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Los polvos bajo las estalactitas

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Allí, parada en el umbral de la biblioteca, enfrente la calle, detrás los libros, a Priscila le asaltó una seria duda: ¿sería cierto que la raza humana, de natural, era promiscua? En fin, en sus más de veinte años de madurez intelectual, tras dejar de ser una adolescente tímida e introvertida, ella nunca lo fue; de hecho, se casó con Ramiro enamorada, sin haber probado más polla que la suya; todavía, ese día, era la única polla que conocía, su tacto, su sabor, la longitud y dureza con que la acogía, en su coño, en su boca, en su culo; pero ¿y si se estuviera perdiendo algo? Esta noche se celebraba Halloween. Ramiro y ella habían quedado con amigos para salir a divertirse.

Priscila había escogido un disfraz de Maléfica, insinuantemente femenino, pues la falda era cortísima y una cremallera recorría su torso provisto de hermosas tetas y su abdomen liso como una losa. A Ramiro no le hacía ninguna gracia ver a su mujer tan provocadora; pero, en fin, una vez que se disfrazó de Joker y le pidió a su mujer que le practicarse una mamada mientras apuraba un cigarrillo sentado cómodamente en el sofá, y ésta se la hizo, de rodillas entre sus piernas, demorándose en darle lametones en glande y prepucio, en recorrer con sus labios rojos de carmín el tronco venoso de arriba a abajo, y, finalmente, dando enérgicas sacudidas con la boca, sacando su leche, que tragó, limpiando los restos del semen por todo el contorno de la polla, dejándola limpia y reluciente como cuando salió de la ducha, quedó conforme.

En su trabajo como bibliotecaria, el conocimiento que tenía de los libros había ido en aumento. Había algunos que jamás eran prestados, y que poca gente había leído. Hubo uno que le llamó la atención, por el título: "Los polvos bajo las estalactitas". El libro estaba catalogado como de ciencias; sin embargo, pronto, en cuanto leyó el segundo capítulo, Priscila se dio cuenta que no: se trataba de una novela, y, para más señas, de tipo porno: en ella se relataba la vida de una tribu de homínidos que, establecidos en una cueva de origen kárstico durante un verano entero, se dedicaban a pescar, marisquear, ya que el lugar estaba cercano al mar, y a practicar sexo, sobre todo a esto último. Todos follaban con todos..., y no solo follaban; también había mamadas y comidas de coño. En fin, todo un recital. A Priscila se le humedeció tanto el chocho mientras leía, que no tuvo más remedio que ir a los aseos para aliviarse con los dedos; aunque más le hubiese gustado colarse en el aseo de los tíos: debía comprobar que realmente era humana, debía chequear su promiscuidad.

Priscila y Ramiro salieron de su casa en dirección al centro de la ciudad, donde habían quedado con su grupo de amigos. Por el camino iban encontrando todo tipo de personas disfrazadas; abundaban las maléficas y los jokers, aunque también había muchos pennywise y reyes de la noche, no digamos de enfermeras ensangrentadas, o de jasons y otros clásicos. Llegaron al lugar de reunión, ei bar Tarot, y pidieron refrescos y copas. Allí estaban Marisa y su marido Mohamed; Jesús y Cristina, que siempre iba enseñando cuerpo, esta vez con un disfraz de colegiala asesinada con una faldita minúscula; y Beatriz y Salvador, los más modositos. Se hablaba de todo, pero Priscila mostraba cierto interés; así que puso la palma de su mano haciendo pantalla en la oreja de Marisa y le preguntó: "Marisa, ¿tú eres promiscua?". Marisa se quedó petrificada y le dijo: "Ven, acompáñame al baño", en voz baja; después dijo en voz alta: "¡Priscila y yo vamos al servicio, it won't be long!".

Durante el trayecto, Marisa dijo: "Mujer, ¿qué preguntas haces?"; "No sé, tengo curiosidad...", dijo Priscila; "Pues mira, promiscua, lo que se dice promiscua no soy, pero vamos, si se me pone un buen macho a tiro, seguro me lo intento pasar por la piedra", y se rio Marisa; "Ya, te lo follas"; "Claro, mujer, sólo se vive una vez"; "Sólo se vive una vez", repitió Priscila.

"Una pared nos separa;

a veces la oigo follando;

gime cuando le están dando;

grita y, como si llorara

porque el placer se marchara,

suspira fuerte acabada,

por su macho bien montada.

Y mi pecho lleno de hiel...

Quiero ser ahora mismo él,

tenerla abajo clavada".

"Qué bonita poesía Salvador", dijo Cristina. Estaban todavía sentados en el bar Tarot, y el alcohol los iba haciendo más libertinos. Cristina guiñó un ojo a Salvador. Cristina se levantó. Tras ella lo hizo Salvador. Fue un fugaz encuentro, pero, tras apretarse ambos los labios con un húmedo beso, salieron al callejón que había en la puerta trasera y trabaron sus cuerpos: Cristina cara a la pared, con las bragas bajadas, recibió los embistes de Salvador regocijada. La polla de Salvador, rozando la tela de la falda, entraba y salía del culo de Cristina. Ella susurraba palabras tiernas, él bufaba. "Cariño, amor, mi poeta, fóllame, siempre follada por ti, así, folla, amor, córrete dentro de mí", decía Cristina con sus labios pegados al muro. No se olvida nunca un amor adolescente. Cristina y Beatriz eran hermanas.

"Ya te has tirado a mi hermana otra vez", dijo Beatriz cuando caminaban hacia el Cementerio Inglés. "Fui su amante antes que marido tuyo", se defendió Salvador; "Hay cosas que no se olvidan, si Jesús lo supiera..."; "Jesús es gay"; "Aun así".

Llegaron a la verja del Cementerio. Este era un cementerio cristiano no católico; en él habían sido enterrados numerosos ciudadanos británicos a lo largo de los siglos, y aunque también había alemanes... y franceses, popularmente era conocido por Cementerio Inglés; y la noche de Halloween permanecía abierto: era una tradición.

Entraron todos menos Mohamed, que se retiró a su casa, por aquello de la religión; luego, tras una comprensible indecisión, le acompañó su esposa, Marisa.

Quedaron tres parejas. Aunque pronto quedó una; media, ya que Beatriz y Salvador se aburrian y se fueron, Cristina y Jesús discutieron y a Ramiro lo llamó su jefe con urgencia para un trabajito en la playa.

"Priscila, debo irme, ya sabes, las pateras"; "¡Quién me mandaría casarme con un poli!", rio Priscila.

Así fue que Priscila se quedó a merced de los espectros esa noche de difuntos. Sin embargo, no fue un espectro el que finalmente la empotró e hizo de esa noche una noche inolvidable para Priscila y, quizá, el comienzo de lo que iba a ser su nueva vida.

Vio al guarda frente a la puerta de la iglesia anglicana.

"¿Busca algo señora?", interrogó el guarda; "Ay, no me trates de señora, aún no he llegado a los cuarenta", respondió coqueta Priscila, fijándose en los fornidos brazos del centurión y su mandíbula cuadrada; "¿Celebrando Halloween, verdad?"; "A ti qué te parece, ¿te gusta mi disfraz?", volvió a coquetear Priscila; "Me gusta más lo de dentro". Fue terminar de escuchar estas palabras y verse Priscila llevada en volandas por el forzudo hacia el laberíntico interior del cementerio.

"Ay, aahh, ay, dame, más fuerte". Priscila gemía y gritaba tumbada sobre la lápida negra de una tumba del cementerio mientras el hombre, el guarda de seguridad, con los pantalones bajados hasta las rodillas, el culo blanco fosforescente en la noche encapotada de nubes, la follaba. Del disfraz sexy de Maléfica, a Priscila se le salían las tetas conforme la intensidad de las embestidas de Alberto eran mayores, pues también él, para excitarse más, con una mano libre, de vez en cuando, iba bajando la cremallera que cerraba el vestido desde el cuello hasta el pubis; de la minifalda estrecha apenas había rastros, confundida con la negrura de la lápida plana. "Aahh, oohh, aahh, córrete, no puedo más, córrete". El guarda sacó su polla del coño sombreado de Priscila, se irguió y, conservando el ritmo de la penetración, empuñó su miembro, y dando tres empujes de atrás a adelante del pellejo, se vertió sobre el vientre semidesnudo de Priscila: "Ougghh".

Halloween acabó felizmente. Marisa volvió a disfrutar de la gorda polla africana de Mohamed, y éste de la tremenda calentura de ella; Cristina y Jesús dejaron de disimular, pues ya no estaban en público, y concibieron un hijo; Beatriz y Salvador se masturbaron el uno al otro y se durmieron tranquilos; y Priscila...

"¿Quién habrá puesto este libro en la sección de novedades?", se preguntó en silencio Eduardo, el director de la biblioteca, ""Los polvos bajo las estalactitas", menudo tostón, pero lo tuve que escribir, y editar, y dejarlo en el sitio propicio en el momento propicio, oh, Priscila".

"¡Priscila!", llamó el director, "debes quitar ese libro de ahí, no es una novedad", dijo; "Para mí sí, Eduardo, si quieres lo decidimos en tu despacho". Eduardo no pudo más que sonreír e indicarle con el brazo el camino.

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