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La irresistible

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Froilán es uno de mis mejores clientes, y no por las retribuciones que tengo de mi profesión de contador, sino por su amistad desde que lo conocí y se fortaleció con el tiempo. Fue mi profesor cuando estudié la licenciatura y algo vio en mí que insistió en que estudiara un posgrado en Investigación de Operaciones, su área de especialidad, cuando concluyera mi licenciatura. Inicié y terminé y la maestría, pero me dediqué a atender asuntos fiscales de mis clientes, donde gano bien en el despacho en el cual soy socio.

Mi amigo es profesor e investigador en la Universidad desde hace muchos años y no son malos sus ingresos, incluso tiene nivel 3 en Conacyt, pero, como mínimo, anualmente triplica dichos emolumentos por las asesorías particulares que eventualmente da cuando organismos públicos o privados solicitan apoyo urgente. Me consta pues yo le llevo sus asuntos contables.

El sábado pasado me pidió que lo recibiera en mi casa porque quería platicar conmigo. Pensé que la charla sería alrededor de las diversas inversiones que tiene y los cambios económicos que han dado inicio, pero me equivoqué.

–¡Buenas noches, Ber! Gracias por recibirme. No sé cuánto tiempo platiquemos, pero vine preparado –dijo dándome dos botellas de Brandy, al momento que le abrí la puerta.

–No tienes que agradecerme nada, Froilán, estás en tu casa –contesté tomando las botellas y le cedí el paso.

Después de organizar los vasos y copas, el recipiente con hielo, sacar unos refrescos y bocadillos de carnes frías que ya tenía preparados, le advertí que estábamos solos en casa, que nadie vendría y le pedí que se pusiera cómodo.

–Gracias –dijo y sin más, se quitó los zapatos para subir los pies en el banco– No es asunto de negocios –me advirtió–. Lo que pasa es que tengo la cabeza revuelta y quiero hablar con alguien, sobre todo discreto y de confianza, para ver si me doy cuenta del asunto que se me vino encima –concluyó.

–Tú dirás, ya sabes que no soy comunicativo –le dije, y aunque por dentro agradecía la confianza, me intrigó que hubiese algo que no podía resolver su mente prodigiosa.

–¿Recuerdas a Arcángela? –preguntó y vino a mi mente otra de mis profesoras excepcionales, tanto en la licenciatura como en la maestría y a quien Froilán le solicita apoyo en las asesorías o se las delega –Te voy a platicar desde que la conocí y los avatares de ella, y no por chismoso, sino porque forman parte de mi embrollo–. Ella tenía 15 años cuando la conocí. Entonces, como ahora, se preparaba y seleccionaba a los alumnos que deseaban participar en el concurso nacional de Matemáticas, yo apoyaba a los organizadores dando clases a uno de los grupos de inscritos. Ella estudiaba en la preparatoria que es uno de los negocios de los padres agustinos, también allí fue locutora de su estación radiodifusora, llegó a ser “La voz” que identificaba a la estación de radio, pues su voz se escuchaba cada media hora para decir qué hora era

–Sí, recuerdo su voz en el radio, mi mamá escuchaba esa estación –dije y ligué de inmediato la voz de Arcángela con mis recuerdos de niño, no sabía que era ella.

–Aunque la trataron muy bien en la escuela, ella se sentía extraña en ese lugar porque los alumnos le parecían sosos, principalmente los “hipócritas que pertenecen al Seminario”, refiriéndose a los jóvenes que aspiran a ser sacerdotes.

–¿Cómo le fue en los concursos? –pregunté.

–Dos veces represento a nuestra entidad en el concurso nacional y, en la segunda ocasión recibió una mención especial por haber dado una solución muy original debido a la sencillez con la que resolvió un problema muy difícil. Con una medalla de plata, en los concursos le fue bien, pero no en el amor. Resulta que ella, para sostenerse en los estudios universitarios que inició después, ingresó a una radiodifusora donde transmitían canciones juveniles y era la gran sensación para el público, junto a otro locutor joven, quien era hijo del dueño de la radiodifusora, y se hicieron novios. El fuego juvenil fue avanzando y en la cabina ya no sólo eran toqueteos y restregones entre ellos.

–Supongo que era la edad –dije recordando mis años de adolescente.

–Sí, según me contó Arcángela con mucha tristeza en esa época, ellos ya tenían relaciones sexuales fuera de ese lugar, pero en una ocasión, cuando transmitían, ella fue al baño y se quitó las pantaletas; al regreso, mientras el novio estaba presentando la siguiente pieza musical, como broma, ella le sacó el pene y le hizo una felación al novio; cuando la música entró al aire, ella se sentó en el miembro, haciéndole el amor. La música terminó y él puso la pista de los comerciales, que se prolongó más de lo debido, cosa que llamó la atención del administrador y llegó a la cabina, donde, antes se entrar, por la ventanilla, se percató de lo que ocurría, seguro que la vio saltando en el regazo del novio. Sólo tocó la puerta, ellos suspendieron la acción, el administrador se retiró y ellos continuaron con el guion prestablecido.

–¡Que interrupción…! –dije, mostrando un ademán de contrariedad.

–Al final del turno, el jefe los reprendió, les advirtió que eso no lo toleraría y que ellos saldrían de la programación de la estación. El novio le pidió al administrador que no le dijera a su padre de lo sucedido y la culpó a ella. Arcángela se quedó sin trabajo y sin novio. Sin embargo, su mayor dolor fue la falta de lealtad del muchacho. Ella, para obtener ingresos, se aplicó dando clases particulares a jóvenes irregulares y tuvo tan buen desempeño que en poco tiempo muchos la recomendaban y ella podía cobrar más que otros profesores que se dedicaban a lo mismo.

–Bueno, es muy inteligente y novios no le faltarían, ella es muy bonita a sus cuarentas, la imagino a los veinte o antes, aún más bella, tú la conoces desde entonces –le dije a Froilán.

–Sí, su cabellera rubia y el color de ojos, azul cielo, la hacen ver así. Pero ella es propensa a engordar. Se parecía a su madre –me advirtió.

–Entonces, su madre era así de bonita –afirmé.

–Sí, era bonita, pero subida de peso, lo cual demeritaba su belleza. Arcángela tiene una dieta rigurosa y rutinas de ejercicios, por eso la vemos en muy buenas condiciones. Las pocas veces que vi a su madre, me trató con mucha cordialidad, pero, en una de ellas que estábamos en la entrada de su casa porque le llevé unos documentos para que firmaran autorizando a su hija para ir al concurso nacional, su marido, quien terminó de firmar los papeles, me los regresó diciendo “Aquí tiene”, y luego se dirigió a su esposa “Ya métete, no tienes que hacer nada más”, mostrando un trato de macho celoso.

–¡Qué mala onda! –señalé ante la descortesía que sufrió Froilán.

–Pues sí, pero, precisamente, cuando Arcángela padecía la decepción de la relación perdida, su padre llegó tomado a su casa, solicitando que su esposa lo atendiera, ella se negó y él dijo “No eres la única mujer” y se fue al cuarto de las hijas, donde trató de violar a Arcángela. Los gritos de ella y su hermana hicieron que la madre las fuera a auxiliar, y desde entonces Arcángela no acepta a su padre.

–¡Pues no, esas conductas tienen daños irreversibles! –dije molesto.

–A los dos años de ese episodio, Arcángela se casó con un compañero de su universidad. El novio y ella fueron padres de una niña a los pocos meses del matrimonio. Yo les conseguí una ayudantía para que me apoyaran en mis cátedras y no dejaran de estudiar. Cuando faltaba un semestre para terminar la carrera, y una de las opciones de titulación era por calificaciones (tener un promedio mayor o igual a 9.5 en escala de 10), lo cual ella cumplía, le pedí que iniciara una tesis dándole uno de los problemas que estaba yo resolviendo para una asesoría a una compañía electrónica. Ella en un mes lo resolvió limpiamente, hizo las comprobaciones prácticas del prototipo en esa compañía, cumpliendo así la etapa de prácticas, que también podría haber subsanado con las ayudantías de profesor, y en dos meses redactó la tesis.

–Obviamente tú eras el asesor de tesis… –dije en tono sarcástico– Pero no entiendo por qué la obligaste a hacer esa tesis y a realizar las prácticas, si ella no lo necesitaba.

–Cierto, no hubiese sido necesario, pero, además de obtener un buen ingreso por resolver el problema y dirigir la elaboración del prototipo, ello le daría los méritos suficientes para optar por una plaza de profesor titular, además de llevar una ventaja ante otros aspirantes.

–¿Eso lo sabía ella? –pregunté con la duda.

–No, ella sabía que su titulación era inminente, pero entendió que era conveniente saber hacer una tesis y presentar un examen profesional, además de obtener unos buenos ingresos si aceptaba hacerlo.

–Pronto hubo oportunidad, ella obtuvo una plaza de profesor de medio tiempo y al año siguiente, cuando ingresó a la maestría, tuvo la plaza de tiempo completo. En la maestría, mostró que ella ya sabía más de la mitad de lo que iban a ofrecerle, presentando esas asignaturas mediante examen, reduciendo a la mitad el tiempo de estancia, y pasar al doctorado casi de inmediato.

–También estuviste apoyándola en esos posgrados –dije, asumiendo una obviedad.

–Más que estar apoyándola, estuve acompañándola, ella sola hubiese podido hacer todo. A mí sí me sirvió para aprender, dados los enfoques novedosos que ella proponía y la relación de problemas que teníamos en las asesorías. La experiencia adquirida ya no tuvo parangón, e inmediatamente al concluir el doctorado, se abrió una plaza de investigador “Titular A” para ella, con su acceso al Sistema Nacional de Investigadores, dado su currículum con varias patentes registradas.

–Pues sí, ella te vio como sustituto del padre que la había desencantado, le fue muy bien.

–Pues no tan bien. Allí es donde inicia otra etapa donde no supe más cómo pasaron las cosas.

–¿Qué cosas? –pregunté, entendiendo que eso que venía era lo que Froilán trataba de ordenar en esta plática.

–El marido se puso celoso del éxito de Arcángela y se divorciaron. Él argumentó que pasaba mucho tiempo en la universidad y más conmigo que con su hija… ¡Y sí era así!, también mi esposa me lo señaló.

–¿Hubo algo entre ustedes dos? –pregunté.

–En ese entonces, no, pero ya llegaré a ello. Otra de las cosas que le bajó la moral fue que su padre abusó de la otra hija, ante esta situación, la madre tuvo un ataque de apoplejía y Arcángela se la tuvo que llevar a su casa para que no se deteriorara más de salud, pero nunca se recuperó y murió al poco tiempo. A partir de este momento, cedo la voz a Froilán.

Hace unos cinco años, cuando fui a buscarla a su cubículo, respondió a mis toquidos con una voz lúgubre “¿Quién…?” “Froilán”, le respondí y ella abrió. Me di cuenta que había estado llorando mucho.

–¿Qué tienes, hija? –pregunté abrazándola y besándole la frente.

Arcángela, me abrazó fuerte y se puso a llorar. Yo le acaricié el pelo mientras ella sufría por algo que yo ignoraba, pero que debía ser muy duro para ella. Pasó un tiempo así y me invitó a sentarme.

–Gracias, necesitaba ese abrazo –me dijo al sentarnos, pero sin soltar mis manos–. Necesito contárselo a alguien, y que mejor que tú, mi amor secreto –dijo y me quedé pasmado, seguramente yo estaba con la boca abierta al escuchar lo que dijo –Sí, te he amado siempre, concluyó al mirar mi estado de asombro.

–Perdón, pero no entiendo, ¿por qué lloras? –pregunté desconcertado.

–¿Vamos a mi casa para que te cuente? ¡Quiero emborracharme hasta perder el sentido! –expresó y tomó su bolso después de ponerse el saco, asumiendo mí anuencia.

Subí a su camioneta después de decirle al vigilante del estacionamiento que mi auto se quedaría allí. En el camino, ella se detuvo en una pizzería. Sin preguntarme nada, pidió dos pizas chicas, una pasta y una ensalada. Me quedé perplejo porque, excepto la ensalada, ella no tiene ese tipo de comida en su dieta. Envié un mensaje a mi esposa diciéndole que estaría en casa de Árcángela pues ella había tenido un mal momento. “Bueno, cuídate”, fue su respuesta.

Al llegar a su casa, lo primero que dijo fue “Vamos a lavarnos las manos y comer, porque con pan, las penas son menos” y me dio un beso en los labios que no le correspondí porque eso no está…, estaba en nuestras costumbres de trato, aunque sí me lo había hecho un par de veces, hace años. Ante mi perplejidad, sólo sonrió, me acarició la cara y me encaminó hacia el baño.

Me dio una botella de vino para que la descorchara y ella sacó platos, cubiertos y copas, mientras canturreaba la canción de la melodía que se escuchaba en el aparato de sonido que había prendido. Sirvió en un plato grande para cada quien una rebanada de piza, un poco de pasta y ensalada. Yo serví el vino. Nos sentamos a la mesa, ella tomó su copa, me vio con una cara que reflejaba felicidad y extendió la mano para que brindáramos.

–Al rato paso a contarte mis penas, en este momento me siento feliz de que me acompañes, ¡salud! –dijo y chocó su copa con la mía.

–¡Salud! –contesté sonriendo y sintiendo la alegría que salía de sus ojos.

–Aunque no lo creas, éste es uno de los momentos de mayor felicidad que he tenido. En casi todos ellos has estado junto a mí –dijo y me besó en la mejilla.

Sonriendo y canturreando continuamos comiendo y bebiendo hasta que terminamos con lo que había comprado y con la botella de vino. Conectó la cafetera y preparó un par de expresos que colocó en la mesa de centro de la sala y se sentó en el sillón. Me senté en el sofá, cerca de ella, y empezó a hablar.

–Estaba muy triste por lo que me pasó, pero tú me has calmado con tu presencia y tu abrazo. ¡Gracias! –expresó y yo me mantuve en silencio, pero agradeciendo con una sonrisa verla con mucha calma–. Aunque nunca lo he hecho, dije que me quería emborrachar y qué mejor que hacerlo a tu lado.

Se levantó por una botella de Coñac y dos copas. Las sirvió, dijo “¡Salud!” al unísono con el tintineo del choque contra mi copa y se tomó de golpe la mitad del contenido, antes de continuar hablando.

–Lo primero ya está hecho. Te dije que te amo y te lo repito: “Te amo” –expresó con lentitud y timbre de seducción –. Lo callé durante muchos años y no pude contenerlo ante tu muestra de solidaridad y cariño.

Continuó hablando de lo que, según ella, me debía, de la conducta paternal que había tenido de mí ante la orfandad sentida de su padre y todo lo que, según ella, le enseñé para llegar a ser reconocida ampliamente en el país y varios lugares del extranjero. Desde luego que eso infla el ego de cualquiera, pero me parecía que exageraba demasiado porque desde hacía algunos años ella me había rebasado en conocimientos y sagacidad en el ámbito profesional.

–Tú has sido mi sombra protectora, pero también el acompañante nocturno en los sueños más húmedos. ¡Cómo lo pude callar durante tanto tiempo! ¡Te amo! –finalizó y yo me quedé pensando que eso no era para llorarlo.

–¿Eso era lo que te hacía llorar? –pregunté intrigado.

–¡No, el decírtelo me ha redimido! Mi llanto fue otra cosa, triste, pero la he asumido después de lo que te hice saber que te amo.

–Si quieres contarme… –pedí y ella volvió a llenar las copas.

–Ya te había enterado, en su momento, los problemas con el abusador de mi padre y que ello fue lo que mató a mi madre.

–Sí, eso fue hace mucho y aún te queda pendiente reconciliarte con tu padre. Ayudarlo económicamente en la vejez que viene y no tiene los recursos de antes –insistí, pero recordé que él y yo tenemos la misma edad.

–Desde hace tiempo le mando dinero a través de mis hermanos a quienes les pido que no me nombren, ellos también lo hacen fuerte y me cuentan sobre él. Es mi padre y no lo abandonaré, pero no le perdonaré su actitud y lo que sufrió mi madre por su conducta –dijo terminantemente.

–Mi enredo es otro, o quizá lo mismo… –dijo quedándose pensativa y tomó mis manos para besarlas, antes de seguir hablando–. ¡Hoy mi hija se fue a vivir con su padre! –exclamó y soltó el llanto.

–Vamos, Sandy ya lo ha hecho cuando él estaba en Alemania, eso no es malo –dije para calmarla–. Pero ella lloró con más fuerza.

–¡Vivirán en Finlandia como pareja! –exclamó y continuó el llanto.

Cierto, su hermosa hija ya era mayor de edad y ella no podría hacer nada, ni siquiera legalmente. Ya calmada, sin soltar mis manos, se cambió al sofá, a mi lado y me contó cómo se dieron las cosas. Sandy sedujo a su padre, quien varias veces la rechazó con amabilidad, pero, al final, cedió. Él la desfloró, es decir, ella no había tenido relaciones con ninguno de sus novios. Luego, segura de que no hubo violación por parte del padre, me preguntó “¿Cómo se puede amar así al padre?” y, en lugar de pensar en su padre, pensó en mí y se le reveló el “cómo” “¡Ya entendí!, me gritó y se sentó en mi regazo cubriéndome la cara de besos haciendo que me calentara.

Nos desvestimos mutuamente y desnudos volvimos a brindar. Ya se nos había subido el alcohol, pero nuestra borrachera era de amor. La noche fue deliciosa, lamí todo su cuerpo y chupé sus tetas, su culo y su vagina. Ella con voz pastosa por lo borracha me decía “Más papasito, más” y se abría las nalgas o los labios para que mi lengua la recorriera. Lego la penetré y quedó desmayada de tanto orgasmo. Yo me asusté y traté de reanimarla con una servilleta húmeda y friccionando sus brazos y piernas. Al volver en sí, lo primero que dijo fue “Quiero cabalgarte” y me chupó el pene hasta que estuvo en erección. Se sentó y cabalgó por más de diez minutos gritando y bufando por los orgasmos múltiples que tenía hasta que volvió a caer. Le acaricié el cuerpo lleno de sudor, la sequé con la sábana y al abrir los ojos dijo “Estoy borracha, dame otra copa de coñac, quiero dormir sobre ti, con tu falo adentro”.

No pude darle la copa, se quedó dormida como ella quería…

Han pasado ya casi cinco años y hemos vuelto a tener relaciones varias veces, la mayoría de ellas fuera de aquí, cuando vamos a los congresos o a dar conferencias. Ella no me pide nada, acepta que primero es mi esposa, pero a mí me parece que no es debido que me vea como a su padre, o que refleje en nuestra relación el padre que ella hubiese querido tener, o se imagine cómo debe tratar Sandy a su padre. ¡No lo sé!

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