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La sesión de Molinari

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Ya había escudriñado varias veces los alrededores; aun así, volvió su cabeza una vez más para estar seguro de que nadie lo estaba observando. Segundos más tarde, el profesor Molinari golpeó la puerta del viejo caserón ubicado al final de esa callecita cuyo nombre nunca puedo recordar.

Doris, la dueña de casa, respondió prontamente a los cuatro toques sutiles de irregularidad calculada que parecían configurar una torpe contraseña: abrió la puerta lentamente tratando de atenuar su estridente crujido y ensayó un gesto de cortesía; pero el profesor prescindió de toda dilación protocolar y fue directo al asunto:

–La necesito. Pagaré lo que sea.

La anfitriona comprendió la urgencia, entonces lo invitó a entrar y lo condujo a través de un rancio y oscuro zaguán hasta la gran sala principal. Una vez allí, le indicó que se sentara a la orilla de una mesa de redondo cedro. Molinari obedeció sin hablar. Ella se sentó frente a él y estiró sus brazos hacia adelante con las palmas de las manos hacia arriba.

–Tome mis manos –le dijo; él las tomó–. No rompa el circuito –él asintió con un leve movimiento de cabeza.

La mujer cerró los ojos y se sumergió en un profundo estado de concentración. Hubo unos minutos de silencio; fue un silencio perturbador de tan perseverante. De repente Doris movió ligeramente sus labios y pronto esos movimientos se hicieron grotescos. Luego balbuceó alguna cosa; torció su cabeza; sus ojos temblaron en forma espasmódica y quedaron en blanco; después se abrieron grandes configurando una mirada perdida. Estaba en trance.

El profesor Molinari había estudiado las ciencias y solía ejercer su escepticismo con excelsa dignidad, quizá por eso –y no a pesar de eso– se mantuvo imperturbable. Y así estuvo hasta que Doris lo miró fijamente y le habló con meridiana claridad. La voz sonó diferente a la que le había dado la bienvenida: algo más aguda y con cierta afectación fantasmal.

–Te extraño, mi amor –dijo la nueva voz. Molinari esbozó una tenue sonrisa– Bésame –Molinari titubeó. Ella insistió con decisión–. ¡Bésame! ¡Hazlo! No tenemos mucho tiempo.

El profesor se incorporó lentamente, bordeó la mesa orbitando su centro y se acercó a la mujer sin soltarle las manos; sus rostros quedaron enfrentados a unos pocos centímetros.

–Hazme el amor aquí, sobre la mesa –le pidió ella con ansiedad. Molinari volvió a titubear. Ella volvió a insistir– ¡Vamos! ¿Qué esperas? Vamos a divertirnos con el cuerpo de esta perra.

La mujer soltó las manos de Molinari y se agarró las tetas con firmeza. Luego comenzó a moverlas en círculo mientras se relamía su labio superior con gesto lascivo.

–Tremendas tetas tiene esta puta; mira, parecen melones. ¿Te gustan? Ven, quiero que se las chupes, que se las muerdas –dijo con una voz que ya no era la original ni tampoco la aguda y fantasmal, sino más bien grave, honda, diabólicamente lujuriosa.

Entonces Doris acercó esos preciados melones a su propia boca, sacó una lengua larga y filosa y castigó a aquellos erectos pezones con una suerte de rápidos latigazos. Molinari se excitó al punto de volver a prescindir de toda dilación protocolar (siendo esa dilación el beso) e ir directo al asunto (siendo el asunto esas dos frutas maduras). Entonces la boca del arrecho profesor se prendió de aquellas deliciosas ubres como cordero lechazo y sus manos se aferraron del culo de la mujer como si fueran las garras del diablo.

De forma violenta y desordenada, la fue despojando de su ropaje hasta dejarla completamente desnuda. Luego la recostó sobre la mesa. Doris, con su espalda contra la madera, abrió sus piernas como queriendo abrazar el cielo con ellas. El profesor, cuya humanidad se interponía entre la fémina y el cielo implorado, bajó sus pantalones con dificultad y vio cómo su pija alborecía pulsante para responder al acuciante abrazo.

–Métemela ya, por favor, estoy ardiendo –suplicó Doris chupándose su propio dedo.

Él la penetró con desesperada prisa, como si no hubiera un mañana –quizá no había–. Su henchido miembro completó las húmedas vastedades de aquel candente piélago rosáceo y comenzó a cavar hacia sus profundidades: ella buscaba el cielo, él había encontrado las puertas del infierno.

–Puedo sentir. Puedo sentirte. ¡Cógeme duro… oh, Alcides!

Las apremiantes envestidas fueron tan intensas que Molinari pronto sintió que desfallecía. Entonces hizo una breve pausa buscando aire, la cual sirvió de excusa para que la ardorosa mujer forzara un cambio de posición. Instantes después era el profesor el que estaba recostado sobre la mesa y Doris la que lo cabalgaba con ritmo salvaje, imprimiendo inusitada furia en cada sentón.

Mientras la humanidad de la ardiente hembra se desplomaba una y otra vez sobre la de su visitante, su ímpetu sexual se fue transformando en cruel violencia; la calentura se le confundió con la rabia y entonces sus pequeños puños golpearon repetidas veces el pecho del hombre mientras de su boca comenzaron a brotar furiosos reproches:

–¿Te gusta esta putita, verdad? ¿Cuántas veces estuviste sobre esta mesa? ¡¿Cuántas veces te la cogiste a mis espaldas?! ¡¿Te gusta?! ¡¿Te gusta así?! –le gritaba mientras aumentaba la intensidad de sus saltos arremetedores y le abofeteaba el rostro sin piedad.

El profesor estaba extasiado, padeciendo el extremo goce del sufrimiento provocado por los golpes, los insultos y los bestiales conchazos, cuando de pronto Doris abandonó su montura.

–¡Date la vuelta! –le dijo– ¡Esto te va a gustar… hijo de puta!

Él obedeció presto y se colocó boca abajo sobre la mesa; ella le escupió el orificio anal y le introdujo un dedo hasta el fondo. La impasibilidad del docente hizo que pronto fueran dos los dedos percutiendo salvajemente contra sus paredes rectales. La dilatación obtenida tentó a un tercer dedo, que derivó en la mano entera de Doris profanando un ano completamente sumiso.

Las piernas de Molinari temblaron; sus alaridos retumbaron furibundos en las mohosas paredes de la sala. El último grito de placentero dolor fue desgarrador y una explosión de semen pasivo antecedió a un largo silencio, durante el cual Doris pareció encontrar sosiego y, con sumo cuidado, retiró su mano de los interiores del profesor.

Instantes después, como si abandonara su propio cuerpo, la dama caminó lentamente hacia una de las esquinas de la sala y quedó enfrentada a un gran espejo. Allí pasó largos minutos en los que no hizo más que atravesar su imagen con ojos todavía extraviados.

Mientras tanto el profesor se fue incorporando con cierta dificultad, se vistió sin emitir palabra y dejó un fajo de dinero sobre la mesa. Después se acercó a la mujer y la observó con ojos grandes, expectante, como queriendo preguntarle algo. Pero no preguntó. Ella le habló con absoluta calma, sin mirarlo:

–Que tenga usted un buen día, Alcides; ya conoce la salida.

Molinari atravesó el oscuro zaguán hasta llegar a la puerta de entrada y la abrió lentamente tratando de atenuar su estridente crujido. Luego asomó la cabeza al exterior, escudriñó un rato los alrededores, y se marchó a paso apurado por esa callecita cuyo nombre nunca puedo recordar.

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