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Hoguera de banalidades

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Me tenías loco de deseo, pero también de amor. Y sé perfectamente que era amor porque no dudaba un instante en hacer lo que fuera por hacerte sonreír, por saber que estabas bien. Pero en ése momento, mientras peleábamos con una furia que hasta entonces desconocía en ti, lo que me dominaba era el deseo, la urgente necesidad de arrancarte la ropa y llevarte a una famosa cama de aquel museo (tesoro nacional testigo de varias de nuestras gloriosas derrotas militares) para demostrarte por qué las amantes de todos los presidentes de la república la han codiciado como un fetiche indispensable para su ego de trepadoras. Es un lugar común, pero algo de cierto hay en ellos: jamás te había visto tan descaradamente hermosa como esa noche en que peleábamos mientras al otro lado de una pesada puerta transcurría el evento que habíamos ayudado a organizar y del que participábamos en su coordinación.

Tus ojos pasaban desconcertantemente del verde al ámbar veteado de azul, jamás pensé que ése fenómeno pudiera ocurrir en la vida real. O quizá eso percibí porque yo también estaba con la percepción alterada debido a la formidable pelea que sosteníamos. Nos dijimos las cosas más hirientes que pudimos pensar, ninguno de los dos salió ileso aquella noche. Nos ignoramos hostilmente el resto de la noche y cada quién se quedó con sus heridas en silencio. Hasta allí habíamos llegado y lo que seguía, forzosamente, era un inevitable alejamiento.

O eso pensaba la noche de la pelea mientras vaciaba meticulosamente un trago luego de otro sin poder emborracharme del todo de tanta ira y dolor que sentía.

Dos días después me enviste un mensaje de texto: que fuera a tu casa, había cosas que teníamos qué hablar. Ninguna buena conversación empieza así y pensé que tratabas de ser muy profesional y que la dichosa plática sería de temas exclusivamente profesionales. Con tal de verte, era capaz de soportarte en tus peores estados de ánimo y vaya si los había conocido todos ellos con precisión en los últimos meses. Salí corriendo a tu casa, un penthouse ubicado en un famoso vecindario de ricos y poderosos en nuestra ciudad. Abriste la enorme puerta y me dejaste entrar. Estabas mortalmente seria, pensé que el agobiante calor de ése día te tenía de mal humor.

En realidad, hacía meses que cualquier cosa te tenía de un humor de perros. Tus maneras suaves y tu voz habitualmente muy controlada de nena bien educada en carísimos colegios privados ésta vez estaban notoriamente ausentes. Brusca, dura, con la voz más grave de tu tesitura normal y con la mirada encendida. El coraje no se te había pasado y quedó demostrado de inmediato porque empezamos a pelear otra vez, casi en el punto en que dejamos la pelea dos días atrás. Conforme la intensidad de la pelea subía me di cuenta de que no había nadie más en tu penthouse porque nadie acudió a ver qué pasaba ante la ya muy escandalosa pelea que sosteníamos. Y eso me hizo sentir temor, a saber de qué serías capaz en el paroxismo de la furia, siendo millonaria no te sería nada difícil salirte con la tuya si decidías darme piso.

Pero entonces sucedió algo que por más intentos de reconstrucción de la memoria que hago, no consigo recordar con precisión: de una pelea terrible pasamos a estar enlazados en un abrazo furioso y unos besos rabiosos. Como si quisiéramos callarnos el uno al otro con besos frenéticos que nada tenían de amor y mucho de deseo reprimido. Porque yo estaba loco de amor por ti, sí, pero también de deseo. Era una deliciosa tortura contemplarte casi a diario y perderme en tus ojos verdes, soñar con besar tu boca y delirar secretamente con tu cuerpo.

Y ahora, en el peor de los momentos, estabas en mis brazos. Besándome con ira infinita, abrazándome como si me echaras en cara que me abrazaras. Metiste un muslo entre mis piernas y nunca me quedó claro si era una caricia muy ruda o el intento de un rodillazo bien aplicado. A partir de ése punto, absolutamente todo me vino importando una reverenda tiznada. Te abracé por la cintura pegándote con mucha fuerza a mi cuerpo mientras seguía besándote. Más de una vez temí que me arrancaras la lengua o un labio de una dentellada, pero imagino que tenías el mismo temor y ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder ante el otro.

Estaba seguro de recibir un golpe o un balazo al ponerte las manos en las nalgas que tantos delirios me había provocado. Tu reacción fue empezar a abrirme la camisa desesperadamente y morderme el pecho con ganas de hacerme gritar de dolor o placer, no te interesaba cuál de las dos. A su vez no quise esperar y metí una mano por los jeans ajustados que lucias como nadie buscando palpar la piel desnuda de tus nalgas. Me miraste con ira y me soltaste una muy bien asestada cachetada que no me inmutó porque con la otra mano sujeté firmemente el cabello de tu nuca obligándote a echar la cabeza hacia atrás y plantándote un iracundo beso mientras la mano que disfrutabas en las nalgas (tu respiración y garganta te delataban) buscó tu culo y lo tocó por vez primera. Me dijiste que era un cabrón.

Saqué la mano de tus nalgas y la olí. Era exactamente el olor que pensé que tenías: un sudor poderoso, enervante, a hembra cachonda y cogelona. La punta de mis dedos venía húmeda de tu vulva que ya estaba manando generosas cantidades de líquido y ese fluido se juntaba con el sudor que corría en medio de tus nalgas.

Ese mismo olor lo había alcanzado a percibir muy lejanamente, casi adivinándolo, cuando en otros momentos estabas sentada junto a mí e intempestivamente te levantabas por algo, en ése preciso instante percibía el fantasma de ése olor. No me dejaste seguir en mis cavilaciones de recuerdos baratos, me arrojaste sobre uno de los sillones de la sala de tu casa y me montaste, aún los dos vestidos, y empezaste a frotar tu pelvis desesperadamente contra mi verga. Confirmé lo que llevaba mucho tiempo pensando: tenías una fuerza física temible, mujer delgada pero de poderosas piernas, caderas generosas, nalgas desafiantes, brazos enérgicos y manos muy firmes, tenías cuerpo y fuerza como si hicieras ejercicio, tú, que eras vergonzosamente perezosa.

Ahora me jalabas del cabello de la nuca y me besabas los labios mordiéndolos, metías tu lengua en mis oídos mientras me decías que era un cabrón pero cualquiera que hubiera escuchado el tono en que lo decías habría pensado acertadamente que me insultabas con rabia. De tantos y tan enérgicos tallones que nos dábamos con los pantalones todavía puestos pudimos sentir cómo la temperatura de la tela de verdad subía.

Bruscamente te cargué sosteniéndote de las axilas, te dí la vuelta y puse tu espalda en mi pecho, tus nalgas sobre mi verga y seguimos frotándonos, cogiendo sobre la ropa. Metí una mano para tocar tu vulva y al encontrar tu clítoris enojada me jalaste enérgicamente del cabello para que besara tu cuello. Casi te arrojé al sillón, alcanzaste a detenerte y en ése instante aproveché para bajarte los ajustados jeans que te caracterizaban. Te desesperaba que no bajaran tan veloz como hubieras querido. Con los jeans a media pierna, quedaste con una pantaleta blanca, satinada, y muy empapada de sudor y tus jugos vaginales. Te la bajé incrédulo.

Ante mí tenía las nalgas de mis sueños. Blanquísimas, más blancas que el resto de tu piel, tersas, firmes, olorosas. Las mordí, lamí, amasé, besé, nalgueé, acaricié con mi rostro, no cesaba de recorrerlas con mis manos, con mis labios, con mi lengua, incrédulo de tener la suerte y la dicha de poder hacerlo, pasaba mis manos firmemente desde la parte posterior de tus bellísimos muslos y ascendía hasta el nacimientos de tus nalgas y allí mi mano se cerraba y apretaba con fuerza la carne tan deseada, tan amada, y mientras mis manos eran incapaces de soltar tus nalgas, mis labios comenzaron a recorrer tus muslos y a disfrutar tu sabor salado que había dejado el sudor del día, te oía gruñir, maldecir, decir palabrotas, hasta arqueabas la espalda. A tus nalgas parecía que les estaba dedicando verdaderas plegarias de caricias y en cierta forma eso hacía, era mostrar la infinita devoción que por ellas sentía. Hiciste un ruido de fastidio y con un rudo golpe de tu cadera hiciste a un lado mi rostro y casi caigo al suelo. Abriste tus nalgas para ofrecerme tu culo, para que lo contemplara. Imperativamente me preguntaste que qué estaba esperando.

Nunca había sentido la necesidad de lamer el culo de ninguna mujer. Hasta que percibí tu olor tiempo atrás y supe instintivamente que buena parte de ése olor venía del sudor de tus nalgas y de tu culo. Supe lo que tenía qué hacer. Aparté tus manos, si tus nalgas iban a estar abiertas, serían mis manos las que las abrieran, ya bastante tenías con tratar de sostenerte con esa incómoda posición empinada.

Lamí tu culo. Mamé tu sudor. Saboreé tu culo. Devoré tu culo. Gocé tu culo con mi boca. Besé tu culo con la pasión que se besan los labios de una mujer deseada y amada. Gocé tu culo con mi lengua. Me volví un adicto al sabor de tu culo, de tus nalgas, del sudor de tus nalgas y tu culo, al olor poderoso que emergía de entre tus nalgas y se mezclaba con el de tu entrepierna. Llené tu culo de mi saliva. Lo piqué con la lengua y reaccionabas relajándolo y tensándolo. Tu vulva brillaba de tan lubricada que estabas, chorreabas lubricante, pero en ése momento no iba a dejar escapar el culo de mis sueños, que era el tuyo. Tu olor era fuerte pero afrodisiaco, se notaba que te habías bañado por la mañana y cargabas con el sudor del resto de día. Y la temperatura de la tarde no hacía mas que aumentar y junto al muy atlético ejercicio que ya andábamos haciendo sudábamos tropicalmente. El sudor de tus nalgas y tu culo se mezclaba con mi saliva, la espalda de tu camiseta tenía grandes manchones de sudor. Gemías y gruñías al sentir cómo devoraba tu culo, soltabas puñetazos al sillón. Si disminuía la intensidad de la voracidad con la que te comía el culo, no dudabas en tomarme de los cabellos y jalarme violentamente al tiempo que me echabas las nalgas en la cara, exigías que tu culo fuera besado, lamido, saboreado, adorado. Pocas cosas en la vida las hice con tanto entusiasmo como mamarte el culo y comerte las nalgas.

Bruscamente te separaste y te sentaste en el taburete del piano que estaba allí junto a nosotros. Me pregunté si ésos muebles habían sido testigos de escenas similares. Tenías las nalgas desnudas y los pantalones a medio muslo, te veías cachonda, insaciable, vulgar, pornográfica, putísima, sudabas deseo, apestabas a lujuria, tu carne blanca era infinitamente más apetitosa de lo que hubiera imaginado nunca y comprendí que la lista de los hombres y mujeres enloquecidos por tu carne, tu piel, tu olor y tu sabor debía ser singularmente larga y yo nomás era el que acababa de agregarme al final. Con una rodilla aún en el suelo, alcancé tu pie izquierdo aún calzado por tus clásicos tenis marineros y te lo quité. Una lengua de aire cálido y húmedo me llegó a la cara viniendo del tenis recién quitado.

Otro sueño hecho realidad (en medio de una demente realidad), tu pie, tus pies, olían a lo que sospeché: salados, sudorosos, nada qué ver con olor a queso, era el olor a sudor, a calor, a fiebre. Lamí desesperadamente la planta de tu pie mientras te quitaba el tenis del otro pie. Metí mi lengua entre tus dedos minuciosamente mordiendo el dedo gordo y chupando el resto. Me mirabas incrédula, iracunda, curiosa, anhelante, loca de deseo, enojada por desearme. Porque creo que eso era lo que te pasaba: estabas fúrica por desearme. A mí. No a uno de los de tu casta adinerada, no a uno de los de tu círculo social, no a uno de los que nacieron para gobernar y ser dueños del país, sino a mí, un Don Nadie, uno de los segundones que nacimos para hacerla de tus sirvientes. Y mordía tu talón. Y besaba el empeine de tus pies. Lamí la planta de tus pies. Estaba en trance con el olor de tus pies. Mordía tus tobillos. Y con un pie que colocaste en mi rostro, traicioneramente me aventaste.

Te pusiste de pie, el taburete del piano estaba mojado por lo que manó de tu vulva y mi saliva que cubría tus nalgas y tu culo. Desafiante, te subiste los pantalones y caminaste con paso firme a las escaleras que conducían a los dormitorios y yo, que acababa de conocer tu piel desnuda, estaba extasiado de ver la natural sensualidad y belleza con la que te veías vestida y me preguntaba si no habría forma de coger con la ropa puesta. Al inicio de las escaleras me volteaste a ver. Elevaste ligeramente el rostro en un gesto que mezclaba desdén, ira y lujuria. Era arrojarme un guante en la cara. Subiste grácil, veloz, como si no pesaras nada. Te seguí. Pasara lo que pasara, te iba a seguir a donde fuera. Apenas alcancé a ver la habitación a la que entraste.

Me esperabas quitándote la camiseta con estudiada voluptuosidad. Luego te despojaste de los jeans y la pantaleta con idéntica lubricidad. Te replicaba cada movimiento como en espejo. Jamás dejabas de mirarme a los ojos, jamás sonreíste, jamás cambió la actitud de deseo hostil. Desnuda, arrancaste el cobertor de la cama de un enérgico manotazo y subiste a ella, quedando de rodillas sobre el colchón pero con la actitud desafiante que no variabas. Me subí a la cama reflejando cada uno de tus movimientos. Parecíamos luchadores a la espera del primero movimiento del otro. Perdí. Me lancé a besarte y abrazarte. Es lo que estabas esperando. Con una fuerza inaudita me derribaste sobre la cama y adoptaste la posición del 69.

Aquello fue como la película: la agonía y el éxtasis. Tenía para mí tu vulva y tu culo, tus nalgas de ensueño, tu pubis rizado, tus labios hinchados, recorría tus piernas con mis manos y más de una vez tuve que luchar con viva fuerza contra tus muslos para evitar que me sofocaras. Masturbabas mi verga con extrema dureza, la mamabas con desesperación. Me soltabas nalgadas durísimas y manotazos violentos a los muslos, me arañabas las piernas. Te replicaba mordiendo tus muslos blanquísimos y dándote nalgadas que dejaron rojas las que hacía poco había visto tan blancas. El flujo cristalino que manaba abundantemente de ti era espeso, sabroso, de fuerte olor. Pocas veces había visto eso. Devoré entre el dolor y placer tu vulva rosada, hinchada, empapada. Querías ocultar tus gemidos gruñendo, pero más de una vez mis caricias orales sobrepasaban tu capacidad de ocultar tus reacciones. Metí un dedo en tu culo y tú, en reacción, metiste dos en el mío sin importarte si me dolía o no.

Quise hacerte rodar para ponerte en cuatro y meterte la verga. Dijiste que estaba pendejo si creía que yo decidiría cómo íbamos a coger. En reacción me mantuviste firme contra la cama y me montaste violentamente. A pesar de estar tan lubricada y los dos empapados de sudor, entrar fue algo doloroso. Estabas muy estrecha y sabías usar tus músculos vaginales para apretar. Pero de inmediato empezaste a cabalgar enérgicamente, furiosamente, desesperadamente. Tuve la certeza de que conmigo te estabas cobrando viejas cuentas de muchos alguienes más, no sólo las mías correspondientes a la pelea de dos días atrás. Apenas entonces me dejaste tocar tus magníficas tetas, firmes, medianas, de pezones rozados y muy erectos y sobresalientes. Tomaste mis manos para que las agarrara y cada teta tuya cabía perfectamente en mi mano. No querías que te las acariciara, querías que te las estrujara, que pellizcara sin misericordia tus pezones. Y si me negaba, rudamente y sin dejar de montarme, me apretabas los huevos en castigo y arreciabas el ritmo con el que me montabas. Sudabas intensamente y el poderoso olor de tu cuerpo sudado quedaría impregnado en mi piel por semanas.

Comenzaste a decir, a gritar, cosas en francés que, desde luego, no comprendí. Te viniste en medio de un grito espectacular. Sin hacer pausa alguna, te pusiste en cuatro y me miraste, una vez más, desafiándome. Te cogí rudamente, con extrema dureza, te metía el pulgar sin piedad por el culo mientras mi verga te taladraba. Aprovechabas mis embestidas para alcanzar mis huevos y estrujarlos con saña. Te nalgueaba durísimamente y jalaba tu cabello por la nuca hasta obligarte a que me vieras. Rodamos al piso y allí seguimos en ésta que ya era decididamente una batalla. Acabamos con las rodillas quemadas por la alfombra. Seguimos contra una pared y te cogí dementemente mientras seguías vociferando en francés mientras me arañabas la espalda y mordías mi pecho. Perdí la cuenta de tus orgasmos y me vine dentro de ti varias veces, bajabas una de tus manos al sentir mi semen y al salir éste de tu vagina lo tomabas con la palma y lo llevabas a tu boca sin dejar de mirarme. Yo estaba estupefacto, nada cuadraba, nada tenía sentido.

Cuando por fin nos detuvimos, porque nos ganaba ya el agotamiento, vimos al fin las ventanas tras las que podía apreciarse buena parte de la ciudad. Ya era de noche. Muy seria, sin ceremonias ni cambiar el hostil desdén con el que me habías tratado desde hacía meses, te levantaste a vestirte y dijiste que era hora de que me fuera y me miraste con extrema dureza esperando que cumpliera lo que no era un deseo sino una orden. Sonreí. Cuadraba con toda la escena. Era lo único coherente, lo único que tenía sentido. Al menos tuve el buen tino de no decirte, en medio del delirio compartido que acabábamos de vivir, que te amaba, que estaba perdida y locamente enamorado de ti, aunque no hay manera de que no te hayas dado cuenta desde antes.

Después, mucho tiempo después, comprendí que también te habías enamorado de mi, pero como eso no estaba en tus planes, montabas en cólera. Eras feliz de ligue en ligue, de acostón en acostón, una verga luego de otra, hola y adiós, lo que te gustaba eran las relaciones superficiales, de plástico, dicho por ti misma. No querías ni necesitabas enamorarte y menos de un pelagatos como yo. Pero sucedió. A partir de ese instante, ninguno de los dos supo qué hacer, ninguno quiso retroceder pero tampoco supimos avanzar; tu cuantiosa fortuna me agobiaba y mi falta de recursos te horrorizaba y el peso de eso, mas la presión social, decidió más que cualquier otra cosa que antes nos hubiera unido de alguna manera. Tardé en comprender que los amores desgraciados son una verdadera banalidad y no la tragedia inconmensurable que suponemos. Ignoro si soy uno de tus secretos mejor guardados o soy la confesión que a muy poca gente le has hecho.

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