, que yo… realmente te importaba.

El día se levantaba una vez más y yo con él, la claridad de la mañana dibujaba una sonrisa en mi rostro y cuando abrí las contraventanas el sol entró a raudales en la pequeña habitación inundándolo todo con su luz, el aroma a mar, la brisa de las mañanas de un verano en ciernes. Me sentía observada, sabía que tú me mirabas, sabía que el camisón blanco por efecto de la luz trasparentaba mi cuerpo desnudo y que tú me dibujabas con tu mirada.

Había dejado de ser libre, había dejado… que la locura me invadiera porque quería creer en ti, creer en todo lo que me decías, creer en todo lo que me susurrabas al oído cuando me hacías el amor, no me importaba haber dejado mi libertad a un lado para ser… ahora tuya.

El día se había levantado ventoso, mi pelo se enredaba con el viento y este a su vez hacía mover mi camisón pegándolo en mi piel, me mirabas y sabía que a pesar de haberlo recorrido toda la noche con tus besos, querías más… yo quería más. Había sido una noche muy larga para los dos, pero no lo suficiente, había amanecido antes de tiempo y los dos nos habíamos quedado con las ganas de seguir amándonos antes de caer rendidos, exhaustos, sudorosos encima de las sábanas de seda blancas, sabía que habíamos despertado con el pensamiento de que algo nos faltaba… nos faltaba decirnos, te quiero.

Comprendí que esa palabra podía asustarte, sabía que me la habías intentado susurrar en mi oído mientras me hacías el amor, sabía que al igual que yo quería creer en ti… tú querías creer en mí, te había dado todo esa noche, te había enseñado por donde quería caminar, caminar de la mano junto a ti, dispuesta a caminar por escarpados acantilados, por ardientes desiertos y navegar por los océanos más traicioneros, te había dado mi libertad, te había dado el poder de discernir lo que está bien o lo que está mal, había cruzado aquel umbral que juré no traspasar y me había abrazado a la locura más dulce entre tus brazos… porque… solo quería creer en ti.

Estaba enamorada, pero sabía, notaba… intuía que tú también te habías entregado, me habías entregado tu raciocinio, tu libertad, ahora éramos dos almas unidas en una misma locura, atrás quedaron, por fin, las dudas, dudas en las que él solo me miraba, miradas que aunque vacías me llamaban y luego se escondía, sabía que lo que me escribiste… lo que me susurraste a través de la pequeña pantalla de ordenador era cierto, solo hacía falta una pequeña mecha, un pequeño gesto para que echaras a andar y esa fue la despedida con mi mirada.

Estaba tan feliz, tan absorta en mis pensamientos que no me di cuenta cuando te levantaste, solo noté como por detrás me abrazabas, pegando tu cuerpo desnudo al mío, sintiendo tus fuertes manos en mi vientre, tus labios en mi oído besándome, diciéndome por primera vez… te quiero. Entonces sentí como mi cuerpo escapaba por la ventana, volando hacia un final incierto, como mi mente se disolvía en un mar de deseo, deseo ser tuya otra vez, deseo besarte, abrazarte, darte mi cuerpo para que hagas con él… para que me ames.

Tus manos habían pasado de mi vientre a mis senos, acariciado mi cuerpo a su paso, subiéndome el camisón y dejando que mis nalgas sintieran el roce de tu piel, tenía los pezones hinchados del frío de la mañana, sensibles al tacto de tus dedos cuando me los pellizcabas y por encima del camisón dibujabas mis areolas. Mi cuello se ha desprotegido y tú me apartabas la melena para besármelo sintiendo la humedad de tus labios en él, los suspiros casi jadeos echaban a volar junto con las gaviotas que nos sobrevolaban, que planeaban majestuosamente como si de águilas se tratasen, tus manos nuevamente sobre mi vientre, sobre el camisón arremolinado sobre mi sexo tapando con tus dedos en forma de triángulo mi vulva, tu pelvis apretándome las nalgas y tus dedos sobre mi vagina sintiendo la humedad que me habías provocado ya en mi cuerpo.

Los movimientos de nuestras caderas como bailes de salón, con esa precisión de movimientos y ese vaivén que siento detrás de mí, con tu pene entre mis muslos, bebiendo de mis labios, sintiendo la dureza con la que tanto me hiciste gozar en la oscuridad de la noche, cuando nuestros cuerpos resbalaban el uno sobre el otro y tu pene navegaba dentro de mí, quedándose muy dentro cuando robabas los gritos de mi placer que llenaban la habitación momentos antes de que tú, derramaras tus fluidos dentro de mi vagina, pintando con tu semen las paredes de mi útero.

Si, gracias a dios que quise creer, gracias por llamar a mi puerta y creer que yo soy tu compañera, que no soy un cable, ni un ordenador, que soy de carne y hueso como tú, que el gemido que dejé volar por la ventana cuando te sentí entrar nuevamente dentro de mí es real, que mi vagina envolviendo tu pene es real, que tus gemidos en mis oídos cuando entras y sales de mí son reales, que el sonido acuoso de tu pene entrando y saliendo de mi vagina, acompañando a mis gemidos, solapándose con los tuyos son reales y no unas tiernas palabras en una pantalla y no obstante ahí empezó todo, en esa pantalla empecé a creer, empecé a enamorarme de ti.

Cada empujón… cada penetración que sentía en mi vagina era un canto de placer, un canto que atraía a los pocos transeúntes que paseaban por la playa y como si de un canto de sirena fueran, sus ojos se clavaban en aquella pequeña ventana donde estaba una mujer con un camisón blanco a la que sujetan dos manos en sus pechos, los ojos cerrados, la boca abierta emitiendo cantos de placer, a veces ahogados, a veces casi gritando y detrás de ella una sombra que se movía, que la acechaba, secuestrando su ser y aquella sombra, aquellas manos la empezaron a quitar el camisón por encima de su cabeza, dejándoles ver unos hermosos pechos, firmes y redondos que tenía aquella aparición, aquella sirena que les llamaba, que les excitaba tanto que podían dejar de mirar.

Sacando tu pene de mi interior, dejándome huérfana de gemidos, me diste la vuelta y subiéndome al poyete de la ventana, abriste mis piernas para ver el mar en el que se había convertido el interior de mi vagina, un flujo líquido y cremoso se escapaba resbalando por el interior de mis muslos, mis labios brillaban para ti, te llamaban hasta el punto que te agachaste y los lamiste, empezabas a saborear el néctar de mi interior, a beber de mí con pasión provocando una escalada en mis gemidos. Empezaba a sentir como tu lengua me perforaba, me hacía temblar cuando era mi clítoris el que soportaba la mayor parte de tus lametazos, cuando lo succionabas con tu boca y dentro de ella lo acariciabas con tu lengua haciendo que una vez más mis gemidos salieran expelidos por mi boca como cantos de sirena y que mi espalda casi saliera por la ventana y que tuviera que agarrarme con fuerza al marco de la ventana, a las cortinas que estiraba cada vez más hacia abajo. Estaba feliz, estaba casi en éxtasis cuando después de haber bebido de mi vagina te levantaste y me besaste, sabiendo a mí, sabiendo a la felicidad que me desbordaba.

Dejé de sujetarme al marco de la ventana y con mis manos abracé tu cuello entrelazando los dedos por detrás, nuestras miradas se encontraron a medio camino entre el amor y la lujuria cuando me guiñaste el ojo, querías que mi mirada se trasladara hacia abajo, observando tu pene, viendo como jugueteaba con mis labios tremendamente mojados perdiéndose entre ellos, golpeando mi clítoris que palpitaba con cada roce… era tuya, no podía hacer más que obedecer tus órdenes, puesto que te había entregado todo lo que yo era, era incapaz de decirte no y mi rostro entre jadeos y gemidos lo reflejaba. La mente inundada de emociones que se morían por salir al mundo, mi sexo anegado por mi flujo… sin poder pensar… sin poder racionar… sin querer tan siquiera hacerlo porque, sabía que era tuya, que perdí desde el momento que te abrí la puerta… que conscientemente sucumbí ante ti porque te quise creer.

Mi piel se erizaba con tus caricias en mi espalda, un escalofrío atravesó mi cuerpo cuando te oí decirme “te quiero”, cuando mi respuesta fue también un te quiero, seguido de unos de los besos más dulces que recuerdo, un beso que terminó en un pequeño mordisco en tus labios cuando tu miembro se empezaba a meter en mi vagina, como una barra dura e incandescente la atravesaba lentamente, pero sin pausa, rozando cada terminación nerviosa, cada centímetro de mi interior alojándose allí dentro, dejando que los músculos de mi vagina se contrajeran apretándote el pene. Todavía no bombeabas, simplemente disfrutabas del calor y la humedad de mi vagina, que te apretaba, te succionaba hacia mí y disfrutabas viéndome cerrar los ojos y gemir, disfrutabas viéndome mirar como tu pene entraba y salía totalmente envuelta en mis flujos, luego cerraba los ojos y sonreía nerviosamente.

El bombeo no tardó mucho en aparecer, no tardaste en sacar y meter tu pene de mi vagina, en hacer que unos simples gemidos se evaporasen a favor de unos pequeños gritos y más tarde como arte de magia desaparecíamos de ventana, me habías cogido en volandas con tu pene alojado dentro de mí y en la cama con mis piernas en tus hombros bombeabas con fuerza, dejando las secuelas más placenteras en mi interior, sin poder gemir, solo gritar, sin poder articular palabra alguna. Los pocos afortunados que nos vieron, aquellos que estaban disfrutando con nosotros de pronto se vieron huérfanos mirando una ventana vacía, pero con el protagonismo que una ventana abierta tiene al mundo exterior, dejando volar los sonidos del interior de su habitación, sonidos de golpes, de carne contra carne, piel contra piel, sonidos acuosos, jadeos, gemidos y gritos, los sonidos que me infligías al meterme tu pene hasta donde mi vagina te lo permitía.

Sentía parte del peso de tu cuerpo sobre mí, tus manos a mis costados hundiéndose en la cama cada vez que me penetrabas, tu rostro desencajado fiel reflejo del mío y un orgasmo que sobrevino sobre mí, que me inundó en un mar de placer, mi vagina se había llenado más de lo normal en mí, no sabía que era hasta que me di cuenta de que tú también te habías corrido, los dos sin pretenderlo habíamos llegado al éxtasis juntos y a la vez que mi cuerpo ardía y sentía espasmos, tú eyaculabas dentro de mí, ahora si notaba como los últimos latigazos de tu semen me golpeaban, como nuestros jugos se unían unos queriendo llegar a su meta, otros queriendo escapar de mi interior mojándonos a los dos.

Tu cuerpo siguió bombeando felicidad en el mío toda la mañana, toda la tarde, exhaustos si… pero no sabíamos cuánto tiempo más nos quedaba.

Tú volverías a tu ciudad, tú volverías a escribirme, a decirme ahora si un te quiero detrás de una pantalla y yo… yo ya creería todo lo que me dijeras… ya dejaría de querer creer… y creería.

Dejaría de pensar, de dudar, sabía que la locura había entrado en mí, ya creía… creía lo que tú me decías, me lo habías demostrado aquellas horas en las que nos habíamos amado, la locura se había apoderado de mi mente y sabía… que ya nunca sería libre para dudar, para decidir, para discernir… ya solo creería.

Y a pesar de todo, en algún rincón olvidado de mi mente quedaba una pequeña porción de duda… la duda se resistía a creer. Y entonces oí tu voz dentro de mi cabeza y en ese momento, me pregunté si aquellas palabras que resonaban dentro de mí, no sería más que una mera trampa de mis dudas… de mi inseguridad, de la resistencia a no creer y entonces desperté y busqué tus ojos, no era un sueño, estabas realmente allí delante de mi puerta otra vez, mientras te leía, el sonido del timbre de la puerta sonó y te abrí, aun incrédula te miraba mientras tú me sonreías, realmente no eras una aparición, realmente estabas allí con una pequeña maleta.

Y comprendí. Te dediqué la primera mirada, un saludo de bienvenida y te dejé entrar.

Cuando cerré la puerta, tomamos juntos una decisión.

Elegimos perder nuestra libertad y raciocinio… ya no íbamos a tener más dudas.

Porque todo lo que los dos queríamos, era creer.

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Este relato se lo debo y dedico a una amiga que con sus palabras inspiraron el resto de las mías y no sería justo por mi parte, no solo mi agradecimiento sino también las gracias por su aportación.

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