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Esta noche es Nochebuena (Segunda parte)

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Después de la inigualable experiencia en los vestuarios con aquellos dos maduros, lo último que quería Ana era tener sexo esa noche con su novio. Sus apetitos estaban completamente colmados, de tal modo que después de la tertulia de la cena se hizo la remolona excusándose en que había bebido más de la cuenta y no se encontraba bien.

El día de Navidad también transcurrió en familia como manda la tradición, sin embargo los pensamientos de Ana navegaban por aguas más turbulentas. Con todo ello, no dejaba de albergar algunas dudas con respecto a volver al gimnasio o tener que buscar otro, pues el hecho de regresar comportaba ver al dueño, y no le apetecía pasar por la violenta situación de estar con su novio mientras él conocía al dedillo cada detalle de aquella tarde lujuriosa. Sin embargo, a los dos días, cada vez que rememoraba la proeza, inevitablemente su sexo se derretía y su novio tenía que apagar un fuego sin saber la causa, ni tampoco los pirómanos que lo provocaron.

Por mucho que intentara buscar excusas, sus pensamientos siempre regresaban al punto de partida en donde el vikingo y el dueño del gimnasio la empalaban sin piedad, haciéndole un magnífico sándwich, mientras su novio, (desconocedor de lo que su novia se llevaba “entre manos”) esperaba en el hall. El morbo de la situación, unido al placer recibido no tenía parangón, y eso se traducía en una tesitura difícil de gestionar, por tanto las opciones pasaban por buscar otro gimnasio y evitarse problemas, o regresar e intentar repetir aquella gesta, con el riesgo que eso comportaba.

Desconocía por completo el horario del vikingo. Tan sólo lo había visto una vez y no sabía si estaba de paso o volvería a encontrarse con él, de modo que, al ponderar las opciones pensó en continuar como estaba e intentar ignorar al entrenador como si nunca hubiese pasado nada, aunque una cosa tenía clara, no quería que cada vez que los viera pensara que su novio era un cornudo y por eso tenía que prescindir de él para ir a entrenar. No tuvo que insistir mucho por eso, habida cuenta de que acompañarla era mayormente para reducir tantas miradas destinadas a su novia, y en cierto modo le hizo un favor porque el deporte no dejaba de ser un suplicio para alguien a quien no le gustaba, y entre esos “alguien” se encontraba él.

Ana acudió el lunes después de Navidad al gimnasio a reconciliarse con los hierros, ya que en los últimos días los tenía abandonados, dedicando sus esfuerzos al pádel y al spinning, pero ese día su motivación se inclinó por las pesas. Cuando entró en la sala echó un vistazo y comprobó que no había mucha gente, tan sólo dos chicas y tres chicos, entre los que estaba el dueño explicándole a una mujer su rutina. Cuando entró Ana, sus miradas se cruzaron y ella saludó tímidamente bajando la vista, por el contrario, el dueño le sostuvo la mirada más tiempo del reglamentario en condiciones normales. En el fondo Ana hubiese deseado encontrarse con el vikingo, pero eso era como una lotería, sin embargo su sexo se congratuló de ver al propietario del gimnasio saludando con un hormigueo que recorrió su zona genital para darle la bienvenida. Uno y otro rememoraron sin decir nada aquellos veinte minutos inolvidables. Esa vez se demostró que una mirada dice más que mil palabras y con ella, Berto manifestó todo lo que había que expresar.

Ana hizo unos estiramientos antes de empezar con los jalones de polea y a continuación se puso a ello olvidando por un momento los veinte minutos más intensos y morbosos de su vida.

Desde su posición, Berto no perdía detalle de cada uno de los movimientos de Ana y pese a estar instruyendo en ese momento a otra mujer, su vista y su cabeza estaban con Ana. Y para corroborar que así era, una erección empezó a hacerse notoria en su chándal, mostrando una hinchazón que la mujer podía pensar que era dedicada a ella, pero nada más alejado de la realidad. Berto le dijo que siguiera sola siguiendo sus directrices y se retiró para decepción de la mujer, dirigiéndose hacia Ana.

—Hola, —le saludó.

—Hola, —le contestó con una tímida sonrisa.

—¿Vienes sola?

—Sí.

—¿Y tu novio?

—No ha querido venir, —mintió.

—Mejor, ¿no?

—Supongo, —respondió sin querer mostrar una predisposición evidente para volver a fornicar, sin embargo no pudo evitar la pregunta.

—¿Cuándo suele venir el hombre del otro día?

—Veo que te ha dejado una profunda huella.

—Puede, —contestó sin pretender evidenciar la realidad, pero sin conseguirlo.

—Estaba de paso. Sólo vino dos días.

—Entiendo, —dijo un tanto desilusionada, y cogió la barra para seguir con sus jalones con objeto de no enfriarse. Mientras bajaba la barra, Berto se colocó detrás para ayudarla, pese a que en esos momentos no le hacía ninguna falta su ayuda. En los últimos centímetros de recorrido le asistía con dos dedos para aliviar la carga, mientras su entrepierna presionaba en la parte trasera de su cabeza, de modo que a Ana no le pasó desapercibida la patente erección de la que hacía gala. Cuando terminó el ejercicio se levantó esquivándolo para no rozarse con él.

—¿Has visto como me tienes? —le dijo mientras le mostraba su erección a través del chándal.

—No seas vulgar. Eso es innecesario y te pueden ver. No estamos solos.

—Eso tiene arreglo. Vamos a mi despacho. Allí no nos interrumpirá nadie.

—No me interesa, —manifestó.

—Está bien, lo entiendo. Perdona, —se disculpó.

Ana terminó su rutina y después hizo quince minutos de cardio antes de irse a las duchas. Se desvistió y utilizó la misma ducha en la que hacía dos días se la follaron salvajemente aquellos dos sementales, y no pudo evitar acariciarse los pechos al evocar las sensaciones de sentirse penetrada por dos hombres a la vez. Sin darse cuenta se encontró masturbándose sintiendo el chorro de agua caliente sobre su cuerpo y su dedo friccionando su clítoris en busca de gozo, pero otra mujer entró en los vestuarios y tuvo a abandonar la autosatisfacción, con lo cual se vistió, cogió su bolsa y se dirigió por el pasillo hacia la salida, cuando se abrió la puerta del despacho. Berto se asomó y le dijo que entrara.

—¿Qué quieres? —le preguntó Ana mientras permanecía en la puerta.

El entrenador la cogió del brazo y la condujo al interior, a continuación cerró con el pestillo.

—¿Qué haces? —protestó Ana.

—Mira como me tienes, cabrona, —le dijo mostrándole una polla completamente dura y que la saludaba, poniéndose a su servicio.

—¡Déjame en paz! Estás enfermo, —se quejó al sentirse forzada.

—Sí, enfermo por follarte otra vez, ¡zorra! No he dejado de pensar en ti desde el otro día.

—Ese es tu problema. ¡Suéltame o grito! —le advirtió.

—Vas a gritar, pero será cuando te la meta por el culo, cabrona. Ahora eres mía y vas a hacer todo lo que te diga o tu novio entenderá por qué le cuesta tanto pasar por las puertas. Así que empieza a mamármela, zorra.

Berto sentó a Ana en la silla con un brusco empujón, se quitó por completo el chándal y le puso el miembro en la boca.

Los temores se agolparon atropelladamente en la mente de Ana. Aquello no podía estar sucediendo. Lo último que habría querido era estar sometida a chantaje por aquel hombre. Quizás si las cosas se hubiesen desarrollado de otro modo ella hubiese estado receptiva, de hecho, la humedad de su coño permanecía después del calentón que había pillado en las duchas, pero la situación ahora era diferente. Estaba siendo forzada y chantajeada por aquel hombre que empezaba a notar el placer que le estaba procurando la boca de Ana tras acatar sus instrucciones, por tanto, se dedicó a hacerle una buena mamada si con ello salía de allí lo antes posible. De momento no podía pensar en cómo huir de aquel abismo en el que había caído, sólo quería acabar pronto con aquello y volver a casa con su novio. Ya pensaría la manera de sortear aquel escollo. Ahora tenía la polla en su boca y el entrenador la instaba a metérselo más adentro.

— ¡Joder! Ya no me acordaba como la mamas. ¡Dime que te gusta, putilla! ¡Dímelo!

Ana no contestó. Sacó el miembro de su boca y con una mirada de repulsa dio por hecho que respondía a su pregunta.

— ¡Contesta cuando te pregunte, puta! … o mañana tu novio recibirá un correo muy revelador de cómo a su novia le gustan más la pollas que a un niño los Reyes Magos.

— Me gusta, —dijo coaccionada.

— Así me gusta, que seas sincera, porque si no lo eres tendré que castigarte, —le advirtió atizándole con su miembro en la boca durante unos segundos para después encajárselo de nuevo dentro.

Ana se afanaba haciendo uso de su maestría para acabar lo antes posible con aquello. Quería volver con su amado y alejarse de aquel hombre lo antes posible. Por el contrario, Berto estaba disfrutando de la felación y empezó soltarle una retahíla de insultos mientras eyaculaba en su boca. Ana no pudo aguantar las explosiones y se zafó, pero el entrenador se cogió la verga y dirigió el resto de su corrida a su cara, después le cerró la boca y la obligó a tragarlo.

—¿Está rico? —le preguntó.

Ana no contestó.

—¡Contesta cuando te hable!

—Sí, le respondió de mala gana.

—Lo sabía. Te mueres de ganas, pero no quieres admitirlo. ¡Vamos, límpiamela! —le ordenó mientras se la volvía a meter en la boca. —¡Déjalo reluciente!

Ana lo engulló y lo lamió haciendo lo que le pedía hasta que consideró que ya estaba lo suficientemente limpio.

—¿Puedo irme ya?

—¿Irte?

—Pero si aún no hemos empezado, y sé que te mueres de ganas de que te folle.

Berto le bajó el pantalón del chándal y se encontró con un tanguita blanco adornando su exquisita figura y advirtió una mancha de flujo en su sexo muy sintomática. Después metió su mano por dentro para constatar lo mojada que estaba.

—Pero qué zorra que eres. Tu coño es pura gelatina. Te haces la puritana y lo que quieres es que te follen en cualquier lugar y de cualquier manera, —le expresó mientras le metía el dedo con rudeza una y otra vez en un coño completamente mojado.

—¿Te gusta, putilla?

Ana no contestó, pero su respiración y sus jadeos respondieron por ella. Aquello le estaba gustando más de lo esperado ante aquella situación, y el trato que recibía, lejos de molestarle, empezaba a gustarle cada vez más.

—¿Quieres que pare? —le preguntó de nuevo, y Ana le contestó moviendo negativamente la cabeza mientras respiraba agitada y exteriorizaba sutiles resuellos, abandonándose al placer del dedo que la penetraba con ahínco.

—Lo sabía. ¿Ves cómo eres muy zorra?

Berto la apoyó contra la mesa, le terminó de quitar el chándal dejando su culito al aire, en pompa y a punto para él. Le abrió las piernas con sus pies, posó el palpitante glande en la entrada y la penetró haciendo que lanzara un gemido más sonoro con el primer pollazo. Después lanzó un “ooohhh” igualmente elocuente cuando lo notó todo dentro y, posteriormente, el entrenador se dedicó a fornicarla a buen ritmo, aferrándose a aquellas maravillosas nalgas.

— ¿Te gusta esto más que el pádel, Ana?

— Sííí.

— ¿Quieres que te la saque?

— No. ¡Sigue! —gritó.

— Menuda zorra estás hecha.

Ana se dejó hacer, apoyando las dos manos en la mesa y disfrutando de los embates del entrenador que iban ganando en intensidad y rapidez, entretanto movía su culo queriendo sentir todo el puntal, mientras gozaba de los contundentes golpes de riñón que Berto le propinaba. Ana volvía a gozar con aquel hombre y volvía a sentirse muy puta por estar poniéndole los cuernos de nuevo a su novio, sin embargo, contra todo pronóstico, le gustaba sentirse así. Era una novedad para ella y el morbo que despertaba aquella situación era tremendamente excitante. Una fuerte palmada en su nalga le interrumpió un orgasmo que estaba empezando a asomar, seguidamente otro manotazo en la otra nalga la alentaron a mover su culo con contundentes movimientos, a la vez que el entrenador seguía embistiendo sin tregua mientras la azotaba una y otra vez dejándole las nalgas enrojecidas de la tunda que le estaba dando. Los azotes, lejos de molestarle, enardecían todavía más su excitación.

—¡Fóllame más fuerte, que me corro, —gritó.

—¡Así, córrete, cariño!

—¡Qué dura la tienes! ¡Cómo te siento, joder!

Un intensísimo orgasmo se inició en su coño, recorriendo después todo su ser, viajando por cada terminación nerviosa durante treinta segundos en los que en su mente no había espacio para nada más que para el placer que aquel hombre maduro le estaba procurando con cada pollazo que le daba. Los gritos y jadeos fueron remitiendo, pero el entrenador quería adentrarse en las profundidades de aquel culo que no le había dejado dormir durante dos días, y con la polla completamente lubricada incursionó ahora en el agujero más estrecho, llevando a Ana a retomar unos gritos que parecían haber cesado.

Ana notaba como la polla se iba adentrando en su esfínter y le provocaba un dolor agudo, pero era soportable. Berto siguió ejerciendo presión hasta que el cipote penetró por completo en el pequeño agujero y cuando así fue empezó a percutir de forma lenta pero con contundentes golpes de cadera. Ana notó sensaciones placenteras que venían a sustituir los efectos dolorosos de las primeras acometidas y los resuellos de placer hicieron también su aparición acompañando a los resoplidos que el dueño del gimnasio daba mientras la enculaba.

—¡Joder, qué buena estás! ¡Menudo culo tienes! Estaría follándote todo el día, cabrona. Tienes un culo que me mata.

—¡Fóllame! —le suplicaba Ana. —Fóllame toda, cabrón, —le exigía ávida de más placer.

—El cabrón es tu novio, que no sabe que te van las pollas gordas, ¿me equivoco?

—No, no te equivocas. ¡Dámela toda! ¡Dame polla! ¡No pares! ¡No pares! ¡Fóllame fuerte, hijo de puta!

Ante tal avalancha de peticiones indecentes y obscenas, Berto abandonó el orificio. Deseaba prolongar el momento y que la joven disfrutara con él dejándole la misma huella que posiblemente le dejó el hombre rubio de ojos azules, aunque en el fondo quería superar la impronta del vikingo, y para ello se esforzó con todo lo que tenía. El hombre se acostó encima de la mesa ofreciéndole su hombría en todo su esplendor y Ana no dudó ni un momento en montarse a horcajadas sobre él para volver a meterse la polla por el culo. Cuando la tuvo en la entrada se dejó caer sobre la inhiesta barra de carne, notando cada centímetro de aquel madero dentro de ella, y acto seguido empezó a saltar sobre él con movimientos que se coordinaban con los del empuje de las caderas de él. El placer y el morbo que Ana sentía era indescriptible, pero lo que deseaba era correrse, y con la polla incrustada en su culo en ese momento no lo haría, de modo que cambió, y la extrajo de su ano para insertársela en el orificio del placer. Deslizó la mano por debajo, lo aferró y se lo fue metiendo poco a poco hasta que hizo tope originando que su boca se abriera exhalando un suspiro de profundo placer.

El cambiar de registro no le supuso un problema, al contrario, el placer era mayor y el contacto de la polla con su clítoris le provocaba sensaciones extraordinariamente placenteras. Berto se agarró a las nalgas mientras ella saltaba sobre su miembro con vehemencia. Echó un poco las piernas hacia atrás con la intención de que su clítoris tuviese un mayor rozamiento en busca del clímax y Berto deslizó un dedo en el pequeño, pero dilatado agujero de su ano para incrementar el placer de Ana, y después de diez segundos, ella tuvo un glorioso orgasmo que competía, e incluso superaba a los que le proporcionó el vikingo. El dedo seguía incursionando en su ano y la polla continuaba pistoneando en el coño de Ana, mientras ésta se abandonaba a un placer impúdico, pero que en esos momentos poco le importaba. Solamente le interesaba el deleite que el entrenador le estaba suministrando con cada pollazo.

Los indómitos movimientos de cadera de Ana condujeron al dueño del gimnasio a su clímax entre convulsiones de uno y otro, en un intercambio de placeres y gritos por ambas partes. Ana notaba como la leche golpeaba en sus entrañas y eso se traducía en un placer añadido. Nunca había experimentado la sensación del semen golpear en las paredes de su útero y ante aquel goce inigualable, se abandonó al impulso de besar a aquel hombre como si fuera el hombre de su vida, el que la colmaba de felicidad, y sobre todo, destacando aquel encuentro como algo verdaderamente entrañable, como si aquella vivencia hubiese sido una idílica noche de sexo en una paradisíaca playa con la persona amada.

Después de la contienda ambos se quedaron un minuto el uno sobre el otro sin moverse recuperando el resuello. Seguidamente se vistieron apresuradamente para camuflar la hazaña.

—¿Te ha gustado? —le preguntó Berto.

—Mucho, —tuvo que admitir. Tanto que ahora tenía muchas dudas de futuro con su novio. Su sexualidad parecía haberse estimulado con las recientes vivencias junto aquellos dos hombres, y eso era un hecho irrefutable. Quería a su novio, pero el morbo, la novedad y el placer que había experimentado hicieron tambalear los cimientos de su relación. ¿Por qué tenía que ceñirse a un solo hombre que hasta el momento no le había hecho sombra a aquellos dos sementales?

Todos esos planteamientos de futuro la acompañaron de camino a casa mientras conducía, preguntándose qué quería realmente, cuando una llamada desconocida la sacó de su abstracción.

—¿Diga?

—Soy Berto.

—¿Por qué tienes mi número? —preguntó perpleja.

—Tengo tu ficha ¿recuerdas?

—Es cierto.

—Quería proponerte algo.

—¡Dime!

—Tengo una reserva de dos noches para Noche Vieja en un hotel en Sierra Nevada. He pensado en ti. ¿Qué me dices?

Si albergaba alguna duda con respecto a su relación, se disipó con aquella irrechazable propuesta. En ese momento Ana se dio cuenta de que deseaba vivir y disfrutar su vida, y estableció unas prioridades en las que su novio no aparecía: sus estudios, su entrenamiento, sus amistades, y sobre todo, el sexo con quien le apeteciera en cada momento. En definitiva, todo aquello que la hacía feliz. Se dio cuenta de que cruzar el umbral de lo políticamente correcto le ayudó a tomar una decisión trascendental que podía llevarle a una mayor felicidad… o también, todo lo contrario. Ella tenía claro el camino a seguir e intentó aplicarse una cita que alguien a quien apreciaba en el pasado le recitó una vez: “La vida es como montar en bicicleta, para mantener el equilibrio, debes seguir moviéndote”.

—¿Y bien…? —le preguntó Berto.

—¡Voy! —respondió exultante.

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