—Vamos Cami, amigo mío. No le pares bolas a esos comentarios. –Fue la respuesta de Eduardo hacia mis dudas cuando le comenté lo que había escuchado. – ¡Ni siquiera sabes con certeza, que se trate de tu esposa! Puede que tenga en la mira a otra mujer. No necesita esforzarse demasiado, le caen del cielo las mujeres con solo chasquear los dedos. —Me dijo con un conocimiento abrumador.
—Pues debe ser porque además tiene la lengua muy larga. —Le respondí acercándome aún más a su oreja, para hacerme entender a pesar del ruido.
— ¡Jajaja! Sí, un poco. Pero quizá se deba a su pasado. —Me respondió con sorna, así que le dije… ¡Todos tenemos uno!
—Por supuesto Cami. Claro que sí, pero tú desconoces el suyo y cada quien asume como sobrellevar sus pesadillas. Además se le infla el pecho por varias razones muy válidas. ¡Es un triunfador! No se te olvide que es el mejor asesor comercial que tenemos en la constructora y tampoco puedes negar que José Ignacio es un hombre muy «pintoso» y bien plantado. Con la sola presencia las enloquece. —Me respondió apretándome el brazo.
—Lo defiendes tanto que ya pareces una más de sus consortes. —Le hice aquel reclamo en tono burlón, pero tan solo me palmeo la espalda para decirme sonriente, mientras daba otro sorbo a su «amarillito» sin hielo…
— ¡Él es así! Un poco soberbio e impertinente, pero es un buen elemento. Tiene corriendo en la sangre, fluidos de liderazgo.
—Recuerda Eduardo que no todo lo que brilla es oro. —Le refuté con decisión.
—Ni lo que alumbra tanto quema, amigo mío. Así que despreocúpate. Además… ¿Melissa ha mostrado algún cambio en su actitud hacia ti? ¿Has percibido algún tipo de interés de ella hacia Nacho, diferente al ámbito laboral? —Negué con la cabeza dos veces, dándole la razón en todo.
—Y sin embargo Mariana, me quedé en silencio de pie, allí junto a mi amigo y confidente. Mentalmente desestabilizado dentro de mis celosas incertidumbres, sostenido apenas por la férrea confianza que yo tenía puesta en la mujer que se encontraba esa noche a tres pasos por detrás de mí, y con mis «infundadas sospechas» según Eduardo, todavía meando en el baño de aquel bar.
—Discúlpame cielo, pero sigo sin comprender. ¿Qué pasó esa noche contigo, para que ahora me pidas perdón? —Camilo primero me observa y luego inclina la cabeza para mirarse las manos palmotear nerviosas y en repetitivos ritmos, la desnudez de sus rodillas. Y así, sin levantar la cabeza me habla.
—Me acerqué a la barra y le pregunté a una mesera por la ubicación de los baños. Ella, algo ocupada con una bandeja de madera bajo el brazo y la nota de un pedido en sus labios, me indicó con una mueca de su boca que a mi derecha se encontraban. Esquivando cuerpos de hombres y mujeres que bailaban enloquecidos la pegajosa canción de Luis Fonsi, «Despacito», llegué al fondo del local buscando el pasillo, –que de hecho se encontraba bastante oscuro– hasta lograr ver el letrerito rojo y rectangular con la figurita del hombre y la mujer. La del hombre había sido vandalizada por algún gracioso, que con marcador le pintó una raya negra sobresaliendo de entre las piernas.
—Allí escuché la voz de tu compañero Carlos, dialogando con ese hijo de p…, –y me muerdo la lengua para evitar la grosería– de su bendita madre, mientras hacían fila para entrar. Detrás de ellos y por delante de mí, estaba el corpulento hombre de seguridad, que por el movimiento frenético de sus piernas, me dio a entender que iba más necesitado que yo, y sin que ellos se dieran cuenta seguí escuchando su conversación.
— ¡Bahh! No hable tanta mierda que usted no va a poder con esa vieja. —Le dijo el flaco a tu aman… ¡Al tumbalocas ese! Y agudicé el oído, acostumbrando por igual a la penumbra, la mirada.
—Eso ya lo veremos. ¿Apostamos? —Le contestó a Carlos, muy seguro de sus palabras, mientras le palmeaba la espalda.
—Usted no va a ser capaz. Esa mujer no le da la hora a nadie. Es más fiel que pulga de gato callejero, y solamente se dejará «pichar» del marido, como máximo, unas cuatro veces al mes. —Le aseguró tu amigo Carlos, toreándolo.
— ¡Jajaja! –Se carcajeó muy ufano–. Ya verás mi apreciado «bobo litro», que la arrogante esa, no solo me lo va a dar sino que me va a rogar para que me la culee con ganas a mañana y tarde, dejándola patiabierta, babeando por donde te imaginas y con los ojos en blanco. Y si me queda gustando, quizá repita con esa vieja para tenerla en mi cama una que otra noche, para que aprenda lo que es «pichar» de verdad y no lo que hará con el bobalicón de su marido. ¡Voy a darle como a cajón que no cierra! —Solo escuchaba las risotadas de tu compañero, y el suspiro, no sé si por el apuro o por la desaprobación sobre aquel comentario tan ramplón, del hombre que estaba por delante de mí.
— ¡Es más, Carlitos! Esa vieja la va a pasar tan bueno conmigo, que voy a hacer que se quede en mi casa culeando toda la noche y lograré que me extrañe, –cuando al llegar a su casa, se encuentre de frente con el cariacontecido de su cornudo marido– deseando sentir de nuevo el sabor y la dureza de esta verga, hasta bien entrada en la madrugada. —Le respondió vanagloriándose de sus dotes sexuales y su poder de convicción.
—Y no pude escuchar nada más, pues los dos ingresaron al tiempo, tan pronto como desocuparon el baño. Lo que escuché me preocupó y atormentó. No sabía a ciencia cierta a cual de ustedes se referían. Podrías ser tu o Elizabeth. Diana descartada pues no era casada. Tambien podrían hablar de alguna mujer desconocida. —Mariana descruza manos y piernas, colocándose en pie, incomoda y pensativa, pero no malhumorada. O eso es lo que me parece.
—Pero me quedó sonando aquella sentencia, –repicando en mi mente cual campanario de iglesia llamando a misa de mediodía– que se me quitaron las ganas de orinar y me regresé hasta la mesa, pensando si debía decírtelo para ponerte sobre aviso o callármelo para evitar que me hicieras un justificado «berrinche», debido a los fantasmales celos que sentía de él, por todos sus comentarios y de nada en específico que me indicara que se trataba de ti. Quizá en el fondo, lo que temí es que te enfadaras conmigo, incluso que no me creyeras. —El dorso de su mano izquierda se pasea por la frente, apartando cabellos ondulados y gotitas brillantes de sudor.
— ¿Ahora si lo entiendes Mariana? ¿Comprendes por qué debo pedir tu perdón por mi cobardía? Quise evitar que me vieras como un hombre desconfiado y controlador. Estúpidamente silencié mi boca para no comentarte el temor y la preocupación que sentía. Si lo hubiera hecho tal vez tú no hubieras terminado culea…
— ¿Temor por él o de mí? ¿Tu preocupación era por mí o por él? —Lo interrumpo para callar lo que iba a terminar por decir de mí, redirigiendo sus pensamientos hacia otros ámbitos menos particulares y más generales.
— ¡Temor por ti, obviamente! De que no supieras mantenerte lejana de sus constantes lances. —Y se le pliegan los parpados muy lentamente hasta formar una línea curva y negra, de brillantes pestañas entrelazadas a la mitad, como buscando intimidad en su oscuridad y un corto respiro, ocultándome la reacción en sus pupilas a mis palabras.
— ¡Me preocupaba por él! Por si lograba en algún descuido, engatusarte con su reluciente sonrisa y pesadas bromas, aderezadas con la fama que se gasta de Don Juan Tenorio y esas poses tan rebuscadas de modelo de revista, estrenando cuenta en Instagram. —Mariana retira de sus labios el cigarrillo y con la misma lentitud anterior, entre abre la boca y sus ojos azules me miran con cristalina tranquilidad.
—Camilo, honestamente no creo que yo deba perdonarte nada. Y cielo… No eres un cobarde por callarlo ni tampoco el culpable de lo que sucedió. ¿Sabes qué? –Le pregunto acariciando con mis dedos, los vellitos negros bien encarrilados a lo largo de su antebrazo. – Me siento un poco sofocada y sin la privacidad necesaria. ¿Podemos ir a caminar por ahí? ¿Por favor?
Mariana ladea la cabeza hacia mi derecha pero su mirada se dirige fugazmente hacia el fondo del local, para volver a encontrarse con la mía, ya comprensiva y complaciente. ¡Voy al baño y vuelvo! Me termina por decir y se aleja.
Mientras tanto le hago una seña al musculoso cantinero, que se encuentra detrás de la barra, para que se acerque a nuestra mesa. Necesito verificar que no se le adeude nada.
—Andrew ¿Se le debe algo? —Le pregunto con seriedad, cuando lo tengo a medio metro de distancia y a su excesiva confianza anterior, ahora algo amilanada.
—No señor. Todo está ya cancelado, don Camilo. ¿Se van tan temprano? ¿Pero qué les disgusto? Le puedo apartar una mesa si desea regresar más tarde… Con su señora. —Me responde un poco apenado y menos sonriente, al ver como se acerca Mariana regresando del baño, peinada hacia atrás. ¡¿Con su cabello mojado?!
—Mucho calor, Andrew. Y… Demasiada gente. —Le respondo.
— ¿Vamos a caminar por la playa para refrescarnos, cielo? Ehhh, Andrew, muchas gracias por tu atención, eres muy Dushi. Me saludas a Ernesto, por favor. —Voltea su cara para observar a Camilo y sonriente le extiende su mano para despedirse de él y en seguida me dice…
—Señora Melissa, un placer tenerla por aquí y esperamos verla más y más seguido. ¡Siempre será bienvenida!
—Gracias Dushi querido, tan bello tú. Pero por ahora como que no se va a poder. En un futuro, si la virgencita quiere y mi Dios dispone, tal vez regrese por aquí con mi marido y unos amigos para tomarnos unas «polas» bien frías o ese coctel tan especial que me ofreciste hace un rato. —Y me arrimo a mi esposo, para recostar mi cabeza en su hombro, pasando mi brazo por detrás de su cintura. ¡Y Camilo se deja hacer! Aunque percibo como tiembla, sin tener yo la certeza de que sea producto de la emoción al sentirme de nuevo a su costado, o al temor de él al imaginar un nuevo «nosotros», sepultando con mis verdades aquel doloroso pasado y con su perdón y olvido pensar en reconstruir en este presente, un nuevo futuro juntos.
—Por supuesto señora, cuando usted guste. ¡Ahhh! Casi se me olvida. Permítanme un momento para ir hasta el refrigerador. Ya le alcanzo su botella de ron. —Nos dice y se aleja apresurado.
Con Mariana enganchada a mi antebrazo y la botella de ron casi congelada guardada dentro de mi mochila, atravieso la ancha calle hacia la otra acera, para ampararnos con la sombra de sus edificaciones, del sol de la tarde. Pero ella se detiene en seco, liberando mi piel de la suya.
— ¡Espera Camilo, se nos ha olvidado algo! Ya regreso. —Me dice y la veo resuelta atravesando de nuevo la calle hacia el local.
Sube los cuatro escalones y se me pierde de vista tras la entrada. Me rasco la cabeza por debajo de mi gorra de los Yankees y por encima de mi oreja derecha. ¡No tengo idea de que puede habérsele quedado allí! Mientras la espero voy a pensar en cual ruta debo tomar. La larga por Breedestraat hasta llegar a la plaza Brión o atravesar por el empedrado callejón para llegar hasta la avenida con sus palmeras plantadas sobre el separador y frente a la cooperativa de crédito, muy cerca del muelle y de la playa blanca con más de mil y un recuerdos.
Tomo del bolsillo de mis pantalones cortos el teléfono, y busco en la agenda telefónica el número de William. Timbra y a la segunda él contesta, precipitado y angustiado.
—… ¡Hola Bro! ¿Cómo estás? —Lo saludo.
—… Sí, sí. Por aquí va todo bien, dentro de lo que cabe. Despreocúpate que no haré ninguna pendejada. Sólo estamos hablando. —Le respondo sereno, para tranquilizarlo y observo hacia la entrada. ¡Nada que sale Mariana!
—… ¿Qué?… Ahh, no, no. Esto va a ser demorado. Mariana, apenas si va por el principio. —Le pongo al tanto.
—… ¡Ok, está bien! Por supuesto que te iré contando. ¿Y con quien estas? —Le pregunto aunque me imagino con cual conquista anda metido bajo las sabanas.
—… Ahhh, que bueno. Me la saludas. Entonces nos veremos más tarde en la noche. ¿Cómo? —Pregunto, porque el ruido atronador de una motocicleta que está transitando, no me deja escuchar con claridad y estúpidamente me giro hacia la puerta metálica de un almacén que permanece cerrado, recostando la frente sobre las blancas laminas, pegándome más a ella y queriendo con ello amainar el sonido.
—… Acabamos de salir del bar de Ernesto. Mariana se siente un poco enclaustrada así que vamos a caminar mientras hablamos. Necesita aire, espacio y algo de privacidad. —Le comento poniéndolo al corriente de lo sucedido.
—… Si tranquilo. ¡Por supuesto que me portaré bien con ella!
—… Ok. Cuídate Brother y no se te olvide ir corriendo que Kayra tiene que salir antes de las cinco para ir a misa. ¡Bye, bye Man!
—… Listo, yo le digo. ¡Un abrazo Bro! —Y cuelgo la llamada girándome de nuevo, para llevarme un pequeño susto al sentir a Mariana justo a mi costado y a ese par de cielos azules, brillantes e inquisidores, fijos en los míos.
— ¿Con quién hablabas? ¡Si se puede saber, claro está! —Le pregunto y me sonrió al ver su carita de asustado.
—Con William. Quería informarle que me… ¡Que nos encontrábamos bien! Ahhh, por cierto, te envía saludos. —Le respondo ipso facto.
—Y bueno… ¿Puedo saber qué fue lo que se te olvidó? —Y ella sin hablar me responde, alzando frente a mi rostro una botella plástica de tamaño familiar de una refrescante Coca-Cola.
—Ok, ahora si podemos seguir. –Me acomodo mejor sobre la nariz los lentes de sol y encima de mis húmedos cabellos negros coloco mi sombrero, dispuesta a seguirlo. – ¿Para dónde vamos? —Le pregunto a Camilo y él enmudecido, se da la vuelta para echar a andar por una angosta calle.
Por mi lado pasa una señora muy bronceada con un pequeño rubio y ojiazul. Me sonríe el niño y con su bracito elevado, me saluda muy feliz. Me recuerda a mí, acompañada por Mateo hace unos años atrás, paseando por las calles de esta hermosa isla. Al darme la vuelta observo que mi marido va unos tres o cuatro metros por delante de mí.
— ¡Hey! Podrías esperarme al menos. —Le grito. Resignada levanto los hombros y mis pies avanzan apresurados con ganas de pisar su sombra.
No recuerdo haber transitado antes por esta angosta callejuela. Si estiro ambos brazos es posible que casi alcance a arañar las paredes de las casas. De blanco inmaculado algunas fachadas de los segundos pisos, en el primero otra más adelante está pintada de negro y con un raro grafiti en blanco que no me dice nada pero fue meticulosamente diseñado para que pasara bordeando la puerta de metal. Hay otra más allá, por donde va caminando Camilo, coloreada de un «curuba» en leche, tanto en la planta inferior como la superior. Pero todas ellas cortan muy bien con el gris plomizo del empedrado desigual de la calle. Camilo se detiene en la esquina de aquella casa y me espera, justo al lado de un enorme contenedor de basura y detenido sobre una de las redondas alcantarillas de hierro fundido.
— ¿Te ayudo a cargar con esa botella? —Le pregunto a Mariana.
— ¡Nahhh, tranquilo! Deja yo la llevo. —Le contesto apretando la botella a dos brazos contra mi pecho, mientras que doy un rápido repaso a aquel pequeño espacio en forma de «T» entre las edificaciones, y que le brindan no solo claridad a las casas sino un escueto lugar para aparcar los autos. De hecho, estacionado a mi izquierda se encuentra un Hyundai plateado y a mi diestra, un Toyota azul encabeza el desfile de coches, –no muchos– que aguardan a sus dueños por la rectangular plazuela bajo la sombra de frondosos árboles de Marañón con sus flores pediceladas y justo al lado, una hermosa banca de madera pintada de blanco.
—Ok, entonces sigamos caminando. ¡Por aquí, ven! —Me dice Camilo e igual que antes, echa a andar por delante de mí por otro angosto y nuevo callejón empedrado, aunque no tanto como el anterior. Sin embargo es muy largo y como lo veo tan solitario, me asusto un poco.
— ¿Y es seguro? —Pregunto desconfiada, mirando hacia los lados.
—A esta hora no hay problema. En la noche es más movidito. Es mejor ser amigo de los gatos pues salen a pasear curiosas, una que otra «djaka» y algunos peligrosos «malandros». —Le respondo a Mariana con una sonrisa de maldad en mi rostro, que ella no ve por descuidada.
Miro hacia las alcantarillas y los desagües, imaginando que allí se esconden las ratas. Se me erizan los vellos de mis brazos y la nuca. ¿Y los ladrones? Quizá más adelante, ocultos tras una columna o esperando detrás de alguna verja de cualquiera de estas casas, la mayoría pintadas de un fuerte granate, otras fachadas de un rosa pálido, asemejándose a una garganta enorme que pareciera querer devorarnos y por úvula al fondo, alcanzo a visualizar una mediana palmera. Aprieto mis nalgas y echo a andar detrás de mi marido con rapidez hasta darle alcance y ponerme a su lado. ¿Por qué se está riendo Camilo?
— ¡Era de mi de quién hablaban esos dos! —Le digo de improviso a mi esposo y aquella afirmación le borra de su cara la sonrisa. Agacha Camilo su cabeza, más no se detiene para encararme así que prosigo mi relato.
—Hablaba mal de mí al principio, lo sé. Nunca lo escuché directamente, pero a mis oídos llegaron ciertos comentarios. No era de extrañar pues mi trato con él era apenas cordial, lo suficiente para no quedar ante los demás como un ser antisocial. ¡Si mi cielo! Ese estúpido me cayó tan mal como a ti, y de paso yo a él, te lo aseguro. Así que me concentré en mis nuevas actividades, listas de contactos con posibles clientes interesados, amigos, conocidos y referidos para lograr mis primeras ventas, sin apenas determinarlo a pesar de que intentaba captar mi atención con sus constantes niñerías.
— ¡Lo sabía! —Es lo único que me responde, aunque en su rostro observo un rictus de amargura o desánimo y quizá por ello, continúa su avance con paso firme, casi huyéndole a la sospechada verdad y conmigo un paso por detrás de él, persiguiéndolo con el resto de mis palabras.
—Me lo encontré una tarde, más o menos a mitad de mayo, junto a la máquina expendedora de café, al lado del salón comedor en el décimo piso, reunido con Carlos y los compañeros del otro grupo, vanagloriándose de su última conquista de la noche anterior. Cruzamos miradas mientras yo depositaba las monedas en la ranura para cancelar mi antojado capuchino, y sin cambiar el tono de la voz, hablaba como no, obscenidades sobre como había hecho y deshecho en la habitación de un motel de lujo, carcajeándose sin incomodarse por mi cercanía, al comentarles con pelos y señales, sus faenas sexuales con la mujer que había caído en sus garras y que al parecer era buena en la cama. Les habló más o menos bien de ella, pero después de volver a mirarme mientras yo soplaba la bebida para no quemarme, les dijo algo acerca de otra muchacha del departamento de contabilidad, burlándose de la forma en que… ¡Qué se lo chupó! Y literal, la despellejó delante de todos, por sosa y según él, por «vaca muerta». Hasta me pareció ver, que se atrevió a compartirles algunas fotografías indiscretas de su encuentro. ¡Un hombre miserable, sin escrúpulos y con total falta de dignidad!
—Quisiera poder decir ahora… ¡Mariana, te lo dije! Pero ya ves, por cobarde no te advertí sobre ese tipo. —Me dice Camilo bastante apenado sin dejar de encaminar sus pasos hacia la salida en el otro extremo.
—Mi vida, si tú no podías porque creías que no debías, yo sí que tenía que haberte comentado lo que escuché encerrada en un cubículo de los baños, mientras te escribía por el chat las cositas que te haría cuando estuviésemos en la casa. Las muchachas no sabían que estaba yo allí dentro, por lo tanto Carolina, doña Julia y Diana se explayaron en los comentarios de los chismes más recientes. Y el tema de conversación fui yo. Según ellas, para José Ignacio yo era una niña rica y mimada, protegida de Eduardo y que no sabía dónde estaba parada. Que las ventas no eran lo mío y que por mi forma de vestir, más debería estar dictando clases en alguna escuela rural que allí, atendiendo al público con atuendos propios de una monja de clausura.
—Pero en ningún momento me sentí intimidada por sus groserías y estúpidas bromas. Y mucho menos con algunas de sus miradas, directas y morbosas, otras escondidas a mi vista pues aun tan temprano en la oficina, solía llevar siempre colocados unos lentes oscuros y ovalados con el marco dorado, de esos que usan los aviadores. Dándome la espalda, podía sentir que hablaba con Carlos y los demás hombres de mí, mofándose del largo de mis faldas o de la santurrona hilera de botones que ajustaban hasta el cuello, las blusas con las que iba a trabajar a la oficina «el nuevo elemento». ¡Como solía referirse a mí!
De una de las casas a mi derecha se escapan voces. Una mujer le hace reclamos a un hombre por algún dinero no recibido. Más alla, tras los muros rojos y las ventanas de madera blancas que permanecen cerradas, huyen del segundo piso las alegres notas de una canción que reconozco por su melancólica letra. «Killing Me Softly With His Song» de The Fugees. Miro a Camilo pues sé que le encanta, pero la antigua versión en la voz de Perry Como.
—Uhum… Ambos debimos hablar, Mariana. Y no llorar sobre la leche derramada, como ahora.
— ¡Pufff! –Suspiro con melancolía. – Asimismo como tú, callé estúpidamente para no molestarte con mis cosas, distrayéndote de tus estudiados diseños con mis pequeñas luchas personales y con alguna que otra ofensa… ¡Otros detalles aburridos! —Le respondo, apretando contra mí pecho la botella de gaseosa al sentir que se me resbalaba con ganas de estrellarse contra el empedrado gris.
— ¿Y qué detalles? —Pregunto ahora, apropiándome del envase frio que intentaba escapársele de los brazos.
—Pues lo que más me ofendió, fue escucharlas hablar de como aquel estúpido sin siquiera habérmelas visto, se refería a mis tetas como un par de huevos fritos a los que él, antes de pegarles un mordisco, desearía echarles una pizca de sal para que le supieran a algo. —Suspiro, recordando mi enojo.
— ¿Sabes? Me sentí molesta, dolida y humillada. No había dado pie a ello, lo juro. No le mostraba de más a nadie, mucho menos a él. Y sí mi cielo, te aseguro que me jodió mentalmente ese comentario. Por eso es que aquel sábado cuando sin decirme nada, después del desayuno nos urgiste a Mateo y a mí, en arreglarnos para irnos los tres de compras, yo no puse buena cara y con desgano miraba las vitrinas de los concesionarios, siguiéndote la idea de que yo tuviera un coche para movilizarme aunque no lo veía tan necesario. Lamento haberme portado tan altanera con tu amigo y contigo tan extraña. No tenía cabeza para nada más que planear una estrategia para vengarme de él y su patanería, por lo que escasamente balbucee un color cualquiera. El rojo y el negro me han gustado siempre, así que por ese Audi parqueado en una esquina de la vitrina me decidí. —Camilo vuelve a detenerse y esta vez sí gira medio cuerpo, levanta un poco su gorra y mirándome de soslayo me dice…
—Así que por eso fue… Qué tú… —Y con su dedo índice, me señala el busto.
— ¡Nooo!… No solo fue por eso… Pero por otra parte, sí. ¡O sea! Ya sabes que no estaba muy conforme con lo que Diosito me premió, –y me tomo las bubis por encima del vestido acunándolas en mis manos– pero por ti no lo había siquiera pensado hacer. A ti te parecían las más hermosas y deseables, así que bajo tu enamorada perspectiva, como las tenía estaban bien y por eso no te dije nada cuando tomé la decisión de operarme, pues tu amoroso juicio estaba viciado desde un comienzo. Pero aquel comentario y no te lo voy a negar, fue la espoleta que liberó la carga explosiva de mi oculto deseo. Fue por mí misma, cielo. Para elevar mí autoestima. —Y relatándole esta otra parte desconocida, veo como Camilo saca del bolsillo de la camisa, la cajetilla roja y blanca para tomar de ella un nuevo cigarrillo.
De su mechero saltan chispas, al ser rastrillado dos veces por el pulgar y el fuego aparece. Encorvado aspira, protegiendo la llama de la brisa con la muralla de su otra mano y luego tras mantener los ojos entre cerrados, expulsa una espesa humareda por la boca, al echar hacia atrás la cabeza y el café de su mirada, elevarla al cielo. Yo le imito, más como un acto reflejo que por verdaderas ganas y enciendo uno de los blancos míos, dándole la espalda al viento.
—Quizás debiste haberlo consultado conmigo y te aseguro que yo no… —Mariana interviene posando su mano derecha sobre mi brazo, evitando que concluya mi comentario, para enseguida terminarlo ella, con sobrada razón.
— ¿Tú no te habrías opuesto? Por supuesto cielo, eso en ti sería lo normal. ¿Cuándo me has negado algo? Pero dime… ¿Que tanta emoción hubieses demostrado? —Camilo calla, asiente mientras fuma y de nuevo anda.
La reconozco desde aquí. Falta calle y media para alcanzar la avenida y una calada más a mi cigarrillo para agotar su tabaco. Dos calzadas amplias separadas por una hilera de esbeltas palmeras, que ya no se ven tan pequeñas. La majestuosidad de un crucero atracado se alcanza a divisar a lo lejos y la brisa sopla ahora con mayor fuerza, estremeciendo el ala de mi sombrero, doblándola hacia atrás hasta golpear el pellizco de la copa por encima de la cinta. Camilo se sostiene por igual la gorra con una mano y la ceniza de mi Parliament sale disparada hasta estrellarse contra la tela rosa de su camisa, muy cerca del manchón que se alcanza a apreciar en su pecho.
—No entiendo como ese comentario logró desestabilizarte, si tú fuiste siempre una mujer muy segura de sí misma. De sus cualidades y de… De tus pocos defectos. —Oprimiendo con la suela de mi zapatilla derecha, el pucho consumido le hablo a Mariana, intentando descifrar sus paulatinos cambios.
—Créeme que yo tampoco lo entiendo. Solo que sucedió porque aquí, –y le señalo a Camilo mi cabeza. – se reventó algo. ¡Además porque entró en mi vida ella! Termino por decirle.
— ¿De quién hablas? —Me pregunta extrañado, pero antes de responderle debemos arrinconarnos hacia el muro amarillo de la derecha, que tiene pintada la bandera de Curaçao, pues ha dado el giro una minivan plateada en la esquina y viene en dirección nuestra.
—Mi amiga Carmen Helena. —Le respondo tan pronto como nos va sobrepasando lentamente la camioneta y en las entintadas ventanillas observo las figuras reflejadas de una pareja que amándose, se mantiene distanciada.
— ¿La flaquita aquella que entró en reemplazo de Liz? ¿Qué tiene que ver ella con todo esto? —Le pregunto a Mariana, pues en estos meses rebobinando las imágenes de nuestra película hasta bien entrada la madrugada, a ella no la incluí en ninguna escena. ¡Al menos en ninguna comprometedora!
—Uhumm, la novia de Sergio. El amigo de José Ignacio. —Le contesto mientras avanzamos por la calle hasta el andén, esperando que el tráfico de autos y camiones de reparto, nos dé tiempo y espacio para cruzar hasta el otro lado.
Ni él ni yo decimos nada más. ¡El clima está cambiando! Las nubes bastante grises, flotando kilómetros más allá en el horizonte de esta tarde dominical, la hacen más fresca y llevadera. Pero estos alisios –que atentan contra la elegante estabilidad de mi sombrero y endurecen mis pezones– se esfuerzan con su aliento a naranjos mezclado con el olor del mar, en traer a mi mente las amargas diapositivas de aquel pasado, tan lentamente como se mostrarían en un carrusel frente a la lámpara incandescente en una reunión la verdad, no muy bien planeada.
Miro a mi esposo, sintiendo un extraño escalofrió y me entran ganas de abrazarlo, pero solo me conformo con caminar a su lado para atravesar la avenida, con mi brazo doblado en forma de gancho por debajo del suyo, pero ya sin el temor a su rechazo.
—K-Mena es algo más joven que yo. Tenía apenas 22 años cuando nos saludamos en la oficina, ella con su menuda figura tomando posesión de los implementos, llenando con su natural timidez los espacios vacíos y limpios que había canjeado Elizabeth por estar cerca de ti. Bastante introvertida y muy respetuosa ella. Delicada e inocente, pero con una suspicaz inteligencia. Además de que me inspiraba mucha ternura al verla tan nerviosa y despistada como yo en ese nuevo ambiente, con tantas personas yendo y viniendo apresurados de un escritorio hacia el otro. «Las novatas de Eduardo», nos empezaron a decir tanto los compañeros de nuestro grupo de ventas, como de los otros equipos. Pero también era la «protegida de Nachito» y él, una mañana al terminar la reunión me lo dejó muy claro, sin tener en cuenta mi parecer.
—La dejo en tus manos. ¡Te la recomiendo! —Con un guiño de sus ojos de Hazel, complementado por la sonrisa desvergonzada, se fue muy orondo a cumplir una cita, según él, a su novia. La dejaba al cuidado de la «mojigata» y eso le brindaba tranquilidad. Desde ese día me tomé en serio la tarea, claro que con mi segunda intención. La instruí en los trámites fundamentales de la oficina y junto con Diana, nos dedicamos a realizar llamadas a clientes, concertar citas en la sala de ventas, acompañarnos a la hora de la salida y entre una cosa y otra, empezamos a cultivar nuestra sincera amistad.
—Y por ella empezaste a espaciar tus acostumbrados picantes mensajes matutinos. De pronto dejaron de aparecer en mi teléfono tus… « ¿Quieres que te envíe una fotito?» Tras tomarme junto a los ingenieros, el café de las diez. O tus textos a escondidas durante y después del almuerzo, con frases como: « ¡Estoy aquí pensando en que parte de mí, darte a morder más tardecito!» ¿Por estar junto a ella dejaste de mantener ese necesario contacto conmigo? ¿Sin saber cuánto lo necesitaba a diario?—Mariana no me mira, pero medita su respuesta, mientras vamos cruzando hasta el otro lado en frente del amplio parqueadero, enganchada aún a mi antebrazo.
—Si mi vida, estas en lo cierto y créeme que lo lamento. Estaba obsesionada y quería a toda costa, obtener mi venganza. Y qué mejor que conocer al detalle las debilidades del contrincante. K-Mena tenía más contacto y cercanía con Jose Ignacio, así que sin saberlo ella era la ventana por la cual yo podría escudriñar un poco más en su arrogante personalidad, para buscar una fisura, una grieta por donde yo lo pudiese atacar y humillar. Me centré en ello, en compartir más tiempo con ella para hablar entre otras cosas de él, conocer lo que yo ni imaginaba, lo que hacía y con quien, pero k-Mena me fue describiendo a un hombre totalmente opuesto a lo que tú, a lo que yo y los demás en la oficina percibíamos de él. —Zigzagueamos por entre los automóviles aparcados y en un santiamén, llegamos a la esquina del estadio de beisbol, frente a los cinemas. Y aquí Camilo endereza su brazo y me suelta.
— ¿Querías venganza y usaste a esa muchacha para acercarte a él? Hummm, no te creí capaz de hacer algo así. Tu… Es decir, la Mariana que yo conocía jamás intentaría algo así de sucio. Usar a las personas para conseguir algo… Y me imagino que allí empezó tu interés por ese tipo. ¿O me equivoco? Ehhh, huele a café. ¡Ven vamos por uno! —Y sin esperar por su respuesta avanzo con paso firme hacia el local de Starbucks.
***
Me deja sola y regañada en la esquina. Además no me apetece una puta taza de café ahora. Lo sigo de mala gana pero eso sí, saludando amablemente a los turistas que se cruzan en frente de mí. Va a tardar, pues el local a esta hora, –en pleno «Tea time»– como era de suponer se encuentra atiborrado de personas haciendo fila, en espera de ser atendidos. Menos mal que puedo distraerme mirando ropa y calzado en las vitrinas de los almacenes que están al lado, y de paso aprovecharé para llamar a Iryna y preguntarle por mi bebé… ¡Maldición! Tengo que olvidarme de esa palabra. ¡Voy a averiguar por mi príncipe hermoso!
—Iryna, hola amiguis. ¿Cómo va todo? —La saludo sin mayor efusividad.
—Amiga, por aquí marcha toda baja control. ¿Y ustedes como van con la charla? ¿Reconciliación a la vista? —Me pregunta.
—Ehhh, creo que es muy pronto para saberlo. Tengo mucho por contarle todavía. Sigue distante conmigo y eso que apenas estoy comenzando.
— ¿Entonces qué carajos han hecho todo el día? ¡Carambas! Me vas a matar con esta esperadera.
—Una que otra sorpresa bien guardada. ¿Y Mateo? —Le pregunto para averiguar por el estado de mi hijo y de paso, cambiar el tema.
—Salieron con mi Natasha y mi Jorge a comprar helados. Ya conoces a tu hijo, querida amiga. Cuando se le mete algo en la cabeza… Ummm, salió igualitica a su madre.
— ¿Siií? Pues ojala cuando sea grande, jamás cometa las estupideces mías.
—No pienses esas cosas, amiga. ¡Una error lo comete cualquiera!
—Claro, por supuesto, Iryna. Pero lo mío no fue una equivocación pequeña. ¡Fue una puta cagada grandísima, y lo que más me mortifica, es que lo maté en vida! —Le respondo alterada.
—No preocupes demasiado por eso. Toda tiene arreglo. ¡Ya lo veras amiga mía! Tu marido es un ser comprensiva y además… ¡Te adora! Dale tiempo. —Me responde con emoción.
—No me queda mucho. El vuelo sale mañana a medio día. —Le contesto preocupada.
—Entonces que carajos haces perdiendo el tiempo conmiga. Tu hijo está bien no te preocupas más, y mejor ve a seguir charlando con tu maridito. ¡Jajaja! Chao, amiga.
— ¡Jejeje! Ok, amiguis. Después te cuento como termina todo. Un abrazo y dale besitos de mi parte a Mateo. Bye. —Y colgamos la llamada, dejándome pensativa.
***
—Pssst, Naia… Pssst. ¡Aquí, aquí Naia! —Y finalmente levantando el brazo, consigo captar la atención de la amiga de Maureen entre la multitud de gorras, sombreros, melenas y brillantes calvas.
—Ahhh, Bon tardi, Cami. Ufff, estoy muy ocupada ahora como puedes ver. ¿Pasó algo con Maureen? —Me pregunta preocupada tras el mesón.
—No, no. Todo está bien con ella, Naia. Solo que el aroma me trajo hasta acá y me antojé de un café de tueste corto y un capuchino alto, por favor. —Y le hago pucheros de niño consentido para ablandar su corazón. Necesito mover mis influencias porque de lo contrario y sin exagerar, no saldré de aquí hasta pasadas las cinco y media.
—Pero Cami… ¡Uichh! Ummm, ok. Pero que no se te vuelva costumbre porque me meterás en problemas con el administrador. Espérame en cinco donde ya sabes. —Y me salgo del local sonriéndole agradecido, en dirección a la puerta lateral.
Desde esta posición la observo caminar frente a las vidrieras del almacén. Se detiene y mira. Tal vez a la ropa exhibida en los maniquís, o quizás solo observa con detenimiento su curvilínea figura reflejada. Toma del bolso su teléfono y hace una llamada. Voltea su cabeza buscándome en la entrada, pero yo me encuentro ubicado al otro costado. ¿A quién podrá estar llamando? La maldita desconfianza surgiendo de nuevo. ¡Imposible evitarlo, soy humano!
***
En la tienda de Mango esta exhibida una falda de flores rojas y amarillas sobre el fondo blanco y plisado que me encantaría comprar. Tal vez alcance a entrar y echarle una ojeada. También podría preguntar por una camisa nueva para Camilo y reemplazarle la que tiene puesta. Es extraño pero en mi nuca siento un leve calor. ¿Alguien me observa? Reviso detrás mío pero solo hay una joven pareja, sentados en la banca tomando su café. ¡Estoy paranoica!
Esta sensación me recuerda el actuar de Chacho en la oficina, –espiándome muchas veces– ocultando su fisgona mirada tras la oscuridad de sus lentes deportivos o intentando pasar desapercibido sentado en su escritorio, cambiando la posición de la pantalla de su ordenador para observarme desde allí, interesado en romper la muralla de hielo que yo había levantado, amparado igualmente en la relación que empecé a mantener con Carmen Helena, la novia de su mejor amigo.
Recuerdo como se paseaba por el corredor con algunas carpetas bajo el brazo, simulando trabajar, preocupado aparentemente por encontrar una engrapadora suya que había extraviado, hasta llegar a mi cubículo y sin pedirme permiso, abrir las gavetas inferiores de mi escritorio, rozándome las piernas con disimulo, disculpándose con aparente sinceridad para luego revisar en el cajón superior, –aplastando de paso su «paquete» contra mi hombro– en mis objetos personales fingiendo preocupación y tomar de allí la cosedora mía, llevándosela para su escritorio a pesar de mis reclamos. Invariablemente risueño, siempre con un pícaro guiño para calmar mis protestas.
Todo lo hacía para provocarme. Diana y K-Mena que observaban atentas, le congraciaban sus pendejadas. Yo buscaba no enojarme aunque por ratos lo conseguía con sus estúpidas bromas. Apagándome la pantalla del ordenador mientras redactaba algún informe o colgándose en su hombro mi bolso para desfilar por los pasillos, intentando imitar mi forma de caminar, exagerando el movimiento de mis caderas. Quería llamar mi atención. Buscaba que yo lo mirara, hacer que lo llamara, que le hablara… ¡Que lo buscara! Y cuando iba a hacerlo, –creyendo ser la única– me di cuenta que actuaba exactamente igual con las demás mujeres de la oficina, incluida la señora María de la cafetería o las chicas de seguridad. Estúpido «siete mujeres» mal acostumbrado, petulante y con ínfulas de ser tan importante para mí.
***
— ¡Vaya, vaya! Hasta que por fin te encuentro. —Le digo a Mariana, sorprendiéndola a pocos pasos de la entrada del almacén, con mis dos manos ocupadas y las yemas de mis dedos soportando el calor de las bebidas.
— ¡Wow, eso sí que fue rápido! ¿Cómo le hiciste para que te atendieran tan pronto? —Me pregunta ella con cara de asombro.
— ¡Jejeje! Ya sabes, conexiones que uno tiene. Allí trabaja una amiga de Maureen y pues para evitarme la fila, usé las influencias. —Le respondo a Mariana, sin caer en cuenta del error.
—Ajá, claro. ¡Cómo no! —Colocando las manos en sus caderas, me contesta.
—En serio Mariana, la chica es compañera de universidad. Se llama Naia.
—Uhumm. Ok, cielo. Menos mal porque con esa cantidad de gente esperando su turno… Ya ves Camilo, que a veces se hace necesario utilizar a las personas que el destino coloca en el camino para nuestro beneficio. No somos, como puedes ver, tan diferentes tú y yo. —Me responde con una sonrisa de satisfacción en su rostro.
Siento el golpe bajo, fuerte y al costado. Pero instintivamente yo respondo y lanzo a su quijada mi derechazo. Metafóricamente hablando.
—Es cierto, en parte. Aunque existe una sutil diferencia entre lo que hicimos. Yo apenas he conseguido saltarme los turnos para obtener estas dos bebidas, –y le alcanzo su capuchino– pero tú buscaste acercarte a ella para conseguir vengarte de una ofensa… Acostándote con tu agresor.
Mariana enmudece, agacha la cabeza y girándose echa a andar hacia una banca libre ubicada en frente del almacén.
— ¡Estúpido! —Alcanzo a escucharle decir, mientras se sienta y cruza una pierna sobre la otra, acomodando el bolso, también su sombrero al costado como protegiéndose, y fija su mirada de rabia directa a mi posición.