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Hotel Artemisa (capítulo I): El despertar de Luciana

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La mejor amiga de Luciana era una chica dos años mayor que ella. Se llamaba Daniela y era una médica cirujana que se había casado apenas terminó la universidad con uno de sus profesores. Nunca había ejercido realmente y se pasaba los días haciendo compras y tomando café en los mejores restaurantes. El día que empezó todo realmente, Daniela había invitado a Luciana a un almuerzo en un hotel de lujo.

Luciana llegó puntual envuelta en una blusa blanca, falda negra que le llegaba a la mitad de los muslos y unos tacones que hacían que sus piernas largas se marcaran. Iba elegante. El pelo negro suelto hasta los hombros. El sol resaltaba su piel morena y casi todo el mundo (incluidas mujeres) se volteó a mirarla apenas llegó al restaurante.

Daniela ya había pedido por ella dos copas de vino blanco. Se dieron un abrazo y después de una corta conversación sin importancia, Daniela le lanzó una granada:

—Ayer me encontré con Felipe.

Luciana no quiso reaccionar al principio, pero su amiga la conocía a profundidad y se dio cuenta que sus palabras habían dado en el blanco.

—Está saliendo con una rubia desabrida —continuó—. Nada que ver contigo.

—Dani…

—Pues es la verdad. No debió cambiarte y ahora va a sufrir por idiota.

—Él no me "cambió". Terminamos de mutuo acuerdo —explicó Luciana pacientemente—; habíamos dejado de ser compatibles.

—Apuesto que se estaba acostando con esa rubia —soltó Daniela mientras bebía un sorbo de su vino.

—¿Para eso me llamaste?

Luciana hizo un ademán de levantarse. Pero Daniela la detuvo con un gesto y una mirada suplicante. A ella no le quedó más remedio que quedarse y aguantar lo que tenía que decir su mejor amiga.

—Creo que es tiempo de un break —Daniela parecía sonriente.

—¿Un break? —Luciana estaba confundida y no seguía el hilo de la conversación.

—Un descanso de la ciudad. Necesitas un tiempo para reencontrarte a ti misma.

—No puedo…

—Si puedes —Su amiga la interrumpió antes de que pudiera objetar.

En ese instante, Daniela sacó del bolso su celular y después de unos instantes buscando algo, lo puso sobre la mesa para que Luciana lo pudiera ver.

La pantalla mostraba una casona vieja en la mitad de un bosque. Era un anuncio para un hotel. "Hotel Artemisa".

—Te vas desde el viernes y vuelves el lunes. Igual le puedes pedir a tus pacientes que aplacen las sesiones —Daniela continuó—. Te desconectas un fin de semana, ¿qué dices?

Luciana miró el anuncio. El hotel parecía estar bien y prometía soledad y privacidad. Y aunque el anuncio no lo decía explícitamente, todo tenía aire de ser exclusivo. Entendía que su amiga se preocupaba por ella y todo esto era para sacarla de la tristeza de su reciente ruptura, pero no estaba segura. Igual sabía que Daniela no iba a dejar de insistir con el tema.

—Lo pensaré —dijo tratando de ser convincente, sabiendo que probablemente el anuncio se le borraría de la memoria cuando llegara el postre.

Daniela aceptó esa respuesta de todas formas y levantó su copa en señal de celebración.

El resto del almuerzo siguió su curso normal. Y terminaron por despedirse después de un par de copas de vino más.

Cuando llegó la noche, Luciana no era capaz de conciliar el sueño. Era una noche de calor e insomnio. Las palabras de Daniela se hacían cada vez más cercanas. Tal vez ella tuviera razón, tal vez era tiempo de una desconexión. Un fin de semana no estaría mal. Alejarse de todo por un segundo era un buen consejo. No muy diferente a los consejos que les daba a sus pacientes.

Tomó su celular y buscó el nombre del hotel de aquel anuncio (no había olvidado su nombre durante el postre y eso era bueno). Encontró la página web.

Leyó cuidadosamente los servicios: piscina, restaurante, gimnasio y una habitación exclusiva. Quedaba a una hora de la capital en un lugar recluido rodeado de naturaleza. Tenían reservas las 24 horas.

Llevada por un impulso, Luciana escribió un email a la dirección que aparecía en la página. Lo único que quería era información. Para su sorpresa, la respuesta fue casi instantánea: le dijeron que efectivamente les quedaba un cuarto para el viernes. Que podía quedarse hasta el lunes si así lo deseaba. Incluso le dieron la opción de poder extender su estadía a un buen precio y con los mismos servicios.

Ella aceptó sin saber muy bien el porqué. Daniela la había convencido, como siempre lo hacía.

Cuando iba a dejar su teléfono de lado, se le hizo curioso un pequeño detalle: los emails del hotel iban firmados por alguien llamado Sade.

2

Decidió salir temprano el viernes. El día anterior había puesto todo en orden y sus pacientes ya sabían que ella se iba el fin de semana.

Se dio a la carretera a las 7 de la mañana, luego de desayunar ligero. Y la hora de viaje no le pareció tan larga como esperaba. Unos minutos después de las 8, avistó el pequeño camino y el letrero que indicaba que ya había llegado a su destino. Se adentró en el sendero de tierra y no tardó en avistar la casona.

En verdad, las fotos del anuncio no le hacían justicia a la vista que tenía delante de ella. El hotel Artemisa era una mansión colonial que habían restaurado. Su fachada blanca casi parecía brillar con el sol y el bosque de fondo remataba esa especie de pintura clásica. Indudablemente, a Luciana le pareció un lugar hermoso.

Aparcó en un parche de grama que estaba puesto allí para los autos de los visitantes. Era la única que había llegado. Descendió con su pequeño equipaje y entró a la casona.

El interior era casi una extensión de la elegancia de afuera. Sus pisos de madera brillante, las paredes limpias y decoradas con cuadros construidos con maestría. Eran escenas eróticas que mostraban personas de todos los colores de piel y de todos los géneros, pero que no llegaban a ser escandalosas, más bien eran atractivas y elegantes, que invitaban al espectador a observarlas atentamente.

Ese primer piso hacía de lobby y tenía una pequeña sala organizada con un sofá de terciopelo blanco y dos pequeñas sillas del mismo material. En el centro, una mesa de roble con un viejo teléfono y algunos libros (de los que se usan como decoración y nunca se leen). En el centro del lugar, un escritorio que, Luciana supuso, era la recepción, aunque en ese momento no había nadie. Solo una campanita de bronce.

Ella hizo lo obvio y le dio un toque. Una figura apareció de un pasillo. Una mujer alta, de piernas largas y piel blanca. Parecía hecha de una porcelana frágil. Tenía el pelo de un rojo intenso y lo llevaba recogido en una trenza. Iba vestida con una falda negra que le llegaba a medio muslo y una camisa negra, profesional. Los labios tan rojos como su cabellera. Y a pesar de llevar tacones, Luciana no pudo oír sus pasos.

La mujer se acercó al escritorio y Luciana vio esos ojos: grises.

—Bienvenida —El tono de la mujer era tan frío como sus ojos, pero a pesar de eso, no parecía molesta—, ¿en qué te puedo ayudar?

—Si…eh… tengo una reservación —Luciana se escuchó titubear sin razón aparente.

—Claro —La mujer dibujó una sonrisa—. ¿A nombre de?

—Luciana Domingo. La hice por internet.

La pelirroja buscó en un pequeño libro que estaba sobre el escritorio. No tardó en encontrar lo que buscaba.

—Efectivamente. De hoy hasta el lunes.

—Si.

—Por favor —La mujer le señaló la escalera y se puso a su lado.

Las dos subieron las escaleras de madera que daban al segundo piso y a Luciana se le hizo que la mansión era más grande por dentro que por fuera, aunque ese hecho parecía imposible a toda lógica.

En el segundo piso se encontraron con tres puertas. La pelirroja la llevó hasta la puerta más alejada de las escaleras, al lado de un corto pasillo donde había otras escaleras que ascendían.

—Esta es tu habitación. La número tres —dijo la recepcionista mientras abría la puerta—. Tiene vista al bosque al que se puede acceder por la puerta trasera en el comedor.

Luciana solo se limitó a mirar adentro de la habitación.

—Por allí se sube a la piscina —La mujer hizo un gesto hasta a las escaleras del pasillo—. Y también se da el servicio de masajes, pero este se da por las tardes a partir de las dos.

—Bien —Luciana no sabía si mirarla a los ojos o no.

—Tenemos servicios de restaurante desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche, sin embargo, es posible llevar comida a los huéspedes a sus habitaciones las 24 horas del día.

Luciana asintió, dando a entender que había entendido. No quería decir mucho. La mujer le causaba una extraña sensación (¿atracción?) que no podía poner en palabras.

—Por último, darte de nuevo la bienvenida al hotel Artemisa. Mi nombre es Sade y estaré dispuesta a ayudarte en todo lo que necesites. Siempre me puedes encontrar en recepción —dijo esto y le entregó las llaves de la habitación a Luciana.

Antes de retirarse, puso una cinta roja en la manija de la puerta, dando a entender que esa habitación ya estaba ocupada. Luciana la vio perderse escaleras abajo, sin hacer el menor ruido.

Entró a la habitación. La encontró enorme. Tenía un pequeño sillón y un escritorio de madera con su silla. Varios armarios para poner allí sus pertenencias. El baño también era grande, con un vestidor y una ducha y una tina. La ventana que daba al bosque era clara y cubría la mayoría de la pared; pero sin duda alguna la atracción principal era la cama. Luciana pensó que allí dormiría un batallón sin llegarse a tocar, así era de grande. Si no iba con cuidado, podría perderse en las sábanas mientras dormía.

Deshizo su maleta y lo guardó todo en un armario al lado del baño. Se sentó en la cama. No sabía muy bien qué hacer. No había planeado el fin de semana. Eso de la desconexión no lo veía muy efectivo. Después de unos minutos se decantó por ir a la piscina. Tomó su vestido de baño y una toalla que encontró en uno de los armarios. Se armó con un libro; una novela policiaca que alguien le había recomendado y subió por las escaleras que daban al tercer piso.

3

Era una terraza grande. Estaba completamente sola. Como esperaba, la piscina era igual de cristalina que todo lo demás. No era muy extensa, pero era más que suficiente para poder relajarse. Cuatro o cinco tumbonas cómodas. Y tres habitaciones que enseguida identificó como el gimnasio, el salón de masajes y los vestidores para cambiarse. Escogió una tumbona y puso allí sus cosas. Se dirigió a los vestidores. El cuarto tenía tres divisiones para tres personas. Se metió al primer vestidor y procedió a cambiarse. El bikini que había llevado era rojo, corto, que exponía mucha piel. A Felipe nunca le había gustado, pero a ella le encantaba, la hacía sentir segura y hermosa. Se miró al espejo y se recogió el pelo. Se le dibujó una sonrisa al ver el reflejo que la miraba atentamente. Una mujer morena, de piernas interminables y de curvas pequeñas pero firmes. Muchos se habían preguntado porqué había escogido ser psicóloga y no una actriz o una modelo.

Salió del vestidor y se acostó en la silla que había escogido. El sol le llegó tenue pero igual dando un poco de calor. Se quiso entregar a la novela, pero la dejó a los pocos minutos. Su mente estaba en otra parte. Decidió irse a nadar.

El agua estaba fría sin estar gélida. No le tomó mucho tiempo acostumbrarse. Le gustaba la sensación que le caía en la piel. Y después de dos o tres vueltas, se detuvo y se relajó. Le gustaba la soledad de ese lugar. Sintió el agua y el sol pelearse por la atención de su cuerpo. Se salió de la piscina y se sentó en el borde. Las gotas de agua que quedaban se fueron secando mientras el sol se abría paso entre las nubes. A su mente le llegaba la imagen del espejo (y la imagen de Sade, por algún motivo). Ahora que ya no estaba con él, había empezado a sentirse más libre. Se vestía con faldas cortas, vestidos ajustados y este bikini rojo. Se daba cuenta de todas las miradas que le daban al pasar. Y seguramente, aunque allí no había nadie, podría en ese instante ser el foco de todas las miradas. Sacó los pies del agua y se tumbó en el suelo.

Sus manos se encontraron dándole caricias a su estómago, a su abdomen, a sus muslos. Cerró los ojos y se imaginó una fila de espectadores sin rostro, todos observándola llenos de deseo. Sus dedos se deslizaban de arriba a abajo por sus piernas y su pecho, apenas rozando sus senos y su pelvis.

Soltó un pequeño, apenas sonoro, gemido. Y sintió como se mojaba. Continuó con las caricias. Pensó que si Felipe no quería disfrutar de ella, la decena de voyeurs imaginarios si lo harían. Y por eso les dio un poco de espectáculo: encontró los hilos que sostenían la parte de arriba de su vestido de baño y los deshizo. Sus senos quedaron descubiertos y sus pezones oscuros listos para jugar.

Llevó sus manos a su parte superior y tocó suavemente sus pezones. Primero el derecho y luego el izquierdo. Suavemente, sin que el tiempo fuera una preocupación.

Dejó salir otra tanda de gemidos débiles.

Bajó a su pelvis. Y puso su mano sobre el bikini. Hizo pequeños círculos sobre la tela. Lentos.

Sentía el placer subirle por los pies, recorrer sus piernas, atravesar su sexo y acabar en su pecho y en sus labios.

Deslizó su mano derecha dentro de la prenda. Sus dedos se inundaron de los jugos que su cuerpo creaba. Estaba mojada. Estaba excitada.

Como lo hizo anteriormente, hizo círculos con sus dedos. Tocó su vagina suavemente. Explorando cada rincón de sus labios. Apenas acariciando el clítoris. Con cada toque, pulsaciones de placer recorrían su pelvis y subían hasta su boca que las convertía en gemidos más y más fuertes.

Se quitó el bikini y quedó desnuda. Su pubis con apenas una línea de vello quedó libre.

Los círculos se volvieron más rápidos y pronto se transformaron en la necesidad de sentir sus dedos adentro. Y así obedeció. Metió primero uno, que se deslizó fácilmente. Lo dejó adentro uno o dos segundos y luego lo empezó a mover.

Dentro y fuera. Primero de manera delicada y después con algo más de rapidez.

Gimió otra vez mientras su otra mano encontraba el clítoris y sus dedos presionan y bailaban en ese punto.

Decidió que era momento de otro dedo. Y ahora eran dos los que estaban adentro. Y repitió el proceso:

Dentro y fuera. Al principio lento y luego aumentó el ritmo. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Los dedos de la otra mano hacían círculos en su clítoris y todo salía en forma de gemidos.

Dentro. Fuera. Y todavía no era suficiente. Tal vez era momento de un tercer dedo.

Lo introdujo. Si, eso era lo que necesitaba. Lento al principio y después con algo de ritmo.

Cada vez más rápido. Sus dos manos trabajaban juntas y a la misma velocidad. Mientras una salía y entraba, la otra se movía en círculos cada vez más cerrados, tanto que por momentos se movía de arriba a abajo.

Toques de placer que no la dejaban hacer más que temblar y gemir.

Lo sintió formarse en la punta de sus dedos y luego se fue construyendo desde vagina y desde sus muslos, viajando hasta su abdomen, sus senos, su cuello. Su cara. Perdió el control de su cuerpo. Sus piernas cedieron. Una sutil y pequeña convulsión. Vio negro por una milésima de segundo mientras su corazón se paraba y volvía a latir.

Era esa pequeña muerte que estaba buscando. Sus labios dejaron salir una última ráfaga de gemidos, mientras sentía como su vagina explotaba y dejaba sus dedos húmedos.

Suspiró profunda y largamente. Y escuchó cómo se reía. Los espectadores imaginarios se habían ido, pero se habían llevado una vista de su orgasmo de primera.

Se secó con la toalla mientras recuperaba la fuerza. Se metió desnuda, así como estaba, en el vestidor uno. Se miró otra vez en el espejo. Jamás se había visto tan hermosa, con el pelo revuelto, los pezones erectos y su vagina tan sensible. Se dio una vuelta. Su culo, pequeño pero firme. Se dio una nalgada de amor.

Felipe se podía quedar con la rubia desabrida, que Luciana sólo se necesitaba a ella. Daniela siempre tenía razón.

El fin de semana que se avecinaba iba a ser justo lo que venía necesitando.

Se volvió a poner el bikini y se tumbó a leer, ahora con la mente más clara. Pudo reconocer el nombre en la portada de la novela: Julián Cadavid. El mundo es pequeño, pensó y se entregó al crimen que le proponía el relato.

4

Luciana no se dio cuenta de que Sade la observaba desde las escaleras. Presenció el espectáculo, tal como a ella le hubiera gustado.

La pelirroja sonrió y bajó, tan silenciosa como había subido.

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