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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (3)

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3. Un regreso y mil recuerdos. 

4:15 am. Es la hora en que observo la pantalla de mi teléfono móvil. No he podido dormir bien, esporádicamente lo he logrado solo por ratos. Y no es por cansancio físico, ya que mil kilómetros y ciento cinco minutos de un apacible vuelo al atardecer, son una nimiedad frente a los casi siete meses de no saber nada de él. O quizás si, tras haber acumulado tantas horas de insomnio después de su marcha, el abandono de nuestro mundo en común, y por el peso de mi culpa que no me permite cerrar los ojos; esa angustia existencial que se va resbalando desde mis parpados cada vez que los cierro, sin aferrarse tan siquiera un poco en la depresión de mis ojeras, para por fin asentarse con plomiza comodidad sobre mis hombros, haciéndome sentir mala persona y tan dolorosa mi existencia.

De pronto la culpa sea de esta ajena habitación, ni tan cálida ni muy fría. O su enorme cama para dos, siendo yo su única inquilina. Puede que sea también la dureza media del colchón, al cual no se amoldan bien mis caderas ni la espalda. Me siento al borde hacía mi izquierda, en un acto reflejo instintivo, como si mi marido estuviera ocupando su espacio a mi diestra. Ocho huellas dactilares repujan la piel en mi frente de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, mientras dos pulgares los soportan ejerciendo un poco de presión por debajo de mis pómulos, entre tanto analizo que la verdadera razón a mis desvelos es la falta de mi esposo. Me dan de nuevo ganas de llorar.

¡Es mejor ponerme en pie! Lo pienso y lo hago ipso facto, tan abruptamente que hasta parece chocante ante mi apatía por la vida en los últimos meses.

Me acerco semidesnuda y descalza al ventanal que da acceso al balcón, descorro a medias las cortinas beige y los velos blancos por su mitad; por panorama observo al lejano horizonte de esta madrugada lóbrega y no veo para mí, nada claro; tan solo tenuemente iluminada la cercana playa y abajo hacia mi izquierda, una noctámbula pareja de enamorados tomados por las manos y recorriéndola sin premura, –felices hablando– entre risas, besos cortos y otro mucho más largo.

Y se me sale de repente un melancólico suspiro. Mi fatiga es de otra índole, la emocional causante de mis jaquecas. No duermo bien hace tiempo y no me acostumbro a recostarme para descansar rodeada de tanta soledad. ¡Extraño tanto el calor que emana su piel! Culpable no es esta habitación ni su armonioso decorado, o el sonido de la fuerte marejada al azotarse contra el malecón. ¡Majaderas olas tan incansables y persistentes! Una y otra vez, como el palpitar de la vena en mi sien derecha. Ansiedad y estrés, las causas según mi médico. Medito en ello mientras doy la espalda al ventanal que ya he dejado entreabierto y me dirijo al baño para hacer pis. ¡Temor y angustia! creo yo, y mis tobillos permanecen esposados por el elástico estirado de mis panties. ¡Es el miedo casi palpable a su rechazo! pienso aun sentada y «patiabierta», mientras con detenimiento me limpio con toallitas húmedas para bebé.

— ¡Aun te amo! — lo digo en voz alta, acercando mi rostro a tan solo un palmo del espejo sobre el lavamanos de cristal, como si su limpia superficie fuera una especie de portal dimensional y a través de él, –con el vaho de mi aliento dispersándose– le llevara entre susurros a sus sueños, mis palabras. Y lloro un poco, aunque no se diferencian mucho mis lágrimas, saladas con seguridad, pero tan cristalinas como el agua con la que estoy baldeando las impurezas del alma reflejadas en mi rostro. Es mejor serenarme, por lo tanto una tempranera ducha no me sentara mal. ¿Toalla? Me percato que no he traído la mía, no empaqué casi nada por las prisas. En un estante superior hay de sobra.

Me doy un rápido duchazo con agua fría para despejarme, me enjabono de abajo hacia arriba, las pantorrillas primero y luego mis muslos, que tanto le echan de menos. En mi cuquita depilada por completo me detengo para frotar los labios, sólo su entrada… ¡Tan abandonada como su propietaria!

Desde hace meses no tengo sexo con nadie, aún recuerdo la última vez, justo antes de que todo saltara por los aires. Ni siquiera he usado los jugueticos que compré en el sex-shop, en principio a escondidas de mi marido, no he tenido ánimo para ello, –aunque lo he intentado– siempre viene a mi mente su rostro de decepción y desprecio por lo que termino por llorar, sino que es la congoja la que incide en mi garganta hasta el punto de llegar a estrangular mi deseo. Solo a veces con mis dedos me he proveído de uno que otro orgasmo, tristes como lo están siendo mis días sin él. ¡Pero hoy no! No tengo ganas ni es el momento oportuno.

Con el mismo esmero restriego bien mis nalgas, –como si la pureza de mi nueva etapa comenzara por ahí– y a continuación llevo el jabón desde mi plano vientre, pasando por el hundido ombligo, hasta llegar a la redondez de mis tetas; solo shampoo para el cabello sin acondicionador, pues lo llevo ahora corto a la altura de mis hombros. Ese es otro detalle del que estoy segura que no le va a gustar, o al menos, le desconcertará.

Pero ahí sí Camilo, ¡tú eres el culpable y no yo! Por dejarme sola de repente y a cargo ya de todo, de una vida sin rumbo. Tanto por hacer y mucho más para decir… ¡Mentir! Y en mis días de mayor desespero, tras las constantes preguntas de nuestro hijo Mateo… ¡Mamita! ¿Cuándo regresará mi papito? Frustrada y sin respuesta certera que ofrecerle, terminé por echar mano yo misma a las tijeras. Un cambio de fisonomía para no gustarle a nadie. A él, si le daba por aparecer, a los demás que me miraban mal, y en especial a mí misma, para sepultar de una vez por todas a esa otra mujer qué habitó en mí. Más temprano que tarde, mi esposo se dará cuenta, de por qué lo he hecho. ¡Lo sé!

Me enjuago lentamente ahora sí, todo mi cuerpo, de arriba para abajo. Es el último paso para mi completa purificación antes de presentarme ante quien ha de darme su perdón. Ya solo me afana decidir cómo vestirme para nuestro encuentro. Nada que muestre demasiada piel para no amedrentarlo y traerle infernales recuerdos, pero si algo sobrio que me luzca y por supuesto que le agrade y yo, no le sea para nada indiferente. ¿El enterizo midi de color marfil de abotonar por delante? ¡No! ese no porque me queda demasiado ajustado y además muestro mucha pierna. Mejor el vestido de crochet, con rombos multicolores tejido a mano y discreto escote en «V», aquel que me regaló para navidad, con un top blanco de algodón por debajo. Sí, ese es el indicado.

¿El sexy cachetero negro de encaje o la tanguita? Hummm, mejor el negro y la blanca la dejaré para una próxima ocasión si mi confesión se alarga y mañana se hace necesario continuar con nuestra charla, abriéndonos el corazón y el alma. Para rematar mi look, las sandalias doradas de tacón cuadrado junto al sombrero de paja y ala ancha. ¡Oops! Que no se me olvide llevar los lentes oscuros con montura de carey que también me regaló recién llegamos aquí. ¿Maquillaje? Sí, pero prudente. Quiero… ¡Necesito volver a enamorarlo!

***

Atravieso sin prisas el hall de la entrada frente a la recepción, donde se encuentra una esbelta jovencita con el color de piel del café oscuro que me deseo tomar en este momento. El joven ante quien me registré anoche ya no se ve por ahí. La muchacha me observa desde detrás del amplio mueble, me acerco extendiéndole la llave magnética y le saludo con cortesía.

— ¡Buenos días! —le digo y ella tomando con delicadeza la tarjeta, sin apartar sus ojos azabaches de los celestes míos, me responde con una suave voz…

— ¡Bon día señorita! ¿Pasó usted buena noche? —Me corresponde el saludo y acompaña su pregunta con una amistosa sonrisa, –quizás más falsa de lo que aparenta– a la vez que inclina un poco la cabeza como si fuera yo merecedora de una reverencia.

Alargo mi brazo y doblo ligeramente mi mano derecha frente a ella, levanto un poco mi dedo anular con la dorada alianza y acompaño el gesto con una picaresca sonrisa. Los demás dedos desprovistos ya, de las alhajas de mi lujurioso pasado.

—Lo siento, discúlpeme usted. ¿Señoraaa…? —Y se apena por su inocente imprudencia tanto como por no saber el nombre de su huésped.

No noto algún rubor en su oscura tez pero de seguro que es sincera en su azoramiento, ya que deja de mirarme y afanada busca en la pantalla del ordenador el número de mi habitación.

—Melissa López… —Hago una breve pausa, no digo mi segundo nombre pero le recalco seguidamente de quien soy esposa…

— ¡De García! Termino por aclararle, –como si a ella le importara o le conociera– mientras doblo el brazo izquierdo y las asas finas de mi bolso de lona monogram, se afirman en el codo. — ¡Mucho gusto! Realzándolo con una ligera curvatura hacía arriba en mis labios.

Me le adelanto en su averiguación, retiro los lentes de sol de mi rostro y le extiendo la mano. Ella la toma con delicada firmeza y percibo la suavidad de su piel durante los instantes en que las mantenemos estrechadas.

—Y tranquila mujer, no se preocupe por ese detalle, al fin y al cabo, carece de importancia. —Le tranquilizo.

—Gracias señora Melissa. Mi nombre es Emma y estoy para servirle en lo que usted necesite. El desayuno estará listo en unos diez minutos, si desea puede pasar al comedor y esperar un momento. —Y las dos al mismo tiempo, fijamos nuestra atención en el análogo reloj de la pared a su derecha y que tiene la apariencia de un radiante sol. Faltan diez minutos para las seis de la mañana. ¡Aún tengo suficiente tiempo!

—Danki Dushi, pero tan solo me apetece una taza de caliente café negro para acompañar uno de estos. —Y enseguida le muestro la cajetilla de cigarrillos «Parliament» agitándola de izquierda a derecha, tres veces.

Lo sé muy bien porque las cuento. Me quedó esa estúpida manía de cuando se me acababan y de esta singular como silenciosa manera, le pedía a Camilo que fuera al supermercado a comprármelos, ya que en la tienda de la esquina no se conseguían.

Emma menea su cabeza y me deja ver nuevamente la blancura de sus grandes dientes y me responde:

—Esta fresquecito y recién hecho, Señora Melissa. —Debajo de la mesa saca un mug ancho y blanco con el logo del hotel, aun humeante y coqueta lo alza en frente mío.

—Yo misma se lo llevo. Ehhh… ¿Allá en las sombrillas blancas, junto a la piscina? —Me pregunta y a lo cual respondo…

—Gracias Emma, pero prefiero en aquel lugar, –le indico con mi dedo– bajo los kioscos de paja en frente de la playa si no es molestia. —Ella asiente y se gira enseguida hacia su izquierda.

— ¡Dushi querida! le hablo sin levantar demasiado el tono de mi voz y ella se detiene, pero tan solo gira su cuello y me mira, esperando. —Uno doble con cara de triple y bien cargado. ¡Sin azúcar por favor! Le guiño un ojo y solo recibo su sonrisa por cómplice respuesta.

Un viento frio me recibe fuera mientras camino por la entablada pasarela que conduce hasta la playa. Se erizan los vellos de mi nuca y los antebrazos, pues en medio de los afanes no empaqué ninguna estola para colocarme por encima de los hombros. Doy fuego al cigarrillo, aspiro lentamente y lo dejo cautivo entre mis labios, entre tanto deslizo hacia atrás una de las sillas de mimbre y me acomodo, quedando la blanca arena a metro y medio frente a mí.

—Señora Melissa, aquí tiene su café. ¡Calientito y fresquito!

No escuché a Emma llegar. Y me alegra ver como también en un mug como el suyo, me lo ha servido hasta casi rebozar. Y un cenicero de Coral Gingham, deposita en el centro de la circular mesa de madera.

—Gracias Emma, eres muy gentil. — ¿Se le ofrece algo más? —Muy longilínea y con sus manos entrelazadas por detrás de la cintura, la joven recepcionista me consulta.

— ¡Pensar! Dushi querida, solo pensar. —Respondo ensimismada, mientras doy el primer sorbo al oscuro café.

—Señora Melissa, si me lo permite, –no digo nada y solo la miro con curiosidad– para las penas del amor, caminar descalza temprano por la playa, meditando cada paso, mejora no solo la circulación de la sangre en sus pies y piernas, sino que el contacto de su piel con la arena húmeda, le servirá de relajante masaje y como si de un buen sedante se tratara, adormecerá un poco el agobio y así podrá tener un mejor panorama. Al menos eso me sucede a mí, cuando he necesitado tomar una prudente decisión.

— ¿Tanto se me nota? —le pregunto. Emma desde su posición mira al horizonte y sin parpadear me dice…

—Está brisando mucho y hoy es cierto que ha amanecido un poco nublada la mañana. Es un claro indicio de que amenaza tormenta. Pero ha sido así desde siempre por esta época del año, que yo recuerde. Y sin embargo señora Melissa, aún no llueve. A medio día de seguro el clima variará y se pondrá soleado. Ya verá como el calor volverá a su vida. —Me dice y luego de un breve silencio me mira y continúa con sus consejos.

—Tiene en sus ojos, el color del cielo en un día despejado señora Melissa, más sin embargo no brillan por la tristeza que los nublan, están un poco opacos con visos de melancolía, dolor por una profunda tristeza. Los tiene rojos de tanto llorar. ¡Si señora! se le nota mucho. — ¡No hay maquillaje que oculte el dolor ni la angustia! Le respondo.

—Vaya a darse una caminata, –extiende Emma, sus recomendaciones– respire profundo y cuando vuelva me busca, por si necesita otra taza de café, desea desayunar algo o simplemente pedir un taxi para que la lleve a dónde debe y necesita estar.

No se despide, simplemente da media vuelta y marcha a ocupar su puesto tras aquella recepción. Doy otra calada a mi cigarrillo y un nuevo sorbo al café. Me retiro las sandalias, porque voy a hacerle caso y caminaré un poco por la playa, cerca de la húmeda marca que dejan las olas al besarla. Dejo aquí sobre la mesa, mi bolso, también la blanca cajetilla de «Parliament», pero antes me enciendo uno nuevo y en la mano izquierda me llevo el móvil, por si alguien me llama. La arena esta fría pero firme y mientras me desplazo por la orilla, me sonrió de mi misma por lo despistada que sigo siendo. ¡Y suspiro!

***

Como casi nunca prestaba atención a los noticieros, no me había dado por enterada del paso cercano de una poderosa tormenta tropical en cercanías de aquella isla, así que no se me pasó por la cabeza el que mi marido al abandonarme, fuera a recalar aquí, en Curazao. ¿Pero a donde más podría encontrar paz consigo mismo y sin mí, sino en el paraíso que años atrás construimos los dos, –para nosotros y nuestro hijo– todo desde cero con gran esfuerzo y verlo ahora deshecho, quizás para siempre por mi culpa en tan poco tiempo?

Era apenas obvio, él debía asegurarse que la casa que había heredado de un antiguo y gentil amigo de su madre, la única posesión material que le quedaba, aunque fuese a mitad con William según el testamento, no hubiese sufrido daños de consideración. Era la casa hacia donde más tarde debían llevarme mis dubitativos pasos, temerosa por este reencuentro e insegura de enfrentarme a mi marido, tras más de doscientos días desde que se enteró de casi todo y yo, no saber luego nada de él. ¿Camilo estará tan nervioso como yo?

Finalmente llego hasta el muro de piedra donde inicia el rompeolas, con la colilla de cigarrillo consumido entre mis dedos y el teléfono sin mensajes ni llamadas perdidas. A un costado, sobre una rama de un árbol de Watapana, medio escondido silba un turpial pecho-amarillo. Un macho cantándole a su hembra. Mueve y gira su cabeza negra de un lado para el otro como buscándola sin hallarla. Yo tampoco la veo por ningún lado. ¿Se le habrá escapado y estará ya con otro cantor?

Jajaja… ¡Las tonterías que pienso! Aunque pensándolo bien, yo también me asusto al imaginar que otra persona pueda estar ocupando el espacio que yo dejé.

Es mejor dar la vuelta y regresar, pues sigue haciendo frio. Algunas huellas de mis pies aunque ya con distinta forma, permanecen marcadas justo al borde donde se van deshaciendo entre la espuma de las olas. Más adelante ya no quedan mis rastros, pero si los granos de arena sobre el empeine de ambos pies, otros pocos por debajo de los talones y por supuesto, el recuerdo del porqué llegamos aquí.

— ¡Peter, un gran hombre! —Con efusividad me comentó qué así se llamaba aquel holandés, cuando me propuso dejarlo todo y seguirle. Buscar nuevos horizontes –me dijo sonriendo– y disfrutar de un año sabático. — ¡Nos lo merecemos mi amor!

Y yo acepté. ¿Por qué no? Separarnos por un tiempo de nuestras familias y dejar nuestros oficios en la capital, no era un mal plan, tras catorce meses de noviazgo, tres años de casados y con nuestro pequeño Mateo de tan solo dos añitos de edad. Tres meses después estábamos volando desde Bogotá a esta bella isla enclavada en las Antillas Neerlandesas.

Perdido en sus íntimos pensamientos, casi sin mirarme al no apartar su vista del más allá azul y blanco, tras la ventanilla del avión, fue relatándome su historia, las vivencias ocurridas con aquel holandés que le presentó el indomable destino, como siempre lo hace, sin ningún aviso ni pedir permiso.

— ¡Un padre para mí, amor! Sin que en realidad lo fuera. El verdadero nos había abandonado muchos años atrás. Por ello creo que se convirtió para mí, en una amorosa figura paterna tras el paso del tiempo y con amenas conversaciones espaciadas en las tardes, –sentados sobre el medianero muro del antejardín que separaba nuestras respectivas casas– colmadas eso sí de grandes anécdotas de un otrora buen marinero y posteriormente convertido en capitán de cruceros de lujo por el caribe; por supuesto plenas de sabios consejos que solo podrían salir de la boca del que ya ha conocido más de medio mundo, historias del alma de una buena persona con muchos días vividos, un tanto solitario al final de sus años pero con la certeza de haberla vivido con ganas y eso le otorgaba a Peter, una competente experiencia que me trasmitía serenidad y sus conocimientos. Era una amistad con bastante cariz paternal.

Guardó silencio nuevamente por un instante, cuando la azafata se acercó a nosotros interesada en saber si requeríamos alguna bebida u otra cosa. Amablemente le dijimos que estábamos bien así y ella sonriendo continuó su recorrido hacia otro pasajero de la fila contigua, unos asientos más atrás.

— ¡Continua por favor! le dije a Camilo, apretando un poco su antebrazo, reclamando su atención. —Me tienes intrigada con tu historia.

—Un fornido extranjero ojiazul, con sobrada altura, canoso y bastante bonachón, que ayudaba a mi madre sin mala fe de por medio, o eso es lo que yo veía en ellos dos. Nunca noté nada raro y la verdad, si eran felices los dos a escondidas, ambos se lo merecían.

Bolsas de comida a comienzos del mes y con algún dinero para cancelar recibos de agua y luz cada dos meses. Mis dos hermanos mayores trabajando a media jornada, pues la otra la dedicaban a continuar con esfuerzo sus estudios universitarios y mi hermana menor y yo, cursando el bachillerato. Muchos gastos por cubrir en nuestro hogar y escasas las entradas a pesar del empeño de mis hermanos mayores. ¡Años difíciles mi cielo! —Y noté en su mirada el abatimiento que le producían sus recuerdos y algo de naciente humedad, en sus ojitos color café.

Llego nuevamente hasta el kiosco y de la mesa recojo mi bolso, los cigarrillos y el encendedor. La taza blanca y el cenicero se quedan ahí.

— ¿Emma? —Le llamo cuando me acerco a la recepción y no la veo tras el mueble.

— ¿Señora Melissa, en que le puedo servir? —Me pregunta como siempre amable y dispuesta, apresurando sus pasos hasta acercase a mí, tras salir por una puerta a la izquierda.

—Voy a salir. Solo quería avisarte y agradecer tu consejo, así como la buena taza de café.

— ¡No es nada! En serio señora Melissa, no hay de qué. ¿Piensa tomar un taxi o prefiere alquilar un automóvil? El muchacho de la arrendadora ya llegó. —Miro de nuevo el reloj en la pared. Son apenas las siete y cinco, tiempo más que suficiente para llegar a la cita.

—Hummm, muchas gracias Dushi querida, pero creo que prefiero ir a pie. No queda lejos mi ca… la casa a donde debo llegar. Gracias nuevamente Emma y… Deséame suerte.

—La tendrá señora Melissa, no pierda la esperanza. —Emma coloca su mano sobre mi antebrazo y me dice finalmente…

— ¡Y recuerde que todos los días, sale de nuevo el sol!

***

A estas horas no hay tráfico por la avenida, algunos automóviles permanecen estacionados al lado izquierdo de la calle, al amparo de la sombra de los árboles, aunque el sol no pega con fuerza todavía. Amaina el viento y lo agradezco, pues percibo con mayor profundidad el aroma a cítrico mezclado con la salinidad del mar. ¡Además mi sombrero no peligra en salir volando por los aires! Me esperan unos cuarenta y cinco minutos de caminata para llegar a mi destino, al otro lado de la ciudad. Decido cambiar de andén y espero a que me cruce por delante un joven en su bicicleta roja y así poder continuar tranquila… ¡Rebobinando continuamente mi pasado!

Tras años de crecer sin su padre verdadero, entre los dos forjaron una amistad sincera, casi familiar y por supuesto plena de correspondido afecto. Según me contó mi marido, –al proseguir con aquel relato– ya acomodada mi cabeza sobre su hombro derecho.

Un día al regresar del colegio, Camilo se encontró con una nota escrita por el puño y letra de aquel holandés, informándole de su urgente partida a causa de un incidente con su único hijo, pero eso sí, prometiéndole que jamás se olvidaría de él. Y un suspiro largo percibí. Mi esposo hizo una pausa para acariciar con la yema de sus dedos la frente y los cabellos negros de Mateo, quien reposaba plácidamente sobre sus piernas, bien dormidito y acunado entre los brazos de su papá. Y yo enternecida por aquel gesto, posé la mía sobre la suya y retirándola con suavidad, la acerqué a mis labios y deposité un beso sincero sobre el dorso de la misma. Se la apreté con algo de firmeza percibiendo su cálida temperatura, y al igual que él, sin mirarle a los ojos, simplemente le dije:

— ¡Te adoro, preciosito mío! No existe en el mundo un mejor hombre que tú. —Y mí amado esposo levemente sonrió y pasó su brazo por detrás de mí cuello, atrayéndome aún más hacia él y besó mi frente con infinita ternura. ¡Nos amábamos, sin lugar a dudas!

—Al comienzo llegaban mes tras mes las cartas, –me seguía hablando Camilo, con su tono de voz grave pero más bajo para no despertar a nuestro pequeño– cada tres meses las coloridas postales desde una isla en el caribe, las cuales yo devolvía con entusiasmo en posteriores misivas contándole como transcurría mi vida, la de mi madre y mis hermanos; como avanzaba con mis estudios y por supuesto, las colegiales conquistas adolescentes. También sagradamente durante varios meses, un giro de dinero en dólares americanos me llegaba, no era mucho, pero nos permitía vivir de forma menos apurada y sobre todo, –en mi caso– para proseguir con los estudios, aunque la comida a veces fuera lo primordial. —Otro largo suspiro se interpuso de repente en sus recuerdos y por su mejilla derecha, ya rodaban hacia el mentón dos lágrimas sin mucha prisa por surcar su alma. Con toda la ternura de que fui capaz, las limpié, posando mi mejilla sobre su cara.

—Pero luego los escritos, las tropicales imágenes y los depósitos de dinero, se distanciaron con el transcurrir de los meses hasta que no hubo más, sin despedidas; nada más de paradisiacos panoramas y en el corazón, mi vida, un preocupante vacío por una promesa, a todas luces, incumplida. —Hizo una pausa para beber un poco de agua mineral.

—Y así pasaron algunos años sin saber ya nada de aquel viejo holandés, hasta que faltando poco para mi mayoría de edad, una llamada del extranjero y una voz con marcado acento al otro lado de la línea, terminó por rasgar mis esperanzas, confirmando con tristeza mis sospechas. ¡Peter había fallecido!

—El interlocutor se presentó como William, el único hijo de mi gran amigo y consejero, en el fondo, el padre que no tuve. —Un nuevo silencio y en esa ocasión el gimoteo cobró más fuerza y se desbordaron con ahínco sus lágrimas y las mías.

Esa vez ya no pude detenerlas y tan solo opté por sacar de mi cartera, el paquete de pañuelos faciales para que Camilo se limpiara entre suspiro y suspiro.

Sin darme apenas cuenta ya he atravesado el cruce entre las calles de Penstraat y Johan Van Walbeeckplein. Ha sido rápido y ahora estoy por llegar a la Playa de los Venezolanos. No estoy para nada agotada pero sí creo que es momento de un nuevo compañero de ruta.

Me detengo en frente del Ministerio de Finanzas y extraigo del bolso mi cajetilla de cigarrillos. Tomo uno de los cuatro que me quedan y trato de encenderlo pero la brisa juega con la llama del briquet, una vez y lo apaga; dos, tres... ¡A la quinta es la vencida! Pienso y lo logro. Sonrío triunfante como si se tratara de una gran batalla pero solitaria, pues si me he topado con seis personas en este recorrido, no han sido más.

A la segunda calada, continúo la caminata y entre el humo que sale formando ondas azuladas de mi boca, prosiguen vívidas mis remembranzas. ¿Por dónde iba? Ahhh, sí… ¡En su incontenible llanto!

Mi marido ya más calmado, continuó relatándome que lloró sin ocultar su rostro de la atenta mirada de su madre, que de inmediato comprendió que no eran buenas las noticias recibidas, ella se acomodó el delantal negro sobre su falda de flores amarillas, se puso en pie y se dirigió hasta la cocina en silencio a proseguir con sus labores. La escuchó llorar y se le arrugó aún más el alma. Pero al otro lado de la línea telefónica, las palabras entremezcladas en español e inglés, le devolvieron a esa dolorosa realidad escuchando lo que William le había prometido a su padre, en su lecho de muerte. Seguir velando por su «hermanito colombiano» con la promesa de que algún día se conocerían.

Recién cumplíamos tres años de casados en agosto, –lo recuerdo como si fuera ayer–celebrando aquella ocasión en casa de la madre de mi esposo. Mi familia y la suya disfrutamos de un exquisito almuerzo, por supuesto bailamos salsa y vallenato y el infaltable aguardiente con una que otra cerveza ofrecida por el mayor de mis cuñados. A media tarde tocó a la puerta un mensajero en bicicleta que apareció con un sobre amarillo preguntando por Camilo. Sorprendido, mi esposo regresó a la sala donde todos continuábamos la fiesta y con algo de nerviosismo por conocer el remitente frente a todos, rasgó presuroso la envoltura de papel.

Eran las escrituras de una casa en un sector residencial de Willemstad, acompañadas de un escrito a mano alzada de William que le requería con urgencia para finiquitar los trámites respectivos. Mi esposo y el hijo de aquél holandés eran los propietarios y aquella insospechada herencia se convertiría con el pasar de los meses, –tras nuestro arribo en un noviembre bastante gris como hoy– no solo en nuestro nido de amor, sino en el sueño de los dos en remodelarla para convertirla en un agradable hostal vacacional de cuatro pequeños apartamentos para alquilar por días e inclusive meses, a los turistas que desearan algo más íntimo y familiar.

Al fondo del amplio terreno, un tanto alejada de la piscina, la que antes era una cabaña para guardar trastos viejos, se convirtió finalmente con algunas adecuaciones en nuestra vivienda, con dos apartamentos, el más grande de ellos para nosotros dos y nuestro pequeño Mateo, y el otro un poco más pequeño para el solterón de William, en la planta superior.

Camilo, muy emocionado dispuso de todo su intelecto arquitectónico para delinear la remodelación y yo, con mis conocimientos para la decoración, bosquejé el cambio en los colores de la fachada y los interiores de las habitaciones, así como del mobiliario y la ambientación de la mediana piscina. Un jacuzzi para seis personas, fue otra novedad, y los jardines tanto internos como externos, los decoré con arbustos de Acacias; cactus dispersos por todo el conjunto habitacional y de las tres palmeras altas de la entrada, trasplantamos una de ellas al interior, frente a nuestra pequeña casa, necesitados de su sombra.

¡Nuestro hogar en el paraíso! Junto con el disfrute propio, estaría el de los visitantes extranjeros logrando generar además, unos atractivos beneficios económicos con los cuales solventaríamos nuestra estancia en esta paradisiaca isla.

Y hacia allá es adonde me dirijo a tan tempranas horas de un domingo a mitad de octubre a su casa, esa misma que alguna vez fue nuestro nidito de amor, hoy, por el contrario, vengo de invitada o no sé si se podría llegar a definir mejor como molesta invitada. ¡Ojalá que no sea así!

Su refugio tras la tormenta que le desaté encima, sin previsiones meteorológicas de por medio y ni un paraguas o cortavientos para guarecerse. Esa morada a la que ya no aspiro que vuelva a ser mi hogar. ¡Pero al que tanto deseo regresar!

Este año no festejamos nuestro aniversario, por el contrario en una fecha tan especial, lo hicimos cada uno por su lado; yo pasé ese día apartada con mi pequeño Mateo, desconsolada y sola, como si estuviera asistiendo, –sin ganas– a mi propio funeral. No sé qué habrá hecho Camilo, pero estoy casi segura de que también se sintió muy mal.

***

Ya voy llegando a la plaza con sus coloridas fachadas, esas que tanto gustan y agradan a los turistas para fotografiarse con sus edificaciones coloniales como fondo, –con el fin de postear luego en sus redes sociales– tras dejar atrás la bonita zona comercial por Breedestraat.

— ¡Juepuchaa, maldita sea! Grito con fuerza desmedida, dando un brinco hacia atrás al sentirme asustada. Una iguana panzuda, fea y descolorida se me ha puesto al frente. Nunca me han gustado y así no me hagan nada, siento por ellas repulsión.

Siempre me han mirado raro esos animales, como si mis blancas pantorrillas fueran deseadas como parte de su diario menú y con sus movimientos tan agiles, –que si a la izquierda o mejor a su derecha– y su larga cola ondulante, nunca he sabido con seguridad si vienen hacia mí, o se van a escabullir hacia otro lugar.

— ¡Fuchi! ¡Fuchiii! —Le vuelvo a gritar, pero ni se asusta ni deja de observarme, desafiante. Me agacho para quitarme una sandalia y lanzársela, pero cuando ya estoy descalza de mi pie derecho y con ella en la mano, –al enderezarme– la hijuemadre iguana se cruza la calle con irreverente parsimonia y dejándome libre el paso. Debo estar pálida del susto, pero… ¿A quién le importa lo que me pueda suceder? Observo a mí alrededor y no hay nadie que pueda haber prestado atención a la seguramente graciosa escena, de aquel enfrentamiento entre un primo lejano de «Godzilla» y una valiente heroína, armada de un simple zapato.

Y me doy cuenta de que aún sonrío… ¡Con el puente por delante!

(9,50)