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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (16)

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Antes regañada y ahora emocionalmente abofeteada. Sin tocarme o golpearme como equivocadamente pensé que lo haría al regresar a nuestra casa aquella tarde de febrero, al enterarse de nuestros despidos, –sin conocer por lo visto todas las causas que lo motivaron pero sí que había existido una traición– y tan solo un mensaje escrito a mi WhatsApp, por todo contacto. Su interrogada solicitud por una explicación que en ese momento yo no me sentía capaz de darle: Por qué… ¿Con él?

Esperé asustada su llegada y tras la vespertina espera, angustiada se me oscureció la tarde en compañía de mi hijo que no comprendía por qué su mamá lloraba desconsolada, indagando también con inocente preocupación por qué su papito no contestaba a mis llamadas. Y tampoco al anochecer, con Mateo ya dormido sobre mi regazo, él llegó.

Enfrenté al siguiente mediodía su llegada, con el temor de que me echara inmediatamente, no de nuestra casa, pero sí de su vida. Y en mi cara con sus gestos, demostrarme el sufrimiento por el que estaba pasando y el dolor que le había infringido, esperaba su enojo, con palabras soeces y alteradas. Su disgusto y decepción entre gritos, con ofensas justificadas hacía mí, jamás escuchadas ni pensadas por el hombre que por amor, tanto me idolatraba.

Nada de eso hubo aquella mañana tras verle entrar por la puerta, –con la misma ropa arrugada y sucia, del día anterior– ni siquiera una cachetada o un simple estrujón. Peor que aquello fue su mirada fría, contraído el iris y vacías completamente sus pupilas del brillo acostumbrado del amor. Odio y rencor mezclado con decepción, fue el reflejo que sus taciturnos ojos cafés me ofrecieron por reclamo.

No me golpeó pero me maltrató más con su silencio, al pasar por mí lado esquivándome como si yo fuese un montículo, –asquerosamente fresco y maloliente– de boñiga de vaca. Y por supuesto que me hizo sentir contundentemente el desprecio con sus brazos, que no se alzaron ni se abrieron como siempre para abrazarme, absteniéndose también sus manos de acariciar mis mejillas y sus dedos tantos años acostumbrados, no me apretaron el mentón ni acercaron mi boca a sus labios. ¡Sí! Tampoco su boca se abrió para pedirme explicaciones, muchos menos lo hizo para herirme con insultos. Mutismo total entre los dos a su llegada y durante los siguientes días. ¿Qué hubiera hecho yo de ser la traicionada? Pues supongo que igual que él, el dolor impediría que actuara de forma lógica, si es que la lógica puede imperar en esas circunstancias.

¡Pero ahora ya, gracias a su infinita bondad lo he conseguido! He venido a buscármelo y debo asumirlo, resistiendo sin objetar su castigo, si esta es su voluntad.

Y aquí sentada comprendo que casi nada ha cambiado en mi marido, a pesar de la distancia y de los casi siete meses que ha tenido para meditar e intentar calmar sus tempestades. No puedo negar que me han afectado sus juicios razonados, indirectas con verdades muy directas, revueltas más no mezcladas. Cómo lo lácteo que se ha vuelto espuma, resaltando lo que está en el fondo; ese sabor tostado del café bien medido con un toque de vainilla y caramelo, en este vaso de cappuccino. Con la servilleta estampada doblada a la mitad, seco el llanto que me ha causado su sinceridad.

Camilo permanece de pie, distanciado del espacio desocupado de esta silla, a un metro más o menos de mi bolso y el sombrero; dubitativo y con el envase de litro y medio de la oscura gaseosa, fuertemente apretado entre sus piernas.

—Mariana… ¡Lo lamento! No debí decir eso. No pretendí ofenderte. —Me habla sin atreverse a dar un paso, seguramente por el temor de que al caminar cascorvo y ladeándose como un pingüino, se le pueda resbalar de entre sus piernas la Coca-Cola.

—Descuida. Es lo que merecía escuchar de ti… ¡Desde hace mucho tiempo! —Respondo sin enojo y recojo mis cosas de la banca, sin colocarme el sombrero ni los lentes oscuros. Me pongo en pie y le digo…

—Ya que estamos por aquí… ¿Vamos a dar una caminata por el parque? Es que acá estamos rodeados de muchas personas y hay demasiada algarabía. —Le respondo invitándolo a marchar por esos senderos ubicados a mi izquierda, con seguridad, menos transitados.

Mi marido no dice nada. Camina junto a mí con gesto de arrepentimiento y acompaña el poco café de su vaso de papel, con el sabor del tabaco de su cigarrillo encendido, sostenido firmemente entre los labios.

—Es verdad que utilicé a Carmen Helena para acercarme a él, lo reconozco. Pero ese giro del destino se convirtió con nuestro tiempo juntas y tantas charlas espaciadas en las mañanas, más las que sostuvimos en mi auto durante los traslados hasta su casa, en la peste con la cual intoxiqué nuestro hogar.

—Nos hicimos muy buenas amigas y con el transcurrir de las semanas, Jose Ignacio se volvió un tema frecuente en nuestras conversaciones. —Observo con detenimiento a mi esposo para detallar su reacción, pero él simplemente va observando a la distancia, el grisáceo panorama por encima de nuestro firmamento, que amenaza convertirse en tormenta. Aunque considero que para Camilo, el clima será el menor de sus problemas en estos momentos, por lo tanto continuo redondeando mi relato.

—Yo quería saber más cosas de él y ella aprender más cosas de mi. De la vida de casada me preguntó con insistencia y si valía la pena ser madre porque a ella eso la asustaba sobremanera.

—Y Por supuesto que indagó sobre ti.: Si mi esposo me hacía completamente feliz y de qué manera, con qué detalles, cuales palabras utilizaba para hacerme sentir amada día a día. No pude explayarme demasiado en los detalles para no traicionarme de pronto al hablarle de nuestra bienaventurada cotidianidad, pero le respondí con un rotundo sí a lo hermoso de ser mamá y le confirmé cuan agradecida estaba con la vida, por tener a mi lado a un hombre inteligente, gentil y amoroso que me hacía sentir como la reina de su personal imperio. —Le voy diciendo a Camilo, mientras vamos entrando al parque del Renacimiento, bajo el suave zarandeo de las convexas ramas de los cocoteros y cruzándonos de frente con el andar sereno de una amorosa pareja de ancianos, tomados tiernamente de las manos.

—Para ese 13 de mayo del año pasado, –continúo relatándole– por mis ocupaciones no pudimos celebrar el dia de las madres reunidos con tu familia y la mía, almorzando como usualmente lo hacíamos a las afueras de la ciudad; por eso aplazamos las visitas, pero de todas formas les hicimos llegar el respectivo ramo de rosas rojas y yo recibí de tus manos muy temprano el lunes festivo, un delicioso desayuno y dos regalos.

—El juego de llaves de tu coche, que ya tenías aparcado en el garaje subterráneo y en una cajita aparte, la réplica a escala de tu nuevo Audi. —Me lo recuerda Camilo de inmediato y yo le respondo tal cual lo hice aquella mañana.

— ¿Para Mateo? —Te pregunté de manera ingenua y me respondiste... ¡Él ya tiene el suyo, se lo dejé al lado de su almohada para cuando se despierte! —Y te abracé con tanto amor y demasiado entusiasmo, que derramé algo de la humeante taza de chocolate dentro de los huevos revueltos y mojé bastante, las tostadas ya untadas con mermelada de fresa.

—Uhum, Mariana, así fue. Y no me importó para nada ese accidente, pues los rayos del sol dibujando claroscuros sobre la desnudez de tu torso, me incitaron a meterme en la cama con la preciosa mujer que tenía por esposa para hacerle el amor a una acomedida madre, dejando ese desayuno para después.

Yo sonrío al pensar en la buena memoria que posee Camilo, que tengo yo también, y en los bonitos recuerdos que existen entre los dos.

—Sucedió que en una de las vitrinas del concesionario estaba expuesto, –continúa explicándome– entre otros suvenires de la marca, ese modelo a escala de tu automóvil y acordándome de Mateo, lo adquirí. Pero cuando Rodrigo me hizo entrega del coche, traía consigo de regalo para mi loquito, envuelto en papel de colores platinados, otro similar. Por lo tanto pensé que sería bueno que tuvieras ese de recuerdo. ¡Aunque no se me pasó por la mente, que llegaras a despreciármelo!

¡Camilo no olvida! Por lo visto no solo recuerda lo bueno, también mantiene vivo en su mente, lo doloroso y amargo de nuestra convivencia. No tengo más por decir, y así como observo frente a nosotros, que un diminuto remolcador hala con esfuerzo a un enorme crucero de lujo, llevándolo fuera de la terminal, debo continuar con mis descargos, reconduciéndolos por otros derroteros.

—Finalicé mi segundo mes de trabajo en la constructora siendo la subcampeona en ventas. Ocho créditos aprobados a mis clientes de doce solicitudes presentadas. No estaba mal, me sentí eufórica y te lo conté orgullosa por la noche al hablar por video llamada, pues tú aún permanecías ocupado con las obras de construcción en Peñalisa. Hablamos mucho de todas formas y celebraste en la distancia el éxito de aquel buen cierre de ventas, tú con un six pack de cerveza y yo con una copita de coñac. —Camilo asiente y sin dejar de mirarme con seriedad, da una última calada a su cigarrillo y lo deja caer dentro del vaso de cartón, con su «tintico» ya terminado.

—Como no preguntaste, yo te puse al tanto del excelente resultado de los demás compañeros, sin nombrarte por supuesto las de él. Pero no te mencioné que mientras lo hacíamos, y tú le preguntabas a nuestro hijo sobre su día en el colegio, yo recibía en el móvil de la empresa y por el chat del grupo, la invitación de Eduardo para salir a celebrarlo a un restaurante italiano y de paso preparar la estrategia para lo que se nos vendría encima la segunda semana de junio. —La mano de mi esposo oprime con fuerza el vaso de cartón y frunciendo el ceño, achina los ojos y busca la lejana caneca de basura, ubicada justo al costado de un esbelto y negro farol.

—Sí, mi vida. Te oculte esa salida. ¡Mi primera pequeña mentira aunque si lo hice fue pensando en ti, aunque te cueste creerlo! Intuí que pondrías el grito en el cielo al pensar que Mateo estaría solito por unas horas, –aunque estuviera la nana pendiente de cuidar su sueño– pero para ti sería la razón perfecta para que me pidieras que no saliera. Así que omití contártelo, despidiéndome con un sonoro beso y mis deseos de que pasaras bonita noche, para que los tres descansáramos. Fue la mejor opción que visualicé en aquel momento para terminar nuestra conversación y tener tiempo para arreglarme un poco antes de salir. Y no, cielo. No me demoré demasiado. En verdad qué todo fue muy rápido.

— ¡Pues que lastima, Mariana! Podrías haber aprovechado para disfrutarlo más. Ya untado el dedo, untada toda la mano. —Me responde de manera un tanto cínica y descarada, y yo levanto un poco los hombros asumiendo mi error.

—Regresé a casa antes de la media noche, con una botella de licor de Amaretto como premio a mi labor. También había degustado una exquisita Lasaña a la Boloñesa y solo dos copitas de un excelente Cabernet Sauvignon Chileno, por sí me encontraba de regreso con algún retén policial. Recibimos muchas recomendaciones de nuestro querido «jefecito», sobre aquella cuestión de empaparnos bien de los tipos de vivienda, los metros cuadrados de los lotes de terreno; mirar bien los planos y las distribuciones de los espacios, aprendernos de memoria los precios y hasta el número de hoyos del campo de golf. Algunos chistes verdes de Diana amenizaron la velada y afortunadamente pocas bromas pesadas por parte de José Ignacio y nada de insinuaciones hacia mí. —Hago una pausa y suspiro al acercarnos a la plazoleta adoquinada y al muro mostaza del muelle.

Camilo nada más llegar, descarga sobre la barda de cemento la Coca-Cola familiar, su mochila Wayuu y reclinándose descansa allí sus antebrazos; observa el mar y a las olas, que embravecidas golpean contra las rocas salpicando alguna que otra, levemente nuestros rostros. Aquí estuvimos varias veces con Mateo, observando como atracaban en la terminal los majestuosos barcos colmados de turistas emocionados, mientras Camilo tan enamorado, me levantaba por los aires dándome uno o dos giros, para posteriormente sentarme sobre el muro y besarme ante las risitas de nuestro pequeño, pidiéndole a su papito que le hiciera lo mismo.

¡Como quisiera volver a esas épocas! Pero es un deseo que parece ahora imposible de cumplir. No creo que podamos volver a descubrirnos como antes, ahora que para él con mi comportamiento, debo ser una imperfecta extraña. Deseo poder volver a revivir todas aquellas tonterías y locuras que hacíamos siempre cuando nuestro compromiso era el de dos enamorados, pensando únicamente en agradar al otro con pequeños detalles. Coquetear disimulados al mirarnos y encontrarnos siempre, reflejados en los ojos del otro.

Sí, claro que deseo regresar con toda mi alma a esas horas, a los meses felices juntos e incluso más allá, hasta aquel inicio cuando los dos suspirábamos al vernos cuando por casualidad nos encontrábamos de improviso y a pesar de ser tan solo amigos, sentir ese no sé qué, en un no sé dónde, deseando estar juntos alargando la charla, las horas y nuestros esporádicos encuentros. Anhelando tener más tiempo tan solo por el gusto de acompañarnos, sin dar el paso que los dos estúpidamente temerosos ansiábamos tanto, y decirnos con palabras claras que sería bueno para los dos, darnos la oportunidad de ser algo más. ¡De ennoviarnos! Pero ahora lo veo complicado. Si apenas comenzando se ve tan difícil… ¡Pufff! No me alcanzo a imaginar cómo me tratará, cuando se entere de todo.

—Supongo que el estar reunidos esa noche junto a K-Mena y su novio, –continuo hablándole, recostando mi espalda contra el muro– más el interés que suscitó entre todos nosotros las nuevas tablas de comisiones, haciendo cuentas alegres de lo que podríamos llegar a ganar y comprar con las ventas de esas casas tan lujosas, le aminoró sus provocaciones.

—Puede ser que así fuera, Mariana. O sencillamente preparaba el terreno, tanteándote y observando como reaccionabas al percibir que él te ignoraba. —Interviene por fin Camilo, girando su cuello para mirarme.

—Hummm, No había pensado en eso. –Le respondo. – Lo cierto es que me sorprendió y me intrigó. Me interesé más en descubrir algún fallo, alguna mínima grieta y sin darme cuenta te fui relegando a un segundo plano porque me distraje en eso o en terminar de cerrar los negocios que aún tenía pendientes. Y entre tus viajes a Peñalisa, –y que Mateo reclamaba de mi mayor atención al sentir tu ausencia entre semana– fue comenzando ese junio para mí, pendiente de esas otras cosas y de paso fuimos dejando morir esa virtual costumbre de tenernos siempre pendientes y de avivar nuestras llamas a pesar de la lejanía, con aquellos mensajitos lujuriosos subiditos de tono.

—Es probable que tengas razón pues al final yo me fui acostumbrando, eso sí al principio un poco extrañado, pero con el paso de las semanas y la urgente necesidad de viajar de miércoles a viernes para solucionar junto a los ingenieros el tema de los cambios en los diseños de la planta de tratamiento de aguas residuales y la supervisión de las obras de construcción en las ultimas casas del condominio, al igual que tú, pasé de los textos morbosos y las imágenes explícitas, a las video llamadas amorosas, prudentes y rutinarias para hablarnos y verte a ti junto a Mateo. ¡El destino quiso que cambiáramos!

—No es justo achacarle todo al destino. Fui yo, Camilo. Con ese estúpido juego de roles entre tú y yo y que planeé en compañía de Fadia. También mi idea de vengarme de él por sus ofensas. No anticipé lo que podría ocurrir con nosotros, mucho menos de lo que podría surgir al involúcrame con tantas personas para lograr… ¡Otros objetivos!

— ¡Y que otro hombre te gustara! En especial ese malparido del «siete mujeres». ¿No es así? —Camilo se queda observándome con un rictus de triste rabia y luego de un salto, termina sentado sobre la tapia blanca.

—Sí, ya te respondí a eso. Obviamente es un hombre físicamente muy guapo, pero era odioso conmigo, pedante ante los demás por los logros y sus conquistas, y sobre todo humillante contigo. Se podría decir que me gustó a medias. ¿Contento? —Le respondo un tanto ofuscada, pero concisa mi respuesta a su pregunta capciosa.

—Por eso es que comenzando Junio, tú y yo comentamos «arrunchados» en nuestra cama como seria todo aquello. Viajar desde Bogotá bien de madrugada, los cinco más Eduardo, todos metidos en la minivan alquilada por la compañía, pasando sábado y domingo cada quince días atendiendo en la sala de ventas de Peñalisa, y las noches en una habitación compartida con las chicas, en el mismo hotel donde te hospedabas en Girardot, y si se cruzaba algún dia festivo, pues también laborarlo, regresando al anochecer a la capital para descansar un día entre semana en mí casa.

—Disfrutaba mucho del anochecer entre tus brazos y durante el día con los míos arrullar a nuestro hijo. Para ti, para mí y los demás, todo aquello serían experiencias nuevas. ¡Sin embargo esa noche advertí tu preocupación a pesar de que no me hubieses dicho nada!

Una extensa retahíla de graznidos capta la atención de Camilo. La bandada de gaviotas enloquecidas, revoloteando entre el remolcador y la proa del crucero, –deslizándose sumamente gráciles en el aire– parecen estar ofreciéndoles la despedida de esta isla a los turistas que felices, se asoman a las plataformas y por los balcones de sus cabinas. Gira mi esposo lentamente el cuello y en sus ojos pulsan destellos de inquietud. Entreabre sus labios para decirme algo, pero son mis recuerdos los que se le anteponen.

—Cuadramos todo, ¿recuerdas? Ya que Mateo tendría receso escolar por las vacaciones de mitad de año, lo estuvimos hablando después de que hiciéramos el amor hasta bien entrada la madrugada.

— ¡Podría quedarme en nuestra cama con Mateo entre semana mientras tú viajas! Me propusiste suspirando excitada, ya que mis besos por debajo de tu oreja te estaban humedeciendo. —Le recuerdo a Mariana.

—Y te dije que lo distraería yo, llevándolo al parque de atracciones los fines de semana que tuvieras que ausentarte. ¡Sí! A ese acuerdo llegamos y terminé con tu espalda bien afirmada contra mi pecho y el frugal aroma de tus cabellos inundando mi nariz, con mis dedos inquietos haciendo remolinos con los vellos de tu pubis, para calmar mis dudas y apartar de mi mente esos temores.

— ¡Coordinados seguiremos siendo una familia feliz! Me respondiste con una sonrisa cuando ya nos estábamos durmiendo, pero he de reconocerte que tenía mis reservas, sobre todo que tuvieras que ir en compañía de ese tipo y sin embargo tú, rápidamente lo detectaste. —Mariana con un sutil gesto de circunspección, expulsa en mitad de un suspiro sus recuerdos girando el rostro hacía su izquierda, como si deseara huir del pasado volando con el viento.

—No te preocupes, mi cielo. ¡Te llevaré conmigo a todas partes! Aquí, –dijiste señalando tu cabeza– y tomando mi mano la acercaste hasta tu pecho haciéndome sentir los relajados latidos de tu corazón, concluyendo tu bonito discurso con ese… ¡Y aquí, por siempre!

—Sé que en este instante, no te parece que aquella madrugada hubiese sido sincera, pero mi vida… Sí lo fui. ¡Interiormente, lo he sido siempre!

—Aun así, aquella madrugada no dormí bien, pues también tenía mis prevenciones. Si estando juntos en la oficina, así estuviésemos separados tan solo por un piso aparentando ser un par de extraños ante los ojos de los demás, con aquel nuevo trabajo estaríamos verdaderamente alejados por kilómetros de distancia. ¡Y eso me asustaba! —En un descuido se me escapa de la mano mi cigarrillo, cayendo por detrás del muro hacía las rocas.

—Hablé con Fadia y con Eduardo, preocupada por tener que abandonar a mi familia, pero para ellos la sola idea de distanciarnos por unos días, sería una etapa muy romántica y productiva para los dos al momento de reencontrarnos. ¡Y, Camilo…, de nuevo les creí!

—Hummm, para ellos todo estaba bien así. Ganaban con cara o con sello, incluso si la moneda caía de canto. Es la hora que no entiendo, por qué se empeñaron en separarnos. ¿Qué les hice? ¿Cuándo los ofendimos para que idearan separarnos? —Se pregunta con amargura, mientras se lleva las manos a la cabeza, apretándosela con fuerza.

—Envidia, mi vida. Rencor tal vez de vernos bien enamorados tras tantos años. Y después de que yo cedí… En fin, que quisieron usarme como un catalizador para aliviar su enfermiza vida conyugal. Esas creo yo que fueron las razones. —Le respondo sin mirarlo, pues busco dentro de mi bolso, una nueva cajetilla de cigarrillos y su voz vibrante se sobrepone al ruido del oleaje.

— ¿Enfermedad? ¿Cuál y de quién? —Intrigado le pregunto.

—De tu amigo Eduardo. Es un hijo de puta desquiciado, morboso y manipulador. Se aprovechó de mí por un idiota juego de adolescentes. Una estupidez que cometí delante de todos con K-Mena. —Respondo con sinceridad mientras remuevo mis hombros de solo recordar aquella noche donde pequé por presumida.

— ¿Y ella que tiene que ver? —Me dice de improviso así que espero un momento mientras pienso. Lo enciendo, chupo un poco y le contesto con una pregunta para confirmar si es ella, a quien se refiere Camilo.

— ¿Quién? ¿Carmen Helena? —Y Camilo asiente.

—Pues que con ella continué con mi cambio y de paso inicié mi calvario. —Le respondo mirándolo fijamente.

—Inicialmente recuerdo que me llamó la atención su excesiva timidez, que me hizo dudar de que fuera capaz de atender bien a las personas, entablar una conversación fluida y conseguir ese «feeling» que se requiere para llevar a buen término una negociación. Al principio se lo achaqué al hecho de sentirse extraña, tan desubicada y novata como yo, laborando en la constructora. Pero no. Es simplemente su forma de ser, la educación recibida en su hogar lo que hace que ella sea tan prevenida con las personas.

—La verdad a mí me pareció una mujer normal, sin mucho por qué destacar. Se me hizo ella algo retraída, escasa de temas para entablar conversación y monosilábica en sus respuestas. ¡Una flaquita algo agraciada y ya! —Me comenta mi marido con algo de injusticia en su apreciación, pues él no compartió con ella tantos momentos como yo. No la conoció lo suficiente.

—No me vas a negar que K-Mena tiene un rostro hermoso, de facciones suaves y medidas proporcionadas, engalanado además por esos grandes ojos grises y simétricos, acentuados por las cejas perfectamente delineadas y rectas, confiriéndole mayor belleza a su forma almendrada. La boca de labios gruesos, naturalmente sonrosados, sin necesidad de brillos o pintalabios y aquella sonrisa franca con su dentadura perfectamente alineada, más los hoyuelos tan simpáticos que se le marcan al sonreír. El cabello semi ondulado y brillante es otro aspecto que destaca en ella, peinado con la raya a la mitad, manteniéndolo largo hasta la mitad de su espalda y de un rubio ceniza tinturado que compaginaba muy bien con esa personalidad suya, tan dulce y serena.

—Además estaba su vocecita suave y la entonación tan delicada, pero con ese brillito grave, un desgarre tan particular como encantador al modular las palabras finalizando la oración. A mí me fascinaba escucharla hablar, pues lo hacía de manera similar a como lo hace la locutora de radio que con sensualidad da la hora en el noticiero que tú escuchas por las mañanas.

—Sí, tiene una cara linda con unos ojos de gata que atraen miradas, pero es una mujer de pocas curvas. Un tanto flaca para mí gusto. Pero en fin, ¡para cada tiesto, hay su arepa! Y sí, a algunos les llama la atención ese tipo de mujeres tan planas. —Y le doy a Mariana, mi sincera opinión.

—No tanto Camilo. Quizás por lo alta, –unos centímetros más que yo– lo aparente, pero su figura es esbelta. Delgada sí, pero no te fijaste que tiene unos senos grandes, redonditos y firmes, de pronto algo desproporcionados para su menudo torso. Vientre plano y cintura estrecha en consonancia con sus caderas, pero con un culito respingón. Piernas largas y atléticas, con las que puede dar pasos largos y elegantes, aunque por su timidez tienda a encorvar la postura de su espalda.

— ¿Y tú como sabes todo eso? —Le pregunto a Mariana con interés.

—Pues es que la vi. Mejor dicho, nos vimos semi desnudas algunas veces en los probadores de los almacenes, ya que en segundo lugar, me fijé en su forma de vestir, bastante reservada y demasiado formal. Con esos trajes oscuros, ajados y la verdad algo pasados de moda. Por lo tanto pensé que ayudarla con un cambio de look no le vendría mal y de paso yo, haría otro tanto para quitarme de encima esa impronta de mujer demasiado recatada en la oficina, o como decía él, de novicia de convento.

—Uhum. ¿O sea que ese cambio repentino de vestuario fue para llamar su atención e impresionarlo? —Me pregunta interesado en conocer hasta el más mínimo detalle, aunque la decepción continúe hiriéndole.

—Inicialmente no, para nada. Pero igual al vernos a las dos con aquel look tan diferente, se quedó boquiabierto y además conseguí el efecto deseado, que no era otro que quitármelo de encima con sus chanzas pesadas y comentarios hirientes que me fastidiaban tanto. Necesitaba cambiar los «outfit» para asistir más, humm… ¡Juvenil a la oficina!

—Me acompañó a las boutiques por el sector de Unicentro y otras, cerca al Parque de la 93. Compramos para las dos prendas más ceñidas al cuerpo, faldas más cortas para destacar las piernas, americanas de paño y otra para mí de gamuza color tabaco. Leggings de algodón y cintura ancha, unos pantalones de cuero autentico, camisas y blusas de vestir más escotadas, y varios pares de zapatos de tacón más altos con algunas carteras y bolsos a la moda para complementar. Todo lo viste primero tú, durante la noche jugando yo a ser una modelo de pasarela y alrededor de nuestra cama, desfilé con aquellas ropas pidiendo tu opinión, aunque por momentos pensé que ibas a poner el grito en el cielo. Al final me apoyaste, como siempre.

—Pero eso hizo que él te viera de otra forma. Llamaste su atención luciendo más atractiva, así que el remedio fue peor que la enfermedad, al menos para mí.

—Sí, es verdad. Pero no solo él se fijó en mí, también Carlos y los otros compañeros, incluido el jefe de seguridad con sus ojos desorbitados y más saltones que nunca, al igual que los ingenieros que trabajaban contigo. No solo empezaron a mirarme diferente, –obviamente con algo de fascinación o deseo– sino a tratarme con mayor respeto. Es como si mi nueva forma de vestir en la oficina, mostrando sin recelos mi belleza, les pusiera freno a sus burlas traicioneras y se sintieran inseguros e incluso acomplejados al estar a mi lado. Te diré también que me pareció que intentaron varias veces evitarme, a pesar de que se hubieran vuelto más cordiales y atentos en su trato hacia mí, cuando requería ayuda y les solicitaba algún favor.

—No te voy a negar que me gustó tu cambio de vestuario. Eres hermosa, lo sabes bien. Sin embargo nunca me había puesto a pensar en que la ropa que te pusieras o dejaras de usar, te hiciera lucir más o menos bella a los ojos de los demás, pero con los antecedentes entre ese hijuep… Del tipo ese, yo interiormente me preocupé, aunque exterioricé esa noche mi admiración por tu buen gusto y lo llamativa que te veías. —Mariana achina los ojos y hace una mueca de complacencia para luego terminar por beber de su capuchino.

—Entre tantas cosas… ¿llegó a vender algo tu amiga? —Le consulto a Mariana.

— ¡Por supuesto! No te alcanzas a imaginar cómo se transforma cuando se enfrenta a los clientes. ¡Es otra mujer! Mucho más locuaz, muy atenta a los detalles y como tú, incisiva y persistente. Buena cháchara, manejando con soltura temas variados. Para que veas: política, religión, deportes, música y las últimas series de Tv por suscripción. Incluso con los chicos más pequeños, entablaba conversaciones sobre comics y video juegos, siendo admirada por los padres debido a esa facilidad de comunicación. Ese era su punto fuerte. Nos dejó a Diana, a Carlos y a mí con la boca abierta.

—Y supongo que al tumba locas ese, otro tanto. —Le hago el comentario a Mariana sin querer parecerle sarcástico.

—La verdad, mi cielo, es que no. Eso fue algo raro en él. Quizá como se conocían de antes, para nada le asombró. Como si de su hermana menor se tratase, la cuidaba en la oficina de los cortejos y piropos que le lanzaban los compañeros del otro grupo de ventas y también de uno que otro directivo. Mantenía con ella un trato diferente, más filial y respetuoso. Por lo que pude observar, K-Mena no entraba dentro de sus planes de conquista. Al fin y al cabo era la novia de su mejor amigo. —Camilo niega con el movimiento de su cabeza y con una mordaz sonrisa me dice…

— ¡Vaya, vaya! Resulta que al final el tumbalocas ese tiene fraternales sentimientos y un poco de sentido de la moral en alguna neurona. No sé le «picha» la novia al amigo por respeto, pero si le encanta meterse en hogares donde no cabe ni debe. ¡Es como para no creerte Mariana! —Su rostro demuestra cierto desagrado y pensativa desvía los ojos para el otro lado, levantando los hombros.

—Sucede Camilo, que no todos demostramos a los demás ser como en realidad somos. Sé que no te agrada que hable de él y mucho menos comprenderás que en ciertos temas yo tome posición y lo defienda. Estás en tu derecho obviamente de acusarlo por todo, pero igual por mi parte debo decirte que en el fondo, José Ignacio es un hombre con principios, a pesar de que con su manera de ser, los oculte tanto.

—Tienes razón Mariana. En tu «posición», como otra más de sus amantes, debiste conocerlo mucho mejor que yo, pues por algo llegó a conquistarte. Así que tranquila, puedes mencionar al «Siete mujeres» las veces que te plazca o te agrade. Total, acudiste hasta acá para hablar de lo que fuimos, por lo mismo comprendo que debas hablarme de ese tipo en pasado o en este presente y como te convenga, pues amargamente para mí, formó parte de esta historia sin haber sido invitado.

Sopla un viento frio que levanta el cuello de mi camisa y logra que salga volando de mi cabeza la gorra de los Yankees, enviándola lejos hasta caer de revés sobre los redondeados adoquines que simulan la sutil forma del pétalo de una flor, diseñada en el centro de la plazoleta. Me bajo de la barda para recogerla, ante la apática mirada de Mariana. Al girarme para regresar hasta el muro, recuerdo que tengo algo guardado en mi mochila y me entran ganas de pegarle un trago o dos, quizá hasta tres.

—Ven, ¿te gustaría tomar un trago? Creo que yo necesito uno antes de que esto se caliente demasiado. Pero nos tocará a pico de botella. ¡Se me olvidaron las copas! —Me dice Camilo pasándome la botella del ron.

— ¡Al que le van a dar, le guardan! —Le respondo sonriendo levemente y le enseño el vaso desechable que sostengo todavía en mi mano. Vierto un poco de ron, lo agito varias veces y doblando mi muñeca, a las grandes rocas detrás del muro, van a dar los restos alcoholizados del capuchino. ¡Toma, destapa esta botella! Y le alcanzo a mi sorprendido marido, la botella de gaseosa. ¡Según la química, el alcohol es una solución!

Sirvo un poco de ron y lo mezclo con Coca-Cola. Bebo yo, pues debo dar fe de aquel adagio que dice: ¡Primero los niños y las mujeres! Saludcita, le digo y le paso el vaso a mi esposo, mientras pienso que me ha quedado un poco fuerte la verdad. ¡Pero qué más da! y en seguida le pregunto…

— ¿Puedes creer que en pleno siglo veintiuno existan personas que por sus criterios religiosos, decidan llegar vírgenes al matrimonio? —Y tras observarlo pasar el trago, me responde con tranquilidad…

—Humm, raro, raro, no es. Pero es muy posible. ¿Por qué la pregunta, Mariana?

—Luego de algunas salidas a tomar café, Carmen Helena me confió como un secreto, que por los dogmas de la congregación a la que desde niña asiste con su familia y donde conoció a Sergio, a pesar de su edad, permanecía siendo pura y casta, pues así tenían ellos dos estipulado llegar al altar.

— Mariana… ¿Acaso él también? —Le pregunto.

—Sí, por supuesto. Sergio me lo confirmó bastante emocionado una tarde de jueves en que salimos de la constructora con K-Mena para encontrarnos con él y tomarnos algo para la sed cerca de la casa de José Ignacio. Entre los dos me explicaron sus preferencias de contraer matrimonio manteniéndose vírgenes. Yo los escuchaba asombrada pues a estas alturas de la vida mantener un noviazgo sin sexo de por medio, se me hizo un tanto extraño.

—Pues sí que es insólito en estas épocas, pero igual es respetable tomar esa decisión. —Sin incredulidad yo le respondo.

—Y además, mientras que a Sergio lo escuché muy decidido con sus convicciones, en la mirada y el tono de la voz de K-Mena, me pareció que le asaltaban las dudas. Era más que obvio que el bichito malicioso del sexo estaba urgido por surgir en una mujer tan joven. Ella quería sí o sí, experimentar ese tipo de sensaciones pero su moralidad, más la educación recibida desde pequeña y el acuerdo con su novio, le hacía declinar con cierto fastidio, esas ganas contenidas por conocer y sentir. Al menos eso es lo que yo percibía en sus palabras.

—Debe ser todo un sacrificio mantener una relación de varios años, solo con promesas de una vida plena de amor después de casarse, sin besos ni caricias de por medio. Para el hombre debe ser más difícil que para la mujer, abstenerse sexualmente. Aunque alguna que otra «pajita», y unos deditos debieron caer con seguridad. ¿O no? —Le expongo mi pensamiento a Mariana, y le entrego a la vez el vaso de cartón, para que se beba el «cunchito» que le he dejado.

— Pues según ellos dos, hasta el momento se habían abstenido de acariciarse mutuamente y me juraron que ni ella o él en soledad, se habían masturbado. Como para no créeselo. ¿Sí o no? —Le respondo, mientras con dos dedos sostengo el leve peso del acartonado envase, y enseguida le digo a modo de broma, al recibir de su mano el vaso sin casi nada para beber… ¡Oyeee! Gracias por dejarme al menos el olor.

— ¿Preparo otro? ¿O lo dejamos para después? —Me pregunta Camilo afanado, y por respuesta mía, destapo la botella de ron y sirvo hasta alcanzar el nivel de mi pulgar, donde el largo de la uña pintada de rosa y blanco en la punta, también cuenta.

Mi marido adiciona la gaseosa, –doblando el volumen anterior– para después de beber un buen trago, encenderse un nuevo cigarrillo, y al estar muy cerca de mi rostro, para no incomodarme expulsa con pacífico refinamiento hacia el otro costado el humo, y yo, me convenzo de que es el momento en el que debo relatarle el inicio de la parte que desconoce. Aquella situación que se inició de manera inocente por mi parte, mezclada con un poco de alcoholizada desfachatez y también el juego mismo se encargó de que dentro de mí, surgieran esas ganas de experimentar con aquella novedad. ¡Para que lo voy a negar!

—Sin embargo en K-Mena, ese pensamiento empezó a cambiar, supongo yo que al conocer las historias bien detalladas que Diana nos contaba sobre Jose Ignacio, con tantas mujeres «pasadas por las armas», –como les decía ella refiriéndose a las chicas que habían mantenido sexo con él– en sus chismes diarios sobre lo que ocurría dentro y fuera de la empresa, aderezado con las miradas libidinosas de los otros compañeros, –piropeándola cuando no se encontraba cerca José Ignacio– viendo en ella y por supuesto en mí, a las dos novatas con las que podrían intentar tener algún «affaire» pasajero de oficina o tan solo una salidita a rumbear para tener una historia con la cual alardear después ante los demás.

Aparto la mirada del rostro de Camilo y me concentro en recordar los detalles. Para ello, mirando hacia el desigual texturizado de los adoquines, –a un metro con sesenta y cinco centímetros por debajo de mí– y por cuyas ranuras con sus desgastadas grietas, transitan aceleradas y en fila india, una columna de pequeñas hormiguitas cafés, adelantando mi pie izquierdo seguido del derecho, me cuido de no pisar ninguna o de lastimarlas y entorpecer su presuroso trajín, para continuar caminando despacio, tan suave y lento como prosigo hablándole de aquellos días.

—Además estaban los comentarios de algunos clientes que no dejaban de «echarnos los perros», a espaldas como siempre de sus mujeres, fueran novias o esposas. ¡Yo qué sé! El caso es que provocó que en K-Mena surgiera cierta curiosidad y ganas de hacer cositas antes de casarse, para conocer y explorar, descubrir y sentir. Su problema era cuándo, cómo y con quién.

Mariana ensimismada en su narración, no se da cuenta de que a paso lento, se aleja de mí siguiendo el camino del paseo marítimo. No habla muy alto, casi no la escucho, por lo cual recojo sus cosas, bolso y sombrero incluidos; guardo dentro de mi mochila la botella de ron y aprieto bajo mi brazo el envase de gaseosa, para avanzar unos metros por detrás de ella, con el fin de seguir escuchándola.

—Para el último fin de semana de junio, luego de que en el anterior hubiéramos festejado con nuestras familias el día del padre, –con tequila y una serenata de mariachis– nuestro grupo se encontró de nuevo muy de madrugada para viajar a Peñalisa, sólo que en esa ocasión, él no viajó con nosotros. Supuse que no iría por alguna enfermedad o razón desconocida por mí, pero al llegar al condominio campestre, tres horas después, su viejo Honda ya se encontraba aparcado en el espacio para visitantes.

—Sábado y domingo estuvimos todos bastante ocupados y aun así, no hubo momento del día en el que no extrañara tenerte a ti y a Mateo a mí lado. Por eso las llamadas a medio dia, los audios corticos por las tardes, en los que te decía que te amaba y te anunciaba que por la noche por video llamada nos podríamos ver. Desafortunadamente al tener que compartir habitación con Diana y K-mena, tú y yo no podríamos hacer nuestras cositas ricas, pero sé muy bien que por el contrario, precisamente aquella falta de privacidad te hacía sentir una mayor tranquilidad. La compañía de las chicas era para ti un relajante somnífero para tus noches y para mí, ¿un cinturón de castidad?

—Y efectivamente fue así, pues aparte de algunas miradas lascivas al verme con la blusa blanca y los pantaloncitos cortos del uniforme, –mostrando más piel que lo acostumbrado– y uno que otro comentario sobre el color bronceado que iban tomando mis piernas y los brazos, el sábado en la noche era tal el cansancio que teníamos todos, que terminamos por acostarnos temprano para recargar las energías.

—Mucho visitante encantado con los acabados de las casas y la distribución de los espacios, sobre todo de las ultimas, las que yo había rediseñado, pero muy pocos realmente interesados. El valor los espantaba. Sin embargo tuviste la fortuna de atender a una familia paisa, provenientes de Medellín, con la cual lograste concretar el negocio. Sí Mariana, recuerdo perfectamente tu alegría al contármelo por videollamada. —Le comento.

—Sí, cielo, estaba muy feliz. Pero igualmente por K-Mena pues además realizó una separación con algo de dinero de por medio, y José Ignacio se apuntó con otra venta al negociar con un par de mujeres que parecían ser hermanas gemelas. Desafortunadamente tanto Diana como Carlos se fueron en blanco y aun así, a Eduardo se le veía muy feliz, tanto o más que nosotros tres. —Me detengo un momento para buscar una caneca para la basura y echar allí la colilla, al girarme observo a Camilo detrás de mí, pero su rostro y el resto de su cuerpo lo veo ya iluminado por la luz amarillenta de un farol cercano y tras él, en la lejanía la tarde ya oscurecida.

Y es que se me ha pasado el tiempo rememorando aquellos momentos y sin levantar la vista, con mis pasos lo he conducido hasta los parasoles azules colmados de turistas, degustando helados los más pequeños y cocteles de variados colores los mayores, a las afueras de los almacenes cercanos al Fuerte Rif. Se siente el bullicio de muchas voces hablando a la vez y bastante alegría a nuestro alrededor. Al lado suyo se encuentra una banca de madera y a un metro tal vez, el cromado cubo para depositar el filtro blanco sin rastros de labial y por supuesto, ya nada de tabaco.

— ¿Te gustaría descansar? Debes tener los pies hinchados por el calor y toda esta caminata. —Mi esposo, tan gentil como siempre me pregunta. Sé que intenta mostrarse frío y distante, y aunque mi relato le debe estar costando un lacerante dolor, él nunca dejará de pensar en los demás, de ser dulce, amoroso, educado…

— ¡Sabes que sí! Un poco de descanso nos vendría bien a los dos. —Le respondo y me acerco hasta la banca.

—Ven aquí, –le digo y palmoteo los listones de un oscuro caoba junto a mí. – Siéntate y seguimos conversando. —Hago espacio al sentarme y acomodo a mi izquierda el bolso y mi sombrero al recibirlos de su mano. Camilo me hace caso de inmediato y deposita en el suelo el envase familiar de gaseosa, más no se deshace de su mochila Wayuu, manteniéndola entre sus piernas.

—Camilo, yo… —Debo hacer una breve pausa, pues veo acercarse hasta nosotros dos a un par de chicas, una rubia y una morena, –de entre catorce o quince años, pero no más– ambas muy sonrientes y abrazadas por la cintura, que nos saludan con bastante desparpajo.

— ¡Bon Tardi! Disculpen, ¿tienen candela? —Pregunta la más «sardina» y pecosa de ellas, luciendo una piel dorada y apenas despuntando unas téticas púberes bajo la parte superior de su bikini dorado y un plateado piercing danzando sobre su ombligo.

La chica de más edad, sin despegarse de la rubia, nos enseña sin reparo, sus blancos dientes y un porro de marihuana sujeto entre sus dedos. También sus bubis, –más desarrolladas– van cubiertas por un pequeño top strapless de un amarillo encendido y complementa su «pinta isleña» con unos blancos pantaloncitos muy cortos, que dejan a la vista una generosa porción de la redondez de sus nalgas. Camilo me mira con un gesto de asombro, pero caballeroso como siempre, se pone en pie y del bolsillo de sus bermudas extrae el mechero ofreciéndoles el anhelado fuego.

— ¡Danki, Dushi! Eres un lindo. —Le dice y enseguida aspira con fuerza y al exhalar hacia el firmamento una gran y olorosa humareda, exclama suspirando… ¡Hmmm, que ricooo… y delicioso! Y haciéndole entrega a su amiga del arrugado pitillo, besa a mi esposo en la mejilla derecha, tomándolo por sorpresa.

— ¿Qué hora es? —Pregunta la joven rubia y sin esperar la respuesta, toma de la muñeca izquierda a Camilo y eleva el brazo girándoselo, para mirar con detenimiento ella misma, las manecillas de su reloj.

—Oops, se hace tarde. Mi abuela me va a matar. ¡Amore mío, vámonos ya! Bon tardi parejita y… Ámense mucho.

Se despiden obsequiándonos un guiño pícaro pleno de complicidad, y riéndose las dos se alejan zarandeando sus caderas, encaminándose por el paseo marítimo tomadas de la mano y siguiendo la misma ruta por donde veníamos andando Camilo y yo.

— ¡Parece que tienes imán para las peladitas! —Le digo a mi esposo, –que no pierde de vista las media lunas de aquel cuarteto de juveniles culos– bromeando un poco pero acordándome de su cuento con Natasha, y sin poderlo asegurar, de lo que pueda haber vivido junto a Maureen.

—Si eso parece Mariana. Debe ser el destino que a la larga, como te sucedió a ti, presentándome rostros nuevos y cuerpos desiguales, me quiere mostrar diferentes caminos que de otra forma, tiempo atrás no hubiese siquiera pensado en recorrer. ¿No lo crees? —Me contesta con un tonito en su voz que me suena a cierta prepotencia revanchista.

—Humm, sí… Eso puede ser. Tal vez la vida quiere que cambies a una mujer de casi treinta, por dos «sardinas» de quince. —Le respondo, y aunque suene a broma y me sonría un poco, me siento interiormente molesta por exponerme a su más que seguro raciocinio sentimental, irónicamente con mi propia broma.

—Si con una de «vieja» de casi treinta ya tengo un montón de problemas, –me habla asegurándose con el movimiento de sus dedos de entrecomillar la palabra vieja– no me quiero imaginar cuantos infartos sufriría al andar metido con dos «peladitas» de quince. ¿Por qué no continuamos mejor con lo que estabas por decir?

—Si claro, por supuesto. —Pero de pronto se hace un corto silencio entre los dos, pues se me ha ido el hilo de lo que iba a decirle y él impaciente me mira.

—Ehhh, Ya recuerdo para donde iba. Cielo, sabes que nunca en todos los años que llevábamos juntos, mi boca jamás había probado el sabor de otros labios, sólo el calor, la textura y la humedad de los tuyos había sentido yo. —Y al decirle esto Camilo ya se siente incómodo, –quizá porque hoy le cueste creerlo– lo sé porque conozco a mi esposo cuando algo que no le gusta le hace rascarse la punta roma de su nariz. Más aun así toma asiento de nuevo a mi lado y cruza la pierna.

—Quiero decirte que… ¡Mierda! Es raro para mí hablar de esto contigo. No vayas a creer que no. En fin Camilo, que yo pensaba que el apoyo leve de la boca de otra persona sobre la tuya o la mía… ¡Ehmm! O sea, ¿Cómo te lo expongo? Un «piquito» para mí no es motivo suficiente para que sentir celos ni justificaría tampoco que yo formara una alharaca y me arrancara los mechones pensando que eso pudiera ser una traición. Siempre pensé que si algo así nos sucediera, sería algo insignificante. Pero si el beso fuera más largo y entreabriendo la boca, compartiendo saliva y aliento, sin dejar de mirar a unos ojos extraños o cerrándolos para no ver la falla, pero si para sentir las nuevas sensaciones, eso obviamente sería otro cantar. Y te lo cuento porque… ¡Puff! Yo supongo que tú pensaras lo mismo. ¿O no? —Le hago la pregunta obviamente sin mirarlo, encorvada y sintiéndome apenada.

—En el primer caso es probable que no se trate de una traición, si el «pico» fue fortuito y ese suceso no se afinca en la mente y se desvanece con el tiempo. De ser así, yo no le daría mayor relevancia, pero en el segundo escenario, sobra decir que es una infidelidad en toda regla, porque para hacer eso, anteriormente deben presentarse ciertos hechos, en diversas situaciones y con actitudes permisivas que conlleven a finiquitar todo aquello con ese beso. Es claro que debe existir gusto y atracción hacía la otra persona y viceversa. —Me responde Camilo aparentemente muy tranquilo, y sin embargo al sacar la botella de ron del interior de su mochila, veo como tiemblan sus dedos al intentar destaparla.

—Mariana… ¿Lo que quieres decir es que así empezaste a traicionarme con él? —Y a pico de botella, se toma un trago con cierto enfado.

—No, pero sí. —Le contesto mirando directamente a sus ojitos marrones, que ahora se ven más brillantes y no solo por el resplandor del farol y las luces encendidas de los bares circundantes, sino por algo que aflora en ellos como triste humedad.

Igualmente no puedo negar el hecho de que me encuentro terriblemente nerviosa, al darme cuenta de que estoy agitando en círculos el vaso de cartón, aunque no quede ya ni una gota del ron con Coca-Cola en su fondo. Un poco de dulce alcohol que sea capaz de aplacar el ardor que ha surgido en mi garganta y esta cruel amargura de tener que contar algo que seguramente le atravesará su corazón, lastimándolo mucho más.

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