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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (27)

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Un discurso… ¿Provocador?

— ¡No mi vida! No te sobresaltes pues no es lo que imaginas. En eso si fuiste el primero, lo juro. Era algo más de mí… ¡De mi incumbencia! Un reto personal, que una vez impuesto a solas para vencer mi fobia, –y aprovechando la ocasión– quería superar para después poder practicarlo contigo. —Le digo a Camilo, mientras lo retengo. ¡Espera, cielo! No te apartes y déjame explicártelo.

Mariana extiende su brazo izquierdo y me toma por el tobillo, angustiada por mi reacción. Como idiotizado por la suplicante melodía de su voz, o por el hechizante azul celeste en sus ojos, –ennobleciendo con la mirada su gesto suplicante– me paralizo a menos de un metro de la arrugada tela rosa de mi camisa, que le sirve a sus nalgas como un humilde trono.

Permanezco quieto respirando sosegado, y eso parece tranquilizarla, pues afloja lentamente el firme agarre de su mano y sus dedos, que con decisión han oprimido mi empeine brevemente, paulatinos se apartan y los veo alejarse, elevándose hasta hallar un nuevo refugio, ya extendidos, en el centro de sus senos. ¡Liberándome de aquella sensación táctil tan familiar y extrañada!

— ¿El primero, has dicho? –La cuestiono mirándola. – Ok, Mariana, te otorgo el beneficio de la duda y haré de cuenta que es verdad lo que me dices. Sin embargo me queda el sinsabor de que es altamente probable que no haya sido exclusivo para mí, ni yo el último en disfrutarlo. ¿Me equivoco? —Le dejo caer la pregunta mientras que palmoteo mi trasero con fuerza para quitarme de encima la arena acumulada y por supuesto para erradicar de mi mente estos malditos pensamientos.

—Nuevamente estas en lo cierto, Camilo, pero eso no es óbice para declarar que contigo lo disfruté más a pesar de las molestias iniciales, pues te lo entregué por amor y no obligada o comprometida como la última vez. ¿Te queda claro? —Y mi esposo asiente con la cabeza en una actitud tolerante, más mi vista se enfoca más atrás de su elevada figura, pues a la distancia observo como Verónica acuciosa, nos observa. Se da cuenta de que la he pillado, más la rubiecita no me aparta la mirada y por el contrario, en una actitud despreocupada me sonríe.

— ¿Entonces puedo finalizar y así explicarte lo que pretendí superar? —Le preguntó nuevamente a mi esposo, centrando nuevamente la atención en el café de sus ojos noctámbulos, y acomodo diferente mis nalgas y las piernas, apretándolas contra mi pecho, asegurándolas con las manos y entrecruzando los dedos sobre mis rodillas, para proseguir con el final de aquella tarde junto a K-Mena.

—Con algo de temor, tomé la verga de silicona con una mano, –que vertical sobresalía de la superficie desde su pubis como un periscopio– y nuevamente acerqué mi rostro hacia ese falo artificial. Lo empecé a recorrer con mis labios de una manera disciplinada y fui llenándome parcialmente la boca de toda su longitud, para posteriormente lamer el tronco con aquellas venas simuladas y mis manos las sumergí alojándolas bajo sus caderas, hasta darles la forma adecuada a las palmas para ayudarla a flotar, sosteniéndola de cada nalga y meciéndola lentamente, logré que no se hundiera.

—K-Mena acariciaba mi frente, despeinando de paso con sus pulgares mis cejas, logrando de esa forma que cerrara mis ojos y me concentrara en la lección que le ofrecía. La succioné y lamí varias veces, para luego sacarla de mi boca y alzar la mirada para confirmar que aquellos bellos ojos grises me estuvieran observando, percatándose de mi accionar, pendiente de la forma en que yo le enseñaba a hacerle sexo oral a ese imaginado amante.

—Fue tal emoción que la embargó, o quizás por gastarme una broma, –no lo supe bien en ese momento y tampoco se lo pregunté– pero ella apoyó sobre mi coronilla las dos manos y presionó mi cabeza hacia abajo con firmeza, haciendo que me atragantara con ese pene y reaccionara sacándola de inmediato de mi boca y casi asfixiada, la mirara con algo de disgusto.

— ¿Qué pasa bizcocho? ¿La tengo tan grande, que esa boquita tuya no es capaz de tragársela por completo? ¡Jajaja! —K-Mena levantando los hombros, ampliando el volumen del pecho inhalando aire, e imitando la apariencia presumida y varonil de aquel Nacho imaginado, –incluida la gruesa voz– burlándose me retó a hacerle una mamada más profunda y completa.

—Creo que la miré con furia y de inmediato acepté su desafío. Escupí una gran cantidad de saliva sobre la cabezota rosácea de aquel consolador de silicona, y mirándola desafiante, con determinación lo introduje hasta la mitad dentro de mi boca, sin dejar de hacer contacto con sus ojos grises, muy redondos y expectantes.

—Enseguida ella, juguetona se sonrió, y movió hacia abajo sus caderas sacándolo de mi boca, hundiéndose dentro del jacuzzi, alejando ese pene de mi alcance para volver a sacarlo a la superficie y volverse a hundir. ¡Allí fue! En ese preciso momento, con decisión tomé suficiente aire y metí mi cabeza bajo el agua, buscando aquel mástil sumergido con los ojos cerrados. Lo sentí y lo capturé de nuevo entre mis labios, rozando aquella circunferencia contra el filo de mis dientes y las paredes del paladar, reteniéndolo dentro de mi boca por bastantes segundos. No muchos en verdad, pero aguanté la respiración lo más que pude, mientras ella movía sus caderas hacia arriba y hacia abajo, follándome la boca.

—Sumergida, abrí los ojos para observar cómo se escapaba por mi nariz el oxígeno, formando hileras de burbujas que ascendían frente a mi rostro pero no me alarmé por ello, y satisfecha por mi logro, saqué finalmente mi cabeza a la superficie sin premura, tomando una bocanada de aire en medio de una victoriosa mirada hacia aquel rostro… ¡Precioso y sorprendido!

—Sonriente, volví a hacerlo, y así unas cuantas veces más hasta que estuve satisfecha. A dos manos retiré de mi rostro los cabellos mojados, y obsequiándole una mirada perversa, me sentí feliz pues había vencido finalmente mi irracional temor a sumergir mi cabeza, manteniéndola bajo el agua sin miedo a ahogarme. Mis dos amantes, aquel hombre imaginario y la real mujer hechos uno, desprovistos ya de su soberbia, en frente de mí al otro extremo del jacuzzi, simplemente se reían por su travesura.

—Yo para vengarme, tomé a K-Mena por sus corvas y la jalé atrayéndola hacia mí, consiguiendo que al resbalarse también hundiera cabeza y cuerpo bajo el agua. Como chiquillas jugamos a salpicarnos con el agua por un tiempo, formando charcos fuera del jacuzzi, hasta que el timbre del citófono de la habitación sonó unas cuatro veces, recordándonos que el tiempo de alquiler de aquella habitación estaba por cumplirse.

—Nos duchamos y vestimos con rapidez en completo silencio, las dos satisfechas pero muy pensativas. Luego de cancelar por el servicio de la habitación, ya dentro del automóvil, K-mena vuelta a su estampa tradicional, –algo apenada– me agradeció por todo lo que le había enseñado, y yo manteniendo mi consumada posición de esposa infiel, besé su mejilla y le solicité que lo sucedido en aquella habitación, quedara entre nosotras y que no se lo contara a nadie, porque de lo contrario, si llegaba yo a enterarme que por los pasillos de la oficina se corría el rumor, jamás volvería a repetirse algo así, y sus deseos de disfrutar más de mí, se quedarían en eso. ¡Simplemente en ganas!

— ¿Y así concluyó todo, Mariana? Porque le demostraste como se hacía, más a ella no la dejaste probarlo. ¿No era precisamente esa, la intención de aquella cita? —Intervengo intrigado.

—Así es. Y ella también como tú, con suspenso me lo preguntó.

— ¿Qué le dijiste?

—Le respondí que la próxima vez, ella se convertiría en la mujer.

—Entonces… ¿Simplemente la dejaste con las ganas, porque a ti se te dio la gana? ¿Qué pretendías acaso? ¿Mantenerla interesada en ti? ¿No llegaste a pensar en esa posibilidad?

—Por supuesto que lo pensé. Tuve la certeza de que me había convertido en la primera persona, –de hecho en la primera mujer– en acariciar no solo su cuerpo, sino también su alma, permaneciendo para siempre incrustada en sus memorias al proporcionarle sus primeros orgasmos, y obviamente enseñándole a disfrutar de su naciente sexualidad.

—Y para ser completamente sincera contigo cielo, no podré olvidar fácilmente la conmoción que observé en su rostro, por la revolución física y la congestión mental que yo le provoqué cuando alcanzó la cima del insospechado clímax, y que por su temor a caer en el pecado, K-Mena se había negado a experimentar a solas. Para fortuna mía, aquella vez junto a mí, ella no advirtió el dolor de la primera penetración, y en cambio con mi boca y las manos, aquella tarde se le avivó la sonrisa por el placer que sintió y el que me proporcionó. Únicamente nos entregamos por completo al goce lésbico de disfrutarnos, hasta lograr alcanzar juntas el inefable paroxismo del orgasmo, insólito en ella, exótico para mí, y definitivamente tan novedoso para las dos.

La verdad es que absorto, observo el rostro contrito de Mariana, y no sé qué pensar de todo esto. He comprendido a las malas, que para ella no fui el único, ni antes de conocernos y claramente tampoco después de dejarme enredar en ese maldito entramado, donde sació sus ganas de trabajar y palió su aburrimiento con placeres nuevos, defraudándome de paso. ¿Y ahora esto? ¿Llevarse a la cama de un motel a una mujer, para supuestamente enseñarle algo que cada quien debe aprender a su manera? Y en el medio de ellas dos y sus cuerpos, en la mente de ambas la presencia del tumbalocas ese. ¡Fantástico para ellas, desilusionante y tan amargo para mí!

Dudas y más dudas. Si como me acaba de contar, no podrá olvidar fácilmente ese rostro y sus gemidos, es porque realmente lo disfrutó a plenitud y sin arrepentimiento. Lo mismo puede que le suceda con todo lo demás, lo que hizo o deshizo con ese playboy de playa, y… Solo Dios sabe que más. ¡Mierda! ¿Cómo podré estar seguro de que, si volviera a su lado, cuando hagamos el amor nuevamente, no estará rondando en su mente el rostro de ese tipo, o el de su amiga? ¡Jueputa vida! Y para completar mi desdicha, el sabor de esta cerveza no ayuda, está al clima y no tengo hielo para enfriarla.

Camilo se inclina para tomar una nueva cerveza, y se rasca la cabeza. Al hacerlo mis ojos se centran en la casi hipnótica oscilación de la cadena de oro que cuelga del cuello, con su sortija de matrimonio sirviendo como contrapeso. Hace mala cara tras dar el primer trago y me mira. Esta caliente supongo, y eso no le gusta para nada, como a mí tampoco me agrada su reacción, tan apacible como las olas de este mar sereno, pero oscuro. Su reacción tan calmada, normalizando al parecer la infidelidad que le acabo de relatar, me angustia, pues puede que no solo esté asimilándolo, y ese estoicismo sea el anticipo a la tragedia y al llanto, –suyo y mío– que se nos avecina.

Comprendo bien que esto que le acabo de confesar es una infidelidad, pero curiosamente no le duele o no lo lastima, como el hecho de haberse enterado de que mantuve una relación, –para mí solo sexual, para Camilo hasta sentimental– con José Ignacio. Tal vez la razón se deba a que fue una experiencia para calmar la curiosidad de K-Mena o por cumplir con un deseo escondido de mi parte, por lo tanto mi marido lo ve lícito, y que a la larga como a la mayoría de los hombres, también eso había estado presente en su mente como una fantasía sexual no confesada. ¡Ver a su esposa gozando del sexo con otra mujer!

Pero nunca me la mencionó, tal vez por temor de lo que pudiera pensar de él. Nos complementábamos sexualmente, en lo físico y en lo mental, por ello jamás llegamos a pensar o hablar sobre el tema de incluir a otras personas fantasiosamente en nuestros encuentros sexuales. ¡Éramos felices como pareja y nos bastamos los dos! ¿Entonces cuál es el motivo para no observar molestia alguna en las facciones de su rostro, y por el contrario, al llevar sus manos al frente de su entrepierna, acomodárselo y disimulado enderezarlo, intentando ocultar la evidente dureza de su pene bajo la tela de sus bermudas?

— ¡Alcánzame tu vaso por favor! –Le digo con suavidad para que no piense que es una orden mía. – Voy a pedirles el favor a las muchachas de que nos obsequien otra ronda de hielo picado. ¡Ya regreso y continuamos!

—Ajá. ¡Sí claro, cómo no! ¿Y piensas ir así? —Le digo señalándole con mi dedo su notoria excitación, y mi marido de inmediato dirige el café de sus ojitos hacia la ingle, y al darse cuenta de lo notorio de su situación, se lo cubre con la mano derecha, mientras los dedos de la izquierda, simulan labrar surcos sobre una cuarta parte de su sudada frente.

—Lo lamento Mariana, no me di cuenta. Creo que me ha traicionado el subconsciente, quizás debido a tu manera tan fidedigna de relatarme tu magistral lección sexual. —Le digo avergonzado evitando conectar con el cielo de sus ojos, y para calmar la ansiedad respiro con profundidad varias veces, como cura milagrosa para bajar mi erección y mi malograda dignidad.

Tan pronto como mis manos se apoderan de los dos vasos, doy media vuelta y me alejo de Mariana con taciturna lentitud, pues intento borrar cuanto antes de mi mente esas eróticas imágenes, y busco entre el grupo de alocados jóvenes, –que gritando, brincan y bailan–, a la amigable chica rubia. Mis ojos no demoran en ubicarla, pues a pesar de estar de espaldas, rodeada por sus amigas, destacan por sobre todas las demás, sus doradas ondas sueltas y libres en la melena alborotada.

Una de ellas, la más alta y morena, se percata de mi cercanía y con cierta complicidad no verbal, –tan usual entre las mujeres– me señala con sus labios estirados y los ojos bien abiertos, consiguiendo que Verónica gire el torso un cuarto de vuelta, y me deje observar cómo resplandece el ovalo de su rostro por el calor, que se sitúa sonrosado a la par en sus definidos pómulos, y su jovial sonrisa se torna enseguida más amplia y expresiva.

— ¡Qué más púess! Hasta que finalmente al señor le dieron permiso de arrimarse al parche. —Me saluda y de paso me reclama con su sensual acentico paisa.

—Para nada Verónica. Nunca he solicitado permiso para reunirme y hablar con alguien, si es que lo dices por ella. Sucede que ahora estamos hablando sobre algunos temas que tenemos pendientes, y como no hemos concluido la conversación, pues por eso es que no nos hemos acercado. —Le respondo con sinceridad.

—Uhum, sí. Por lo visto, «rolito» precioso, deduzco que ella es la culpable. —Me sorprende con su apunte.

—Pues sí, algo así. Los inevitables desencuentros del matrimonio. ¿Qué comes que adivinas?

—No estoy a dieta y por lo general no le hago asco a nada. Me como lo que se me atraviese por el camino, si me apetece. Y aunque soy muy poco de telenovelas, sí tengo bastante de calle. Tu mujer fue muy parca y desconfiada al saludarnos. Emana de su aura una energía plomiza, pero no es del todo negativa, por el contrario, en su rostro y los gestos nerviosos de las manos, es fácil adivinar que en ella habita el desespero por sanar una… ¡O mil heridas! Aunque tú no lo sepas, por mis venas corre sangre gitana y aparte de diseñadora gráfica, a veces hago de pitonisa para mis amistades más queridas. Y ella con ese desespero que exterioriza, no puede ser otro que el querer curar un corazón lastimado. ¿El tuyo? —Me manifiesta igual de sonriente, y logra que me ría con ganas por su último comentario.

—Oye Verónica, vengo para pedirte el favor de recargarme estos dos vasos con otro poco de hielo. La cerveza al clima me entra en reversa. —Le contesto, cambiando el enfoque de nuestra conversación, restándole interés a sus directas averiguaciones, que en cierta medida me avergüenzan.

— ¡Vamos pues rolito! Aprovechemos que el camino está despejado y la nevera portátil se encuentra sola y sin guardias, por lo mismo no hay que hacer la cola. ¡Jajaja!

De inmediato Verónica, –sin dejar de mostrarme la alineada blancura de su dentadura– se empina un poco y mira por encima de mi hombro hacia donde permanece sentada la que legalmente sigue siendo mi mujer, y pasa su brazo por debajo del mío enganchándome para girarse de inmediato y caminar junto a mi muy pegada, tanto que al avanzar sobre la arena suelta hacia la esquina izquierda del lugar donde arden los leños de la fogata, su cadera constantemente golpea un poco por debajo de la mía, con un contoneo evidentemente coqueto, que de seguro debe estar siendo observado por Mariana. ¿Qué podrá estar pensando ella al verme junto a esta chica rubia, que sin lugar a dudas me está «echando los perros»?

¡Maldita perra asquerosa! –Entre dientes murmuro. – ¡No, perra no! —Lo pienso mejor. Una hiena que con su mirada satírica y esa risita burlona, me enseña la blanca dentadura, con la cual aspira a darle a mi marido una buena mordida. Se lleva a mi esposo unos metros más allá, mientras lo abraza y mueve el culo de forma exagerada. Con seguridad piensa que el cuerpo de mi esposo ahora es la carroña con la cual, –si me descuido– puede saciar sus ganas de macho esta misma noche y en esta playa. ¡Que equivocada estas, paisita de mierda!

A pesar de que me dan la espalda, por el contorno de sus caras me doy cuenta que están hablando. ¿De qué? Ni idea, pero ambos demuestran interés. Y no solo conversan sino que Camilo le sonríe y yo atenta hacia aquella naciente complicidad, de repente me estremezco por un escalofrió que recorre mi espalda, consiguiendo que me enderece, mientras un raro calorcito se agolpa primero en mi pecho y luego le siento ascender hasta mi cara acalorando mis mejillas. Estoy consciente de que tras lo sucedido, lo puedo perder en cualquier momento. Cuando su razón se vea obnubilada por el instinto básico y natural, de intentar olvidarse de mí buscando por una u otra razón, su aplazado placer en otro cuerpo, aunque su alma y ese amoroso corazón, le dictamen interiormente que todavía me pertenece.

Mirándolo ahora lejos de mí y abrazado por esa rubia que parece querer comérselo con la mirada, caigo en cuenta de que al contarle todas mis verdades con tanto detalle, también me expongo a perderlo definitivamente. Pero su amigo Rodrigo me aconsejó que fuese lo más sincera posible y eso he hecho. Iryna igualmente me dijo que fuera prudente. Ocultar es un verbo regular que usé demasiadas veces para no arriesgarme a perder lo que tenía entre mis manos. Pero como ya no lo tengo a mi lado… ¿Debo «disfrazarle» aquella pasada realidad? ¿O me la juego de una sola vez, al todo o a la nada con completa honestidad? ¿No vine acaso para eso? ¡Mierda, mierda! No sé qué voy a hacer con mi vida si lo pierdo, si eso llega a pasar. ¡Pufff! Me palpita el corazón. Siento las pulsaciones percutir con intensidad en mis sienes. Debo calmarme, sí. Serenarme y pensar. Otro cigarrillo me vendrá bien.

— ¡Qué «bacano» sería bailar con vos! —Tras llenar los vasos hasta la mitad con hielo picado, Verónica con el característico desparpajo paisa me habla con naturalidad, mientras los coloca con delicadeza sobre la tapa de la heladera portátil.

—Pero es qué estoy algo oxidado para bailar salsa «choke». ¿Te parece si mejor, cuando suene algún merengue o un vallenato, bailamos? —Le respondo de esta manera, en un vano intento por evitar «hacer el oso», y regresar cuanto antes al lado de la mujer que he dejado abandonada.

— ¡Ja, oílo! Vamos púes, que esto no es una competencia de baile y nadie se va a fijar si lo haces bien o mal. —Me dice y me arrastra.

Voy justo al lado de ella, pues su mano con firmeza me empuja por la espalda, dirigiéndonos al epicentro de la dicha y la alegría ajena, en medio de sus amigas que continúan disfrutando de la rumba. Me saludan las chicas y los muchachos por igual, levantando las manos, yo tan solo por cortesía, ladeando la cabeza saludo con una sonrisa un tanto tímida, y Verónica comienza a moverse con agilidad en frente de mí, tal si fuera una contorsionista experimentada. Hago el intento de seguirle el ritmo imitando lo mejor que puedo sus movimientos de baile, pero mis pies sobre esta arena no se deslizan como usualmente lo harían en una pulida pista de alguna discoteca, así que simplemente me limito a dar pequeños saltos de un lado al otro removiendo la arena, y con mi torpeza consigo esparcir polvorientas tempestades.

Para mi fortuna, los vívidos sonidos de las trompetas, la armónica vibración de la marimba y los caribeños tonos bajos y secos de las congas, van amainando en volumen hasta que finalmente logran apaciguar con su silencio, el ondulante movimiento de las caderas de Verónica y sus amigas, todas ellas muy alegres a mí alrededor.

A la distancia, observo a Mariana fumando y aparentemente en calma, ajena a este jolgorio, ensimismada con lo bueno y lo malo de sus recuerdos. Aprovecho el momento de descanso y en un descuido, me doy la vuelta encaminándome hacia la heladera portátil para recoger los dos vasos y regresar con ellos, al sitio donde me espera mi ella.

— ¡Rolo! ¿Te vas tan rápido? —Le escucho gritar y me detengo. Al girar mi rostro, la observo carcajearse por algún comentario jocoso que le han hecho sus amigas y en calma la espero.

No quiero parecerle desagradecido o que se forme una imagen mía equivocada, pensando que soy el típico «cachaco» aburrido. Pero es que… No me siento cómodo estando aquí, en medio de tantos gritos felices y transpiraciones bastante alcoholizadas, mientras Mariana se encuentra sola aguardando mi regreso, pensativa y huérfana de un refrescante trago de ron bien frio con estos cubitos de hielo.

— ¿Guaro o miedo? —Me reta risueña y acerca a mis labios una copita plástica, que contiene apenas el volumen de un tercio de aguardiente y en el borde, impregnado el residuo de su pintalabios.

—Solo uno porque ya debo irme. ¡Pero que sea doble, con cara de triple! —Le respondo y hago mi pose de súper héroe que no le teme a nada, –la favorita de mi pequeño Mateo– y Verónica sin perder su entusiasmo se hace con la botella de aguardiente, que se encontraba junto a otras más de distinto licor a un costado de la heladera, y la colma hasta el borde atendiendo mi petición.

Bebo de un solo sorbo el aguardiente sin hacer una mínima mueca, –aunque sí que me arde la garganta– mirándola fijamente mientras la escucho hablar con sus palabras acentuadas con ese tonito paisa, tan encantador y arrastrado. ¡Y saboreo el anís, pasando la punta de la lengua por mis labios!

—Vete púess, y ojala terminen pronto de arreglar sus cosas. Y sí gustas regresar solo, –coqueta me guiña el ojo– o acompañado, por acá en un rato te espero y prometo colocar la canción que más te guste de la Playlist, y así bailamos otra vez. Pero eso sí, rolito, asegúrate de que tu mujer no me vaya a hacer una escena de celos tironeándome de las mechas. ¿Te parece?

—Puede ser Verónica, pero no te prometo nada, pues todavía existen algunas lagunas mentales por aclarar y espacios vacíos en nuestras vidas por rellenar. —Le respondo con franqueza y cierta tristeza en el tono de mi voz.

Me acerco para besarle en su mejilla, y degusto sin querer, el sabor salado del sudor sobre su piel. Verónica me mira con picardía sin dejar de sonreír, y su mano se eleva para acariciar brevemente mi mentón mientras le hago entrega de su copa, –con unas pocas gotas de aguardiente en el fondo– pero ya sin la huella de su labio inferior en ella.

— ¡Y muchas gracias por el hielo! —Gritándole le agradezco, al ir ya unos cuatro metros distanciado de su calor corporal.

Por el rabillo del ojo observo que Camilo ya se regresa. Respiro hondamente para calmarme, pues me encuentro confundida y furibunda. ¿Celosa? Por supuesto que sí. ¡Mierda! Aunque puedo sentirlo, no debo concebirlo así, ni mucho menos reclamarle. No ha hecho nada malo ni ha permitido que esa bruja rubia se sobrepase con él, aunque se haya movido terriblemente mal al bailar el «Ras-Tas-Tas» con esa perra asquerosa.

Ahora es que me pongo en su lugar, tras verme a mí hacerlo con Chacho en aquella fiesta, bailando más juntos que como lo han hecho ellos, y por mi parte estúpidamente, hacerlo con mayor sensualidad. Dejé ante su presencia, que el hombre al cual mi esposo detesta tanto, obscenamente me restregara en mis nalgas su endurecida virilidad bailando reguetón. En este momento es cuando comprendo que aquel acto de rebeldía de mi parte, estuvo francamente mal y fue inapropiado. Y no. ¡No se siente para nada bien!

Llego hasta donde se encuentra Mariana, arrodillada y fumando. Me planto a prudente distancia, con los dos vasos plásticos que enfrían las palmas de mis manos, y le consulto sin mirarla…

— ¿Cerveza o ron?

— ¡Tengo ganas de orinar! —Es lo primero que me responde, más sin embargo no me afano y sirvo el ron para los dos, hasta exprimirle la última gota. ¡Mierda! Se ha terminado. Me rasco la nuca mientras la observo apretar los muslos y mover sus pies, refregándose el empeine primero de uno con la planta del otro, y luego repite el mismo movimiento cambiando de pie.

Me mira y sin decirme una sola palabra adicional, extiende su brazo derecho y hacia el encuentro de la mía, llega su mano extendida. Coloco los vasos desnivelados peligrosamente sobre la arena y se la recibo, percibiendo la suavidad de sus dedos estilizados, adornadas las uñas con su cuidada manicure, y reluciente la gruesa argolla matrimonial, –la original– destacando con dorados fulgores por encima de su nívea piel.

Con el otro brazo semi doblado, se apoya con la mano izquierda sobre la manga de mi camisa y de medio lado se levanta, plantando su escultural figura a escasos centímetros de mi cuerpo, respirando yo la floral fragancia que se encumbra desde sus cabellos, y ella con seguridad, –a más baja altura– respirando mi anisado aliento.

Afirma sus cincuenta y pico de kilogramos sobre la arena que parece no resistir, pues rendida ante el peso de aquella escultural belleza de mujer, la misma hermosa playa parece preferir no equiparársele, y aparta los miles de gránulos blancos y ambarinos, a lado y lado de las rosadas superficies onduladas de sus plantas, sin cubrir por completo los talones, trazando un horizonte por la parte inferior hasta casi cubrir por completo los dedos, aplastándose finalmente bajo la forma griega de sus dos pies.

— ¡Pues sabes qué, Mariana! ¡Yo también! —Le respondo mirando para ambos costados, pero la solución al problema la veo bastante lejana.

— ¡Ni modos, no tenemos de otra! —Sin apartarle la mirada le hago el comentario y despreocupadamente, desabotono mis pantalones y deslizo la cremallera, obligando a mis shorts a que irrespetuosamente acaten la ley de la gravedad, y con la punta de mi pie izquierdo logro levantarlos para con ambas manos, sacudirles muy bien la arena antes de doblarlos y descuidadamente, colocarlos encima de mi mochila Wayuu, revisando de antemano la pantalla de mi teléfono, con bastantes notificaciones de mensajes que no me preocupo por responder, –unos de William, varios más de Eric– y me quedo solamente con mis bóxer negros.

— ¿Pero qué estás haciendo? ¿Estás loco? —Mariana con los brazos en jarras, me mira asombrada pero finalmente se sonríe.

Aún nos entendemos sin hablar, y sus blancos brazos se levantan y se pliegan, para aventurarse por separado hasta alcanzar la parte posterior de su cuello, y con bastante prisa Mariana desanuda los tirantes de su vestido que se precipita sobre la arena, arremangado y ocultándole los pies.

Me obsequia una visión de su torso, cubiertos sus senos por un top blanco que se tensa ante sus redondas formas y le deja al descubierto la llanura de su vientre y el pozo de su ombligo. Y más abajo mis ojos recalan en su cintura estrecha y las caderas amplías, cubiertas por un sexy cachetero negro con encajes de flores. Mariana se da cuenta de que me he quedado embobado admirando su belleza y sin disimular su satisfacción, en el azul de su mirada igualmente observo la común expresión que asume ante una sorpresa y sus ojos toman por objetivo mi entrepierna, llevando su mano hasta la frente, sonriéndose de forma burlona. ¿Qué pasó? ¡Mierda, no puede ser! ¿Olvidé también desprenderle las etiquetas?... ¡Un momento! Estos bóxer no son nuevos.

—Vamos ya cielo, que me hago pis. Pero recuerda quitarte ese bóxer y darle la vuelta cuando te lo vuelvas a poner, pues lo tienes puesto al revés. —Y camina apurada hacia la orilla.

— ¿Te divertiste? —Me dice mientras los dos con felina cautela nos adentramos hacia la oscuridad de estas aguas, calmas pero frías.

—No tanto como tú lo hiciste con esa mujer. Necesitaba tomar aire y pensar en lo que hiciste a mis espaldas. Además ya me conoces y no le iba a hacer un desplante a esa muchacha, con lo amable que se ha portado con los dos. —Mariana suspira y calla e igual que yo, en su piel erizada vislumbro el cambio de clima.

Avanzamos con lentitud y la baja temperatura del mar acrecienta nuestras ganas de orinar. Más o menos al llegar a la mitad de esta piscina natural, protegida por el malecón en forma de «L», nos detenemos. Mariana con una sola mano desliza hasta las rodillas sus panties, y se agacha cubriéndose hasta que el nivel del agua alcanza la parte inferior de su top blanco, para con la otra, –la diestra– aferrarse con total naturalidad a mi antebrazo, consiguiendo mantener el equilibrio.

—Cielo, sucedió algo mientras salíamos las dos de aquel motel, y que debes saber igualmente. —Me dice mientras orina.

— ¿Más sorpresas? —Le respondo mientras doy una mirada alrededor, esperando a que Mariana termine.

—Desafortunadamente así es. Dentro del auto tomamos los móviles para revisar mensajes o llamadas. Ella preocupada me enseñó la pantalla de su móvil privado pues tenía tres pérdidas, una de su mamá y otra dos de Sergio. En mi caso, ningún mensaje o llamada en el privado de tu parte o de mi familia, pero al encender el móvil empresarial, saltaron las alarmas. Dos llamadas y un mensaje de voz, de un número telefónico que no recordaba y cinco llamadas pérdidas de Eduardo y dos de José Ignacio.

— ¿Terminaste? —Y Mariana asiente, acomodando con algo de dificultad su calzón y enderezándose nuevamente.

—Me alarmé bastante, cielo. Tanto que K-Mena me quitó el móvil de las manos y se enteró de quienes había recibido las llamadas. En el caso de Eduardo, que era en verdad lo que más me angustiaba, no me afectaba que se hubiese dado cuenta, pero con las dos de José Ignacio no supe en ese momento que le diría si me preguntaba.

Ahora es mi turno. Introduzco mis dos manos bajo la tela de mi bóxer por las nalgas y con rapidez me los bajo, agachándome un poco para sacármelo por completo y darles la vuelta, mientras voy desocupando mi vejiga, sin caer en cuenta que una pareja muy acaramelada, agarrados por las manos, están algo cerca caminando sobre la pasarela de madera desde la esquina opuesta y nos están observando.

— ¡Ajá! ¿Y entonces qué? —Desentendiéndome de los mirones le pregunto y con una mano me apoyo en su hombro para levantar una pierna e intentar meterla por el hueco de la emparamada tela, sin éxito.

Mariana cruzada de brazos buscando mantener el calor, se ríe. Yo no le presto demasiada atención y hago el segundo intento, dejándolos flotar un poco. Levanto una pierna y la punta del pie la encesto en la rendija de la tela, y al sumergirlos lo logro. Con la otra pierna ya es más fácil y por fin me los acomodo, esta vez al derecho.

—No me preocupé por responderle a ninguno, –continúo hablándole a Camilo mientras su cuerpo se balancea– y le dije a K-Mena que «cada día trae su afán» y no debíamos preocuparnos pues era nuestro día libre. La llevé hasta su casa y allí nos despedimos con un prudente beso en la mejilla y una cogida de manos tierna y delicada, acompañada por una cómplice sonrisa. Luego me pasé el resto de la tarde jugando con Mateo y por la noche esperando tu llamada. Pero a la vez miraba constantemente el móvil intrigada por aquella nota de voz y la cantidad de llamadas, sin atreverme a darles respuesta. No quise demostrarle a nuestro hijo la intranquilidad que me embargaba por dentro y al recibir tu video llamada, compartiendo la alegría de nuestro Mateo al verte y hablar contigo, distrajo mi mente y producto de eso, me embargó una aparente calma.

—Pero por supuesto. ¡Oh, Santa Mariana! Preocupada por los demás, menos por haberme sido infiel con esa muchacha, y esta vez con todos los juguetes. Gozaste tu tarde, y la única duda tuya era saber que querían Eduardo y el playboy de playa de ti. ¿Pero y yo? ¿No sentiste una pizca de remordimiento? ¿Nada? ¿Te llegaste a plantear en qué lugar quedaba yo? —Le pregunto con un tono de disgusto.

—Estas en todo tu derecho de pensar eso, pero mi respuesta a esa inquietud que te taladra el alma, es que sí la disfruté Camilo, pero tal vez el hecho de haberlo hecho con ella, viviendo esa experiencia por primera vez con una amiga a la cual pretendí enseñarle algo, disminuyó en mí el sentimiento de culpa o de traición. No me preocupé demasiado por eso y lo minimicé cielo, pues para mí fue una traviesa lección, un deseo interior que cumplí y por lo visto... ¡A ti, igual te gustó!

— ¿Intentas envolverme con tus historias para que me convierta en un cornudo esposo que consiente tus aventuras extra matrimoniales? ¿Construyes todos esos escenarios para provocar que mis tristezas escalen desde el fondo y alcancen la cima de una repugnante tentación? ¡Pues no! No aclares que te oscurece. ¡Conmigo te equivocas! Me tomaste por tonto pero gracias a… Gracias a esa persona tuve lucidez. Amarga y dolorosa, pero ahora Mariana, ya no me puedes manipular. Creo que pretendes alimentar las llamas de la fantasía que todo hombre suele tener, de ver o estar con dos mujeres a la vez, para tu beneficio. Y sí, por supuesto qué me llegué a excitar con tu relato porque sigo siendo humano, y a veces la mente con la razón, de la mano van por un lado, y las ganas con el deseo se juntan, marchando hacía otros lugares del cuerpo, pero no vayas a creer que dejé de verle como lo que en verdad fue. ¡Otra traición injustificada!

—No es así, Cielo. No es como lo imaginas. Por más que te lo parezca, deja de pensar que todo esto se trata de mi interés para lograr que ahora me aceptes de regreso en tu vida, con todo y mí pasado simplemente porque sí, intentando romper con tus creencias y pensamientos sobre mi comportamiento sexual.

Mariana intenta defender su punto de vista, pero hay algo bajo el agua que le hace dejar de mirarme y agacha la cabeza intentando observar algo, sin dejar que sus manos flotando a los costados, rocen las suaves ondas al mover su torso de manera nerviosa, atisbando su alrededor.

—Una nueva mentira tuya, Mariana. Todo relatado con la intención de que yo acepte que el sexo que tuviste con ella y con él, no fue nada más que un acto físico sin mayor trascendencia, ya que según tus palabras, nunca involucraste los sentimientos y jamás dejaste de estar enamorada de mí. —Le respondo pero ella sigue pendiente de mirar al fondo, intentando descubrir que es lo que la inquieta.

—La verdad es que te necesito y que no me siento capaz ni fortalecida para seguir viviendo sin conseguir tu perdón, pues este peso encima de mis hombros, este cargo de conciencia me resta fuerzas para sobrevivir y hacerme cargo de seguir adelante sola, sin tu presencia para ayudarme con la educación de nuestro hijo. Camilo, cielo… ¿Podemos regresar a la playa? Hay un pez o algo que ronda mis pies.

— ¿Pensaste que cambiaría de pensamiento? —Le respondo al mismo tiempo que doy la vuelta para volver sin que a mí me roce algo.

—Pues no señora, nunca seré ese tipo de hombre que le fascina consentir que su amada esposa se revuelque en otras camas y se dé el gusto de compartirla con otras personas. Puede que me duela comprender que te fui perdiendo sin haber tenido nunca la sensación de haberte abandonado, pero como has podido ver, sigo «vivito y coleando», a pesar de que no creí poder lograrlo sin ti. Así que yo jamás, Mariana, jamás hubiese consentido ni consentiré compartir con alguien más, mujer u hombre, el corazón y el cuerpo de aquella que logre conseguir conquistar de nuevo mi corazón.

—No pretendo complicarte la vida Camilo, –le respondo mientras avanzamos despacio– ni solucionarlo simplemente convirtiéndote en un cornudo que consienta, acepte y comparta sin vacilaciones, todo lo que hice a tus espaldas. Quiero que sepas que a pesar de todo lo horrible que hice sin que lo supieras, no dejé de amarte y pretendo seguir haciéndolo, pues yo egoístamente, te seguiré llevando dentro de mi corazón, no tanto por obstinada sino porque tú te lo ganaste hace muchos años atrás. Me arrepiento como no te imaginas, Camilo, a pesar de venir hasta aquí para revelártelo todo, pero hacerlo a destiempo. Finalmente estoy haciéndome cargo de mis culpas y de los errores, que por estupidez, orgullo y vanidad mía, e inclusive por el chantaje ejercido por el hijueputa de Eduardo, cometí contra ti.

Escucho mayor algarabía y desvío mi atención hacia el grupo de parranderos, dándome cuenta que han decidido seguir nuestro ejemplo y la mayoría de chicas y muchachos, se han metido al agua, incluso lo hace Verónica corriendo por la orilla, salpicando de agua a sus amigas.

—Ok, Mariana. ¿Y entonces podrías decirme que carajos querían contigo con tanta insistencia? —Centrando de nuevo mi atención en ella, para saciar mi curiosidad finalmente le pregunto.

—Al dia siguiente obtuve la respuesta. Un inmenso ramo de rosas rojas decoraba mi escritorio y a su lado, una caja de chocolates con una tarjeta blanca y escrito en letras negras, todas mayúsculas, la usual dedicatoria… ¡Para mi preciosa e inalcanzable amiga, de su amigo secreto! Pero en el jarrón de las flores había otra, con letra cursiva y diferente que decía: ¡Para la más sonriente y bella asesora comercial, de un muy bien atendido cliente! Y la cara de felicidad que tenía en ese momento, se diluyo con rapidez al llegar Eduardo a la oficina y posicionarse a mi lado con cara de amargado. Ni siquiera me dejó sentarme o dejar colgado mi bolso, y por saludo me tomó del brazo y me hizo acompañarlo, casi a rastras, hasta la cafetería del primer piso.

— ¿Dónde carajos estabas metida ayer? Debes estar pendiente de mis llamadas y sobre todo de las de los clientes. —Encolerizado, fue lo primero que me dijo.

—Le respondí que era mi dia de descanso, y lo había dedicado a realizar diligencias personales. Me comentó que habían ido a buscarme unos clientes con la intención de gestionar la compra de una de las casas de la agrupación y que se disgustaron mucho al no poderme ubicar. Finalmente logró calmarlos y ofrecerles que otra persona los atendiera en representación mía, pero estaban renuentes a ello y mucho menos al ver que era José Ignacio la persona designada. Ellos primero deseaban charlar conmigo antes de tomar una decisión.

— ¿Y quiénes eran?

— ¿No adivinas? Pues la pareja de jubilados. La señora Margarita y el manilargo de su esposo.

— ¿Y eso era todo el alboroto? ¿Por eso Eduardo se enfadó contigo?

—Sí, aunque después de su regaño me explicó que él mismo había conseguido hablar con ellos y los convenció de darme una oportunidad, prometiéndoles una pronta reunión. Y la preocupación nació de nuevo en mi interior... Oye cielo, tengo la impresión de que algo quiere picarme o morderme. ¿Nos salimos ya?

—No exageres. Tan solo serán algunos pececitos inofensivos. No te preocupes. ¿Y entonces los llamaste?

—Obvio que llamé al número desconocido del que me habían llamado para disculparme primero que todo. Y quién me respondió era ella, efectivamente la señora Margarita, que de manera cordial aceptó mis disculpas y pactamos encontrarnos más tarde ese día para hablar, en una cafetería cercana a la plaza de la iglesia de Lourdes. Al comentárselo a Eduardo, de inmediato le cambió el semblante y se ofreció a acompañarme. Prevenida me negué a ello, diciéndole que yo manejaría la situación y que diera como un hecho esa venta, pues a como diera lugar yo cerraría si o si, esa negociación. Y seguí la mañana trabajando con normalidad, chateando contigo a escondidas en el baño y enviando con la señora de la cafetería, una chocolatina grande que había comprado en la maquina dispensadora del décimo piso para endulzar a mi amigo secreto.

—Cielo, regresemos ya que me estoy congelando, y nos van a salir escamas si seguimos metidos aquí. —Me solicita Mariana, tiritando ligeramente.

—Bueno está bien, salgamos ya. —Le respondo a Mariana y me doy la vuelta para salir del agua impulsándome con el movimiento de mis brazos, usando mis manos como un par de remos para facilitar mí avance.

— ¡Ayyy! —Grita Mariana detrás de mí, al igual que escucho un chapoteo desesperado que consigue hacerme girar con rapidez. Mi mujer se ha hundido y estando de espaldas alterada patalea, aunque la profundidad aquí es poca, sin embargo Mariana no… ¿No soporta mantener su cabeza bajo el agua? Me da igual ahora, y mis brazos se extienden hacia ella para socorrerla con premura, y le abrazo por la cintura, logrando izar su cuerpo, sacándola del agua.

Boca muy abierta, ojos desorbitados y respiración agitada. Con su carita más blanca que de costumbre y estremecida, se sujeta a mi cuello con fuerza y tose mucho, escupiendo en exceso.

—Ya pasó Mariana, tranquila. Calma, por favor. —Le digo y ella afablemente me hace caso, cierra los ojos y apoya su cabeza en la cuna que se forma entre mi hombro y el cuello.

— ¿Qué sucedió? —Le pregunto al depositarla con cuidado sobre mi camisa y su vestido, mientras le reviso cada una de las plantas de sus pies, sin hallarle nada.

— ¡Te lo dije, había algo y no me hiciste caso! Me mordió la pierna. —Le respondo a Camilo y de inmediato me la reviso. En la pantorrilla derecha veo sangre. No mucho y mi pulgar recorre el área con cuidado, limpiando la herida.

—Fue tan solo un mordisquito de algún pez curioso por la atractiva blancura de tu piel. No es para tanto escándalo, afortunadamente. ¿Tienes pañitos para limpiarte? —Le comento a modo de broma para quitarle yerro al asunto y Mariana toma su bolso y del interior saca los pañitos húmedos para entregármelos.

Con uno solo acaricio el área enrojecida, visualizando cuatro puntitos rojos por los que asoma un poco de su sangre. Puede que le vaya a arder un poco pero tomo uno de los vasos con ron y hielo, para derramar un poco sobre la mordida.

Mariana exclama un repentino… — ¡Jueputa, me arde! Sopla. ¡Sóplame por favor! —Y por supuesto que me inclino y lo hago con… ¿cariño? Decido aplicar un poco de hielo sobre la herida y el cubito de hielo lo mantengo presionado con dos dedos sobre su piel.

Mi mujer relajada, se deja caer de espaldas sobre la arena, cerrando sus ojos y mordiéndose el dedo meñique, todavía asustada y adolorida, pero con seguridad disfrutando de mis cuidados.

Mis ojos la observan completamente húmeda, con sus cabellos negros y lisos, escurriendo salinos goterones, en tanto que sus labios se han estirado hacia los lados, dándole forma a una avergonzada sonrisa. Su apariencia sigue siendo la misma. La mujer hermosa, delicada y con ese infinito azul en sus ojos tan celestes, que me alteran las emociones. Tan serena y en calma ahora mi adolorida reina, a pesar de que segundos antes estando a medias seca, gritaba como princesa asustada.

Pero sigo viéndola, como siempre lo ha sido para mí desde que la conocí. ¡El ser más frágil y precioso del universo!

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