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He visto a Verónica

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He visto a Verónica. Está frente a un portal. Está fregando los escalones. Me he detenido: "¿Tú, qué haces aquí?", le he preguntado; "Ya ves, trabajando", me ha contestado; "¿Y tu hermana?"; "¿Sarai?, se fue a Francia"; "De puta, supongo", he manifestado; "¿Por qué dices eso?", me ha interrogado, extrañada; "Una noche tu hermana se me ofreció por dinero"; "Acabó un máster, ha ido por trabajo, decente"; "Ya". Sarai. Todavía recuerdo sus tetas gruesas y elevadas entre mis labios, su fina cintura en mis manos, su cadera ancha y acogedora pegada a mi abdomen; sus ancas de yegua abiertas y el sonido acuoso que salía de su chocho bien lubricado a cada embestida mía; y sus lánguidos gemidos de placer. Me costó 50 euros, barato para tratarse de una hembra como Sarai; pero, claro, la follé en mi casa, y usé mi condón. Su hermana Verónica me gusta; normal, es igual que Sarai.

El jefe de Verónica la ha visto hablando con un desconocido: ha pasado con el coche frente al portal y la ha visto. La ha llamado al móvil: "Verónica, ¿quién es ese tío con el que hablabas?". El jefe de Verónica es celoso y, no solamente le paga su sueldo por limpiar portales, también por acostarse con él de vez en cuando. El jefe de Verónica teme que se la quiten. "Es un amigo de mi hermana", le dice Verónica; "Sarai, la puta"; "Mi hermana no es puta", rebate Veronica con vehemencia. Recuerda el jefe de Veronica aquella vez en su oficina. La boca de Sarai, los labios rojos pintados de Sarai apretando el tronco de su polla, deslizándose arriba y abajo; al principio despacio; más rápido y más apretados los labios cuando cambió el ritmo de su respiración; y el borbotón de semen que entró y que luego Sarai escupió en la palma de su mano. "Son 50".

Sarai está en su casa con su marido. Viven en un pueblo de Granada, en Loja. Allí nadie la conoce, nadie la llama puta. Su marido es un modesto agricultor que lo único que desea de Sarai es que le tenga la casa limpia, que le haga de comer y que esté siempre dispuesta cuando a él le entran ganas de follar. Sarai viste bien. Sale a hacer las compras. Vuelve a casa. Limpia. Prepara la comida. Su marido llega del campo. Sarai lleva un mandil puesto, tipo peto. No suele llevar falda, ni bragas. Así su marido, mientras ella se inclina para ir poniendo los cubiertos, vasos y servilletas en la mesa, aprovecha para meterle la polla en el chocho por detrás: "Ay, Javier, qué bruto eres", se queja Sarai; "Ah, más, más adentro Javier, más", va pidiendo ya en faena; "Aahh, Javier, aahh", grita en pleno clímax entre tanto su marido le inyecta el semen.

Verónica miente respecto a Sarai, pero ¿qué va a hacer?, es su hermana. Verónica envidia a Sarai, no sólo porque la naturaleza le ha dado un cuerpo perfecto, aunque también el suyo lo sea, sino también porque, en fin, a ella también le gustaría tener marido, y no este jefe explotador que nunca se casará con ella, por perdida. Y no, no es que Verónica sea puta, es que a Verónica le gusta mucho el dinero, y, bueno, trabajar de limpiadora por casi 2.000 euros al mes es un chollo, y solo tiene que abrirse de piernas cuando se lo piden, que no son muchas veces siendo su jefe un abuelo. Su jefe la llama a su oficina. Le dice: "Verónica me he empalmado", y se baja los pantalones y el calzón para mostrar el asunto. Verónica mira su polla, tan deformada y venosa, después mira la cara de tonto que se le pone a su jefe en ese trance. Al principio, le pajea, por ver si se corre pronto y no tiene que aguantar el peso y la saliva de ese hombre. Sin embargo, no lo consigue; así que se quita el uniforme y se tumba bocarriba sobre el sofá de la oficina. "Verónica, qué buena estás", dice su jefe mientras va acoplándose entre las piernas de Verónica, entre sus maduros muslos y le mete la polla con fuerza. "Oohh", se ahoga su jefe, "Oohh, ooh". Ella quiere que termine, y gime dulcemente: "Ah, ah, a-ah, a-a-ah". Como su jefe no usa condón, Verónica siente la tibieza del semen en su seno, entonces se relaja. Y piensa en el dinero.

He vuelto a ver a Verónica. Me gusta Verónica más que mi mujer. Me la imagino desnuda y me empalmo. No obstante, mi mujer es bella. Mi mujer es rubia, tiene los ojos azules; es bajita, delgada. Mi mujer tiene las tetas muy grandes: se las operó cuando era joven, antes de estar conmigo, por darse ese capricho. Hay noches en que meto mi polla entre sus tetas y me corro ahí, en la canal; a mi mujer le gusta. También le gusta que le folle la boca, tiene orgasmos, como si su clítoris estuviese en la campanilla de su garganta. "Ay, Juan, qué bien cuando me follas la boca", me dice.

"Ah, a-ah, a-ah, Juan, sigue, sigue, más, más, ah, a-ah, aaahhh". Verónica se ha corrido. He ido a verla al portal donde la he visto limpiando, hemos entrado en el cuartillo estrecho donde se guardan los utensilios y los productos para la limpieza y hemos follado. Le he bajado la cremallera que tiene detrás el uniforme, la he dejado desnuda y, apoyada su espalda y su culo contra la pared, le he levantado los muslos con mis antebrazos para poder separarlos y la he penetrado: "Oh, Verónica, lo estaba deseando", le he dicho con mi boca pegada a su oreja; "Ah y yo, y yo", ha suspirado Verónica.

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